RELaT 164
Antonio GONZALEZ, UCA, San Salvador
Caracteres: 21.700
Palabras: 3.450
En papel: «Sal Terrae» (octubre 1995)667-675
Hoy se acepta comúnmente que la expresión «teología de la liberación» (TdL) no designa un determinado sistema de pensamiento dotado de unos contenidos delimitados y de una estructura interna, sino que más bien se alude con ella a un movimiento teológico e n el que, en ocasiones, se incluye también la práctica pastoral de la que surge y a la que acompaña. Además, «TdL», no es, sin más, sinónimo de "teología latinoamericana». No es sólo que hayan surgido teologías africanas y asiáticas que también se entiend en a sí mismas como «teologías de la liberación», sino que, además, no toda la teología latinoamericana ha aceptado siempre gustosamente ser considerada como tal. Lo cual no obedece necesariamente a los deseos de originalidad que pueda tener cada teólogo, sino también a una diversidad objetiva en las elaboraciones teológicas. Sin entrar en discusiones internas, aquí nos referiremos a la TdL como un movimiento teológico de dimensiones mundiales y de estructura plural.
Por eso resulta demasiado aventurado hablar de «el» método de «la» TdL. En el caso de un movimiento teológico plural y de amplias dimensiones, es difícil pensar en la unicidad de un método. Probablemente, más que de «método» se podría hablar de algunas ideas fundamentales que, en lugar de marcar las fronteras que definen la pertenencia al mismo, constituyen un núcleo de intuiciones que inspiran la producción de teólogos diversos que, en diversas partes del mundo, tratan de responder a problemas que tam bién son diversos. Probablemente hay que decir que estas intuiciones ya las formuló Gustavo Gutiérrez indicando que la TdL parte de dos descubrimientos capitales: el de la primacía de la práctica y el de la perspectiva del pobre. En estas líneas quisiera sostener que la relevancia de estas dos tesis es capital para toda teología del futuro, independientemente de su calificativo como TdL.
l. La primacía de la práctica
A veces se ha entendido la apelación a la «primacía de la práctica», como una prueba inequívoca de las perversas influencias marxistas que infectarían a la TdL. Ciertamente, Marx ha sido uno de los pioneros en mostrar, después de Hegel, la relevancia
filosófica de la praxis como alternativa al idealismo. Sin embargo, ya san Basilio señalaba que la acción es el principio del conocimiento, y algunos pensadores, como Blondel, han hecho de la acción el punto de partida de una apologética católica. La fil
osofía contemporánea, tanto en las corrientes analíticas como en las fenomenológicas, ha prestado una creciente atención a la acción. Cabría mencionar también el pragmatismo norteamericano, algunas filosofías latinoamericanas y las pragmáticas transcenden
tales de los alemanes. Ahora bien, no basta con mencionar a autores y tendencias que podrían aducirse para sustentar una determinada tesis teológica; se requiere más bien fundamentar filosófica y teológicamente la relevancia de esta intuición fundamental
de la TdL.
Naturalmente, no pretendemos realizar aquí esa tarea. Pero sí conviene subrayar su relevancia. La teología cristiana ya no dispone, como antaño, de un sistema de verdades filosóficas comúnmente aceptadas. Al contrario, la crisis de la escolástica arist otélico-tomista ha abierto paso a una utilización ecléctica de tesis filosóficas muy diversas. Ello ha aportado un enriquecimiento importante en el tratamiento de muchos temas teológicos. Piénsese solamente en la importancia que ha tenido el descubrimient o de la historicidad constitutiva del ser humano para nuestra comprensión actual de la revelación. La contrapartida de esta pluralidad en los recursos filosóficos es el sometimiento frecuente de los teólogos a las diversas modas filosóficas. Así, por ejem plo, cuando las modas intelectuales europeas dictan dialécticas negativas, la eucaristía es una dialéctica negativa; cuando dictan comunidades de diálogo, la eucaristía se convierte en una unidad comunicativa... Indudablemente, el acercamiento a esas moda s tiene su importancia. Sin embargo, el resultado puede ser un «dilettantismo» que, sin penetrar en los problemas, produzca la impresión de que en teología todo se puede decir, con tal de que suene bien a los oídos de los oyentes, ya sean conservadores o progresistas.
Por eso es importante que la teología se preocupe por la justificación rigurosa de la filosofía utilizada. Si la TdL entiende que su punto de partida ha de situarse en la praxis, no le bastará con recurrir a una filosofía que de alguna manera coincide con ese interés; es menester, además, mostrar filosóficamente que ese punto de partida está verdaderamente justificado. Puede que ésta no sea una tarea propia del teólogo, pero sí es una tarea urgente para la teología. En un mundo donde los lazos humanos se estrechan cada vez más, somos cada vez más conscientes, no sólo de la diversidad cultural del planeta, sino también de los grandes problemas sociales, económicos y ecológicos que afectan a la humanidad como un todo. El punto de partida de la teología d etermina decisivamente la perspectiva utilizada para abordar teológicamente esos problemas. Si la teología arrancara, por ejemplo, de la pregunta por el sentido de la vida, el diálogo cultural entre las distintas cosmovisiones se situaría en el primer pla no del interés, mientras que otros problemas humanos se relegarían a un segundo término, se excluirían del campo de la teología. La elección adecuada del punto de partida de la teología puede determinar decisivamente la formulación del mensaje que el cris tianismo quiere transmitir a una humanidad atravesada por enormes conflictos.
En la antigüedad, el cristianismo consideró que su anuncio concernía a todos los aspectos de la realidad humana, entendida entonces como naturaleza. Hoy nos enfrentamos a una enorme reducción de esas pretensiones originales. Quienes han acusado a la Td L de reduccionista, con frecuencia lo han hecho desde una previa y radical reducción del cristianismo a una cosmovisión que da sentido a la vida y de la que se derivan implicaciones éticas. Para la teología es urgente superar esta gran unilateralidad, que amenaza con convertir el cristianismo en un conjunto de palabras vacías y de tediosos deberes morales. El Reino de Dios, nos decía san Pablo, no consiste en palabras, sino en un dinamismo (l Co 4,20). Es muy cierto que en la actualidad no podemos volver a pensar a la persona humana como naturaleza, pues ello significaría mutilarle aspectos esenciales, como son la historicidad efectiva (no sólo pensada) y la presencia operante de la gracia; sin embargo, la actividad puede ser el ámbito de acceso teológico , tanto a la persona humana integralmente considerada como a la acción de la gracia. El cristianismo es un dinamismo suscitado por Cristo en la historia, y no una mera cosmovisión religiosa y moral del mundo.
Naturalmente, la primacía de la práctica como punto de partida de la teología está cargada de relevancia ecuménica. Los conflictos eclesiales acaecidos en torno a la reforma protestante tienen en su trasfondo, junto con otras muchas razones históricas, el enfrentamiento entre el naturalismo y el subjetivismo como concepciones de la persona humana y de la obra de la gracia sobre ella. Si la teología pone su punto de partida en la acción, puede que ahí encuentre un ámbito para superar los conflictos entr e fe y obras, mostrando que tanto la fe como la ley constituyen dimensiones inscritas en la acción humana. Esto podría ser importante para el diálogo del cristianismo con otras religiones. Desde la neoescolástica española hasta la teología actual de las r eligiones, se viene diciendo que las religiones se encuentran en la práctica de la justicia. Ahora bien, muchas veces estas afirmaciones han tendido a un cierto moralismo, del que no está exenta la TdL. Y el moralismo no es sólo un reduccionismo, sino una grave desviación de la experiencia religiosa, especialmente de la experiencia religiosa cristiana. Este problema se obviaría sí se mostrara que la práctica de la justicia no es la mera consecuencia moral de una cosmovisión religiosa, sino el ámbito privi legiado para encontrar la gracia y la fe, también en las religiones no cristianas.
Todo esto exige serias reflexiones filosóficas y teológicas. La primacía de la práctica no puede significar una tiranía del inmediatismo pastoral. Los grandes problemas prácticos que el cristianismo tendrá que afrontar en el futuro próximo requieren un trabajo teórico riguroso, sin el que nunca se podrá responder adecuadamente a unos desafíos que son nuevos e inesperados. Habría que preguntarse si el gran movimiento de renovación surgido en la Iglesia católica a partir del Concilio Vaticano II no se ha visto parcialmente truncado por el descuido de una suficiente formación intelectual. Congregaciones religiosas enteras, antes caracterizadas por su alto nivel filosófico y teológico, se entregaron con generosidad y frenesí a las tareas apostólicas más in mediatas, descuidando toda reflexión sistemática y fundada sobre su praxis. Ni lo urgente ni lo cómodo es necesariamente lo más importante ni lo más práctico. No debiera extrañarnos que muchos cristianos, al encontrarse sin iluminaciones teológicas serias ante los problemas que les ocupan, regresen a las fórmulas seguras de antaño. Tal vez el presente invierno intelectual de la Iglesia católica no sea solamente una consecuencia de la llamada involución, sino también una causa importante de la misma.
2. La perspectiva del pobre
La «perspectiva del pobre» es la otra gran intuición que configura el modo de proceder de la TdL. Si la primacía de la práctica es susceptible de una fundamentación filosófica, la perspectiva del pobre parece constituir un criterio estrictamente teoló
gico. Probablemente se trata de una de las mayores gracias que el Espíritu ha hecho a las iglesias en la segunda parte del siglo XX. Ciertamente, la pobreza como ámbito para el encuentro con Dios constituye un tema esencial de la espiritualidad cristiana
de todos los tiempos; y las grandes inconsecuencias de la Iglesia en este aspecto no han logrado nunca hacer olvidar esta dimensión esencial del Evangelio de Jesucristo. Ahora bien, el que esa pobreza adquiera unos rostros concretos en los realmente empob
recidos de nuestro mundo no es algo que haya estado siempre presente con la misma intensidad en la conciencia cristiana. En cualquier caso, cuando esa pobreza, en todas sus dimensiones, se convierte en lugar teológico de primera magnitud, nos encontramos,
sin duda alguna, con una radical novedad en la historia de la teología cristiana.
La justificación de este punto de partida requiere una reflexión teológica rigurosa. Ciertamente, la perspectiva de los pobres como lugar privilegiado para el encuentro con el Dios misericordioso y fiel de la revelación cristiana no constituye, en modo alguno, un patrimonio de los teólogos, que más bien reflexionan en acto segundo sobre la experiencia de muchos cristianos. Sin embargo, esto no obsta para que la teología tenga que preocuparse por entender esa experiencia utilizando los recursos exegétic os, históricos y conceptuales que son propios de la labor teológica. La TdL tuvo, sin duda, una fase inicial en la que se descubrieron y formularon sus grandes intuiciones. Ahora bien, su productividad como movimiento teológico tiene que mostrarse hoy en su capacidad para fundamentar y sistematizar esos descubrimientos. En las bibliotecas europeas, la TdL suele aparecer en la sección de "teología pastoral», lo cual tal vez refleja una cierta petulancia de la vieja teología pero el prejuicio podría conside rarse parcialmente confirmado si la TdL no pasara más allá de sus intuiciones y programas.
Esta elaboración sistemática de los grandes contenidos de la teología también serviría para mostrar que la TdL no consiste en una mera reflexión sobre las consecuencias morales del mensaje cristiano. En realidad, la perspectiva del pobre como punto de partida de la teología se adulteraría sí perdiera su carácter eminentemente gratuito. Es cierto que, en ocasiones, determinados teólogos pueden haber dado motivos para que su discurso se interprete como primariamente moral. No cabe duda de que el mensaje cristiano tiene una constitutiva dimensión moral. Sin embargo, la irrupción del pobre tanto en la vida de las iglesias como en la reflexión teológica es, ante todo, una gracia de Dios. Esta gracia ha llevado a una renovación profunda de la espiritualidad cristiana, de la vida religiosa y de la pastoral; y la radicalidad de dicha gracia se podrá mostrar también en la capacidad de la teología para pensar todos los contenidos de la fe cristiana desde la luz que los pobres han encendido en su Iglesia.
Lo cual no obsta, naturalmente, para que la teología tenga que pensar también en las consecuencias éticas de la fe cristiana. En este punto, no cabe duda de que la TdL, por más que tenga que dar cabida a muchos temas de la moral tradicional que necesit an ser actualizados, tendrá que seguir interesándose especialmente por los problemas de la ética social. Los cambios acaecidos en el orden mundial necesitan ser reflexionados con rigor. Y esto significa, necesariamente, una independencia de los que cínica mente se suben al carro de los vencedores, como si los triunfos históricos representaran algún tipo de confirmación teológica, difícilmente aplicable en el caso de Jesús. Pero también hay que tomar distancias con respecto al dogmatismo de quienes sólo pue den pensar haciendo uso de viejos dogmas. La exigencia de buscar alternativas al desorden vigente no le viene a la teología de la fidelidad a ninguna doctrina ni a ninguna utopía, sino de los rostros demacrados de los derrotados de la tierra. De ahí, prec isamente, la necesidad de un pensamiento social que afronte honrada y radicalmente los graves problemas que sufre la humanidad. En muchos casos, la situación de los pobres se ha agravado con el fin de la guerra fría. Y son los pobres, no la guerra fría, l os que siguen haciendo urgente una TdL.
Tanto para la teología sistemática como para la moral social, la perspectiva de los pobres ha impuesto un modo inquieto, no sólo de hacer teología, sino de ver cristianamente el mundo. La inquietud agustiniana del corazón sigue siendo un carácter esenc ial de la vida cristiana sobre este mundo. El pensamiento conservador quiere convencerse a sí mismo y a los demás de que el mundo está bien como está o de que, al menos, no puede estar mejor. Por eso, cuando el conservador hace teología, tiende a ponerse en una posición que podríamos llamar «hegeliana»: el teólogo se instala en la mente de Dios y, desde ella, intenta aclararnos lo que sucede en el mundo. El mal, el dolor, el sufrimiento y la pobreza quedan entonces «explicados» y, por tanto, teológicament e justificados. Naturalmente, este modo de pensar acaba en una enemistad con la cruz de Cristo (cf. Flp 3,l8), la cual acaba siendo excluida de la teología. La TdL no puede menos de insistir en el carácter misterioso de un Dios que, en lugar de legitimar el sufrimiento del mundo, carga personalmente con él. La perspectiva del pobre es irreconciliable con la perspectiva del Espíritu absoluto. No se puede pretender convertir la teología en un tribunal para juzgar a Dios y a las criaturas.
Desgraciadamente, la teología, especialmente en la Iglesia católica, sabe mucho de tribunales. Los problemas de incomprensión eclesial que se le han presentado a la TdL no han tenido, por lo general, relación alguna con cuestionamientos de la integrida d del dogma. De hecho, las teologías que se hacen en el primer mundo, y a las que los mismos censores eclesiásticos recurren con frecuencia, representan en muchos casos desafíos mayores a la tradición católica. Piénsese solamente en el fideísmo o en el ra cionalismo de muchas teologías al uso. Las dificultades con que ha topado la TdL se deben, fundamentalmente, a su cuestionamiento de la estructura eclesiástica. La Iglesia católica es gobernada, de hecho y en gran medida, por la acomodada burocracia del E stado Vaticano, carente de toda base en la Escritura o en la Tradición, y que ejerce su poder mediante un conjunto de diplomáticos de carrera, más cercanos por su profesión a los centros de poder político y económico que a la pobreza real de la mayor part e de los católicos. La colegialidad de los obispos en torno al sucesor de Pedro poco tiene que ver con esto. Mientras no se corrija este sometimiento estructural de la Iglesia de Cristo a un sistema de gobierno espurio, es difícil esperar una aceptación r eal, y no sólo retórica, de la perspectiva de los pobres.
Ahora bien, el desafío de las mayorías pobres también atañe a la propia TdL. El teólogo, como cualquier intelectual, no está exento de las tentaciones propias de su oficio, tales como la vanidad, el acomodamiento o la búsqueda de los aplausos fáciles. Estas tentaciones pueden arruinar cualquier vocación intelectual, arrastrándola hacia una improductiva superficialidad. En el caso del teólogo, los riesgos son mayores, porque la búsqueda de audiencias benévolas en el primer mundo puede acabar opacando pr ecisamente aquello que la teología quiere ayudar a anunciar: el Evangelio de Jesucristo. Mucho más en el caso de una teología que pretende asumir explícitamente la perspectiva del pobre. Los medios de comunicación de la sociedad de consumo se encuentran f recuentemente enfrentados a una Iglesia que se opone a los patrones de conducta que ellos tratan de difundir. Sin duda, es lamentable que este enfrentamiento no se deba tanto al carisma profético de los cristianos del primer mundo cuanto a su conservaduri smo. Sea como sea, la TdL ha de tener la suficiente astucia como para no convertirse en la fórmula de un cierto liberalismo eclesial más cercano a los sectores presuntamente progresistas del primer mundo que a las mayorías pobres del tercero.
Para evitar estos escollos no hay nada más eficaz que la cercanía real a los pobres y la entrega profunda a la tarea intelectual que la Iglesia tanto necesita. Cuando los pobres se acercan a la Iglesia, no lo hacen primariamente buscando el financiamie nto de una ONG europea para sus gallinas, ni tampoco pretender oír grandes arengas moralizadoras; más bien buscan pronunciar y escuchar una palabra auténtica de fe. El crecimiento de grupos pentecostales entre los sectores más empobrecidos no se explica a pelando únicamente a factores sociológicos o a turbias maquinaciones de Estados Unidos. En la Iglesia católica, probablemente debido a la formación de sus clérigos, hay una cierta incapacidad para proclamar la fe sin caer en la repetición de fórmulas dogm áticas, ya sea en su presunta explicación secularizante o en los pesados sermones moralizadores, tanto de derechas como de izquierdas. Hace años se podía presuponer la existencia de grandes masas populares ancladas en una religiosidad popular católica. Pe ro no es ésta la realidad de los pobres de Asia y de Africa, y probablemente tampoco lo es ya en grandes sectores de América Latina. La urgencia para los pobres no parece ser ni la crítica secular de la religiosidad tradicional ni la mostración de las con secuencias morales de la misma. La teología debería más bien ayudar a articular un lenguaje de fe que partiera de los pobres y que conectara liberadoramente con su situación. Y para ello se necesita tanto la cercanía a esa situación como el trabajo intele ctual riguroso.
3. A modo de conclusión
Las intuiciones fundamentales que caracterizan al movimiento de la TdL siguen siendo fuente de grandes desafíos teóricos y prácticos, no sólo para los poderosos de este mundo o para ciertos sectores eclesiásticos ligados a ellos, sino también para la
propia TdL. Para responder a ellos se requiere una fidelidad renovada al Espíritu de Jesús y un trabajo intelectual serio. Más allá de las modas y de las vanidades intelectuales, más allá de la fidelidad a las fórmulas o a las ideologías, la TdL sigue enc
arnando la voluntad de elaborar un pensamiento que responda a las necesidades reales de los pobres de este planeta. Tal vez los pobres ya han sido abandonados por las ideologías y las modas del primer mundo. Y tal vez por eso ya no esté de moda la TdL. En
realidad, ésta es una buena señal. Si la TdL no está de moda, y, sin embargo, se sigue haciendo teología según sus intuiciones fundamentales, es que la TdL no fue solamente una moda. Los teólogos no son cantantes ni futbolistas que tengan que aparecer co
ntinuamente en la prensa (o en los tribunales de la inquisición) para mantener alta la propia estima. Tal vez la oscuridad del trabajo riguroso sea la mejor forma de fidelidad a quienes viven y mueren en la oscuridad.
En realidad, el proyecto teológico de la TdL parece estar en buenas condiciones para hacer una teología a la altura de los tiempos que nos ha tocado vivir. Ya el cingalés Tissa Balasuriya hablaba desde Asia de la necesidad de una «teología planetaria». De hecho, los contenidos fundamentales de la fe cristiana necesitan ser pensados en un horizonte que ya no es ni el horizonte griego de la naturaleza ni el horizonte europeo de la subjetividad. Y ninguna teología cristiana puede pasar por alto el hecho d e que la mayor parte de la humanidad (y la mayor parte de los católicos) pertenece a las mayorías más empobrecidas de planeta. Manteniendo la riqueza incuestionable del pluralismo teológico, hay buenas razones para pensar que las intuiciones fundamentales de la TdL no sólo están vigentes, sino que pueden constituir los ingredientes fundamentales de toda teología que quiera reflexionar a la altura planetaria del siglo que se avecina.