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¿Hay dogmas proscritos?

Paul TIHON


La visión que muchos no-católicos tienen de nuestra iglesia es la de una iglesia caracterizada por un dogmatismo cerrado y por la exclusión de un pensamiento libre. El propósito del autor es estudiar las condiciones necesarias para conseguir una verdadera inculturación del evangelio en nuestra sociedad actual en vías de mundialización, a fin de poder hablar del Dios de Jesucristo y de Jesús mismo de una manera accesible a los espíritus contemporáneos en la diversidad de sus culturas, sin obligarles a pasar por categorías y conceptos que actualmente han quedado ya desfasados. Porque la formulación de un dogma viene condicionada por el momento histórico de su promulgación, por las cuestiones que propone y por las herramientas culturales de las que se dispone en ese momento.

Y-a-t’il des dogmes périmés? Recherches de Science Religieuse 95 (2007) 515-528.

 

Con ocasión de un coloquio celebrado en abril de 2006 en Cottbus (Alemania) sobre la responsabilidad de los teólogos en la construcción de Europa, Peter Hünermann recordaba que la veritas theologiae era de tipo coniecturalis, que no vemos sino in speculo, pero que, dicho esto, toda afirmación teológica debía ser considerada como una forma de prolongación de la incarnatio verbi, y que su ejercicio constituía una diaconía al servicio del evangelio. Seguidamente recordaba que, en el contexto actual, cualquier afirmación teológica entrañaba más que nunca una responsabilidad social. De ahí que podamos preguntarnos qué contribución pueden hacer tantas publicaciones eruditas de nuestras facultades de teología para comunicar una palabra de salvación para la gente de hoy. Y, ante todo, ¿qué hacemos para conseguir que la palabra teológica pueda ser tomada en consideración en los debates de la sociedad actual?

Estas reflexiones son una invitación para medir las dimensiones de nuestro propósito. Lo que está en juego es actuar de manera que el mensaje evangélico pueda llegar realmente a sus destinatarios, cuando para cientos de millones de humanos el cristianismo se en cierra en muros de resistencias, buena parte de las cuales no viene del “verdadero escándalo” de la cruz, sino de que el cristianismo, a causa de su forma institucional y sus dogmas, es identificado como la religión del occidente anciano y medieval.

Es esto lo que hace actual nuestro objeto. No creemos que un contemporáneo dotado de espíritu crítico se pueda adherir a la propuesta cristiana si ésta se presenta apoyándose en la autoridad de una palabra de Dios, a su vez impuesta por una autoridad doctrinal cuyos títulos no son nada evidentes. Si la fe cristiana es habitable hoy en día, si me hace vivir, es a pesar de no pocos enunciados dogmáticos del pasado, incluidos los de la infalibilidad. Nuestra tarea de teólogos es la de contribuir a liberar el anuncio del evangelio de la prisión que constituye una cierta comprensión del dogma. Afortunadamente la palabra de Dios no se deja encadenar (2 Tm 2,9) y sigue suscitando testigos que manifiestan todos los días su impulso humanizante y liberador.

 

Las dimensiones del problema

Una parte al menos de nuestra tarea de teólogos consiste en recuperar una mayor libertad en relación a los enunciados del pasado, relativizándolos de forma más radical y dejando de conferirles una importancia desproporcionada respecto a su situación real en la actualidad eclesial.

Esta tarea está bien descrita en un texto del profesor Adolphe Gesché, escrito en 2003, poco antes de su muerte: “Es absolutamente necesario renunciar al recurso positivista a la Escritura, a los Concilios, a los Padres, a lo que llamamos magisterio… Ciertamente, los dogmas y los concilios han querido preservar una experiencia inicial, pero, desde el momento que no lo consiguen, han prescrito de oficio (¡fecha de caducidad!)” […] “Hemos de encontrar nuevas referencias, que procedan esencialmente de cuestiones actuales: ‘Y vosotros, ¿quien decís que soy yo?’. Ciertamente, en la Escritura hay una experiencia fundante. Y, por supuesto, ésta es la que queremos esclarecer, pero, como los Padres y con los mismos derechos, capacidades y deberes, nosotros también debemos tener en cuenta nuestras referencias culturales y sólo basándonos en ellas la experiencia inicial podrá resonar hoy en día”.

Para situar mejor nuestro propósito, nos apoyaremos particularmente en dos artículos publicados a principios del 2006, uno de Pierre Gire sobre el dogma como lenguaje normativo, y otro de Jean-François Chiron sobre los debates del siglo XIX relativos a la autoridad de la iglesia en la definición del dogma. Nos ayudarán, cada uno a su manera, a precisar las dimensiones a tener en cuenta cuando se trata esta materia, en la línea indicada por Adolphe Gesché.

Pierre Gire empieza recordando la distinción entre “el” dogma en su sentido más amplio y “los” dogmas en el sentido más estricto que la palabra adquiere en el siglo XIX, y que fueron definidos por Philippe Néri Chrismann en 1792: “Un dogma de fe no es otra cosa que una doctrina y una verdad divinamente reveladas, que el juicio público de la Iglesia propone para ser creídas como fe divina, de manera que lo contrario a las mismas es condenado por la misma Iglesia como doctrina herética.”

Esta distinción debemos tenerla presente, por cuanto el uso de la palabra dogma por los teólogos presenta una polisemia mayor de lo que parece a primera vista.

La secuencia del artículo puede condensarse en seis proposiciones: 1) Todo dogma está respaldado por la revelación como condición ontológica y epistemológica. 2) El dogma está regulado por la tradición con miras a salvaguardar la integridad de la tradición. 3) El dogma es presentado por la autoridad de la institución que lo proclama en virtud de la conciencia que tiene de su misión. 4) El dogma se presenta como imposición a la conciencia creyente, produciendo por consiguiente efectos intelectuales y espirituales. 5) Está condicionado por el momento histórico de su promulgación, por las cuestiones implicadas y por las herramientas culturales de las que se dispone. 6) Es indicativo del misterio que lo trasciende siempre.

En este condensado se resumen una serie de palabras-clave de nuestro objeto: revelación, tradición, autoridad de la institución, misión, efectos intelectuales y espirituales, condicionamiento histórico, trascendencia del misterio.

Cada uno de estos temas merecería abundantes precisiones, pero nos centraremos en la quinta proposición: todo dogma está condicionado por el momento histórico de su promulgación, por las cuestiones implicadas y por las herramientas culturales de las que se dispone en ese momento. Ahí reside un hecho que sin duda está presente en la conciencia de las autoridades doctrinales, por lo menos desde hace unos decenios, pero cuya amplitud todavía no hemos medido y cuyas consecuencias no han sido puestas de relieve. En este debate la dificultad reside en la interacción de múltiples componentes uno u otro de los cuales corren el riesgo de escapar a nuestra atención. Todos estos componentes están marcados por la historicidad y no pretendemos evitarla. Se trata de medir hasta dónde nos puede llevar esta característica.

Algunas dimensiones de nuestro problema pueden clarificarse hoy en día por las ciencias del lenguaje, sensibles ellas mismas a la dimensión histórica. Podemos citar aquí a Michel Foucault, en Les mots et les choses (1966) y L’archéologie du savoir (1969). Foucault nos hace ver hasta qué punto las preguntas que circulan en una sociedad en un momento dado y las respuestas que se les dan se inscriben en lo “pensable disponible” de este lugar y de este tiempo (por usar una expresión utilizada también por Paul Ricoeur).

 

El enunciado dogmático: espacio y tiempo

Centrémonos ahora en el enunciado dogmático. Éste se presenta como el residuo fijado de una formulación forzosamente referida a lo que es pensable en un espacio cultural dado y en una época de la cultura en el seno de este espacio. Si hablo de residuo fijado, lo hago porque muy a menudo la fórmula dogmática es el resultado de un proceso a veces largo, a menudo conflictivo, que se pretende cerrar para poner fin a una “hemorragia de sentido” (B. Sesboüé).

So pena de no decir nada, los dogmas utilizan el lenguaje propio de su época. Esto ocurre así porque, salvo imaginar una historia puramente repetitiva -que no sería historia-, asistimos necesariamente en el curso del tiempo a una erosión del sentido del residuo fijado. De ahí que no se pueda excluir que, en un momento dado, un enunciado dogmático deje de ser apto para transmitir la experiencia que pretendía comunicar. A partir de ese momento, las fórmulas pueden irse repitiendo, incluso durante siglos, pero ya no nos hallamos en la ortodoxia sino en la ortholalia. Podríamos contentarnos con el carácter simbólico de una tal repetición como factor de unidad del grupo: es lo que ocurre cuando se canta el credo, preferentemente en latín. Pero esta función unificadora no es suficiente hoy en día para traer aparejada la convicción respecto a la verdad del contenido.

Esto es lo que ocurre hoy con algunas afirmaciones del Catecismo de la Iglesia católica.

Los enunciados dogmáticos son “palabras oficiales”, proferidas en nombre de una institución que sobrepasa a las personas habilitadas para representarla públicamente y que pretenden salvaguardar la experiencia de la iglesia recibida de la tradición. Al mismo tiempo, estas tomas de posición oficiales apuntan a una eficacia social, como lo entendió muy bien el emperador Constantino al convocar el concilio de Nicea. Y, sin duda, es lo que esperaban los padres de la mayoría en el Vaticano I al proclamar el dogma del primado y de la infalibilidad del papa. Por eso debemos interpretar estos dogmas no solamente en cuanto a su pretensión de verdad, sino también en función del efecto que pretenden producir. Pero hay que sacar conclusiones respecto del sentido preciso de lo que se afirma.

Vale la pena subrayarlo: si la verdad proclamada en un caso así fija su pretensión a una especie de perennidad intemporal, no por eso dejará de estar marcada de muchas maneras por su coyuntura. Sin duda, una institución como la Iglesia posee una estabilidad notable a lo largo de los siglos, pero las personas que se expresan en su nombre no están desconectadas de su cultura ni de su tiempo. Ni ellos ni sus discursos. Por tanto, si la proclamación de un dogma responde a una situación dada y apunta a un efecto social determinado, es legítimo preguntarse en qué medida este objetivo influye en el contenido mismo de lo que se afirma, hasta el punto de quitarle una parte de su pertinencia cuando los tiempos han cambiado. Esto es lo que pretendía advertir Adolphe Gesché al hablar de “fecha de caducidad”.

 

Universos culturales

Algo parecido ocurre cuando se pasa de un universo cultural a otro. Jacques Gernet en su libro Chine et christianisme, action et rŽaction, afirmaba que el diálogo de Mateo Ricci y los intelectuales chinos no había sido más que un malentendido permanente. Sin caer en ese exceso podemos preguntarnos que transposición sufren algunos de nuestros conceptos teológicos más fundamentales cuando pasan a otras culturas diferentes de la nuestra. Como nos decía el P. Tissa Balasurya, de Sri-Lanka, cuando todavía estaba excomulgado y todavía no había sido “des-excomulgado”: “Asia no rechaza el evangelio, sino los dogmas de Occidente.”

Relatividad del discurso dogmático, pues, que pretende salvaguardar públicamente, en una coyuntura precisa, frecuentemente conflictiva, el contenido de una experiencia sostenida por la vida de las comunidades cristianas. Pero habría que añadir: historicidad de la experiencia misma condicionada por lo que es “vivible” en una época y un espacio cultural determinado. He ahí un aspecto de la cuestión que empezamos a entrever cuando, por ejemplo, algunos teólogos cristianos venidos del hinduismo se interrogan sobre la manera de situar el papel único de Jesús en su universo mental, que condiciona su aprehensión de la realidad. Una buena parte de las dificultades que han encontrado en Roma parece tener su origen en una fijación en conceptos que hoy ya no significan lo que desean transmitir o que, en todo caso, pierden esta capacidad cuando se cambia el universo cultural.

Lo que importa para nuestro propósito es pues examinar con más detalle cómo los conceptos teológicos utilizados en un momento dado para formular los dogmas han resistido o no el paso del tiempo. Y puede que lleguemos a constatar que para el conjunto de creyentes contemporáneos, como dice Pierre Gibert, se han convertido en un discurso “inadaptado, obsoleto y, por tanto, insignificante”. Un ejemplo claro de concepto que se ha hecho totalmente inadecuado es el de la transubstanciación, que ha obligado a más de un teólogo a realizar ejercicios de acrobacia para hacerlo coincidir con nuestros conocimientos actuales en materia de física nuclear.

 

Los obstáculos en el camino y la necesaria deconstrucción

La inmersión que Jean-Fançois Chiron nos hace hacer en los debates del siglo XIX sobre la infalibilidad nos ayuda a medir la magnitud de la resistencia que existe todavía en numerosos espíritus cuando uno se arriesga a formular, rehuyendo los términos clásicos, las verdades más fundamentales de la fe cristiana. En efecto, los conceptos a que se referían los teólogos y obispos de entonces –hablo de Nicea, Constantinopla, Calcedonia– son todavía ampliamente los de las posiciones oficiales de nuestra Iglesia.

Una clave de lectura central de la exposición de Jean-François Chiron es el estrecho vínculo que él pone de manifiesto entre la infalibilidad pontificia y la idea que los padres del Vaticano I se hacían del primado de jurisdicción y, en particular, el hecho de que interpretaban el primado con la ayuda del concepto político de soberanía. Resulta obvio que en el contexto político en cuyo seno se desarrollaba el concilio, el mantenimiento de la unidad de la fe hacía comprensible la afirmación de una autoridad doctrinal soberana, es decir, sin apelación. Pero la situación también puede verse bajo otro aspecto, ligado a los instrumentos intelectuales de que disponían los teólogos y obispos de aquel tiempo.

 

La crítica histórica

Estamos en la época en que la exégesis histórico-critica desbordaba desde Alemania hacia los países latinos: la Vie de Jesús de Ernest Renan es de 1863 y sabemos el eco que tuvo. Pues bien, el discurso oficial de la Iglesia era totalmente ajeno a este tipo de proceso. Si el catolicismo de entonces se sentía “asediado”, también era a causa de una situación en la que la amenaza intelectual que venía de este lado era presentida, pero sólo en la forma del racionalismo, que rechazaba toda idea de una revelación de origen trascendente.

En esta época, el papel de la crítica histórica no había sido todavía percibido por los obispos en sus repercusiones sobre nuestra visión del mundo. Este papel se iba a precisar en el momento de la crisis modernista, unos treinta años después. La única defensa entonces imaginable era la reafirmación de la verdad divina revelada, que transcendía la capacidad del espíritu humano y, por tanto, requería la adhesión propter auctoritatem Dei revelantis. Hoy en día es difícil imaginar la eficacia de tal proceder frente a los espíritus contemporáneos, y no por un rechazo al hecho de creer, sino porque la idea misma de una “creencia de carácter obligatorio” ha perdido su credibilidad a causa de la relatividad de las instancias humanas que pretenden imponerla. Por otra parte, no creo que se pueda todavía situar aquí el sacrificium intellectus requerido para el acceso a la fe. Más bien nos sentimos afines a lo que el teólogo Christoph Theobald llama la “seducción de creer”, ejercida por el hombre Jesús objeto de encuentro en los evangelios leídos en comunidad…

El mismo análisis puede ser aplicado a los siglos de las grandes controversias y de las grandes definiciones dogmáticas de la cristología. No es nuestra idea subestimar el trabajo de los padres de la Iglesia cuya reflexión queda “depositada” (B. Sesboüé) en los textos de los primeros concilios ecuménicos. Pero, dados los instrumentos intelectuales de que disponían, tuvieron serios problemas para interpretar las categorías bíblicas utilizadas para describir el papel de Jesús en la historia. Hay que atreverse a decir francamente que nuestra exégesis es mejor que la suya, pues podemos percibir mejor que ellos el desfase entre las categorías mentales subyacentes en las grandes afirmaciones cristológicas del Nuevo Testamento -el prólogo de Juan, el himno de la carta a los Filipenses, el prólogo de Hebreos, etc.- y la aplicación a la persona de Jesús de las categorías de physis, ousia, prosopon o hypostasis -que eran las únicas de que disponían. Esto no significa que la exégesis de estos textos sea ahora más fácil; pero, por lo menos deberíamos sentirnos menos ligados por las fórmuas del pasado, como si fueran expresión inamovible de la fe ortodoxa para todos los tiempos.

Podemos admirar, por una parte, el proceder de los padres de la Iglesia respondiendo a las preguntas tal como se planteaban entonces: lo hicieron sobre la base de su familiaridad envidiable con la Biblia; pero, por otra, hay que reconocer que su exégesis era limitada e incluso desviada por las categorías mentales de su cultura. En otras palabras, podemos afirmar que dieron la única respuesta apta para salvaguardar bien que mal y para su tiempo la experiencia original, pero asimismo hay que reconocer que hoy en día vemos con claridad que la misma pregunta estaba, hasta cierto punto, mal planteada. En este sentido, al fijar de forma “definitiva” sus respuestas, lo que era una solución de entonces se ha convertido para nosotros en un obstáculo para la fe.

 

La “recepción”

Una situación análoga se presenta en la época estudiada por Jean-François Chiron. En su artículo, Pierre Gire utiliza el concepto de “Revelación como condición ontológica del dogma”. Esta manera de ver era el trasfondo de los debates del Vaticano I. Hoy nos resulta difícil pensar la revelación como “una cosa en sí” independiente del acontecimiento de paabra que lo expresa, es decir, fuera de la interpretación actualizante que dan los creyentes a lo largo de la historia. Dios sólo se manifiesta a través de la actualidad viviente transmitida por una tradición viviente. Cuando hablamos de revelación, designamos lo que se deja entrever a través de un conjunto complejo de discursos (exposiciones), poéticos, dogmáticos, teológicos, catequéticos, éticos, con referencia a prácticas sociaes múltiples en las que este conjunto de exposiciones fluye de forma suave, sin sobresaltos. Y es en ese contexto en el que hay que situar el proceso que llamamos “recepción”.

Yves Congar y Aloïs Grillmeier han mostrado la importancia de la recepción para la comprensión de la historia de los dogmas y de los mismos dogmas. Congar ha profundizado en los fenómenos de la no-recepción de lo que había sido -quizás durante siglos- tranquilamente recibido. Prudentemente habla de “re-recepción”, que significa que lo que había sido dicho se interpretaba de otra manera. Esta re-interpretación tiende a veces a hacer decir a los textos lo contrario de lo que sus palabras pretendían. Estamos de acuerdo con Bernard Sesboüé que prefiere no hablar de re-recepción sino de una nueva interpretación del dato de fe, que pretende ser fiel a la experiencia del pasado, y que se ofrece para ser recibida de nuevo.

 

Un depósito a conservar

Para poder comprender cómo hemos llegado hasta ahí, confieso que me influyó el análisis histórico de Ghislain Lafont en su libro Imaginer l’Église catholique. El autor se toma en serio la cuestión de un eventual “fin del cristianismo occidental”. En su análisis da una gran importancia al endurecimientio doctrinal del aparato eclesiástico desde la edad media, y lo atribuye a una cierta concepción de la verdad confiada a la iglesia, concepción influenciada por el platonismo difuso de los primeros siglos. Muy pronto, el conjunto de recuerdos referidos a Jesús fue considerado como un “depósito” que había que conservar. Su origen providencial era manifiesto. Este depósito, venido de lo alto, “revelado”, tenía valor por sí mismo y exigía por ello la adhesión. La iglesia, es decir, su magisterio, no es más que la guardiana vigiante que tiene la misión de preservarlo sin dejar que se pierda nada del mismo. Esta posición, todavía central en la doctrina católica, ha llevado a la iglesia a situarse en oposición a los Estados y al conjunto de la organización social. Frente a la evolución de las mentalidades, la iglesia ha reaccionado replegándose sobre sí misma. Se echa en falta un encuentro necesario: los efectos de esta oposición se manifiestan a nuestros ojos todos los días.

Se puede no compartir plenamente este análisis, pero apunta una de las razones posibles de la fijación de las autoridades de la iglesia en fórmulas inmutables. Lo que queda claro, en todo caso, es que la problemática del dogma, tal como la expone Chiron en su artículo, nos resulta notablemente ajena. Debatir sobre el poder de definir lo que es “de fe divina” considerándolo reservado a una instancia humana, nos lleva en el contexto actual a un universo mental tan alejado que no nos concierne, que ya no nos ayuda a vivir nuestra existencia de creyentes. Ya en la Reforma, la autoridad doctrinal aparecía como la única garantía de la unidad de la fe. Lo que estaba en juego, en este contexto, no era tanto la verdad en sí misma sino la preservación de la unidad de la iglesia por la fijación de fórmuas de fe. Valdría la pena estudiar hasta qué punto lo vivido por los “simples fieles” estaba desconectado de una comprensión común del contenido del misterio cristiano, aunque conocieran de memoria las respuestas del catecismo. Valdría la pena intentar ver en qué medida, ya en el siglo XIX, se podía hablar de un “foso cultural” entre la mentalidad corriente de los europeos y las formulaciones oficiales del mensaje cristiano.

 

Obediencia de la fe, ¿sacrificium intellectus?

Hoy en día entendemos la “obediencia de la fe” como un auditus que acepta dejarse transformar por la novedad del evangelio y renuncia definitivamente a una autonomía cerrada, porque percibe ahí una promesa de vida. De ahí la crítica actual a una concepción del sacrificium intellectus impuesto por una autoridad cuyo estatuto hoy se revela ambiguo: funciona, pero sólo dentro de un sistema cerrado donde esta autoridad lo es por autoproclamación, aunque se declare investida de lo alto, cerrando así el círculo y haciendo aparecer la fe de los católicos como encerrada en un sistema perfectamente blindado. No es extraño pues que un buen número de creyentes sinceros, que no tienen ninguna intención de dejar la iglesia, se sientan hoy simplemente “en otra parte” (ailleurs).

Quisiéramos tranquilizar a taes creyentes desplegando ante ellos el conjunto de referencias de nuestra fe. Ya no estamos en la simple oposición entre iglesia docente e iglesia discente, en la que la autoridad doctrinal había venido a sustituir a la fe de la iglesia vehiculada por la experiencia de las comunidades. En primer lugar, hemos retomado la inerrancia de la iglesia considerada como un todo, es decir la “asistencia del Espíritu asegurando que nada falso será nunca afirmado”. Esta acción del Espíritu la situamos de una manera más amplia que en el ministerio doctrinal de los obispos -incluido el de Roma: en la predicación y catequesis corrientes, en la palabra de los profetas de nuestro tiempo, en el trabajo de los teólogos y en la acogida de estas diversas instancias por parte del Pueblo de Dios, es decir, el proceso de recepción, a veces lento y lleno de conflictos. En un contexto de este tipo, el papel del servicio doctrinal de los obispos sería el recuerdo simbólico de ese momento espiritual que nos hace renunciar a apoderarnos del misterio de Dios. Y desde esta óptica el papel del servicio doctrinal aparecería más claramente como una dimensión de la sacramentalidad global de la iglesia.

 

Caminos a explorar

La tarea que nos parece hoy más urgente no es de ninguna manera interpretar los dogmas del pasado para mostrar que respondían, de la única manera entonces imaginable, a la pregunta tal cual había sido entonces formulada. La urgencia es más bien liberar al pensamiento actual, tomando conciencia de que poseemos instrumentos intelectuales más afinados que los de los contemporáneos de las definiciones dogmáticas del pasado. Sólo así podremos contribuir a la “renovación del principio dogmático” del que habla Walter Kasper.

Si no nos dejamos encerrar en la justificación de los enunciados dogmáticos del pasado, podremos ver que el camino del trabajo teoógico está ampliamente abierto. Debemos arriesgarnos a hacer nuevas presentaciones de las afirmaciones más centrales de nuestra fe, mostrando lo mejor posible su equivalencia con las expresiones de la escritura, que es para nosotros la “norma normans”, pero sin dejar de leer esta escritura de manera renovada gracias a los avances de la exégesis actual. Estos ensayos los presentaremos a la crítica del “sensus fidelium”: la historia dirá si serán “recibidos” o no. Como nos recuerda Sesboüé, la recepción no se ordena, se constata.

En relación con el objeto que nos ocupa, ¿qué caminos podemos explorar? Algunos han quedado insinuados a lo largo de esta exposición. También podemos encontrar indicaciones en los artículos a los que nos hemos referido. Nos recuerdan que no podemos nunca divisar el Todo si no es a través del fragmento y que, por tanto, “ningún lenguaje dogmático es la expresión absoluta de la fe, sabiendo que aquí la realidad a la que se refiere trasciende al mismo lenguaje”; nos recuerdan “la indisponibilidad radical… del Misterio de Dios” frente a la pretensión de la razón de querer apropiarse, en su discurso, de lo que se opone a su voluntad de poder. En este contexto podríamos poner de manifiesto que si el discurso dogmático de la autoridad doctrinal va “en dirección a la comunidad cristiana”, no está dispensado de manifestar su arraigo en la experiencia de esta comunidad, único lugar donde se actualiza de manera permanente el Misterio cristiano. Esto supone una acogida a la vez atenta y crítica de las tomas de posición oficiales, respetando el servicio que rinden a la comunidad, pero situándolas en relación a las otras referencias de nuestra fe. Así pues, los teólogos debemos relativizar ciertas tomas de posición oficiales que la mentalidad corriente, todavía marcada por la inflación magisterial del Vaticano I, tiende a absolutizar (sin olvidar su orquestación mediática).

Jean-François Chiron, que ha puesto de manifiesto el contexto político que presidió la definición de la infalibilidad, indica la necesidad de resituarla “en el marco de la inerrancia fundamental que es la de la iglesia como comunidad de fe”. La infalibilidad sólo puede ser comprendida correctamente cuando se presenta como “testigo (autorizado) de la fe de la iglesia”. Respecto a la definición del Vaticano I, la apuesta es sobrepasar la aproximación jurídica para subrayar “una dimensión ministerial del primado, y por tanto de la infalibilidad, y por tanto, si puede decirse, del mismo dogma, percibido en su dimensión simbólica, como lo que pone en relación”. Desde esta perspectiva el magisterio aparece también como un “servicio auténtico de la Palabra”, como una “expresión ministerial de la inerrancia fundamental de la iglesia en su recepción creyente del depositum y de su adhesión a Cristo”, un servicio de la unidad que es ante todo el de la “la fe de toda la iglesia”. En este sentido, no es más que una de las dimensiones de la misión pastoral del papa como también de todos los otros obispos. En relación con la fe de la comunidad, esta misión es de preservación más que de comprensión.

Estas páginas no quieren ser más que una introducción a la reflexión y a la investigación y pueden incitarnos a tomar riesgos con una mayor libertad, en el espíritu que invocaba Adolphe Gesché en el texto ya citado: “Hemos de encontrar nuevas referencias, que procedan esencialmente de cuestiones actuales: ‘Y vosotros, ¿quien decís que soy yo?’. Ciertamente, en la Escritura hay una experiencia fundante. Y es por supuesto ésta la que queremos esclarecer, pero, como los Padres y con los mismos derechos, capacidades y deberes, nosotros también debemos tener en cuenta nuestras referencias culturales y sólo basándonos en ellas la experiencia inicial podrá resonar hoy en día”.

Tradujo y condensó: JOQUIM PONS ZANOTTI
Publicado en "Selecciones de Teología" vol 47,
nº 188 (octubre-diciembre de 2008) 299-309




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