Servicios Koinonía    Koinonia    Vd esta aquí: Koinonía> RELat > 277
 

 

Pluralismo religioso e indiferentismo.
El Auténtico Desafío de la Teología Cristiana

Claude GEFFRÉ


 

No llama la atención que, para la conferencia de apertura de la 8a Asamblea General de Institutos Católicos de Teología (C.O.C.T.I.), celebrada en Lovaina en agosto de 1999 fuera invitado el profesor emérito de/ Instituto Católico de París Claude Geffré OP. El que fuera Rector de Le Saulchoir, que tan gran influjo ejerció en la renovación de la teología que culminaría con el Vaticano 11 y donde ejercieron su magisterio teológico M..-D. Chenu (véase ST 121,1992,40-44) y Y.Congar (véase ST 121,1992,45-50) es hoy uno de los teólogos más sensibles a las inquietudes y expectativas del creyente en el mundo actual. Como lo muestran algunos de sus artículos publicados en nuestra revista durante el último decenio, ha mostrado predilección por los temas de mayor actualidad para la teología y de mayor alcance para la Iglesia: ocaso del eurocentrismo (ST 128, 1993, 286-299); pluralismo religioso (ST 146,1998,135-144); mundialización y globalización (ST 151, 1999, 203-213). Lo que sí llama la atención es que, habiendo sido pronunciada esta conferencia un año antes de la publicación de la Dominus Iesus (6.08.2000), no sólo sus afirmaciones quepan perfectamente dentro de/ marco de la doctrina propuesta allí, interpretada de acuerdo con la más pura tradición de la Iglesia, sino también la abran por adelantado a una comprensión nueva de la tarea teológica en la coyuntura actual y a una praxis de/ diálogo inter-religioso acorde con los gestos y los manifestaciones públicas de Juan Pablo II.

Publicación original: "Le pluralisme religieux et I'indifférentisme, ou le vrai défi de la théologie chrétienne", Revue théologique de Louvain 31 (2000) 3-32.

Publicación resumida: Sal Terrae 158 (abril-junio 2001) 83-98

 

Dos escollos he de soslayar en el tema que se me ha propuesto. Primero: dada la situación cultural y religiosamente tan diversa como la que vivimos, perderme en generalidades. Segunda: teorizar sobre la base de una teología de las religiones cuando lo que se me pide son respuestas concretas aplicables a la enseñanza de la teología en nuestras Facultades.

Respecto a lo primero, hay que decir que, pese a la gran diversidad de situaciones locales, el fenómeno de la mundialización en el que nos hallamos inmersos nos plantea un desafío común que afecta al futuro del cristianismo en todo el mundo. Y respecto a lo segundo, estoy convencido de que un cambio de paradigma o de modelo en la forma de hacer teología implica desplazamientos tanto en los métodos de la enseñanza como en la correlación de las distintas partes de la teología.

Desarrollaré el tema en tres partes. Partiendo de un análisis diagnóstico de la nueva experiencia histórica de la Iglesia, marcada por el pluralismo cultural y religioso y la mundialización (I), me preguntaré hasta qué punto cabe hablar de un nuevo paradigma teológico capaz de responder a los desafíos que el mundo contemporáneo plantea al cristianismo de siempre (II). Sólo entonces será posible explicitar algunas consecuencias en orden a la enseñanza de la teología sobre la base de ese nuevo paradigma teológico (III).

Me apresuro a observar que, al recurrir a la experiencia histórica, me sitúo en el horizonte de una teología hermenéutica que subraya el hecho de que no existe reapropiación para hoy del mensaje permanente del cristianismo que no esté en relación directa con nuestra experiencia histórica.

 

I. LA EXPERIENCIA HISTÓRICA DE LA IGLESIA

Nuestra experiencia histórica está siempre determinada por el presente histórico que nosotros vivimos hasta el punto de encuentro entre un espacio de experiencia que nos precede y un horizonte de espera aún mal definido. Lo que caracteriza lo que se llama la crisis de la modernidad es que nuestro espacio de experiencia se estrecha en el momento mismo en que el porvenir deviene más incierto y más indeterminado. El desafío presente de la Iglesia es, a la vez, el de la mundialización y el de un pluralismo religioso aparentemente insuperable. Será necesario levantar acta de la novedad del diálogo interreligioso. Pero al mismo tiempo es muy importante reconocer que existe un indiferentismo religioso que, lejos de ser una indiferencia generalizada, consiste en un indiferentismo comprometido y responsable.

 

Las ambigüedades de la mundialización

El fenómeno de la mundialización, que coincide con la edad planetario de la humanidad, permanece profundamente ambiguo. En una primera aproximación uno subrayaría los efectos benéficos de esta globalización, que ha favorecido la extensión a escala mundial de una cierta razón científica y técnica surgida en Occidente, y que representa un progreso incontestable para millones de seres humanos sometidos a las fatalidades y apremios de la naturaleza. Ella ha puesto de relieve también la unidad del espíritu humano más allá del estallido de los particularismos étnicos y culturales, y ha favorecido así la emergencia de una ética global. Pero, en el mundo tal como es y gracias a un abanico de comunicaciones siempre más efectivo, es la ley del libre mercado la que más a menudo resulta el motor oculto del fenómeno de la globalización. La «aldea planetaria» tiende a convertirse en un mercado mundial. Del hecho del imperialismo de la economía de mercado, el sistema que se establece es más bien generador de miseria para las tres cuartas partes de la humanidad.

De ahí el doble escollo de la mundialización: es, a la vez, un proceso de globalización que tiende a sacrificar las identidades antropológicas, culturales y religiosas, y, por reacción, un fenómeno de fragmentación que conduce a las crispaciones identitarias y a las rivalidades violentas para la conquista del poder económico y político.

Cuando uno se pregunta sobre el impacto de la mundialización en el campo de lo religioso y en la conciencia de la Iglesia, constata a la vez el fin de un cierto eurocentrismo y la expansión a escala planetaria de un modelo estereotipado vehiculado por los medios.

Sabemos que con el Vaticano II comenzó un período en que la Iglesia de Occidente ha llegado a ser minoritaria. El porvenir del cristianismo se juega en América latina, en África y en Asia. Se puede justamente hablar de un policentrismo cultural en el interior de la Iglesia que coincide con el fin del imperialismo cultural de Occidente. Las Iglesias-hijas son cada vez más Iglesias-hermanas que afirman su originalidad y su autonomía en el interior de la catolicidad. Y es necesario desde ahora contar con un pluralismo teológico insuperable que se enraíza en los recursos culturales y en las experiencias históricas completamente diferentes de las de Occidente. Pero al mismo tiempo se debe uno guardar de un optimismo ingenuo en cuanto a la inculturación del mensaje cristiano. Al choque con otras culturas se le suma la modernidad como un desafío dirigido a todas las culturas. La postmodernidad no es un fenómeno reservado a Occidente. Se debe tomar en serio el imperialismo de una cultura mediática bajo el signo del consumo, del éxito material, del culto al cuerpo y a la belleza. En una palabra: uno de los rasgos más acusados de la nueva cultura es el relativismo de la verdad. Es en este contexto de la mundialización y de la superinformación televisada en el que se debe situar el fenómeno del pluralismo religioso.

 

La tentación sincretista

Sobre todo en Occidente parece difícil conciliar la secularización y la indiferencia religiosa masiva de nuestros contemporáneos con un cierto entusiasmo por las formas más diversas del fenómeno religioso. En todo caso, esto muestra que secularización no es necesariamente sinónimo de desreligiosización. Muy distinto de afirmar que no hay ya sentido de lo sagrado y que el ser humano moderno es totalmente irreligioso. Este nuevo atractivo por lo religioso sería entonces la expresión de la modernidad como aspiración a un ser-más.

Es imposible describir la diversidad de estas nuevas religiosidades que reclutan cada día más adeptos y que no hay que confundir con las sectas propiamente dichas. Un rasgo dominante que les es común es la tendencia al sincretismo. Lo cual no sólo vale de lo que se llama la NewAge, esa «nebulosa místico-esotérica» que testimonia hasta la evidencia una ambición sincretista, tomando en préstamo la parapsicología, el espiritismo y las técnicas bioenergéticas y macrobióticas de la medicina holística moderna.

En todo caso, el éxito de esos movimientos está ligado al fenómeno de la mundialización. Gracias a los recursos prodigiosos de la comunicación audio-visual se asiste a la emergencia de un supermercado de lo religioso. Esta atracción para todo lo religioso coincide con la incultura religiosa y con el descrédito de las ideologías y de las utopías. Las creencias son flotantes y sus fronteras totalmente fluidas. Es la ocasión de retomar la lograda fórmula de la socióloga inglesa Grace Davis: believing without belonging -creer sin pertenecer (a ninguna institución)-.

Pero detrás de este eclecticismo se trata siempre de la búsqueda de una experiencia subjetiva en busca de una salvación o de un mayor bienestar del espíritu o del cuerpo. Me parece evidente que las diversas corrientes sincretistas contemporáneas son una respuesta al desencanto de una sociedad bajo el signo del anonimato y de la planificación a ultranza. Poco importa la credibilidad de tal o cual creencia. El único criterio es el acrecentamiento del ser que logro respecto a mis potencialidades más íntimas. Los cristianos mismos no están al abrigo de esta tentación sincretista, practicando una selección bastante radical de los artículos del credo o manteniendo síntesis paradójicas en el orden tanto de la creencia como de la praxis. Lo que sería contradictorio según una lógica conceptual no lo es según una lógica existencial. Lo creíble disponible es lo que va en el sentido de mi bienestar.

Por último, es necesario tener el coraje de reconocer que el éxito de las corrientes sincretistas coincide con una pérdida de credibilidad de las Iglesias oficiales. Se constata una aspiración confusa a reencontrar una unidad primordial entre el ser humano, el universo y Dios.

En todo caso, no me sorprende que, en el umbral del tercer milenio, la religiosidad del ser humano occidental sea tan naturalmente sincretista. Ella busca su bien en las sabidurías de Oriente, que tienen tan fuerte el sentido de la no dualidad entre alma y cuerpo, entre el ser humano y el universo o también en los saberes olvidados del esoterismo medieval (hermetismo, cábala, alquimia ... ). Aunque esto provenga de un profundo desconocimiento de todas las riquezas de su tradición teológico y mística, es preciso admitir que el cristianismo más extendido satisface poco a muchos de nuestros contemporáneos, que van en busca de una experiencia espiritual que coincide con una especie de reencantamiento del mundo, del ser humano y de Dios mismo.

 

La vitalidad de las religiones no cristianas y la novedad del diálogo interreligioso

El desafío mayor para la teología de este fin de siglo no es sólo el pluralismo religioso, sino la pluralidad de las tradiciones religiosas que conocen una nueva vitalidad. En el siglo XIX la Iglesia daba un juicio pesimista sobre el porvenir de las religiones mundiales, mientras que hoy uno está asombrado por su vitalidad. Esto es verdad del Islam, que se extiende en África y Asia y cuya audiencia progresa en Europa, gracias a la presencia de numerosos inmigrantes musulmanes (se cuentan ya 14 millones de musulmanes). Pero lo es también de las grandes religiones como el hinduismo y el budismo que cuentan con millares de adeptos en Europa y en América del Norte. Se constata hoy una nueva seducción de las religiones orientales sobre el primer mundo.

La mayor parte de nuestras sociedades se ha convertido cada vez más en pluricultural y plurirreligiosa. La religión puede ser instrumentalizada al servicio de la defensa de identidades étnicas y culturales. Se asiste a una verdadera revolución de las relaciones de fuerza entre las religiones y a una profunda evolución de los métodos misionales. Gracias a la facilidad de los intercambios, las religiones reclutan nuevos adeptos en el territorio de otras religiones. En este mundo sin fronteras las religiones rivalizan para conquistar nuevos fieles en el mercado mundial.

Respecto a esta vitalidad permanente de las grandes religiones del mundo, hay que saludar como un gran «signo de los tiempos» la novedad del diálogo inter-religioso. La declaración Nostra aetate del Vaticano II testimonia por primera vez en la historia deL magisterio un juicio positivo de las religiones del mundo. Esta actitud nueva es particularmente relevante si se recuerdan los conflictos dolorosos de la Iglesia con el judaísmo y el Islam. Esta voluntad de diálogo no es propia de la sola Iglesia católica, si bien ella ha tenido un papel de pionera. Se observa una evolución semejante en las Iglesias ligadas al Consejo ecuménico, y en Asia -Kyoto- se fundó en 1970 la Conferencia mundial de las religiones para la paz (WCRP).

Mientras que la humanidad ha alcanzado por primera vez su edad planetario, los seres humanos tienen conciencia de habitar una «casa común».Todos pertenecen a la misma familia humana, y está permitido hablar de un ecumenismo planetario: lo que une a las diversas religiones es más importante que lo que las separa. Las grandes religiones han comprendido mejor su responsabilidad histórica al servicio del ser humano y de la convivencia entre los seres humanos.

Esto quiere decir concretamente que la comunidad de las naciones reclama una ética planetaria para todos los hombres y todas las mujeres más allá de la diversidad de religiones y éticas particulares. Esta conciencia humana universal ha encontrado su expresión en la «Declaración de los derechos del hombre».Todas las religiones deben tener en cuenta la ética secular surgida de dicha Declaración y deben estar prontas a reinterpretar sus textos fundacionales, sus tradiciones doctrinales y jurídicas, en función de nuestras nueva experiencia histórica. Se puede llegar a pensar que toda religión que sea, en parte, inhumana está invitada a transformarse; de lo contrario tiene los días contados.

 

Un indiferentismo responsable

El diálogo interreligioso es una oportunidad para la paz mundial. Las religiones son invitadas a superar sus querellas ancestrales y a renunciar a su voluntad de conquista y de dominación para rivalizar entre ellas al servicio del ser humano. El ecumenismo interreligioso puede ser una ayuda muy preciosa para hacer el aprendizaje de una humanidad a la vez una y plural.

Sin embargo, al lado de estas consecuencias positivas, el diálogo interreligioso nos remite a la idea de un pluralismo religioso casi insuperable, que constituye el gran desafío para la fe cristiana y su pretensión de exclusividad en el orden de la verdad. En un cierto sentido se trata de un desafío más temible que el ateísmo mismo. ¿Cómo conciliar un juicio positivo de las otras religiones con la unicidad de la mediación de Cristo y el privilegio del cristianismo como única religión verdadera? Un poco por todas partes, la Iglesia alienta el diálogo interreligioso. Ciertos observadores advierten que esto conduce a numerosos fieles al escepticismo y a una forma de indiferentismo. Si todas las tradiciones religiosas testimonian una cierta búsqueda del absoluto y pueden ser vías de salvación, ¿por qué privilegiar la identidad cristiana y recordar la urgencia de la misión?

Nuestra teología debe tener en cuenta esta indiferencia religiosa larvada que está más extendida de lo que se cree entre los cristianos. Pero debe también afrontar otro indiferentismo: la indiferencia a los grandes ideales de las diversas religiones que no correspondan a un compromiso responsable con las causas que solicitan la generosidad de los hombres y mujeres de buena voluntad. Para muchos de nuestros contemporáneos la indiferencia religiosa no proviene de una suerte de despreocupación o de egoísmo, sino de una conciencia muy viva de la diferencia entre el programa ideal de las religiones y su ineficacia práctica para aliviar la miseria de millones de hombres y mujeres. El fanatismo religioso puede ir hasta legitimar en nombre mismo de Dios los peores crímenes contra la humanidad. Ésta es, sin duda, la causa más grave de la indiferencia religiosa al final de ese cruel siglo XX. Y esta indiferencia no es sino el anverso, cuyo reverso lo constituye una verdadera pasión por lo auténticamente humano y por las diversas formas de compromiso que cubren lo que se llama lo humanitario. Se puede por lo menos sacar la conclusión provisional de que el diálogo de las religiones corre el riesgo de ser un diálogo con todos aquellos y aquellas que han desertado de toda fe religiosa, pero que no han desertado del combate por la justicia.

 

II. UN NUEVO PARADIGMA TEOLÓGICO

Después de esta rápida visión panorámica hemos tomado conciencia de una nueva experiencia histórica de la Iglesia que corresponde a lo que algunos definirían como la edad de la postmodernidad y que está caracterizada por un pluralismo creciente cultural y religioso de las nuevas tendencias religiosas más o menos sincretistas, que puede ser la expresión de un escepticismo latente o de una militancia muy responsable. Frente a estos diversos desafíos, creo que debemos hacer una llamada a un nuevo paradigma teológico. Como ha sucedido a menudo en la historia del pensamiento cristiano, lo que se ha presentado como una amenaza se ha convertido en fuente de renovación en la línea de una mejor comprensión del radicalismo cristiano. El desafío del pluralismo religioso, lejos de conducir al escepticismo o al relativismo, nos tiene que hacer más responsables del futuro del pensamiento cristiano en el concierto de las religiones del mundo.

Comenzaremos por reflexionar sobre el nuevo rostro de una teología hecha según el horizonte del pluralismo religioso. Será preciso luego centrarnos sobre la paradoja cristológica como clave hermenéutica para mantener la singularidad cristiana respetando la parte irreductible de las otras tradiciones religiosas. Entonces podremos poner de relieve un nuevo estatuto de la verdad cristiana que sea a la medida del desafío del pluralismo de las verdades religiosas.

 

Un pluralismo religioso de principio

La teología tradicional se interrogó sobre las otras religiones, pero era únicamente por el interés de ver la posibilidad de salvación fuera de la Iglesia. Hubo que esperar hasta el concilio de Trento para que un documento oficial del magisterio reconociese que una fe implícita puede ser suficiente para asegurar la salvación en Jesucristo. Más cerca de nosotros, pero antes del Vaticano II, el Santo Oficio había condenado la opinión de que la pertenencia visible a la Iglesia católica era necesaria para alcanzar la salvación. El Vaticano II ha inaugurado una era nueva en la medida en que se ha despedido de un eclesiocentrismo rígido y ha dado oficialmente un juicio positivo sobre las religiones no cristianas reconociendo que pueden ser portadoras de un valor saludable.

Es cierto que no se encuentra en la Escritura una enseñanza directa sobre el lugar de las religiones paganas en el plan de salvación de Dios. Hoy que constatamos un pluralismo religioso de hecho casi insuperable ¿cómo no ver el resultado de un cierto fracaso de la misión de la Iglesia después de veinte siglos? Una teología hermenéutica está invitada a preguntarse si no hace falta hablar de un pluralismo religioso de principio o de derecho que correspondería a un designio misterioso de Dios.

Se trata, pues, de una teología de las religiones que marca distancias respecto a una problemática que sería simplemente la de una teología de la salvación de los infieles. En línea con E. Schillebeeckx y J. Dupuis, de lo que se trata es de un nuevo paradigma teológico. Esta nueva perspectiva puede desconcertar a más de uno, en la medida en que puede conducir a relativizar la historia de la salvación que comienza con Abrahán y encuentra su cumplimiento en Jesucristo. Pero, de hecho, ella es coherente con la enseñanza más segura concerniente a la voluntad universal de salvación de Dios. Explicita las intuiciones más originales del Vaticano II y reactualiza la antiquísima doctrina de los Padres de la Iglesia sobre la presencia de las semillas del Verbo a lo largo de la historia humana.

En otros estudios he hablado de revelación diferenciada. Con ello quiero decir que igual que hay una historia de la salvación diferenciada que desborda el cuadro de la historia de Israel y de la Iglesia y que coincide con la historia espiritual de la humanidad, se puede hablar también de una revelación diferenciada que no compromete la revelación única y definitiva del verdadero rostro de Dios en Jesucristo. Dios ha podido comunicarse y revelarse a través de los elementos constitutivos de esas religiones, sin que sea puesto en duda el carácter único del acontecimiento Jesucristo para la salvación de todo ser humano.

Se alcanza así la visión grandiosa de los Padres de la Iglesia concerniente a la presencia universal del Logos. Sería fácil invocar todos los textos de los Padres de la Iglesia los cuales expresan un juicio extremadamente severo sobre las religiones y los cultos paganos de su tiempo que creen inspirados por el diablo. Pero nuestra experiencia histórica es radicalmente distinta a la de los Padres, que por definición no podían conocer el Islam y poseían un conocimiento aún muy fragmentario, incluso en Alejandría, de las grandes religiones de Oriente. Es teológicamente más pertinente para nosotros el hecho de que ellos no dudaban en reconocer las «semillas del Verbo» en la sabiduría filosófica. Ellos veían en esta manifestación diversificada del Logos una prefiguración de la plenitud de la revelación en Jesucristo.

Parece, pues, legítimo aplicar a las tradiciones religiosas la doctrina patrística de las «semillas del Verbo». Por lo demás, en este sentido se orienta tímidamente el famoso número 2 de la Declaración Nostra aetate del Concilio: «La Iglesia católica no rechaza nada de lo que es verdadero y santo en esas religiones. Ella considera con respeto sincero esas maneras de obrar y de vivir, esas reglas y esas doctrinas que, aunque difieren en muchos puntos de lo que ella misma sostiene y propone, sin embargo aportan a menudo un rayo de la verdad que ilumina a todos los hombres y mujeres». Esta era, por lo demás, la enseñanza de la Lumen gentium que hacía referencia al bien «sembrado» no sólo en el corazón de los seres humanos, sino también «en los ritos y costumbres de los pueblos» (n° 17). La encíclica Redemptoris missio de Juan Pablo II habla también explícitamente de «semillas y destellos que se encuentran en las personas y en las tradiciones religiosas de la humanidad» (n° 56).

Las religiones, según su infinita diversidad, pueden ser también la expresión del genio y «de las riquezas dispensadas por Dios a todas las naciones» (Ad gentes, n° II).Y en su discurso a los cardenales para comentar el acontecimiento de Asís, Juan Pablo II declaraba que el diálogo interreligioso no puede justificarse más que si las diferencias religiosas no son necesariamente reductoras del designio de Dios. Se puede concluir que, si nuestra teología debe continuar afirmando que Jesucristo es la revelación decisiva y definitiva de Dios, no puede pretender con la misma garantía que el cristianismo tiene el monopolio exclusivo de la verdad sobre Dios y las relaciones con Dios.

 

La paradoja cristológica como clave hermenéutica

El horizonte de un pluralismo religioso de derecho como nuevo paradigma y el imperativo del diálogo interreligioso nos invitan a renovar nuestra manera de enfocar nuestra tarea teológica. Esto es verdad, en primer lugar, en el ámbito de la cristología. ¿Cómo pretender que Jesucristo es el único mediador entre Dios y los seres humanos y que el cristianismo es la única religión que da testimonio de la plenitud de la verdad sobre el misterio de Dios? Frente a esta temible dificultad, la teología cristiana busca superar un exclusivismo cristológico e incluso un inclusivismo demasiado estrecho. Muchos están dispuestos a adoptar una posición pluralista o aun un teocentrismo radical. La mayoría de los teólogos han abandonado el exclusivismo. Como J. Dupuis, mantengo un inclusivismo constitutivo. Pero no apelo como él a una cristología trinitaria. Sabiendo que toda cristología es trinitaria, prefiero sacar todas las consecuencias de una cristología en que Jesucristo es comprendido como Universal concreto. Es el misterio mismo de la encarnación -la manifestación del Absoluto en y por una particularidad histórica- el que nos invita a no absolutizar el cristianismo como religión que excluye todas las otras.

En una palabra: es necesario tomar en serio la paradoja cristológica, lo que Paul Tillich designa como la identidad entre lo absolutamente concreto y lo absolutamente universal. Aunque no sea bíblico, el lenguaje de la Encarnación no es puramente mítico. Cierto que el Evangelio nos da testimonio de que Jesús tenía la conciencia de que la plenitud del Reino había advenido en él. Nosotros confesamos, pues, que la plenitud de Dios habita en Jesús. Pero esta identificación nos remite a un Dios trascendente que escapa a toda identificación. Debemos tomar en serio la contingencia histórica de la humanidad de Jesús. No podemos identificar el elemento histórico y contingente de Jesús y su elemento crístico y divino. Esto significa que la identificación cristiana de Dios en Jesús de Nazaret no excluye otras experiencias religiosas que identifican de otro modo la Realidad última del universo. Según nuestra manera humana e imperfecta de conocer, Jesús no es aún la traducción adecuada de la plenitud del mismo Dios único. No es, pues, profesando un teocentrismo radical, sino volviendo al corazón mismo de la fe cristiana en el misterio de la Encarnación, como la teología cristiana está en disposición de responder al desafío del pluralismo religioso y del necesario diálogo interreligioso.

Pero para exorcizar todo resabio de totalitarismo y manifestar la originalidad del cristianismo, nuestra teología debe aún referirse a una teología de la cruz. La cruz de Jesús tiene un valor universal. Es la kénosis de Cristo la que ha permitido la Resurrección. A la luz del misterio de la cruz comprenderemos mejor que el cristianismo, lejos de ser una totalidad cerrada, se define en términos de relación, de diálogo, que incluye la experiencia de que nos falta algo. No hay experiencia religiosa profunda sin conciencia de un origen ausente. Tampoco hay práctica cristiana sin conciencia de una falta respecto a otras prácticas de los seres humanos. Y es la conciencia de que nos falta algo lo que constituye la condición de la relación con el otro, en particular con el distinto y con el extranjero. En el contexto general de un pluralismo religioso creciente, es urgente definir el cristianismo como una religión de la alteridad.

 

Otro estatuto de la verdad del lenguaje teológico

Es posible, pues, apelar a un inclusivismo cristológico (inseparable de la unicidad de la mediación de Cristo) adoptando una posición pluralista respecto a la comprensión de la relación entre el cristianismo y las otras religiones. Quisiera insistir aún sobre el hecho de que el nuevo paradigma del pluralismo religioso nos impulsa a establecer en teología otra relación con la verdad.

La teología tradicional apela a una concepción tan absolutista de la verdad objetiva según la lógica de las contradicciones que no puede reconocer verdades diferentes sin comprometer inmediatamente su pretensión de verdad. Parece que nuestra responsabilidad histórica consiste en manifestar mejor que la verdad del cristianismo no es necesariamente exclusiva o inclusivo de las diferentes verdades de las que dan testimonio las otras religiones.

La verdad en teología es menos del orden del juicio (adecuación formal entre el conocimiento y la realidad) que del orden del testimonio (interpretación incoativa de la plenitud de verdad que coincide con el misterio de la realidad divina). Si se nos permite hacer un paralelo entre la alétheia en el sentido de Heidegger y la verdad en sentido bíblico, se trataría de encontrar más allá de Aristóteles (para el que la verdad es lo contrario de lo falso) la esencia original de la verdad: la propiedad de lo que no permanece oculto. La simultaneidad entre el des-velar (des-cubrir) y el velar (cubrir) en el ad-venir de la verdad nos ayuda a establecer una concepción de la verdad más originaria que la de la verdad objetiva pensada según la lógica de las proposiciones contradictorias. La dificultad propia del diálogo interreligioso proviene de que cada participante está comprometido en una relación absoluta a su propia verdad sin dejar de respetar las mismas exigencias de verdad en el otro. El criterio de la autenticidad no ha sido nunca un criterio decisivo de verdad. Pero el respeto a la autenticidad del otro puede ayudarnos a reconocer la validez de sus enunciados y puede conducirnos a la celebración común de una verdad más elevada que supera el carácter parcial de nuestras verdades particulares.

Porque nosotros concebimos siempre lo relativo como contrario de lo absoluto, nos faltan las palabras para sugerir lo que podría ser una verdad cristiana relativa, en el sentido de relacionar, de las verdades diferentes. Según la expresión de Fr. Rosenzweig en la Étoile de la rédemption, la esencia de la verdad consiste en "ser compartida". Este compartir la verdad no conduce ni al relativismo ni al escepticismo. Testimonia sólo el carácter inaccesible de la verdad absoluta que coincide con el misterio de Dios. Cristo es ciertamente el que recapitula toda verdad en el orden religioso, pero respetando cada una en lo que ella tiene de propio y de irreductible. Hay que mostrar que los valores positivos de las otras religiones no son solamente como salas de espera o como valores implícitamente cristianos. Se trataría de reinterpretar la noción de cumplimiento en un sentido no totalitario, a la luz de la teología más reciente sobre las relaciones entre la Iglesia e Israel.

En efecto, estamos dispuestos a reconocer en el judaísmo como religión de la elección algo irreductible que no se deja integrar en la Iglesia en el plan de esta historia. Incluso si se trata de una simple analogía, se puede descubrir en la relación de la Iglesia naciente con el judaísmo una suerte de paradigma en cuanto a la relación actual del cristianismo con las otras religiones. Así como la Iglesia no integra y no reemplaza a Israel, de la misma manera no integra y no reemplaza la parte de verdad religiosa auténtica de la que otra tradición religiosa puede ser portadora. El abandono progresivo por la Iglesia primitiva de las prácticas cultuales judías tiene un valor ejemplar para comprender la relación actual del cristianismo con el pluralismo religioso. Como religión histórica que es, el cristianismo no puede tener la ambición de totalizar todas las verdades diseminadas a lo largo de la historia religiosa de la humanidad.

 

III. LA ENSEÑANZA DE LATEOLOGÍA A PARTIR DEL HORIZONTE DEL PLURALISMO RELIGIOSO

En esta última parte aplicaremos lo que llevamos expuesto a la enseñanza de la teología en nuestras Facultades. Tras evocar el paso de una teología de las religiones a una teología interreligiosa, abordaremos tres temas concretos: la experiencia de Dios, la salvación y la misión en su relación con la inculturación.

 

Teología de las religiones y teología interreligiosa

El aprendizaje del diálogo interreligioso se ha convertido en una de las grandes preocupaciones de la mayor parte de las instituciones católicas. Pero la teología de las religiones no puede reducirse a un nuevo capítulo de la teología. Se trata de una dimensión de toda la teología. Es preciso decir otro tanto de lo interreligioso. No estoy seguro de que éste sea ya el caso. La teología de las religiones ha marcado distancias respecto a una teología de la salvación de los infieles, para convertirse en una teología del pluralismo religioso. Si se toman en serio las exigencias del diálogo interreligioso, estamos invitados a esbozar lo que podría ser en el porvenir una verdadera teología interreligiosa.

Hay un uso legítimo del método comparativo en historia de las religiones y en teología de las religiones. Pero hay que distinguir cuidadosamente los dos casos. El historiador de las religiones no privilegia ninguna religión como la única verdadera. Como contrapartida, el teólogo cristiano emite necesariamente un juicio sobre las otras tradiciones religiosas en función de su convicción concerniente al carácter único del cristianismo. Por lo demás, él no compara nunca doctrinas, ritos instituciones y prácticas haciendo abstracción de la manera con que tal sujeto religioso se refiere a lo que es absoluto para él.

La teología de las religiones es, pues, distinta de una sociología comparada de las religiones. Se trata de una teología interreligiosa en la que uno se esfuerza por adaptarse a la comprensión que el otro tiene de su propia religión. Se trata de comparar la manera con que cada religión se refiere a ese Absoluto que la fe cristiana designa como el Dios de Jesucristo.

Los valores positivos fuera del cristianismo no son necesariamente lo implícito cristiano. Debe ser posible respetar la originalidad de cada tradición religiosa sin sacrificar la singularidad cristiana. Yo defiendo, pues, una teología de las religiones en la que el a priori de la fe no es contrario al respeto del otro en su diferencia. Esta integración de las fes respectivas marca toda la diferencia entre una teología interreligiosa y una teología comparada de las religiones, que no sería más que una forma degradada de la historia de las religiones.

 

La experiencia plural de Dios

Desde la perspectiva de una teología interreligiosa, se trataría de renovar nuestra enseñanza teológica sobre el misterio del Dios cristiano en diálogo con las otras dos grandes religiones monoteístas, con las tradiciones religiosas de Oriente y con todas las corrientes esotéricas contemporáneas.

Incluso si el Dios del monoteísmo cristiano es completamente diferente del Dios de Israel o del Dios del Islam, estamos en una situación favorable para una emulación recíproca entre las tres religiones nacidas de Abrahán en la búsqueda de un Dios siempre mayor. Sabemos como los dogmas inseparables de la Trinidad y de la Encarnación se presentan siempre como un obstáculo insuperable en el corazón mismo de un diálogo doctrinal con el judaísmo y con el Islam. Pero sobre todo con el Islam no hemos llegado hasta el fondo de las razones históricas que han conducido al pensamiento musulmán a un tal desconocimiento de la naturaleza verdadera de la enseñanza cristiana sobre la filiación divina de Jesús y sobre la simbólica trinitaria. «Nosotros adoramos al mismo Dios», para retomar una expresión audaz de Juan Pablo II, pero con una comprensión diferente de su unidad.

El monoteísmo intransigente del Islam interpela a la teología cristiana en su esfuerzo por conciliar la unicidad de Dios con la trinidad de personas. Sabemos que en el curso de los siglos la teología cristiana ha tenido dificultad en guardarse de dos peligros simétricos: el modalismo y el triteísmo.

Pero, a la inversa, la confrontación con el Islam invita a nuestra teología a subrayar la diferencia del Dios revelado en Jesucristo. Incluso si el Islam pretende que el Dios Allah no es diferente del Dios de la Alianza confesada por Israel, se puede preguntar si su trascendencia no obedece finalmente a la lógica filosófica del absoluto. Al contrario, si se va hasta el límite del monoteísmo cristiano se descubre que la unicidad de Dios es una unidad que debe ser pensada como una unidad que asume las diferencias. Somos invitados entonces a pensar la trascendencia de Dios según el amor y no sólo según el ser.

Si consideramos ahora el diálogo con las grandes religiones de Oriente, no podemos ignorar las riquezas espirituales de las sabidurías de Oriente en lo que concierne a la experiencia del absoluto.

Es verdad que hay una profunda diferencia entre la experiencia de Dios en las religiones proféticas como el judaísmo, el cristianismo y el Islam y la experiencia de la trascendencia en las religiones místicas de Oriente. En el primer caso se trata de proclamación, mientras que en el segundo se trata de manifestación. En este segundo caso hay, de hecho, una secreta unidad de la realidad más profunda de la existencia humana (Atman) y de la esencia divina del universo (Brahman).

Pero, al tratarse de una experiencia espiritual auténtica, hay secretas connivencias entre las tradiciones religiosas que parecen inconciliables. Como cristianos, un mejor conocimiento del Oriente nos invita a superar la representación aún antropomórfica de un diálogo entre un yo creado y un Tú divino.

La Realidad última puede ser el Dios personal de la tradición bíblica, el Absoluto trascendente del hinduismo, la fuerza oculta de las cosas que coincide con la fuerza oculta en mí o incluso el Vacío como en el budismo.

En fin, nuestra enseñanza teológica debe tener cuidado de subrayar la originalidad del Dios revelado en Jesucristo en función de todos los movimientos sincretistas. Para la fe cristiana Dios no es la cifra del desarrollo del ser humano. Los adeptos a los movimientos sincretistas hablan fácilmente de una fusión con lo divino que se confunde con la energía primordial del universo. Ahora bien, el Dios de la revelación bíblica no es una energía cósmica sino un Dios personal que se compromete con la historia para conducirla a su cumplimiento. Como lo atestigua la tradición mística cristiana más auténtica, los verdaderos adoradores en espíritu y en verdad son más bien los que renuncian a la presencia colmante de Dios para dejar a Dios ser Dios y cumplir su voluntad en el servicio desinteresado del otro.

 

La salvación del ser humano como objetivo común de todas las religiones

Parece innegable que todas las religiones tienen la pretensión de procurar al ser humano una cierta liberación. Se puede discutir largamente para saber si es necesario -como lo cree Mircea Eliadepostular un homo religiosus, que sería un común denominador subyacente a la diversidad infinita de las creaciones religiosas.

En todo caso, la relación religiosa del ser humano con una alteridad trascendente está al servicio de un cierta liberación de los límites de la condición humana. Cada vez la alienación y la liberación del ser humano son concebidas diferentemente, pero hay una analogía entre la reconciliación con Dios que propone el cristianismo y la alegría de vivir de acuerdo con la voluntad de Dios revelada por la Torah en el judaísmo o con la paz interior que procede de la sumisión total de sí mismo en el Islam o con la serenidad interior que procura la superación de su finitud por la fusión con la realidad infinita del Brahman en el hinduismo o con el despertar a la Realidad última del universo gracias a matar el propio ego en el budismo; y lo mismo cuando el Tao como ley del cielo deviene la ley moral de mi corazón.

Lejos de conducirnos a una disolución de la singularidad de la salvación cristiana, esta atención a las otras tradiciones religiosas debería, por el contrario, invitarnos a una afirmación más lúcida de la novedad del Evangelio de la salvación cristiana, pero sin condescendencia respecto a otras formas de liberación humana. Es lo propio de una teología cristiana lúcida saber discernir detrás de los nuevos sincretismos una concepción muy individualista de la salvación comprendida como bienestar y desarrollo máximo de sí gracias a todo un programa de ejercicios corporales y mentales. Esta búsqueda ávida de su yo esencial parece profundamente extraña a la idea cristiana de una salvación gratuita en el abandono confiado a Dios. La salvación cristiana no tiene la pretensión de curar milagrosamente el malestar de la condición humana. Es en primer lugar reconciliación del ser humano pecador con Dios y descubrimiento de nuestra condición filial en Jesucristo. Pero, al mismo tiempo, en nombre de la radicalidad evangélica, que no disocia nunca la causa de Dios y la del ser humano, es liberación de las alienaciones que desfiguran el rostro del ser humano aquí abajo.

 

La teología de la misión en el contexto del pluralismo religioso

Quisiera terminar esta rápida mirada a los desplazamientos de una teología que tiene en cuenta el horizonte del pluralismo religioso, insistiendo sobre la necesaria renovación de nuestra teología de la misión.

La teología tradicional de la misión hablaba del fin de la misión como si ésta fuera un puro medio al servicio de la salvación eterna de las almas. Este vocabulario del destino final era indisociable de una concepción muy eclesiocéntrica de la Iglesia como medio exclusivo de salvación y de una noción muy sobrenaturalista de la salvación comprendida ante todo como liberación del pecado y de la muerte eterna. Es mejor hablar de la misión como expresión de la naturaleza misma de la Iglesia. La Iglesia no está al servicio de ella misma; está al servicio del Reino de Dios que viene. Sólo el Reino de Dios es absoluto. En continuidad con la enseñanza de la Lumen gentium, que define a la Iglesia como «el sacramento de salvación para las naciones», la nueva teología de la misión debe buscar superar un eclesiocentrismo estrecho, como si la misión tuviera como único objetivo incrementar el número de miembros que son incorporados a la Iglesia visible. Cuando la misión no está centrada sobre todo en la conversión del no-cristiano como si su salvación dependiera únicamente de su cambio de religión, se comprende entonces que la misión de la Iglesia hoy conserva siempre su urgencia y todo su sentido como manifestación del amor de Dios y como encarnación en el tiempo. Esto es particularmente verdadero en los continentes en que el cristianismo es muy minoritario y donde tal vez frente a una religión dominante, el testimonio explícito rendido a Jesucristo es muy difícil. En una palabra: la vocación histórica de la Iglesia está en diálogo con todos los seres humanos y todas las mujeres de buena voluntad que pueden estar sin religión o pertenecer a otras religiones.

En el contexto de un pluralismo religioso que pertenece al designio misterioso de Dios, conviene recordar que la Iglesia visible no tiene el monopolio de los signos del Reino y que, por lo tanto, el diálogo no es sólo una condición previa necesaria a la misión, sino una dimensión interna de la misión. Se trata de un diálogo de salvación.

El diálogo no está fundado sólo en el respeto a la libertad de otro. Tiene motivos propiamente teológicos, pues sabemos que todos los seres humanos son objeto del amor de Dios y que se encuentran todos bajo la influencia del Verbo creador y redentor (1 Jn I, 1-4). Es, pues, una exigencia del respeto debido a las vías misteriosas de Dios en el corazón del ser humano. El interlocutor no creyente o no cristiano debe ser escuchado como alguien que puede ser ya el objeto de la llamada de Dios. Lejos de ser lo peor que puede suceder el que no se reúnan las condiciones de un testimonio directo, el diálogo puede ser también comprendido como un diálogo de salvación en el que cada uno es conducido a una celebración de la verdad que sobrepasa el punto de vista parcial de los dos interlocutores. Conduce a una conversión recíproca. El testigo del Evangelio no está, pues, en la situación del que aporta todo a quien no tiene nada. también el que recibe y el que redescubre su propia identidad cristiana.

En fin, una teología de la misión en la época del pluralismo religioso debe reflexionar a toda costa sobre el nexo entre misión e inculturación. Sin querer prejuzgar lo que se decida en el contexto de cada continente, quisiera sólo decir en conclusión que si 1a misión de la Iglesia no va hasta el fondo de las exigencias de la inculturación, no habrá acontecimiento de la Buena Nueva. Habrá solamente el falso escándalo de una particularidad cultural extraña o superada. Esto no es sólo verdadero de la actitud de la Iglesia en su encuentro con culturas milenarias extranjeras al Occidente. Lo es también del lenguaje de la Iglesia en su intento de comunicar con las culturas o atea o plurirreligiosas de Occidente. Frente al desafío del pluralismo religioso y del indiferentismo, en el umbral del tercer milenio, la Iglesia no será fiel a su vocación profética para el mundo más que si acepta una cierta conversión de su lenguaje y de su modo de presencia. En el ámbito de nuestra responsabilidad teológica baste decir que no hay nunca cristianización de una cultura nueva sin reinterpretación audaz del cristianismo tanto en su lenguaje como en sus prácticas.

 

 

Tradujo y condensó: ALFREDO LÓPEZ AMAT




  Portal Koinonía | Bíblico | RELaT | LOGOS | Biblioteca General | Información | Martirologio Latinoamericano
Página de Mons. Romero | Página de Pedro Casaldáliga | Jornadas Afroindoamericanas | Agenda Latinoamericana