El cristianismo
como religión absoluta.
Perspectiva católica
Paul F. KNITTER
Concilium 156(junio 1980)329-347
Los teólogos protestantes del siglo XX se han preocupado mucho más
que los católicos del problema de si el cristianismo es verdaderamente
una religión. Sin embargo, la tradición católica y los teólogos católicos
contemporáneos no han dejado de abordar el problema, siquiera implícitamente
y en general como un corolario de otros temas; de hecho, han adoptado
una postura unánime en cuanto a si el cristianismo ha de ser considerado
una religión y por qué. Exponer claramente esta postura y valorarla,
que es lo que se propone este artículo, nos ayudará a sentar las bases
para calibrar la fuerza y la debilidad de la imagen y la actividad
presentes de la Iglesia católica.
De acuerdo con los puntos de vista que prevalecen en el protestantismo
(especialmente tal como fueron formulados por Barth y Bonhoeffer),
en este estudio se entiende por religión el conjunto de fenómenos
empapados de simbolismo y expresados en el complejo de credo, código
y culto que acompañan ante, in y post- a la experiencia de
lo trascendente. Damos por buena, en consecuencia, la distinción entre
revelación y religión, entre fe y tradición cumulativa.
EL CRISTIANISMO COMO VERDADERA RELIGIÓN
Los católicos afirman clara e insistentemente que el cristianismo
es y ha de ser una religión. Los fundamentos sistemáticos de esta
afirmación han sido elaborados especialmente por Karl Rahner, al que
podemos considerar como portavoz católico y oponente de Karl Barth
en el problema del cristianismo como religión. A parte hominis,
la teología católica estima que el ser humano es esencialmente sacramental.
Esto significa que el modo humano de la existencia ante Dios y ante
el prójimo es histórico, social y político. En primer lugar, la
historicidad es elemento constitutivo de cuanto significa ser
hombre, y lo es también de la gracia y la revelación; no sólo adopta
la gracia una forma histórica, sino que en sí misma es historia y
no puede ser ella misma sino como realidad y despliegue en cuanto
que es mundo, cuerpo, acontecimiento, símbolo. «La misma vida en el
mundo, por tanto, pertenece al contenido de la palabra íntima de Dios
dirigida a nosotros»[1].
«El hombre, como sujeto y como persona, es un ser histórico, pero
de tal modo que es histórico precisamente en cuanto sujeto
trascendente; su esencia subjetiva de trascendentalidad ilimitada
se realiza en una mediación histórica...; esta autointerpretación
de la experiencia trascendental en la historia es a la vez esencial
y necesaria. Pertenece a la constitución misma de la experiencia trascendental,
si bien no puede decirse que estos dos elementos sean simplemente
una y la misma cosa en una identidad que viene dada desde el principio»[2].
Escuchamos aquí un eco de Tomás de Aquino y un tema fundamental de
la tradición católica. «Quien honra a Dios ha honrarle a través de
algo determinado...»[3].
En esto difiere la teología católica de los puntos de vista, ampliamente
difundidos, de la neoortodoxia, y afirma que la religión pertenece
a la revelación no simplemente porque Dios quiso servirse de ella,
sino porque, en cierto sentido, no le quedaba otra elección. Sin religión,
la revelación no nos puede «llegar».
El ser histórico significa, más exactamente, ser social. Es
éste otro factor capital de la insistencia católica en que el cristianismo
ha de ser una religión. Del mismo modo que la persona no puede conocer
ni apropiarse su identidad sino compartiendo la existencia con otros
y actuando en mutua interacción con ellos, tampoco es posible conocer
el conjunto revelación gracia ni asimilarlo y vivirlo al margen de
una sociedad religiosa. Rahner opina que situar religión en la periferia
de la experiencia religiosa es lo mismo que adherirse a la «concepción
burguesa tardía» del ser humano, que se ha impuesto desde el siglo
XVIII hasta la primera mitad del XX. La antropología contemporánea,
fuertemente influida por el marxismo, ha reafirmado la radical cualidad
socio ambiental de la existencia humana[4].
La historicidad significa también que los hombres y las mujeres,
incluso en su relación con Dios, son seres políticos. Ya el Concilio
de Trento insistía en que, si bien somos salvados sólo por gracia,
no nos salvamos sin nuestra cooperación y nuestro compromiso (DS 1525,
1554, 1555). Esto implica que estamos llamados a realizar, en unión
con Dios, nuestra salvación, una salvación que «aún no ha llegado»,
pero que «ha de ser realizada ya». El catolicismo, por consiguiente,
considera la persona humana como colaboradora de Dios en la realización
de la historia, para dar a la salvación una realidad concreta e intramundana.
Y para ello hay que modelar una religión y luego servirse de ella.
De nuevo llegamos a lo mismo: la religión es un elemento esencial
de la revelación y la salvación.
A parte Dei, el catolicismo entiende que Dios es un Dios sacramental.
Aquí tenemos la revelación como base de la antropología que antes
hemos esbozado. Si las personas se experimentan como seres históricos,
sociales y políticos, ello no es así por casualidad o en virtud de
unas necesidades inútilmente proyectadas, sino por el hecho de que
la realidad última es histórica, social y política. Rahner afirma
que «básicamente, y en definitiva, sólo hay dos posibilidades» para
entender la experiencia religiosa. «O la historia posee de por sí
un significado salvífico o la salvación tiene lugar en una interioridad
subjetiva y trascendental en última instancia, de forma que el resto
de la existencia humana nada tiene que ver realmente con ella»[5].
La opción del cristianismo está clara, pues ambos Testamentos dan
testimonio del Dios de la historia, el cual no sólo se sirve de la
historia para darse a conocer, sino que configura la historia y, en
definitiva, se identifica con la historia. El Dios cristiano, en la
esencia misma de la divinidad, es un Dios para la encarnación. Y esta
intencionalidad de Dios hacia la encarnación desemboca en la religión,
de forma que la religión de la Iglesia entra a formar parte del acontecimiento
mismo de la salvación. Si Dios es un Dios sacramental, la religión
es un hecho ineludible.
EL CRISTIANISMO COMO RELIGION ABSOLUTA
La tajante afirmación católica de que el cristianismo es una religión
contiene en sí (o desemboca en) una afirmación no menos tajante de
que el cristianismo es una o la religión absoluta. La noción
de «absoluto», tal como se entiende en la reflexión teológica, es
más bien reciente y tiene tras sí una larga y controvertida historia[6].
Walter Kasper expresa así el contenido que hoy se le atribuye: «Los
teólogos católicos suelen entender el carácter absoluto del cristianismo
en el sentido de que éste no sólo es de hecho la más alta de las religiones
existentes, sino que además constituye la definitiva manifestación
de Dios a todos los hombres de todos los tiempos, manifestación que,
por esencia, es insuperable, exclusiva y universalmente válida»[7].
Si repasamos la historia de la eclesiología católica advertiremos
que se ha producido una evolución en el concepto del cristianismo
como religión, al que primero se atribuía un carácter exclusivo
y más tarde inclusivo[8].
Los teólogos explican con diversas razones por qué en nuestra época
de tolerancia han de seguir manteniéndose esas pretensiones, al menos
en su forma modificada.
A parte hominis, los teólogos católicos argumentan desde una
ontología de la libertad y desde una fenomenología de las necesidades
actuales. La libertad humana, que se encuentra ante una multiplicidad
de posibles opciones y verdades, posee un dinamismo interno que la
orienta hacia una decisión de valor último y definitivo. De ahí que
los hombres y las mujeres de nuestro tiempo se resientan de la dolorosa
relatividad del relativismo histórico y del dogma formulado por Troeltsch
en el sentido de que lo histórico no puede ejercer la mediación del
Absoluto. La humanidad es guiada por una «memoria indagante» y trata
de descubrir y afirmar la presencia definitiva e histórica del Absoluto.
Rahner resume la argumentación y llega a la correspondiente conclusión:
«...en terreno religioso concreto es imprescindible una afirmación
absoluta, y... entre las religiones sólo el cristianismo tiene el
coraje de exigir una adhesión absoluta...» [9].
A parte Dei, el argumento a favor del cristianismo como religión
absoluta se desarrolla mediante una ampliación de la afirmación cristiana
de que Dios es un Dios radicalmente histórico, un Dios que no sólo
penetra en su totalidad la historia, sino que además ha realizado
algo único y absoluto dentro de ella. Es precisamente esta ubicación
histórica del Absoluto la que da respuesta a la «memoria indagativa»
de la humanidad; se trata de un que pone ante los seres humanos un
Otro divino objetivo y autoritativo y de este modo los capacita para
superar sus «sospechas hermenéuticas» de que la fe es tan sólo una
proyección subjetiva; por el contrario, les convence de que es un
acto que fundamenta una «historia especial de la salvación» que supone
una formulación definitiva, insuperable de todo cuanto significa Dios
en la historia general de la salvación.
Estas afirmaciones desembocan en la última pieza teológica que sirve
de fundamento para la autodefinición del cristianismo como religión
absoluta: su concepto de la encarnación en Jesús de Nazaret. Aquí
tenemos, se afirma, la gran excepción a la ley formulada por Troeltsch
de que lo histórico finito no puede expresar plenamente el Absoluto
infinito; aquí el Deus semper major ha dado un «giro sorprendente»;
en Jesús tenemos el concretum universale. Por consiguiente,
el cristianismo, como prolongación de aquel acontecimiento, posee
el criterio para valorar cualquier otra experiencia religiosa, a la
vez que representa y completa a todas las demás religiones.
El cristianismo, que posee el absoluto hecho historia y a la vez está
de él poseído, es la religión absoluta.
CONSECUENCIAS DEL CRISTIANISMO COMO RELIGION VERDADERA Y ABSOLUTA
Esta doble manera de considerarse la religión verdadera y
absoluta tiene consecuencias sumamente prácticas para la vida interna
del catolicismo y sus relaciones externas con el mundo. A continuación
se exponen las que parecen ser más significativas.
Consecuencias «ad intra»
La insistencia católica en que la revelación y la fe deben ser sacramentales
y, por consiguiente, encarnarse en una religión ha recibido una acogida
favorable por parte de los teólogos y los pastores, tanto católicos
como protestantes. Esta insistencia, afirman todos ellos, capacita
al creyente para vivir de acuerdo con lo que ha sido el descubrimiento
de este siglo: el hecho de que el ser humano es creador de símbolos
y a la vez necesita de ellos; que el rito se integra en todos los
aspectos de la existencia humana; que una religión sin símbolos y
ritos es una empresa fracasada. Por otra parte, el reconocimiento
católico del credo y la ética como componentes de la religión capacita
a los creyentes para alcanzar el necesario sentimiento de pertenencia,
de que ocupan un puesto definido en el que afirmarse y desde el que
actuar, un sentimiento de identidad y compromiso necesario para actuar
conjunta y mutuamente, sobre todo en la línea crítica y profética,
en relación con el mundo que les rodea[10].
La afirmación católica de que el cristianismo no sólo es la religión
verdadera, sino también una religión absoluta, no parece haber
tenido consecuencias tan positivas. Independientemente de la necesidad
humana que pueda haber de sentar un acto «definitivo y absoluto» de
libertad, se puede afirmar que la causa fundamental del malestar
y la abierta rebeldía que se advierten hoy entre los católicos reside
en el carácter absoluto que pastores y educadores han atribuido a
la doctrina, la ética y a las formas litúrgicas de la Iglesia. Cabría
hablar, en relación con este fenómeno, de una madurez de los católicos,
pero es notorio que, si bien sienten la necesidad de una religión
verdadera, al mismo tiempo se «echan atrás» ante la idea de
una religión absoluta. Tienen una dolorosa conciencia de que la religión
absoluta conduce a una idolatría de la autoridad y el dogma, a una
práctica ritual y ética que adquiere visos de superstición, a una
moral que degenera en legalismo y hasta en hipocresía, a un sentido
de identidad que degenera en «falsa conciencia» y en hybris
hacia los extraños[11].
Entre los católicos actuales se produce un paso de la ideología (o
absolutos doctrinales) a los valores, de la certeza a la búsqueda,
de la observancia de la ley a la creatividad, de la mera afiliación
a la responsabilidad[12]
o, en otras palabras, de la religión absoluta a la religión verdadera.
Sin embargo, dado que el catolicismo oficial persiste en sus pretensiones
de absoluto, hay un número creciente de «cristianos anónimos» dentro
de la Iglesia, personas que se identifican con los valores y la verdad
del cristianismo, pero que no pueden compartir sus pretensiones de
absoluto. Como ha señalado John Shea, durante los pasados quince años
muchos de los católicos han llegado a la conclusión de que la única
manera de afirmar su religión, auténticamente y con madurez, es pasar
por un proceso, doloroso a la vez que liberador, de desencantamiento,
es decir, comprobar y aceptar que, si bien los símbolos, doctrinas,
formas litúrgicas y códigos morales cristianos son auténticos cauces
del misterio, dignos de confianza, no son el misterio en sí. «El misterio,
el significado trascendente de eso que el cristianismo llama Dios,
permanece como misterio. Ninguna realidad finita, como la persona
de Jesús o la Iglesia, puede pretender poseerlo en exclusiva»[13].
Un observador protestante, en resumen, comentaría que es precisamente
la tensión del catolicismo de ser la religión absoluta la que ha destruido,
a todos los efectos prácticos, la distinción entre revelación y religión.
Consecuencias «ad extra»
Hemos de ver ante todo las consecuencias que entraña lo anterior
para el catolicismo en relación con las demás religiones. Una vez
más comprobaremos que la afirmación católica de que el cristianismo
es la religión verdadera ha sido la base de una actitud positiva con
respecto a las otras religiones, como advertimos en conocidas formulaciones
del Vaticano II. El Concilio afirmó que en las demás religiones hay
ciertos «elementos de verdad y bondad», pero no dijo explícitamente
que constituyeran mediaciones de la salvación[14].
Sin embargo, un número creciente de teólogos católicos (K. Rahner,
H. R. Schlette, P. Schoonenberg, E. Schillebceekx, B. Lonergan, H.
Küng, R. Panikkar, etc.) han desarrollado las afirmaciones del Concilio
hasta llegar a la conclusión de que las restantes religiones han de
ser consideradas «vías legítimas de salvación»[15].
Esta afirmación se basa exactamente en el mismo motivo que el aserto
de que el cristianismo es la religión verdadera. Si la tradición católica
sostiene la posibilidad universal de la gracia salvadora, ha de pensar
también que esa gracia se otorga a través de las religiones. Postular
que a los no cristianos se ofrece esa gracia a través de una inspiración
interior o en virtud de una orientación especial con motivo de la
primera elección moral o mediante una iluminación especial en el momento
de la muerte es pasarse al terreno de los «postulados arbitrarios
e improbables». Negar que las personas puedan experimentar la salvación
en y a través de sus religiones «sería tanto como entender este acontecimiento
de la salvación de manera completamente ahistórica y asocial. Pero
ello está en contra básicamente del carácter histórico y social del
mismo cristianismo, es decir, de su carácter eclesial»[16].
Si la alianza de Dios con Noé es una alianza con las naciones, por
su misma definición esa alianza ha de participarse a través de la
mediación de las religiones[17].
Así, pues, las diferencias más notables entre la visión católica y
la protestante de las otras religiones radican en su diversa manera
de entender el cristianismo como religión verdadera.
Si atendemos a las consecuencias de esa autoafirmación del catolicismo
como religión absoluta, resulta que se pone sordina a esa actitud
positiva hacia las restantes religiones y se le añaden cualificaciones
que la alteran radicalmente. Los teólogos antes mencionados afirman
en su mayor parte el carácter absoluto del cristianismo (Panikkar,
como veremos, parece ser una notable excepción) y añaden luego que
estas religiones comunican una salvación, en diversos aspectos, deficiente
e incompleta, que son incapaces de distinguir entre la verdad y el
error que las debilita, de forma que la verdad no resulta en ellas
tan fácilmente accesible como en el cristianismo, por lo que se puede
decir que contienen más interrogantes que respuestas. En consecuencia,
al describir las relaciones existentes entre las religiones universales
y el cristianismo, estos teólogos las presentan como «formas precursoras»,
«anticipatorias», «exploratorias» (Vorentwürfe, Wegbereiter),
a las que correspondería un cometido similar al del Antiguo Testamento.
También el Vaticano II dijo que estas religiones constituyen una praeparatio
evangelica en que la «presencia de Dios» es únicamente «secreta»,
destinada a revelarse en «la plenitud de la vida religiosa» que contiene
el cristianismo. Esas religiones, por consiguiente, son válidas tan
sólo hasta el pleno advenimiento del cristianismo; algunos estiman
que esas religiones están sometidas a un «juicio» o «crisis», pero
otros prefieren hablar de una Aufhebung, en virtud de la cual
alcanzan un punto de «convergencia» o «síntesis» en el cristianismo[18].
En estas posturas tiene su base el controvertido concepto de «cristianismo
anónimo». Ultimamente, los teólogos católicos empiezan a abandonar
esos intentos de introducir a los no cristianos en la Iglesia por
la puerta falsa; ya no insisten en que la Iglesia ha de ser mediadora
o instauradora de la salvación experimentada fuera de sus confines.
Sin embargo, en el encuentro con las restantes religiones siguen insistiendo
en que todas las religiones deben someterse a la normatividad definitiva
de Cristo y del cristianismo[19].
PERSPECTIVAS FUTURAS: DEL ECLESIOCENTRISMO AL CRISTOCENTRISMO
Y AL TEOCENTRISMO
A la luz de las anteriores consideraciones surge una cuestión que
preocupa a los cristianos: para ser una religión verdadera, ¿ha de
entenderse a sí mismo el cristianismo, fiel a su tradición, como una
religión absoluta? Algunos replicarán que esta cuestión tiene todo
el aire de «lo ya visto» y que no puede llevarnos a otra cosa que
a una teología liberal ya más que superada. Resulta demasiado fácil
desechar de este modo esa cuestión. Las respuestas inadecuadas (¿eran
realmente tan inadecuadas?) que se le dieron en el pasado no significan
que ya esté resuelto el problema. Por el contrario, las consecuencias
ad intra y ad extra de la autoafirmación del catolicismo como
religión absoluta indican que la cuestión se plantea hoy con mayor
urgencia que nunca.
Son hoy muchos los que, sobre todo a la vista de un mundo que experimenta
el pluralismo religioso «de manera cualitativamente nueva», expresan
la necesidad de revisar la imagen que de sí mismo tiene el cristianismo
como religión absoluta. En nuestro mundo, las religiones se conocen
y entran en contacto unas con otras de una forma desconocida hasta
ahora; nuestro mundo siente la necesidad de nuevas formas de unidad
en medio de la diversidad (no sólo en el plano religioso, sino también
en el cultural y político); un mundo cuya evolución cultural ha entrado
en una etapa de «conciencia histórica». Este mundo presenta al cristianismo
un nuevo kairós, y para responder a este kairós ha
de encontrar nuevas formas de relación con las demás religiones, lo
que presupone una manera nueva de entenderse a sí mismo[20].
Y este nuevo kairós, como reconoció el Vaticano II, exige además
un diálogo auténtico entre todas las religiones. Sin embargo, el misionero
y misionólogo H. Maurier expresa el sentir de muchos cuando
señala un problema especialmente irritante: «Si el cristianismo es
la verdad definitiva, la revelación absoluta de Dios a la humanidad,
a las restantes religiones no les queda otro camino que convertirse
al cristianismo... Lo que tenemos es, de hecho, un diálogo entre el
elefante y el ratón»[21].
Para abordar estos problemas y llevar a cabo la revisión necesaria,
la teología católica ha de completar una evolución en cuanto a su
autoconocimiento como religión, evolución que ya se ha iniciado
en este siglo. Se trata de pasar del eclesiocentrismo al cristocentrismo
y al teocentrismo. Es una evolución en que no se niega el núcleo
esencial de las etapas anteriores; al afirmar el teocentrismo no
tienen que dejar de afirmar los teólogos, si bien en forma revisada,
el significado universal de la Iglesia y de Cristo. Únicamente si
pasa por esa evolución podrá considerarse el cristianismo una religión
verdadera.
Del eclesiocentrismo al cristocentrismo
En la eclesiología católica se está produciendo un «giro copernicano».
Será preciso sacar todas sus consecuencias. Esto significa que habrá
que poner en claro toda lo que implica la idea comúnmente aceptada
de que no se debe identificar la Iglesia con el reino ni con Cristo
y que ninguna de las formas religiosas del cristianismo credos, códigos
y culto puede absolutizarse hasta convertirla en formulación inmutable,
una y única, de la verdad. Sin embargo, en este sentido no han sido
consecuentes ni los teólogos ni la jerarquía católica; no han puesto
en juego la misma cautela y reserva que los antiguos Padres al elaborar
la comunicatio idiomatum, sino que han tendido a identificar
lo divino con lo humano. Al afirmar la condición divina de su fundador,
la Iglesia se ha mostrado poco sensible a la ambigüedad esencial de
sus ministerios jerárquicos, de su enseñanza doctrinal y ética, de
su sistema sacramental, de su vida y de su práctica, en una palabra,
de su religión[22].
Esa absolutización de las formas religiosas es, como ya se ha indicado,
una de las raíces de las numerosas dificultades que experimentan los
católicos hoy en sus relaciones con la Iglesia.
El abandono del eclesiocentrismo exige también que se reconozca y
proclame claramente que la Iglesia no es universalmente necesaria
para la salvación. La misión primaria de la Iglesia no es la «causa
de la salvación», sino la tarea de promover el reino y estar a su
servicio, para lo que ha de hacerse signo y sierva siempre que se
presente la exigencia de instaurar ese reino. Ello implica que no
entra en los «planes divinos» que todos los pueblos se hagan miembros
de la Iglesia ya antes del ésjaton. Hasta que llegue el fin,
los distintos y numerosos caminos seguirán conservando su propia misión
y habrán de hacer sus propias aportaciones. Los teólogos que tratan
el tema de la misión llegan incluso a conclusiones más específicas:
«La Iglesia tiene el deber de ser signo y sacramento de la salvación
para toda la humanidad; habrá de ayudar al budismo a progresar en
su propio camino dentro de la historia de la salvación y esforzarse
por conseguir en cierto sentido que los budistas sean cada vez mejores
budistas»[23].
De este modo se irá realizando el paso del absoluto exclusivo al absoluto
inclusivo: a partir de su punto focal en Cristo, la Iglesia incluirá,
reconociéndola y promoviéndola, la gracia salvífica de Dios allá donde
ésta se muestre activa.
Del cristocentrismo al teocentrismo
Para que tal cosa ocurra habrá que dar un paso más. El impulso capaz
de llevarnos del cristocentrismo al teocentrismo fue dado ya en el
Vaticano II y en la teología que le sirvió de apoyo. El Concilio se
apartó del eclesiocentrismo en la medida en que reconoció que la gracia
y la presencia salvadoras del Cristo universal actúan más allá de
los límites de la Iglesia católica. A este paso contribuyó mucho el
diálogo ecuménico con otros cristianos, así como la toma de conciencia
de que el concepto católico de Iglesia constituía un obstáculo para
ese diálogo. El amplio diálogo ecuménico que hoy tiene lugar con otras
religiones ha obligado tanto a los teólogos como a los cristianos
en general a reconocer que no es únicamente el concepto tradicional
de Iglesia, sino la forma de entender a Cristo lo que está estorbando
ese diálogo. «Aunque reconozcamos que los hombres se salvan en y por
sus respectivas religiones, al afirmar que Cristo actúa en esas religiones
a través de su Espíritu y de tal forma que él es en definitiva el
único salvador, la realidad es que seguimos considerando las demás
religiones desde la perspectiva del carácter absoluto del cristianismo;
ello significa una descalificación de las demás religiones, pero éstas
se niegan en todas las fibras de su ser a quedar descalificadas»[24].
En su actitud ante las demás religiones, los teólogos católicos empiezan
ya a abandonar una fase caracterizada por la idea de los «cristianos
anónimos» y van pasando a otra fase en que comienzan a poner en tela
de juicio la base cristológica de las afirmaciones universalistas
del cristianismo[25].
Se ven así obligados a emprender un nuevo estudio de la Escritura
y la tradición y a preguntarse qué significan realmente la encarnación
y la soberanía de Jesús.
Precisando más, esta actitud parte de la pregunta de si el carácter
absoluto, exclusivo o inclusivo, del cristianismo es un elemento necesario
de la doctrina de la encarnación y de las afirmaciones tradicionales
cristianas. Esta cuestión, necesaria hoy a causa del kairós
en que vivimos, desemboca en una nueva óptica, en una nueva heurística
que permite examinar de nuevo el lenguaje cristológico de la Escritura
y de los primeros concilios. Dicho brevemente, se ha sugerido que
los calificativos absolutistas que indudablemente forman parte del
lenguaje teológico tradicional no pertenecen necesariamente al contenido
fundamental de lo que se afirma, sino que son medios necesarios, histórica
y culturalmente condicionados, para formular la afirmación fundamental.
Lo que trataban de proclamar los primeros cristianos, y los cristianos
que les siguieron a lo largo de los siglos, para sí mismo y para el
mundo era que en Jesús nos encontramos con el Cristo; que en él se
nos dirigen una llamada y un reto por obra de una revelación plena,
verdadera y merecedora de asentimiento que nos viene del Dios salvador,
una revelación válida para todos los pueblos de todos los tiempos.
Pero, teniendo en cuenta el horizonte apocalíptico de la primitiva
Iglesia, sus temores a verse sumergida en las religiones sincretistas
de la época, su «conciencia de clase», era natural y necesario que
la Iglesia reforzara su proclamación con calificativos del orden de
«uno», «único», «final», «ningún otro nombre», «unigénito». Hoy, sin
embargo, puede que tales calificativos no sean naturales y necesarios
para proclamar en todo su alcance lo que Dios ha hecho en Jesús de
Nazaret[26].
Algunos teólogos católicos avanzan hoy en esa dirección y tratan
de superar la forma habitual de entender el absoluto inclusivo de
Jesús. En general, exploran las posibilidades que puede ofrecer la
cristología tradicional del Logos; reconocen que la totalidad de Jesús
es el Cristo, el principio cosmo teándrico, la presencia universal
reveladora y salvadora de Dios. Pero la totalidad del Cristo no es
Jesús ni puede estar contenida y limitada en él. Esta cristología
revisada daría a los cristianos la posibilidad de recuperar y reapropiarse
el teocentrismo subyacente a la proclamación nazarena original del
reino de Dios, teocentrismo que todavía está presente en el mensaje
de aquellos que del proclamador hicieron el proclamado. Incluso el
cristocentrismo de Pablo se equilibra con la advertencia «vosotros
sois de Cristo, y Cristo es de Dios» (1 Cor 3, 23). Se nos advierte
que en ningún pasaje del Nuevo Testamento se identifica simplemente
a Jesús con Dios[27].
Este avance (o mejor este retorno) a un teocentrismo cristiano no
significa en modo alguno una desvalorización de Jesús el Cristo; por
el contrario, exige un compromiso aún más radical y coherente con
la singularidad de Jesús. Se reconoce aquí que el universal Deus
semper major nunca puede quedar circunscrito en una forma finita
y particular, pero al mismo tiempo se admite que el Dios universal
nunca puede ser encontrado verdaderamente sino en una forma particular.
Hay una paradójica y permanente tensión entre lo universal y lo particular
dentro de toda experiencia religiosa auténtica. Los cristianos pueden
hablar del Dios universal y activo en toda realidad finita únicamente
por el hecho de que han encontrado a ese Dios en la particularidad
de Jesús. Es precisamente la naturaleza de esa experiencia revelatoria
la que posee una dimensión absoluta: «Cuando se produce, no puede
no resultar decisiva en la transformación tanto del yo como del mundo
por obra del Dios que así es descubierto; no puede no ser universal
y definitiva»[28].
Pero se trata al mismo tiempo de un absoluto que, si bien exige el
compromiso total, no excluye la posibilidad de admitir otros absolutos;
no se siente en la obligación de situar a Jesús en una posición única
o normativa con respecto a otras grandes figuras de la historia y
a otros caminos de salvación. La entrega total al propio Revelador
concreto no excluye una apertura total al Dios universal en otros
Reveladores particulares. Esa actitud es, al parecer, conditio
sine qua non de una religiosidad auténtica y de un diálogo religioso
genuino.
Un pluralismo unitivo de las religiones
Este avance hacia un teocentrismo, que mantiene la importancia y
la necesidad de la Iglesia y de Cristo, representa una revisión radical
de la autoidentificación del cristianismo en cuanto religión. Significa
simplemente que, para considerarse una religión verdadera, el cristianismo
no tiene por qué proclamarse la religión absoluta. Esto significará
para muchos cristianos una amenaza a la validez de su fe; de ahí que,
al explorar la posibilidad de un avance hacia el teocentrismo, haya
que aplicar una gran cautela y sensibilidad pastoral. Hasta nuestros
tiempos, la conciencia cristiana la conciencia occidental en general
ha identificado la verdad con el absoluto. La verdad se ha entendido
esencialmente como cuestión de «o esto o lo otro» y ha sido definida
primariamente a través de una demostración de que la verdad excluye
todas las restantes alternativas o de que todas esas otras alternativas
ya están contenidas, siquiera de forma anónima, dentro de la verdad
afirmada. La verdad ha de ser absolutamente cierta, y ello quiere
decir que ha de ser exclusiva o inclusivamente absoluta.
No cabe duda de que en realidad nos hallamos en el terreno de esa
necesidad humana básica que es la seguridad. Pero en un mundo caracterizado
por el pluralismo religioso, en que el valor de las restantes religiones
es un dato de experiencia, en un mundo caracterizado por una conciencia
histórica que reconoce que toda realidad es un proceso marcado por
el carácter relacional, ¿no estará llamada la conciencia humana a
abandonar las viejas seguridades y avanzar hacia una nueva noción
de la verdad, incluida la verdad religiosa? Una religión verdadera
ya no estará fundada en la posesión absolutamente cierta, final e
inmutable de la verdad divina, sino en una experiencia auténtica de
lo divino que nos ofrece el lugar seguro en que afirmamos y desde
el que emprender el viaje aterrador y fascinante, junto con las demás
religiones, hada la plenitud inagotable de la verdad divina. Una religión
absoluta así entendida podría considerarse absoluta en cuanto que
exigirá una entrega personal total y afirmará su importancia universal,
pero ese absoluto no se definirá ya como de carácter exclusivo o inclusivo,
sino relacional. Se tratará de un absoluto cuya validez quedará demostrada
en virtud de su capacidad no para excluir o incluir otros absolutos,
sino para relacionarse con ellos, es decir, para enseñarles algo y
ser enseñado por ellos, para incluirlos y ser incluido por ellos.
En la actual etapa de la evolución de la humanidad, por consiguiente,
el cristianismo y las demás religiones universales tienen ante sí
la tarea de conjuntarse en un pluralismo unitivo de religiones.
El cristianismo seguirá considerándose una religión verdadera, pero
al mismo tiempo admitirá la posibilidad de que haya otras religiones
genuinas. Y esta pluralidad de religiones verdaderas no deberá en
adelante darse por separado, sino que habrá de servir para que unas
y otras se relacionen, para que se hablen y se escuchen unas a otras
en un diálogo genuino. Y será éste un diálogo en que las religiones
no se cansarán de estimularse y corregirse unas a otras, aunque insistirán
sobre todo en la necesidad que todas ellas tienen de avanzar
juntas hacia un conocimiento más pleno y hacia un vivir más intenso
del misterio que «está siempre presente, como lo innominado y lo indefinible,
como algo de lo que nosotros no podemos disponer»[29].
Es éste un diálogo que invita a la Iglesia a emprender el camino de
un ecumenismo verdaderamente católico.
Este diálogo ecuménico entre las religiones está aún en sus primeros
balbuceos, pero estos primeros pasos parecen prometedores. De momento
está capacitando a los cristianos para tomar una más clara conciencia
de que toda experiencia religiosa y todas las formas religiosas son,
por su misma naturaleza, bipolares; la revelación verdadera del cristianismo
no agota el absoluto y de ahí que deba equilibrarse y relacionarse
con otras revelaciones verdaderas, pero aparentemente contrarias.
Como ha dicho Wilfred Cantwell Smith, «en todas las cuestiones decisivas,
la verdad no está en un 'o esto o lo otro', sino en un 'ambos y además'»[30]
La doctrina cristiana de la Trinidad necesita de la insistencia
islámica en la unicidad; el vacío impersonal del budismo necesita
de la experiencia cristiana del tú divino; la doctrina cristiana de
la distinción entre lo último y lo finito necesita de la visión hinduista
de la no dualidad entre Brahmán y Atman; el contenido profético y
la orientación práctica del judeo cristianismo necesitan de la insistencia
oriental en la contemplación personal y en la «acción sin buscar los
frutos de la acción». Teólogos como R. Panikkar, W. Johnston, H. Dumoulin,
J. Dunne, T. Merton ya han señalado las ricas posibilidades que ofrecen
las ulteriores y necesarias reinterpretaciones de las doctrinas y
los símbolos cristianos que se harán posibles en virtud de un diálogo
genuino con las demás religiones verdaderas[31].
No podemos saber por ahora si ese diálogo en el seno de un pluralismo
unitivo de las religiones nos conducirá a una forma superior de unidad
religiosa o si Jesucristo se acreditará como el símbolo por excelencia
de esa unidad. Pero tampoco necesitamos saberlo. Lo que nos hace falta
es un diálogo genuino. Una de las más urgentes y retadoras tareas
que tiene ante sí la teología cristiana para un futuro previsible
es la de aclarar la parte que corresponde al cristianismo en ese diálogo,
que a su vez exige aclarar de una vez la conciencia que de sí mismo
tiene el cristianismo como religión verdadera y absoluta.
P. KNITTER
[Traducción: J. VALIENTE MALLA]
Notas:
[1]
E. SCHILEBEECKX, Cristo, sacramento del encuentro con Dios
(San Sebastián 1965) 16.
[2]
K. RAHNER, Foundations of Christian Faith (Nueva York 1978)
140, 154; cf. también 40 41.
[3]
Summa theologica I II, q. 103, a. 1.
[4] K. RAHNER, Foundations, 323,
345.
[5]
Ibíd., 345
[6]
K. LEHMANN, Absolutheit des Christentums als philosphisches und
theologisches Problem, en W. KASPER (ed.), Absolutheit des
Christentums (Friburgo 1977) 13 38.
[7]
Carácter absoluto del cristianismo, en Sacramentum Mundi
II, 54.
[8]
Un absolutismo exclusivo, que afirma la necesidad de profesar la doctrina,
recibir los sacramentos y aceptar la autoridad jerárquica y pontificia
de la religión católica para pertenecer a la verdadera religión y
encontrar la salvación, es el rasgo característico prácticamente de
toda la eclesiología oficial católica desde el siglo XIV hasta el
XX. El hecho es flagrante en la Unam Sanctam de Bonifacio
VIII y lo apoyan los tratados de Jacobo de Viterbo y Gil de Roma;
la nueva articulación que dio Belarmino a esa afirmación durante la
Contrarreforma, como indica Congar, se convirtió en una especie de
«arsenal... del que todos se aprovechaban» en las luchas católicas
de los siglos siguientes contra el galicanismo, las diversas formas
del estatismo, la Ilustración y finalmente el modernismo. El Vaticano
I, con su definición de la infalibilidad, confirmó la autoridad jerárquica
como exclusivamente absoluta; cf. Y. M. CONGAR, Conceptos fundamentales
de la teología I (Ed. Cristiandad, Madrid 21979) 718s. La insistencia
de Pío XII en que la Iglesia es «Una, santa, católica, apostólica
y romana» y en que toda salvación llega a través de esta Iglesia y
sólo de ella, fue aceptada por todas las figuras destacadas de la
eclesiología católica durante la primera parte de este siglo (E. Mersch,
H. de Lubac, S. Tromp, C. Journet, K. Adam, M. Schmaus, K. Rahner).
Durante este período, sin embargo, la afirmación católica de absoluto,
aunque de modo un tanto confuso, llegó a hacerse inclusiva. Los teólogos
reconocen cada vez más claramente la posibilidad universal de la salvación,
pero al mismo tiempo siguen insistiendo en la mediación exclusiva
de la salvación por la religión católica. Extra Ecclesiam nulla
salus se convierte en sine Ecclesia nulla salus. Se elaboraron
ingeniosos argumentos para incluir dentro de la Iglesia cualquier
elemento de salvación que pudiera haber fuera de ella: los no cristianos
que se salvan pertenecen al «alma» de la Iglesia; están «apegados»,
«vinculados», «relacionados con» la Iglesia; son miembros suyas «imperfectos»,
«por tendencia», «potenciales»; cf. M. EMINYAN, The Theology of
Salvation (Boston 1960) 167 181. El Vaticano II no dio fin a la
confusión. Si bien afirmaba resueltamente la posibilidad de salvarse
fuera de la Iglesia (Lumen gentium, 16), reafirmó la necesidad
de la Iglesia para toda salvación (Lumen gentium, 14; Unitatis
redintegratio, 3). Eludiendo la enojosa cuestión de la pertenencia
a la Iglesia, el Concilio afirmó que la religión católica incluye
a todas las demás como su perfección y plenitud.
[9]
Cristianismo, en Sacramentum Mundi II, 35.
[10] L. GILKEY, Catholicism Confronts
Modernity (Nueva York 1975) 17 23; J. B. METZ, Theology of
the World (Nueva York 1971) 115 116.
[11] G. BAUM, Religion and Alienation
(Nueva York 1975; trad. española: Religión y alienación, Ed.
Cristiandad, (Madrid 1980) 63 72.
[12] P. DELOOZ, La autocomprensión
actual de la Iglesia: «Concillum» 67(1971) 122 128.
[13] Stories of God (Chicago
1978) 32 38.
[14] Nostra aetate, 3; Optatam
totius, 16.
[15] Hay que indicar que no todos los
teólogos católicos muestran esta misma tendencia. La llamada «escuela
de Daniélou» (que también podría llamarse de von Balthasar) advierte
contra los excesos en la interpretación de las expresiones conciliares.
Su postura, en general, concuerda básicamente con la visión de las
restantes religiones dominante en el protestantismo (especialmente
el luteranismo), que las considera portadoras de una «revelación cósmica»;
en efecto, insisten en que, si las religiones son mediadoras de la
salvación, al mismo tiempo, especialmente en su concepción de Dios,
son radicalmente aberrantes; cf. J. DANIÉLOU, Le mystère du salut
des nations (Paris 1948); H. U. von BALTHASAR, Catholicism and
the Religions: «Communio» 5 (1978) 6 14; J. RATZINGER, Christianity
and the World Religions, en H. VORGRIMLER (ed.), One, Holy,
Catholic, Apostolic (Nueva York 1968) 207 236; E. VERASTEGUI,
Les religions non chrétiennes dans l’histoire du salut (tesis
inédita, Universidad Gregoriana de Roma 1968); P. KNITTER, European
Protestant and Catholic Approaches to the World Religions: Complements
and Contrasts: «Journal of Ecumenical Studies» 12 (1975) 13 28.
[16]
K. RAHNER, Foundations, 315; cf. J. HEISLBETZ, Theologische
Gründe der nichtchristlichen Religionen (Friburgo 1967) 70 101.
[17]
H. R. SCHLETTE, Towards a Theology of Religions (Londres 1966)
71 74; G. THILS, Propos et problèmes de la théologie des retigions
non chrétiennes (Paris 1966) 69 79.
[18] Lumen gentium, 16; Ad
gentes, 9; Nostra aetate, 2. K. Rahner El cristianismo
y las religiones no cristianas, en Escritos de teología V (Madrid
1964) 135 156; íd., Christentum, en LThK II, 1104 1105; A.
Darlap Teología de la religión, en Sacramentum Mundi
V, 966 975; H. KÜNG, Ser cristiano (Ed. Cristiandad, Madrid
1977) 132 141. H. R. SCHLETTE, Towards a Theology of Religions
(Londres 1966) 71 74; G. THILS, Propos et problèmes de la théologie
des religions non chrétiennes (París 1966) 69 79.
[19]
P. SCHNINELLER, Christ and Church: A Spectrum of Views: «Theological
Studies» 37 (1976) 555 559.
[20] Sobre la conciencia histórica,
cf. L. GILKEY, Reaping the Whirlwind (Nueva York 1976) 188
208. Sobre el nuevo kairos, cf. W. THOMPSON, The Risen Christ,
Transcultural Consciousness, and the Encounter of the World Religions:
«Theological Studies» 37 (1976) 381409; P. KNITTER, Christianity
and the World Religions: A New Era of Encounter and Growth, en
B. JASPERT y R. MOHR (eds.), Traditio Krisis Renovatio aus theologischer
Sicht (Marburgo 1976) 501 512.
[21]
The Christian Theology of the Non Christian Religions: «Lumen
Vitae» 21 (1976) 59; cf. también ibíd., 66 67.
[22]
G. BAUM, Religion and Alienation, 62 64; R. McBRIEN, Do
Wee Need the Church? (Nueva York 1969) 14 15, 112 113, 162 163.
[23] M. ZAGO, La evangelización
en el contexto religioso de Asia: «Concilium» 134 (1978) 95 109.
[24]
H. MAURIER, op. cit., 70.
[25]
P. SCHINELLER, op. cit., 545.
[26]
P. KNITTER, World Religions and the Finalíty of Christ: A Critique
of Hans Küng’s On Being a Christian: «Horizons» 5 (1978) 153 156,
161 162.
[27]
R. PANIKKAR, Salvation in Christ: Concreteness and Universality
(Santa Bárbara 1972, edición privada); B. VAWTER, This Man
Jesus (Nueva York 1973) 152 178; R. BROWN, Jesus God and Man
(Milwaukee 1967) 1 38; G. BAUM, Introduction, en R. Ruether,
Faith and Fratricide (Nueva York 1974).
[28]
D. TRACY, Revelación y experiencia. Particularidad y universalidad
de la revelación cristiana: «Concilium» 133 (1978) 431 444.
[29] K. RAHNER, Foundations,
61.
[30]
The Faith of Other Men (Nueva York 1972) 17.
[31] R. PANIKKAR, The Trinity and
the Religious Experience of Man (Nueva York 1973); W. JOHNSTON,
The Still Point (Nueva York 1970); H. DUMOULIN, Christianity
Meets Buddhism (La Salle, Ill. 1974); J. DUNNE, The Way of
All the Earth (Nueva York 1972); T. MERTON, Zen and the Birds
of Appetite (Nueva York 1968).
{referencia}
|