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La posibilidad del Papa hereje

Rufino VELASCO


 

La posibilidad del papa hereje es una tesis comúnmente aceptada a lo largo de toda la Edad Media. En un tiempo en que la figura del papa no había sido mitificada todavía en la forma en que lo ha sido después y perdura aún entre nosotros, se tenía más libertad para criticar al papa sin mala conciencia, incluso para pensar que, en determinadas cuestiones, se desviaba en la fe y, por consiguiente, se podía y se debía discrepar de su pensamiento. La teología se movía con más libertad en relación al magisterio.

Como es sabido, la reforma gregoriana del siglo XI fue un paso decisivo hacia la monarquía papal entendida, en gran medida, como poder absoluto, por encima de cualquier otro poder, tanto espiritual como temporal. El famoso "Dictatus papae" de Gregorio VII contiene por ejemplo, esta perla preciosa: "El papa es el único hombre al cual todos los príncipes besan los pies".

No obstante, a lo largo de todo el siglo XII se mantiene comúnmente la tesis de la posibilidad del papa hereje, justamente en el contexto de los "decretistas", que tratan de traducir en normas concretas la reforma gregoriana. Nada menos que el célebre "Decreto de Graciano", de hacia 1140, que condiciona tan profundamente el pensamiento de sus comentadores, asume pacíficamente esta afirmación que venía ya de pensadores anteriores a la reforma: "El papa no es juzgado por nadie, a no ser que se le encuentre desviado en la fe".

Lo mismo puede decirse del siglo XIII. Por tanto, se trata de una tesis que permanece intacta en medio de ese gran esfuerzo de decretistas y decretalistas posgregorianos que va hasta Bonifacio VIII, por lo que ha podido llamarse con razón "edad canónica" de la Iglesia a la que va de Graciano a la "Unam Sanctam". No hablemos ya de la permanencia y abultamiento de esta conciencia durante esa época de gran descrédito papal que fue el destierro de Avignon y el gran Cisma de Occidente, que abarca todo el siglo XIV y parte del XV. A la posibilidad del papa hereje se junta, en este tiempo, la sensación de que esa posibilidad se hace realidad en más de un caso, además del influjo de la idea de san Agustín de que el cisma prolongado se convierte en herejía.
Pero lo más importante es que esta tesis de la posibilidad del papa hereje sirvió de contrapunto constantemente a las exageraciones notables acerca del poder papal que se derivaron de la reforma gregoriana. Sobre todo, contra el intento de atribuir todo poder al papa aislado, puesto personalmente por encima de la Iglesia, situándolo prácticamente entre Dios y los seres humanos. Inocencio III, en el momento acaso de mayor esplendor del papado, llegó a afirmar lo siguiente: el papa no es Dios, pero es más que un hombre. Pues bien, la conciencia de que el papa puede caer en herejía, puso sordina, sin duda, a afirmaciones de este tipo, y obligó a matizar posiciones extremosas a que podía llegarse, y se llegó de hecho, en la cuestión del papel que está llamado a cumplir el papa en la Iglesia. Es lo que vamos a analizar ahora más detenidamente.

 

1. La tesis de la posibilidad del papa hereje contribuyó poderosamente a frenar una cierta tendencia a llevar a posiciones insostenibles la cuestión de la relación del papa con la Iglesia. La conciencia de que el papa puede errar en la fe va acompañada de la convicción de que la que no puede errar es la Iglesia. Con estas dos consecuencias:

a) No se puede jamás separar al papa de la Iglesia, sino que su posición en algún sentido "sobre" la Iglesia hay que entenderla necesariamente al interior de su situación "en" la Iglesia y "con" la Iglesia. Sólo en este contexto, y en la medida en que esas referencias a la Iglesia funcionan, tiene sentido y coherencia la actuación del papa sobre la Iglesia.

b) Y más importante todavía: contra toda tendencia a pensar la Iglesia como derivada del papa, o, más en concreto, que la cualidad de inerrancia de la Iglesia depende de esa cualidad en cuanto poseída personalmente por el papa, la conciencia de la posibilidad del papa hereje actúa en sentido contrario: la Iglesia como tal es lo primero, y de ella hay que derivar el sentido del "servicio" del papa como servicio eclesial; la fe, y la fidelidad a la fe, es asunto de toda la Iglesia, y dentro de ella hay que entender el servicio a la fe, y a la fidelidad a la fe, propio del papa. Desde estos presupuestos se piensa, por ejemplo, en momentos más conflictivos, que el papa no puede definir cosas de fe sin un concilio general, o que, en el caso de que el colegio de los cardenales o el concilio se opusieran al papa, habría que seguir a aquellos con preferencia a éste.

 

2. Esto aparece con más claridad cuando se trata en concreto de la deposición del papa hereje. ¿Quién puede juzgar a un papa como hereje y, en consecuencia, proceder a deponerlo?

Hay un largo período en la Edad Media en que adquiere gran importancia el colegio de los cardenales. Surgido en principio como colegio elector del papa, pronto empezó a verse en él como el "senado" de la Iglesia, y se pensaba incluso que el Papa tiene el primado en unión con los cardenales que forman con él la "Iglesia romana". Los cardenales adversarios de Gregorio VII le reprochaban haber introducido en la Iglesia un uso autocrático de la autoridad papal, aplicando el texto de Mt 16, 18 exclusivamente a la persona del papa, en vez de aplicarlo en sentido inclusivo a la "Iglesia romana". Es esta "Iglesia romana" la que no puede errar en la fe. En el caso de que el papa se desvíe en la fe, los cardenales, y sólo ellos, son los que tienen poder para juzgarle y para deponerlo declarándole hereje.

Pero lo más normal era pensar que esa operación le corresponde al concilio, como se puso en práctica de hecho en el concilio de Constanza para superar el gran Cisma. En este caso se piensa que, efectivamente, la Iglesia romana no ha errado nunca en la fe. Pero la Iglesia romana en el sentido de la Iglesia universal, la "congregatio fidelium", representada adecuadamente por el concilio general, no en el sentido de la Iglesia de Roma, aún incluidos el papa y los cardenales. Esta Iglesia puede errar en la fe, y de hecho ha errado más de una vez.

 

No obstante, esta visión conciliar presentaba también algunos problemas. Por ejemplo:

a) Era idea comúnmente admitida que quien convoca normalmente el concilio es el papa. Pero ¿y si el papa no lo hace cuando la necesidad es evidente?, ¿y si en un caso excepcional no se sabe quién es el papa verdadero? Precisamente para estos casos ya el derecho reconocía la posibilidad de reunir un concilio sin la acción del papa, con lo cual el posible incumplimiento de su deber en asuntos decisivos para la fe de la Iglesia, lo mismo que su posibilidad de ser hereje, están poniendo límites, evidentemente, a una concepción absolutista del poder papal en la Iglesia, sometiéndole, en determinadas circunstancias, a la decisión conciliar.

b) La célebre fórmula tradicional: "el papa no es juzgado por nadie, a no ser que se le encuentre desviado en la fe", contiene, como es claro, dos partes no tan fácilmente conciliables. Si no es juzgado por nadie, ¿quién le juzga o cómo se le juzga desviado en la fe?

Aquí entra en juego la idea que se tiene de la posición del papa en la Iglesia. Si se le atribuye un poder absoluto, poseído personalmente por él, del cual deriva todo otro poder en la Iglesia, conjugar ambas partes se vuelve casi imposible. Pero esto es precisamente lo que se quiere superar, apoyándose en la posibilidad del papa hereje contenida en esa fórmula tradicional. La posibilidad de juzgar al papa, declararle hereje y deponerle, supone evidentemente otra manera de entender el poder papal: un poder que de alguna manera está en la Iglesia, y que el papa personifica o representa.

Juega en esto un papel muy importante la concepción agustiniana de que el "poder de las llaves" dado a Pedro, según el texto tan traído y llevado de Mt 16, 19, le ha sido dado a Pedro como personificación de la Iglesia. Es la fe de Pedro, en cuanto que representa la de todos los creyentes, la que ha recibido ese poder. Y en este sentido puede decirse que es propiamente la Iglesia quien lo ha recibido en la persona de Pedro. En Pedro se configura ese poder como un "servicio" a quien lo posee básicamente, que es la Iglesia, la "congregatio fidelium".

"Uni quia unitati": porque la unidad de la fe de la Iglesia, que se construye entre todos, necesita ese servicio, por eso existe el servicio de Pedro en la Iglesia. Lo importante es siempre la unidad de fe de toda la Iglesia. En esta unidad juega un papel fundamental el "sentido de la fe" de todo el pueblo creyente, que es ante todo quien no puede errar en la fe: algo que responde a una gran tradición eclesial que el Vaticano II ha recuperado en la Constitución sobre la Iglesia (LG, 12). Este "sentido de la fe" de toda la Iglesia, o "consensus fidei", encuentra su expresión normal reguladora de la vida eclesial en los concilios. El concilio es el lugar normal en que se hace posible, en medio de las dudas o conflictos que surjan, traducir el sentir de toda la Iglesia y salvaguardar la unidad de la fe. Dentro del concilio general el papa tiene un puesto singular y una función importante que cumplir. Pero no ya como persona aislada, sino como órgano de expresión del sentido de la fe de toda la Iglesia, tal como se hace conciencia refleja en la asamblea conciliar.

Desde esta manera de entender las cosas, si en un determinado momento el papa enseña algo que no sintoniza con el "sentido de la fe" de toda la Iglesia, la Iglesia misma le estará juzgando de alguna manera como hereje. Este sentir de la Iglesia se concretizará en el concilio, que será el encargado directo de juzgarle, declararle hereje y deponerle.

Lo que no podría entenderse en esta perspectiva, es lo contrario: que el papa pueda decidir sobre la fe contra toda la Iglesia, o contra el "consensus" conciliar. De aquí nacía la convicción de que el papa como persona singular, o actuando proprio motu, puede errar en la fe o en la conducción de la Iglesia. Por el contrario: asumiendo el sentir de toda la Iglesia, y sirviéndose de las aportaciones de todos para dilucidar una determinada cuestión, el papa no puede errar.

En este sentido, su puesto singular en la Iglesia hace que, en el plano jurídico, sea él la última instancia, y no pueda ser juzgado por nadie, puesto que es juez supremo de todos. Por eso, desde el punto de vista jurídico, se pensaba que, en el caso del papa hereje, no se trataba propiamente de juzgar y deponer al papa, sino a un pseudo-papa que, por su herejía, había dejado de ser miembro de la Iglesia y, por consiguiente, había perdido todo derecho y toda posibilidad de presidirla.

Pero nada de eso impedía que, en un plano teológico, se pensara que hay otro tipo de instancias en la vida real de la Iglesia desde el "sentido de la fe" de todo el pueblo creyente hasta el concilio general, capaces de juzgar al papa, detectarle como hereje y condenarle. Sobre todo, nada de eso impedía que se siguiera pensando la "inerrancia" del papa en dependencia de la inerrancia de toda la Iglesia, y no propiamente la de la Iglesia en dependencia del papa. Con otras palabras: se vivía en la convicción de que, para la "comunión" de todos en la misma fe, es más importante la comunión del papa con la Iglesia que la comunión de la Iglesia con el papa. Con el paso del tiempo fue prevaleciendo en la Iglesia la perspectiva contraria.

 

3. Pero la tesis de la posibilidad del papa hereje influyó más directamente poniendo freno a una cuestión que centró todas las reflexiones después de la reforma gregoriana: la "plenitud de potestad" del papa. Vamos a analizarlo en algunos puntos más relevantes:

a) Puede decirse que, con la reforma gregoriana, invade la Iglesia una forma jurídica de pensar que condiciona enormemente el futuro de la institución eclesial y el futuro de la eclesiología. Antes la mentalidad era diferente: no se pensaba lo primero en la autoridad formal que alguien posee por el hecho de haber sido elegido para un cargo, sino en la autenticidad con que se está desempeñando el propio oficio. Un rey, o un prelado, "inútil" o "indigno", se puede decir que ha perdido su autoridad y no es digno de obediencia.

El papa tiene la autoridad de Pedro si tiene la fe, la justicia, las costumbres de Pedro. Se merece obediencia cuando en sus palabras, en sus actuaciones y en sus decisiones, se reconoce la fe y la voz de Pedro. En caso contrario prevalece la fidelidad a la propia conciencia creyente sobre la sumisión a un papa que no se ve claro si procede con espíritu cristiano. En el texto de Mt 16, 18, no se veía tanto la "institución de un poder" como la comunicación de una gracia, en el contexto de esa gracia fundamental que es la convocación de los creyentes. Esto, evidentemente, dejaba en la Iglesia amplios cauces abiertos a la libertad cristiana.

b) Con la invasión del juridicismo, las cosas cambian de perspectiva: la autoridad es, ante todo, un poder, una "potestas", y esta potestad el papa la tiene en plenitud. Esta "plenitud de potestad" del papa tuvo efectos muy poderosos en relación con la autoridad temporal. Pero ahora nos interesan sus repercusiones al interior de la Iglesia.

Si "el papa sólo" tiene personalmente la plenitud de potestad en la Iglesia, la consecuencia inmediata es que toda otra autoridad eclesial se deriva de él como de su fuente. Así, por ejemplo, la autoridad de los obispos. A los obispos los nombra el papa, y, al nombrarlos, lo que hace propiamente es desplegar su plenitud de poder jurisdiccional sobre toda la Iglesia, de modo que los obispos son prácticamente meros delegados suyos, y las diócesis meras sucursales de la gran central vaticana.

Así el poder papal se convierte en un poder absoluto, ilimitado, de carácter quasi divino: "su voluntad, y lo que a él le place, tiene fuerza de ley". Inocencio IV, por ejemplo, tenía conciencia de que, cuando legislaba para toda la Iglesia, no lo hacía según su propia sabiduría jurídica, sino "por inspiración divina". Algo semejante a como se originó la sagrada Escritura, y con la clara persuasión de estar participando directamente del poder que viene de Dios.

Conviene recordar a este propósito que esta concepción absolutista del papado se fue fraguando apoyada en dos falsificaciones: la famosa "Donación de Constantino", que dio origen al Estado pontificio, y las "falsas decretales", que atribuyen a los papas de los primeros siglos la configuración del papado propia de la reforma gregoriana.

c) En virtud de esto, sucede que se va reservando cada vez más al papa el título de "vicario de Cristo". En el siglo XII se aplicaba todavía frecuentemente a los obispos, incluso a los presbíteros y a los abades de los grandes monasterios. Al papa se le llama "vicario de Pedro". Pero poco a poco se va haciendo habitual reservárselo al papa, y, en un clima en que se tiende a exagerar extremosamente el poder papal, esto tiene una consecuencia importante: poner al papa prácticamente por encima del orden apostólico", que sería el propio de los obispos como sucesores de los Apóstoles, y colocarle en otro cualitativamente distinto: el orden de Cristo mismo, como quien ocupa su puesto en la Iglesia.

Así se pueden atribuir al papa, a su "plenitud de potestad", títulos cristológicos como éstos: "se me ha dado todo poder en el cielo y en la tierra"; "rey de reyes, y señor de los que dominan". Y se puede interpretar el texto de Jn 21, 15-16: "Apacienta mis corderos... apacienta mis ovejas", en el sentido de que los "corderos" son los simples fieles y las "ovejas" los obispos. Por encima de todos está el papa como pastor universal, que es la presencia en la tierra del buen Pastor que es Jesucristo. Bajo ese "pastor universal" los obispos están en la Iglesia, más que en calidad de pastores, en calidad de rebaño.

d) En medio de todo esto, y contra ello, permanece viva en este tiempo otra manera de entender la autoridad del papa en la Iglesia. Y contribuyen, sobre todo, a esta otra manera de pensar:

1) la persistencia de categorías "morales" para enjuiciar este asunto frente a las categorías "jurídicas" que invaden el ambiente;

2) una cierta idea de que el poder reside fundamentalmente en la Iglesia misma; y

3) la conciencia tradicional de que el papa puede caer en la herejía. Vamos a verlo muy brevemente:

 

1). No cabe duda de que la concepción de la "plenitud de potestad" del papa que fue prevaleciendo desde la reforma gregoriana creaba malestar en muchos sectores. Sobre todo, su interpretación como poder absoluto, aislado de la totalidad de la Iglesia. Contra ello, se sigue insistiendo en la idea de que la autoridad reside básicamente en la "congregatio fidelium", de modo que, si se dice que el papa tiene "plenitud de potestad", esto habrá que referirlo no al papa solo, sino al papa como cabeza de la universalidad de los creyentes, de tal manera que la misma potestad está en la universalidad como en su fundamento, y en el papa como en el principal "ministro" por el que esta potestad se explicita en la Iglesia.

2) Influyeron notablemente en esta cuestión autores que aplicaban el "derecho corporativo" a las relaciones entre el obispo y su cabildo, cuando todavía el cabildo catedralicio elegía al obispo. Según esta doctrina, a la muerte del obispo, el poder de jurisdicción que le ha sido conferido por la elección, vuelve al cabildo que le ha elegido. En el cabildo reside, por tanto, fundamentalmente el poder de jurisdicción que se confiere al obispo. Esto mismo debe aplicarse a las relaciones entre la Iglesia universal y la Iglesia de Roma, entre los cardenales electorales y el papa. Hay un empeño claro en todo esto por entender al papa en dependencia de la Iglesia, no a la Iglesia en dependencia del papa, e insertar en este contexto cuanto pueda decirse de su propia "potestad" en la Iglesia.

3) A este mismo empeño obedece el interés por poner límites a la "plenitud de potestad" del papa. Hablar de "plenitud de potestad" no puede significar abrir la puerta en la Iglesia a un ejercicio arbitrario, despótico, o discrecional de la autoridad papal, de modo que se entronice su voluntad en la Iglesia y pueda hacer de ella lo que quiera. El papa está sujeto, por supuesto, a la constitución divina de la Iglesia, a los decretos de los concilios ecuménicos, y a lo que se llamaba "el estado general de la Iglesia", que debe respetar. Muchos pensaban que, en la constitución divina de la Iglesia, había que incluir la "potestad" de los obispos, como derivada, no del papa, sino inmediatamente de Cristo: una tradición muy importante que ha sido rescatada, como es sabido, por el concilio Vaticano II (LG 21).

4) Pero desde una concepción "moral", no jurídica, de la autoridad en la Iglesia, las limitaciones al poder papal eran aún más amplias. En el ejercicio de su autoridad, el papa tiene que proceder con equidad, honestidad, sin provocar escándalo, de manera que su conducta y su actuación resulten útiles a la Iglesia. Si esto falla, se admite el derecho a la desobediencia. Como ya dijimos, en el caso de un papa "inepto" o "indigno", la obediencia de la fe podía entrar en conflicto con la obediencia del papa, y aplicarse el principio de que hay que obedecer a Dios antes que a los hombres. Más concretamente: al "sentido de la fe" del pueblo creyente, y al concilio, antes que al papa.

5) Finalmente, la conciencia de que el papa puede caer en herejía actuaba en el sentido de dar primacía a la Iglesia en su conjunto, y de entender que siempre es mejor un régimen de "comunión" y de "consensos" en el gobierno de la Iglesia, de decisiones tomadas en común, de reconocer, por tanto, la importancia decisiva del concilio al que el papa, en caso de conflicto, debe someterse. Lo contrario significaría, en la práctica, sacar de su verdadero contexto la "plenitud de potestad" del papa y volverla perjudicial para la Iglesia, como se demostró de manera muy clara en el largo período del cisma.

Un período en que, como es de sobra conocido, llegó a su punto máximo el descrédito papal. Se hizo mucho más fuerte la conciencia de que el papa puede ser hereje. Se vio por experiencia que, aunque lo sea, o en un determinado momento no haya papa universalmente reconocido, la Iglesia y la fe de la Iglesia permanecen. Por tanto, que lo central es la Iglesia, y la cuestión del papa una cuestión derivada. Que no se puede identificar jamás la obediencia de la fe con la obediencia del papa. Y, en último extremo, se llegó al "conciliarismo", latente en el concilio de Constanza, y puesto de manifiesto con toda radicalidad en el concilio de Basilea. Pero no vamos a meternos ahora en este asunto.

En resumen: la tesis de la posibilidad del papa hereje ejerció su beneficioso influjo, a lo largo de toda la edad media, en varias direcciones:

a) Manteniendo en vigor una concepción teológica de la Iglesia por debajo de esa concepción jurídica que invadía el ambiente, en un proceso cada vez más agobiante que culmina en el concilio Vaticano I.

No vamos a estudiarlo aquí, pero pienso que en esta tensión dialéctica entre dos concepciones de Iglesia tuvo mucho que ver la conciencia, nunca extinguida totalmente, de que la Iglesia es el "verdadero" Cuerpo de Cristo, mientras que el Cuerpo "místico" es el que se hace presente en la eucaristía. Cuando se empieza a llamar a la Iglesia "el Cuerpo místico de Cristo", comienza también un proceso en que predomina una visión societaria de la Iglesia, un empeño por entender la Iglesia con categorías jurídicas. La Iglesia es "el cuerpo político o moral de los que profesan la fe en Cristo", como decía Francisco Suárez. Con estas categorías se hace casi imposible explicar la posibilidad de que el papa caiga en herejía.

b) Desde esa concepción teológica de la Iglesia permanece viva la conciencia de que lo más importante es la Iglesia misma, y de que el ministerio jerárquico es, efectivamente, un ministerio, un servicio que hay que entender, ante todo, en el interior de toda la vida real de la Iglesia. Esta conciencia irrumpe con gran fuerza en los momentos de mayor decadencia del papado, e influye poderosamente en la convicción de que lo decisivamente importante es la inerrancia de la Iglesia en sí misma.

Estas dos afirmaciones: la Iglesia no puede errar en la fe, y el papa puede ser hereje, actúan en contra de esa otra forma, cada vez más dominante, de entender la Iglesia que dice: la Iglesia no puede errar en la fe en cuanto sometida el papa, porque a él pertenece "determinare quae sunt fidei", de modo que si el papa cae en herejía toda la Iglesia caería con él, porque el pueblo cristiano está obligado a seguir a sus pastores, y, en definitiva, al pastor universal, que es el papa.

c) Dentro de una concepción teológica de la Iglesia, la conciencia permanente de la importancia de la comunión eclesial actúa en el sentido de acentuar la articulación profunda de las diversas instancias eclesiales en el contexto de la totalidad de la Iglesia.

Con esta consecuencia: entender los "poderes" de la jerarquía no como poderes autónomos, sueltos del pueblo, que recaen luego sobre el pueblo creyente, sino al contrario: como poderes que se quedan en el vacío si no se nutren de la fe real de la Iglesia, del "sensus fidei" de todo el pueblo cristiano que "el Espíritu excita y sostiene", como dice la Lumen gentium, recogiendo una larga tradición eclesial (LG 12).

Es decir, lo que aquí se juega es si se entiende el "sensus fidei" como un sensorio que capta lo que dice la jerarquía, o como la experiencia básica constituyente de la Iglesia que da consistencia incluso a la función de enseñar propia de la autoridad.

En el fondo, se trata de dos concepciones de la fe cristiana que entran en conflicto: la fe como experiencia fundamental que no termina en los enunciados de la fe, sino en la realidad misma de Dios, o la fe como aceptación de verdades reveladas que la jerarquía determina y propone para el pueblo creyente.

En el momento en que empezó ya a hablarse de la "infalibilidad" del papa, la fe entendida como experiencia originaria contribuyó a poner en primer plano la infalibilidad "in credendo", la infalibilidad del sentir de la fe de todo el pueblo, como fundamento tanto de la infalibilidad "in docendo" como de la infalibilidad "in discendo". Cuando la fe se entiende como aceptación de verdades reveladas, la infalibilidad "in credendo" se identifica con la infalibilidad "in discendo", se distingue entre Iglesia docente e Iglesia discente, y el resultado es un pueblo cristiano enteramente sometido a la función de enseñar de la jerarquía, sobre todo del papa infalible.

En esta perspectiva se tiende a silenciar la tesis de la posibilidad del papa hereje. En la perspectiva contraria crece la importancia del "magisterio" de los teólogos, y se admite sin dificultad que un papa hereje debe ser juzgado por un concilio al que se convoquen teólogos.

d) Pienso, finalmente, que se puede y se debe concordar la tesis de la posibilidad del papa hereje con la infalibilidad del papa, tal como ha sido definida por el concilio Vaticano I, para evitar interpretaciones aberrantes de ese dogma que han influido notablemente en la mitificación del papa en los últimos tiempos. Pero no vamos a tratar ahora de esto. Para nuestro tema, con lo dicho, basta.

Un tema que me parece útil recordar en el momento actual de la Iglesia. Un momento en que, a mi juicio, el mejor servicio que se puede hacer al papa es no mitificarle, y en que parece haber llegado la hora de cambiar a fondo una configuración histórica del papado que debía darse ya por superada.

 

Publicado en papel en "Teología y magisterio.
II Jornadas de estudio de la Asociación de Teólogos Juan XXIII",
Ediciones Sígueme, Salamanca 1987, pp. 267-276.




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