Errores sobre el mundo
que redundan en errores sobre Dios.
Los desafíos de la nueva cosmología
como tareas para la teología y la espiritualidad
José María VIGIL
https://eatwot.academia.edu/JoséMaríaVIGIL
Panamá, Panamá
Publicado
originalmente en
Revista «Fe y Pueblo» 25 (agosto 2014) 137-146,
ISEAT, Instituto Superior Ecuménico Andino de Teología,
La Paz, Bolivia.
Una famosa frase de Santo Tomás, que él
repite varias veces a lo largo de su obra como un principio al que siente la
necesidad de recurrir, dice que «un error sobre el mundo redunda en un error
sobre Dios»[1]... Es decir, por ejemplo: si pienso que el mundo es eterno,
increado, divino, profano... cualquiera de esas afirmaciones que yo haga sobre
el mundo afecta por implicación a lo que habré de pensar sobre Dios. Si
acertada o erróneamente pienso, por ejemplo, que una realidad de este mundo es
voluntad de Dios, en ese pensamiento estoy implicando, de una manera u otra, mi
propia imagen de Dios, cuya voluntad estaría yo vinculando a esa realidad.
No tiene que parecernos algo extraño,
pues, que en la realidad global, tan compleja como es, todo está implicado,
todo hace relación a todo, y no se puede «tocar» algo sin dejar de implicar a
otras partes de la realidad, que están vinculadas con aquella, implicando así
quizá incluso al conjunto de la realidad. Todas las piezas del mosaico
entretejido de la realidad forman parte de y afectan al conjunto. Y por tanto,
de una manera u otra, afectan también a Dios, la «dimensión» más profunda de la
complejidad de la realidad. Por eso podemos decir con Tomás de Aquino que, a la
inversa, cada vez que descubrimos un error en lo que pensábamos sobre el mundo,
de alguna manera nos libramos de un error que empañaba la imagen que teníamos
de Dios.
La historia de las religiones es pródiga
en ejemplos de la implicación de estas dos dimensiones, Dios y mundo. Podríase
decir que la historia de las religiones es la historia de un conocimiento
humano en continuo crecimiento, y de una religión cuyas afirmaciones sobre Dios
van retrocediendo paralelamente a aquel avance de aquel conocimiento humano
creciente. En los tiempos ancestrales, el homo
sapiens, recién hominizado, hizo lo que pudo. Como sabía muy pocas cosas y
todavía no existía la ciencia, confió en su intuición y su imaginación
religiosa para «imaginar» todo lo que necesitaba «saber» para poder componer
una comprensión inteligible y con sentido de la realidad. Echó mano del comodín
«Dios», apelando a sus «arcanos designios», para explicar de un modo satisfactorio
lo inexplicable, o incluso lo ininteligible. Con el avance del tiempo los
descubrimientos científicos han ido conquistando, una a una, nuevas zonas de la
realidad, chocando una y otra vez con aquellas creencias religiosas de la
antigua imagen del mundo. Cada error que se descubría, permitía o incluso exigía
cambiar algo de la imagen de Dios sobre cuya base se había imaginado y
justificado aquella cosmovisión. Santo Tomás lo notó, y lo expresó claramente,
a pesar de vivir en una época todavía «pre-científica», el siglo XIII.
Pues bien, en los últimos tres siglos,
el avance científico ha sido espectacular, y la antigua cosmovisión religiosa,
a base de retroceder y retroceder, ha acabado saltando hecha pedazos. Muchas
Iglesias y muchos creyentes han tratado de obviar el problema de una forma un
tanto «esquizofrénica»: dividiendo la mente, es decir, poniendo a un lado la
vida religiosa, y poniendo al otro los saberes nuevos que sin cesar ha ido
aportando la ciencia. En la calle y en la universidad comulgan con la ciencia,
sin vacilar; pero en la vida religiosa y espiritual prefieren seguir instalados
en las cosmovisiones míticas heredadas, elaboradas hace milenios,
salvaguardando así su poder religioso ritual, simbólico, sacramental... Así,
cada día, con velocidad acelerada, se agranda el abismo que separa la ciencia y
la fe, la cultura y la religión, la cosmovisión ancestral religiosa, doctrinal
y moral por una parte, y las convicciones científicas modernas de sus miembros
por otra.
Este continuo descubrir «errores sobre
el mundo» en las creencias religiosas, por parte de las ciencias, detecta «errores
sobre Dios» en la religión, en cualquiera de sus dimensiones: la teología, la
espiritualidad, el dogma, la moral, las tradiciones... En este estudio sólo queremos
abordar los «errores sobre Dios» (en el sentido amplio de errores religiosos,
teológicos, espirituales, morales...) destapados por los avances de la que
solemos llamar «nueva cosmología», o también «nuevo paradigma ecológico».
El primero, el geocentrismo
El conflicto con Galileo Galilei fue un
conflicto emblemático entre la ciencia y la fe. Galileo, con el telescopio que él
perfeccionó, observó un «error sobre el mundo» en la creencia religiosa que era
habitual hasta entonces: no estábamos en el centro de la realidad, como
afirmaba indubitablemente la religión, sino que era el Sol el que estaba en el
centro. Nosotros, sobre la Tierra, estaríamos dando vueltas alrededor del Sol.
La Tierra dejaba de ser el centro del cosmos, el centro en torno al cual giraba
toda la realidad. El ser humano, la niña de los ojos de Dios, la razón de la
creación misma y de la historia, no estaba en el centro del mundo, sino montado
sobre una roca errante vagando por el espacio cósmico...
Hoy nos parece casi evidente, pero
entonces no pudieron aceptarlo muchos científicos compañeros de Galileo, ni
tampoco las Iglesias (el conflicto con su Iglesia Católica fue el más sonado,
pero Lutero y otros Reformadores dijeron sobre Galileo iguales o peores cosas
que las que dijeron la Inquisición y los jesuitas de su tiempo). Las Iglesias
no se oponían propiamente a una verdad meramente científica, sino a un cambio
de perspectiva que ponía gravemente en tela de juicio lo que desde siempre se
había pensado sobre Dios. Ellos también se oponían –desde su punto de vista– a «un
error sobre el mundo, que implicaría un error sobre Dios». Hasta entonces era
tenido por evidente que el ser humano era la razón por la que Dios creó el
mundo, y que por tanto todo el cosmos giraba en torno a este ser humano, y en
torno a su hogar, la Tierra. Decir que ésta no era el centro de la realidad,
sino que era un planeta errante[2] en torno a otro centro... venía a decir que los planes de Dios no
eran como los pensábamos, o que el ser humano no parecería ser la razón central
del cosmos, o que la Palabra de Dios, que hasta entonces había parecido que
declaraba paladinamente el geocentrismo en el libro de
Josué[3], en los Salmos
y hasta en la boca misma de Jesús[4], estaba equivocada. Lo cual, más que un «error sobre Dios», venía
a ser un «error del mismo Dios», un error en su Palabra. Aquel «error sobre el
mundo» que la ciencia acababa de descubrir, el geocentrismo, evidenciaba un «error
acerca de Dios» que las Iglesias, en aquel momento, no estaban en condiciones
de reconocer.
La Católica necesitó casi tres siglos
para aceptarlo. Los cristianos acabaron pensando que, efectivamente, la Tierra
gira alrededor del Sol, y que no es el centro geométrico del sistema solar
pero... que sigue siendo el centro en otro sentido: el centro salvífico de la
realidad cósmica, porque allí, en ese planeta pequeño y marginal, tuvo lugar el
misterio realmente central de todos los tiempos, cuando Jesucristo murió por
los seres humanos y salvó a toda la humanidad y al cosmos, a todas las
criaturas, que gimen en dolores de parto. Ésa sería una centralidad nueva,
reinterpretada, más profunda. Con el tiempo, toda la teología se desprendió de
aquellas afirmaciones teóricas y aquellas representaciones plásticas de Dios
como creador del ser humano en el centro del mundo, como unos errores sobre
Dios que, hasta entonces, habían sido considerados como verdades sobre Dios.
Pues bien, la superación del «error» del
geocentrismo puede hacerse sin demasiadas reelaboraciones teológicas y
espirituales, pero la superación de otros muchos «errores sobre el mundo» que
la ciencia ha ido denunciando uno tras otro, sí exige reinterpretaciones
radicales, verdaderas reelaboraciones, desde la raíz, que son lo que llamamos «cambios
de paradigma», en el sentido más fuerte de la expresión.
Y a partir de aquí esto es lo que quisiéramos
hacer: un elenco de los principales conflictos que el continuo avance de la
ciencia (la «nueva cosmología», en sentido amplio) ha provocado al denunciar «errores
sobre el mundo». No pretendemos más que evocarlos y plantearlos. No queremos
ahora resolverlos, teológicamente hablando. Nos situamos más bien –metodológicamente–
fuera de la teología, tomando la palabra como observadores neutrales del
conflicto entre la ciencia y la fe. Estos desafíos aquí elencados son,
precisamente, nuestra respuesta a la pregunta por las tareas que la teología y
la espiritualidad deben acometer en el inmediato futuro.
Otro gran error sobre el mundo: el
antropocentrismo
Más difícil que la del geocentrismo iba
a ser la superación del antropocentrismo, superación que, en realidad, todavía
no se ha dado; apenas se está iniciando. Podemos decir que, desde hace tiempo, éste
es un descubrimiento claro de la nueva cosmología: el ser humano (no ya la
Tierra) no es el centro del cosmos, como casi todas las religiones han pensado
–o como han creído escucharlo en sus respectivas revelaciones divinas–. Eso ha
sido –nos dice la nueva cosmología– un «error sobre el mundo». El mundo no es
antropocéntrico. Nosotros no somos su centro. Ni ha sido «creado para nosotros».
Y esto, la nueva visión cosmológica lo puede desglosar en varias perspectivas,
aplicadas, más detalladas:
• La nueva cosmología nos dice que no somos, por naturaleza de
origen, una realidad totalmente
diferente y superior a los demás seres vivos que nos rodean. No tenemos un
origen diferente o superior. Somos más bien una rama más del enormemente
diverso árbol de la vida. Somos una rama de primates en la que, gracias a un
salto cualitativo de la vida, se ha dado una mutación en el «eje de acumulación
evolutivo», que ha pasado, de ser genético y físico, a cultural y espiritual.
Es un paso más de la evolución de la vida. Hasta ahora hemos cambiado de
especie por mutación genética (hardware);
ahora mutamos por recreación interna, cultural y/o espiritual (software).
No es verdad que fuimos creados «a
imagen y semejanza de Dios», a diferencia de los demás seres vivos, que habrían
sido creados sin esa pretensión de ser «hijos de Dios» (algo más que simples
creaturas). No fuimos creados aparte, en un «sexto día»; no hubo un tal sexto día,
sólo para nosotros. Porque en realidad ni siquiera fuimos creados, un día, y de
la nada. Somos una especie que, como todas, proviene de otras, que a su vez
provienen de otras más antiguas... que empalman con los primeros seres vivos en
esta Tierra, las bacterias, de hace unos 3.500 millones de años. La nueva
cosmología piensa que todas las formas de vida de este planeta, en realidad
forman una unidad: son la misma Vida, una única realidad biótica –enormemente
diversificada y crecientemente compleja, eso sí–. La nuestra es una forma de
vida que parecería ser la que más lejos ha llegado. Aunque es verdad que, hoy
por hoy, ocupamos el último/primer puesto en el árbol de la vida –pues somos
unos recién venidos, los últimos en llegar–, no somos sino una forma más de
vida. En ese sentido, no somos «otra cosa».
Pensar lo contrario fue «un error sobre
el mundo que implicó a Dios»: fue un error también sobre Dios. A la luz de la
ciencia actual, no parece que podamos continuar atribuyendo a Dios lo que le
hemos venido atribuyendo durante milenios, a este respecto: Dios no pudo decir
lo que nosotros hemos dicho que dijo. Lo dijimos nosotros, y se lo atribuimos a
Dios.
Tradicionalmente, la teología se apoyó
en esos «errores», que lo eran tanto sobre el mundo como sobre Dios. Los computó
como verdades indubitables, por las juzgó reveladas. Más de una vez justificó
castigos y penas mayores sobre quienes se atrevieran a ponerlas en duda. Pues
bien, hoy día, la teología, si quiere hablar a la sociedad actual, tan marcada
por la ciencia, debe reedificarse sobre otras bases, desde esta nueva visión,
sin aquellos viejos errores que implicaban a Dios.
• La nueva cosmología cree ya saber que no somos descendientes de
una primera pareja, de los llamados nuestros
primeros padres. No hubo tal pareja. La idea de una pareja primordial es
una imagen mítica, muy sugerente, que vehicula la idea de la creación divina
del ser humano, pero no se corresponde en absoluto con las evidencias de la
ciencia actual. Aunque desde siempre nos ha parecido un dato esencial de la fe
judeocristiana (todavía Pío XII advertía a los científicos que no podían poner
en duda el monogenismo, porque, por la fe, el judeocristianismo «sabía» que
procedemos de una única primera pareja), la ciencia sabe que la evolución biológica
de la que somos resultado todos los seres vivos de este planeta no procede de
ese modo. La ciencia actual habla, simbólicamente, de otra Eva, «Lucy», y de
otro Adán, «Toumaï», australopitecus
afarensis ambos, cuyos fósiles ha descubierto apenas hace 40 años, que serían,
hoy por hoy, los especímenes más antiguos del género homo
que marcan para nosotros un estado de hominización suficientemente
avanzado.
No son históricas las figuras de
nuestros «primeros padres». No hubo Adán ni hubo Eva. Fue «un error sobre el
mundo», un error que ha durado hasta ayer. Y también fue un error sobre Dios,
en cuanto que nos hizo atribuirle algo que hoy nos parece saber que no hizo.
También carece de la más mínima verosimilitud histórica toda aquella descripción
–que ha llegado hasta ayer mismo, y que ha desaparecido prácticamente sin
resistencia, literalmente evaporada– del estado de nuestros primeros padres en
el Paraíso terrenal: los llamados «dones preternaturales» de que habrían gozado,
su equilibro moral, sus pláticas tú a tú con Yavé, su inmortalidad incluso...
Mención especial merece el llamado «pecado
original» que habrían cometido esos primeros padres nuestros que no existieron,
y que, por tanto, difícilmente ha podido contaminarnos tan gravemente como se
pensó, ni expulsarnos del supuesto Paraíso, ni condenarnos al trabajo y a la
muerte, entre otros castigos.
También aquí, fue «un error sobre el
mundo» que implicó a Dios. Desde hace ya bastante tiempo la ciencia no tiene
dudas a este respecto. Una teología responsable debiera asumir esta situación y
dejar de una vez de contar con aquel relato mítico, erróneamente considerado
como «histórico» durante milenios, sobre el que se construyó un imponente fardo
de creencias que ha gravado sobre la humanidad con una sobredosis enorme de
sufrimiento y culpabilidad.
Este punto es especialmente importante;
tal vez es uno de los desafíos más graves que la teología tiene que abordar: si
no hubo primeros padres, si consecuentemente no hubo un pecado primordial
contaminante de toda la humanidad, si no fuimos nunca esa massa damnata,
esa «humanidad caída» que a san Agustín le pareció
vislumbrar, si tampoco hizo falta expiar un pecado original que no existió, si
hay que pronunciarse sobre una redención divina que tal vez tampoco se dio más
que en la imaginación religiosa... una teología responsable no puede mirar para
otro lado, sino que ha de agarrar el toro por los cuernos, pronunciarse, y
rehacerse a sí misma.
• La nueva cosmología y las ciencias de la vida en general
denuncian el llamado especismo, el
abuso de poder perpetrado por la especie homo
sapiens, sobre la base de una ideología construida por el mismo homo sapiens, según la cual esa especie,
la especie humana, se autoproclama la dueña del mundo, el «fin de la creación»,
con derecho a utilizar todo el cosmos como «recursos» a su servicio. (Y todo
este error se ha elaborado y defendido con argumentos religiosos...).
El movimiento llamado de la «ecología
profunda» ha dado expresión a la intuición que cobra fuerza incontenible ante
la observación de los datos científicos: el homo
sapiens no tiene derecho a someter cruelmente a las otras especies, a
intervenir y degradar ambientes que son el nicho ecológico de infinidad de
otras especies, simplemente por su afán minero extractivista, por ejemplo. Lynn
White, en un texto que se hizo célebre para perpetua memoria, denunció muy
razonadamente que «el judeocristianismo es la religión más antropocéntrica del
mundo»[5].
Esto, que hoy a la ciencia le parece
claramente un error sobre el mundo, el homo sapiens lo ha racionalizado en la
mayor parte de las culturas mediante una ideología religiosa: serían los dioses
mismos quienes habrían creado la naturaleza para servicio del ser humano, confiándosela
bajo su autoridad absoluta. El ser humano sería el rey de la creación, dueño
del mundo, por ser lugarteniente de Dios y haber recibido el mandato de
dominarlo. Todavía, el actual Compendio de la Doctrina Social de la Iglesia (¡de
2004![6]) afirma que el ser humano es el Rey de la creación. Sin duda, se
da en todo ello un «error sobre Dios», por implicación, por su desequilibrada
parcialidad en favor de esa especie. También, sin duda, es el error de un Dios claramente
antropomórfico, construido a la medida de nuestros pensamientos, a nuestra
imagen y semejanza.
La teología tradicional ha sido
ingenuamente connivente con este antropocentrismo inmisericorde y este
especismo ciego. Ha tenido ojos solamente para mirar la realidad desde los
intereses de la especie humana. Los temas relevantes para la teología han sido
sólo los temas «humanos», nuestros intereses, enaltecidos como si fueran los
intereses mismos de Dios. Una teología responsable, que quiera estar a la
altura de la ciencia actual, debe apearse de una vez de ese antropocentrismo, y
entrar por los nuevos caminos del biocentrismo –centrarlo todo en la vida–, y
abogar por una democracia verdaderamente universal, es decir por una «biocracia
planetaria», como correspondería al Dios de la Vida, al Dios de todas las
formas de vida.
• La nueva cosmología subraya nuestro carácter radicalmente
terrestre, telúrico: somos Tierra.
No somos espíritus inmateriales, o almas (entelequias metafísicas o
sobrenaturales), «venidos a este mundo», como desde fuera, o desde la mente de
Dios, al margen de la Tierra. No hemos sido puestos en el mundo por una mano
ajena al mundo. Hemos surgido de él. Somos la flor (tal vez) del proceso
evolutivo de la vida que se ha dado en este planeta. Por eso... somos tierra, ¡la
Tierra!, que en nosotros ha llegado a tener conciencia, a reflexionar, a amar,
a contemplar...
Desde esta nueva visión cosmológica, la
religión y la espiritualidad pueden descubrir un «error sobre el mundo» que
ellas compartieron con muchas otras filosofías y cosmovisiones: interpretaron
nuestra «superioridad» de recién venidos en el proceso evolutivo, como si se
debiera a una superioridad de origen. Los seres humanos no seríamos en realidad
de este mundo, sino de otro, del mundo superior, del de los dioses... Seríamos «hijos
del cielo», no de la Tierra, caídos accidentalmente en este mundo, pero debiéndonos
sentir siempre como ciudadanos del cielo, peregrinos en patria extraña, siempre
ansiando liberarnos de las ataduras de este mundo para llegar un día a nuestro
destino celestial. Este error sobre el mundo repercutió en un error sobre Dios:
se lo percibió como llamándonos siempre a la renuncia respecto a todo lo
material, a la superación de los afanes mundanos (fuga mundi, contemptus mundi,
agere contra), a una espiritualización y una divinización entendidas como huida
de la materia, del mundo, de la carne, de las preocupaciones materiales, demasiado humanas...
Una espiritualidad y una teología a la
altura de estos tiempos deben romper con ese error sobre el mundo y sobre Dios,
para elaborar una nueva visión, y abrirse a una experiencia espiritual
reconciliada con la Tierra y con el Mundo. Somos Tierra, orgullosamente telúricos,
y con la Tierra, vibrando en éxtasis con su propio cuerpo, hacemos nuestra
experiencia espiritual. Podemos aceptar con gozo esta buena noticia de la
ciencia, que nos libra de viejos errores: no venimos de arriba, no descendemos
del cielo, sino que surgimos de la Tierra. No hemos sido puestos aquí por
alguien desde fuera, como si fuéramos extraterrestres, o paracaidistas, sino
que hemos nacido en este hogar, estamos en nuestro propio nido y éste es
nuestro hábitat natural. Después de varios milenios pretendiendo pasar de puntillas
sobre la tierra camino del cielo, necesitamos un lavado mental para
reconciliarnos con ella. Debemos ¡volver a casa!, volver a nuestro hogar, del
que nunca debimos habernos marchado. Nada nos podría ayudar tanto en este deseo
cuanto una nueva teología y una espiritualidad oiko-centradas, reconciliadas
con la Tierra, con el mundo, con la materia, con el cuerpo, liberadas de
aquellos errores sobre el mundo y sobre Dios.
El espejismo de la unicidad
• Durante milenios, los humanos, en la mayor parte de nuestras
culturas y religiones, hemos pensado no sólo que éramos el centro, sino que éramos
únicos. Este mundo, nuestro mundo, era «la» creación de Dios, la niña de sus
ojos, la obra de sus manos, y no había más. Por suponer que había otros mundos,
y tal vez otros universos, la Congregación para la Doctrina de la Fe (entonces
llamada Sagrada Inquisición) quemó vivo a Giordano Bruno, en la Piazza dei
Fiori de Roma, y arrojó sus cenizas al Tíber. La unicidad del mundo, del ser
humano, de ese plan de Dios que nos creó y nos redimió, fue un supuesto básico,
aparentemente evidente, e impuesto a sangre y fuego.
La nueva cosmología ha superado la
unicidad del mundo humano. Ha descubierto que fue uno más de los errores sobre
el mundo. El mundo no es así. Nuestra Tierra no es sino un planeta más del
sistema solar, y el Sol no es más que una de tantos millones de millones de
estrellas. El uni–verso quizá no es tal; hace tiempo que hay científicos que
intuyen que tal vez sea un multi–verso. Apenas hace veinte años, la ciencia ha
comenzado a descubrir los «exoplanetas». En estos pocos años hemos podido todos
ir llevando la cuenta de los exoplanetas que iban siendo paulatinamente
catalogados. Poco a poco, conforme hemos encontrado nuevas técnicas de detección
y hemos podido en órbita algunos satélites dedicados sólo a ello, hemos visto
incrementarse el número de exoplanetas: en 2014 ya estamos llegando a los 1500.
Sabemos que tal vez serán trillones. Muchos de ellos capaces de albergar la
vida. ¿Será una vida como la de nuestro planeta? ¿Habrá en ellos vida animal,
vida humana, vida inteligente, vida espiritual...? Aun antes de tener las
pruebas en la mano, la ciencia está convencida: este planeta nuestro no es «el
plan de Dios» concreto que siempre estuvimos pensando que era. Eso ha sido un «error
sobre Dios», basado en el «error sobre el mundo» del que fuimos víctimas...
simplemente por nuestra falta de medios de observación.
Hoy nos damos cuenta de ambos errores, y
la resistencia de la religión a reconocerlo no puede negarnos el derecho a
aceptar la verdad y a poner entre paréntesis provisionalmente (hasta una nueva
reinterpretación plausible) todas aquellas «verdades» religiosas, espirituales
y teológicas en las que creímos durante milenios. Una teología responsable debe
reelaborarse a sí misma desde este nuevo punto de vista más amplio, no tanto
universal cuanto «multi-versal», supra terrestre, desprendido de esa creencia
provinciana de que lo que aconteció aquí en este planeta en los 3500 años últimos
es el centro de la historia, lo único importante que ha ocurrido en el mundo,
el cosmos y la eternidad. Ésa es sólo una referencia pequeñita, una de las
muchas con las que una teología nueva deberá contar.
El dualismo de los dos pisos
• La nueva cosmología denuncia el «error sobre el mundo» en el que
tantas culturas y religiones han caído, de pensar que la realidad estaba
radicalmente escindida en dos –toda ella, de arriba a abajo, hasta la
profundidad de su misma sustancia óntica–. Un dualismo que se hacía presente en
todos los planos: el cósmico (tierra/cielo), físico (materia/espíritu), humano
(cuerpo/alma), hilemórfico (materia/forma), religioso (natural/sobrenatural)...
Dos mundos radicalmente diferentes, axiológicamente antagónicos. Un mundo todo él
dividido en dos pisos, una visión esquizo–frénica.
La nueva cosmología –incluyendo en ella
la nueva física– nos descubre que estábamos equivocados en la comprensión misma
de este mundo. La materia no es esa realidad sin valor[7], mera potencialidad informe, estéril, incapaz... que pensábamos.
La materia, en realidad no existe[8], porque ni siquiera es propiamente materia:
es más bien uno de los estados de la energía en la que todo consiste. La
materia es energía, y sólo necesita las condiciones adecuadas para
auto-organizarse (autopoiesis) y transformarse. Todo está relacionado con todo, en un
juego de sinergias e inextricables influencias mutuas. Y todo no es sino una
misma realidad cuántica que bulle en una efervescencia incesante de cambio de
formas, una «sopa cuántica» en el nivel subatómico más profundo, que reviste
formas continuamente mutantes en los planos superiores de una realidad
multinivel.
Ya desde los inicios del pensamiento
filosófico de la humanidad, en el mundo griego del milenio anterior a nuestra
era, aparecieron enseguida los dualismos, que el cristianismo, por ejemplo, rápidamente
asimiló. Materia y forma, cuerpo y alma, este mundo y el otro mundo, el mundo
de la materia y el mundo de las ideas platónicas... constituyeron las
coordinadas filosóficas en las que quedó expresada y apresada la vivencia
espiritual. Fue un error filosófico sobre la realidad, un «error sobre el mundo»
en definitiva, que redundó igualmente en un error sobre Dios, al marcar de un
modo tan profundamente equivocado nuestras relaciones con el Misterio sobre la
base del espejismo de esos dualismos.
La nueva cosmología –incluyendo en ella
la biología y la física cuántica, las ciencias de la Naturaleza y de la Vida–
es quien ha tenido uno de los méritos mayores en la recuperación de una visión
integrada, «holística», unida, sin dualismos. La religión, la teología, la
espiritualidad misma, deben confrontarse con esta nueva visión no dualista. Los
tradicionales planteamientos de cuerpo y alma, natural/sobrenatural,
naturaleza/gracia, tierra/cielo... que son como el único alfabeto que la teología
clásica ha sabido utilizar hasta el presente, deberá sencillamente ser
abandonado, siendo sustituido por una teología de nuevo diseño. La reelaboración
ha de ser tan profunda que no caben arreglos, correcciones laterales: es todo
un gran error sobre la realidad y sobre Dios lo que ha de ser subsanado desde
la raíz.
Concluyendo
Hasta aquí hemos elencado unos cuantos «errores
sobre el mundo», mayores, detectados por la nueva cosmología, que han implicado
«errores sobre Dios» a lo largo de la historia, y que, hoy, en un mundo marcado
tan profundamente por la ciencia, ya no hacen sino lastrar irremediablemente a
la religión y la espiritualidad que no tengan la ayuda de una nueva teología crítica
que las saque de tales errores y les ayude a replantearlo todo. Son las tareas
pendientes de la teología que quiera seguir haciendo camino en la sociedad
actual. Destacar esas tareas era el objeto de este artículo. Queremos concluir
con unas consideraciones finales.
• Una primera es la del daño que
la epistemología fixista hace a la
religión. Las instituciones religiosas parecen incapaces de modificar sus
creencias, a pesar de que está tan claro que esa inamovilidad no existe más que
en su imaginación, pues la historia demuestra la constante evolución-ebullición
de las religiones, su sincretismo, sus cambios, sus acomodaciones a los cambios
filosóficos e históricos... En el corto plazo las religiones se resisten a los
cambios, tienen pánico a reelaborar el patrimonio simbólico que heredaron. Están
cautivas de una epistemología fixista, agravada por la convicción de ser «depositarias
de la Revelación»... El nuevo paradigma ecológico les está desafiando mucho,
pero el gran cambio que tienen que afrontar, el que más posibilitará su
capacidad de transformación, es el epistemológico. Mientras sigan siendo
deudoras de su epistemología tradicional fixista, dogmática, parmenídea... no
podrán cambiar. Una ceguera insuperable, ¡simplemente por no cambiar de lentes
(epistemológicas)!
• Otra consideración importante es la del reconocimiento del
«valor revelatorio» de la ciencia,
y en concreto de la nueva cosmología. Es un tema que ha planteado muy bien
Thomas Berry[9], y que merece la atención de la teología. Esta perspectiva
complementa la intuición ya citada de Tomás de Aquino, expresada en ese
principio negativo que denuncia los «errores sobre el mundo que redundan en
errores sobre Dios»; Thomas Berry complementa con el lado positivo: la nueva
cosmología nos capacita también para percibir la manifestación del misterio
sagrado que late en el seno mismo de la realidad: la ciencia tiene un valor «revelatorio»,
epifánico... No es una idea enteramente nueva: ya san Agustín dijo aquello de
que Dios escribió dos libros, y que el primero de ellos era el de la realidad,
el mundo, la creación. La ciencia, al acercarnos al misterio de la realidad,
hace que la realidad misma del cosmos venga a ser reveladora, la capacita para
fungir para nosotros como otra Palabra de Dios... (No entramos ahora en el tema
de la jerarquía de valor[10] de esas dos palabras de Dios... pero no sería errado pensar que
el primer libro es también la principal[11] revelación de Dios, porque el segundo no es palabra de Dios, sino
«palabra humana sobre Dios»[12], en realidad un simple «comentario»
al primer libro...).
• En la cosmovisión que la nueva cosmología está extendiendo
irreversiblemente sobre la sociedad humana –conocida ya hasta por los niños en
edad escolar y por la población más alejada de los medios académicos, gracias a
los medios de comunicación divulgadores de la ciencia– el viejo relato de las
religiones y del judeocristianismo en concreto ya no resulta
aceptable para la sociedad culta de hoy. Sólo puede
pervivir en creyentes atrasados en su formación, o creyentes cultos que aceptan
vivir escindidos esquizofrénicamente en su espiritualidad. Mirado desde la
sociedad, podríamos decir que hoy sólo pueden «creer» el relato bíblico-eclesiástico
los desinformados. Es urgente hacer algo. Pero, tal vez no se trata sin más de
traducir el viejo relato al nuevo contexto, ni de ponernos a crear un relato
nuevo; probablemente se trata más bien de asumir el relato que el mismo cosmos
evolutivo está revelando a la ciencia actual, a la nueva cosmología (sin
idolatrarlo ahora, sin convertirlo en un dogma, sin dejar de reconocer la
provisionalidad permanente de nuestra percepción del mismo...), y dejar fluir
ante él nuestro sentimiento religioso ante el misterio, nuestra experiencia
espiritual cósmica... Sin duda –son muchos los que lo constatan– el nuevo
relato cosmológico es lo que más está transformando actualmente la conciencia
de la humanidad[13]. Probablemente va a ocurrir otro tanto en lo religioso y lo teológico,
pero en los ámbitos teológicos y espirituales, hoy por hoy, no se percibe el
potencial revolucionario de este nuevo paradigma ecológico; como un resabio de
la vieja mentalidad, se piensa que este tema «no es religioso ni espiritual,
sino científico».
• Uno de los temas pendientes que más asustan es el de recolocar a
Jesús en el nuevo relato cosmológico... La cristología clásica de la redención
no tiene mucho futuro en una situación cultural marcada por la nueva cosmología.
Ni Teilhard de Chardin logró hacerlo, aunque hizo propuestas bien interesantes. Tal vez
estaba demasiado condicionado por su condición de hijo fiel de la Iglesia, ante
la Inquisición (que entonces se llamaba Santo Oficio) y por su condición de
jesuita... y no podía ni siquiera pensar en planteamientos que todavía hoy
apenas parecen plausibles. Fue muy moderno, se adelantó a su tiempo en muchos
campos, se abrazó a la ciencia... pero continuó deudor de la epistemología mítica
bíblica y de la dogmática clásica. Ni por un momento sugirió una profundización-replanteamiento
de Calcedonia, ni como buen jesuita dejó de ver la devoción al Corazón de Jesús
como la forma suprema espiritual para los tiempos modernos... En 2015 se han
cumplido 60 años de la muerte de Teilhard. No se puede dejar de lado sus
aportaciones en este campo de los desafíos de la nueva cosmología, pero el gran
grueso de la relectura de Jesús[14] a partir del nuevo relato
cosmológico actual, está sin hacer. Será una de las más
importantes tareas críticas para la teología y la espiritualidad que vienen,
tareas sobre las que hemos querido
reflexionar este estudio.
[1] Summa contra Gentiles, 1,2, c.3. También:
«Una concepción equivocada acerca de las criaturas las creaturas lleva a un
falso conocimiento de Dios», ibid.,
II, 10.
[2] Planetés en griego significa errante, precisamente, aunque ese nombre
se les dio a los planetas por otra razón.
[3] Jos 10,12-14.
[4] Mt 5,45: «el Padre
del cielo, que hace salir su sol sobre malos y buenos».
[5] Raíces históricas
de nuestra crisis ecológica, en http://latinoamericana.org/2010/info/; original en la revista «Science»
155 (1967) 1203-1207.
[6] Número 460.
[7] «La Santa Materia»,
decía Teilhard de Chardin...
[8] L. BOFF,La materia no existe, en la Página de
Boff en Koinonía
[9] Thomas BERRY, Lo divino y nuestro actual momento revelador, en la RELaT:servicioskoinonia.org/relat/390.htm(acceso permanente).
[10] Se tiene que poder
aplicar aquí también el principio de la «jerarquía de verdades» que reconoció
el Concilio Vaticano II (UR 11).
[11] Bryan SWIMME,El Cosmos como Revelación primordial
[12] Edward
SCHILLEBEECKX, Soy un teólogo feliz,
Sociedad de Educación Atenas, Madrid 1994, p. 72.
[13]Diarmuid O’MURCHU, Consecrated
Religious Life, Claretian Publications, Manila 2006, p.
81.
[14] Por ejemplo la
relectura en la que trabaja su compañero de orden, el jesuita Roger Haight –que
por cierto, cuando era novicio en Nueva York asistió presencialmente al funeral
de Teilhard, en mayo de 1955–; cfr. Jesus,
Symbol of God, Orbis Books, New York 2000.
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