Las personas que compartimos este testimonio somos un grupo de Hermanas religiosas dominicas de la Congregación de La Anunciata, pertenecientes a las etnias mayenses q'iche' y q'eqchi', dos de los grupos indígenas más numerosos de Guatemala, que habitan, respectivamente, los Departamentos de Q'iche y Alta Verapaz, regiones especialmente marcadas por la presencia de la Orden dominicana desde mediados del siglo XVI.
Antes de nada, queremos agradecer a los responsables de esta revista electrónica la invitación que nos han hecho, para compartir con otros colectivos cristianos nuestro testimonio, nuestras esperanzas y preocupaciones vocacionales desde nuestro punto de vista indígena.
De entrada es aún demasiado limitada. Que nos vemos como en el inicio de un largo camino, en el que suponemos tendrá que haber, como en los tramos ya recorridos, esperanzas, búsquedas, dificultades... luces y sombras. Por eso, al presentar nuestro testimonio no vamos a hacerlo con grandes palabras o conceptos teológicos, por el simple motivo de esa limitación y porque tampoco somos ni teólogas ni especialistas en vida religiosa. Deseamos tan sólo compartir nuestra experiencia con sencillez, aunque con toda la hondura de nuestros sentimientos. Quisiéramos decir las cosas, con la sencillez y hondura de vida de la «teología indígena» en que nos formaron cristianamente nuestras familias y nuestras comunidades. Hablaremos más que con la mente, con el corazón. Y también con el corazón quisiéramos ser entendidas.
1. Comencemos por recordar brevemente el «origen» de nuestra experiencia en el camino de la vida religiosa.
Tuvo su principio con la llegada de las Hermanas de la Congregación a nuestras comunidades. Lo hicieron en 1958 en Q'iche' y en 1970 en Alta Verapaz. Se hicieron presentes en ambos lugares para desarrollar un trabajo pastoral de promoción social y cristiana y de ayuda y formación para los catequistas de las comunidades. Fue así como entraron en contacto con nuestro mundo y como dieron a conocer a nuestros pueblos una forma «nueva» de vida cristiana para la mujer, que en algunas de esas comunidades (sobre todo entre las q'eqchi' de Alta Verapaz) apenas se conocía. A partir de ahí comenzó nuestro camino.
Ha sido un camino muy parejo en todas nosotras. Y en el han influido dos razones importantes. En primer lugar, la educación familiar. Con ella se nos infundió, de un lado, el sentido de la identidad indígena. De otro, una primera formación cristiana. Ambas cosas, a la vez y en íntima conexión, prepararían nuestro corazón para mirar la presencia y la actividad de las Hermanas entre nosotras con ojos de gratitud y de admiración. Y en segundo lugar, esa presencia y actividad. Su sencillez, su vida entregada, su colaboración en el ministerio de los catequistas, sus trabajos de formación escolar (con los niños) y de promoción social (con la mujer indígena), etc., terminaron de despertar en muchas de nosotras la ilusión por realizar, en medio de nuestras comunidades, un servicio «como el de las madres».
En algún caso nos vimos especialmente motivadas a ese servicio por el ejemplo de nuestras propias familias. Algunos de nuestros papás eran catequistas y su ejemplo, en algún caso heroico, hasta el punto de haber sufrido la muerte por el testimonio de la fe en ese servicio a la comunidad, no sólo nos movió a tomar una decisión vocacional, sino a mantenernos fieles en ella, cuando nos ha llegado la hora de la prueba y de la dificultad.
Lo cierto es que el doble ejemplo familiar y de las primeras Hermanas nos inclinó a conocer más de cerca su forma de vida. Lo hicimos poco a poco. Estando a su lado. Conviviendo con ellas. Recibiendo en sus casas de escuela-internado una formación mas completa. Acompañándolas en algunos de sus trabajos dentro de nuestras comunidades (v. gr., predicación de la Palabra de Dios, celebraciones comunitarias, ministerio extraordinario de la Eucaristía, proyectos de promoción...). O, en estos últimos años, comprobando, con el ejemplo ya vivo de alguna Hermana indígena, que podíamos compartir su género de vida y sus trabajos apostólicos, sin perder nuestros signos distintivos indígenas (por ej., nuestra lengua o nuestra forma de vestir). Todo eso nos ayudó en nuestra decisión personal y motivó, incluso un cierto florecimiento vocacional en nuestras aldeas.
No olvidamos nunca que, en el fondo de todo, es Dios quien nos llama, mediante esas cosas que ha ido poniendo en nuestro camino. Pero también reconocemos, y ahora, después de algún tiempo, más que al principio, que la forma de vida que elegimos con toda la ilusión de nuestro corazón joven siempre, ha tenido siempre para todas nosotras una parte de «extrañeza», algo, a veces, difícil de entender y armonizar con nuestros modos indígenas de sentir y expresar la misma fe cristiana.
Debe ser algo de ese problema del que tanto se habla hoy en la Iglesia por los Obispos y los teólogos y escuchamos en nuestras clases y todos llaman la «inculturación del Evangelio y de la Iglesia» en el modo de ser de cada pueblo. Si es eso, queremos decidir que, sin comprender muchas de las cosas que se discuten o se proponen entre los teólogos y los pastores, nosotras lo sufrimos en el corazón, como algo que toca hondamente a nuestra vida real y que afecta, también de alguna manera, a nuestras familias y comunidades.
A pesar del permiso que nos dieron nuestros papás y nuestras familias para elegir este camino, también a ellos les resulta difícil de entender algunas cosas de nuestra vida, porque sigue teniendo demasiados «rasgos extranjeros». Y por eso, cuando la elegimos, han llegado a pensar que, de algún modo, renunciábamos a nuestra forma tradicional de vivir, a nuestras raíces e identidad, a una plena comunión con ellos, para entregarnos a otro tipo de vida «no indígena», sino ladina o extranjera. No es que se mire como una tradición a nuestro pueblo, pero al principio, algunos de nuestros abuelitos llegaban a decir a nuestros papás, que el permiso que nos daban era como «vendernos a los ladinos».
Ciertamente, que no es así. Nuestras visitas frecuentes a las comunidades les ayuda a comprender poco a poco la verdad de nuestra vida. Pero como esta la entienden a través de gestos y maneras religiosas que «han traído de fuera los padres y las madres» y nosotras practicamos en nuestras casas, aun hoy siguen mirándonos como pertenecientes a ese grupo «extraño». Para ellos somos indígenas, si (lo dicen nuestra lengua, nuestro vestido...). Pero, según nuestra forma de vida, somos «otra cosa distinta al pueblo». De hecho nos llaman y nos tratan como a las demás religiosas (extranjeras): como «madres».
Pensamos que esta parte de extrañeza o de separación de nuestro pueblo, además de otros motivos de dificultad, ha podido influir negativamente en la decisión vocacional de numerosas jóvenes indígenas.
Con todo, pensamos que el camino de la vida religiosa en nuestro mundo indígena mayense ha dado aun muy pocos pasos. Sabemos que en algunos otros pueblos del mundo las religiones indígenas han recorrido un camino mas largo y tienen más experiencia. Nosotras, junto con toda nuestra Congregación, deseamos madurar en ese proceso, porque de eso dependerá que nuestra presencia pueda ser un testimonio verdaderamente profético para nuestro pueblo, y el carisma de nuestra Orden dominicana pueda dar un día frutos de una auténtica inculturación entre nosotros, los pueblos mayas. Así, aunque fuera modesta, daríamos una verdadera aportación a eso, de lo que también oímos hablar en nuestras clases de teología, de la «construcción de una Iglesia autóctona», más plural y mas indígena.
Entre tanto, deberemos aceptar, con fe y esperanza firmes en quien nos llamó, que las dudas y dificultades de ahora pueden ser parte de la cruz que Jesús nos ha invitado a cargar sobre nuestros hombros, si, en verdad, queremos caminar en pos de El.
2. En un segundo momento, desearíamos compartir, también muy brevemente, algunos detalles más concretos sobre las dificultades y ayudas, o las «luces y sombras», que se han ido entrecruzando en nuestro caminar.
2.1. Las dificultades no han sido solamente las personales, de cada una de nosotras. Estas las hemos tenido también, como las demás personas llamadas por Dios a la vida consagrada. Pero creemos que «la dificultad» principal que hemos tenido (y tenemos) es ésta: ver que el camino del seguimiento de Jesús elegido «se limita» por unas formas, costumbres, reglas de vida, etc. concretas (sobre vida común, disciplina, oración, estudio...), venidas de otra cultura, que no se corresponden o no se han «inculturado» aún en nuestras maneras religiosas tradicionales. La obligación institucional de aceptar «esas formas de vidas extrañas» ha hecho y hace, a veces, un poco difícil nuestro caminar.
Sin tener que detenernos demasiado en cada una, podíamos resumir las principales «dificultades» en éstas:
1ª) La lengua. El aprendizaje de la lengua castellana. La mayor parte de nosotras, por razones de familia y de identidad, sólo hemos utilizado desde niñas nuestra lengua nativa. Ahora, para integrarnos más a las actuales circunstancias del mundo y del país y de la estructura de la Congregación, nos vemos obligados a aprender la lengua más común, el castilla. Es una necesidad para nuestro futuro. Lo reconocemos. Pero, a nuestra edad, nos obliga a un esfuerzo desproporcionado, que a algunas hermanas les resulta excesivo.
2ª) La formación escolar. Sucede algo parecido a lo de la lengua. Algunas cosas del programa formativo nos resultan muy difíciles. Pero no porque seamos más torpes que otras personas para el estudio. Simplemente ocurre que no nos han educado desde niñas para ello. Hasta conocer la Congregación, la mayor parte de nosotras no sabía lo que era una escuela. Aceptamos la necesidad de una formación sólida, que nos capacite, como verdaderas dominicas, para la misión apostólica. Lo más costoso es que los contenidos de nuestros estudios pertenezcan, casi exclusivamente, a otras culturas que poco o nada tienen que ver con la nuestra. La lejanía a nuestra vida real y a nuestros deseos apostólicos de las materias que hemos de estudiar, a veces, atenúan motivaciones vocacionales y dificultan nuestro camino.
3ª) La disciplina interna, que, más que ahora, se imponía hace algún tiempo en nuestras casas e internados. Nos parecía un poco rígida, para el sentido de la libertad, del respeto a la conciencia y de la confianza que habíamos vivido en nuestras comunidades. Eso ha podido influir para que, ante los demás, sintamos cierto temor y cobardía a la hora de hablar o compartir nuestras cosas. Eso no es normal en nuestra vida familiar indígena.
4ª) Las dificultades de la misma convivencia. No estábamos acostumbradas a convivir permanentemente con otras personas no familiares y bajo una disciplina comunitaria. Por nuestra inexperiencia nos afectan, quizás más que a otras personas, las tensiones y los pequeños disgustos normales de la vida común, y, a veces, llegamos a pensar, que, cosas pequeñas que nos suceden y en otras personas con más experiencia no tienen mayor importancia, son un impedimento para perseverar en la respuesta a la llamada de Dios.
5ª) La opinión en que nos tienen algunas personas consagradas. Este aspecto es difícil de explicar, pero es algo que nos hace sufrir especialmente. Sentimos como si nuestra forma de ser (distinta), diera motivo a algunas religiosas, para mirarnos con otros ojos, no siempre de reconocimiento o de aceptación de lo que somos, como Dios nos ha querido y llamado para El. En ocasiones y por algunas personas, se nos ha juzgado con cierta discriminación y minusvaloración de nuestras cosas; casi como si fuéramos inferiores a las demás. Cuando percibimos algo de esto, nos invade la pena y el desánimo.
6ª) La suma de todas estas dificultades nos ha llevado, en algún momento, a una verdadera crisis interior. En ese trance doloroso, de dudas e incertidumbres, nos hemos preguntado qué identidad cultural es la que hemos de mantener para seguir la llamada de Dios, y, si para seguirla, son absolutamente necesarias todas las cosas «extrañas» que estamos obligadas aprender y vivir de otra cultura y religiosidad distintas a la nuestra. Y hemos tenido que preguntarnos: ¿es posible vivir la consagración a Dios, a la predicación de su Reino en la Orden dominicana, en nuestra Congregación, manteniéndose como verdaderas indígenas q'iche' o q'eqchi'?; o, ¿llegará un día en que podamos vivirlo tal como hoy lo deseamos?. Esa es la gran «tentación» que a veces turba nuestra fe y nuestra esperanza. A pesar de todo, confiamos en Dios. El deberá terminar en nosotras su obra.
2.2. Por eso, al lado de esas sombras sentimos también su ayuda, que nos llega a través de otras muchas cosas positivas, descubiertas en el camino. Han sido nuestros apoyos y los que nos ha dado y nos da a diario fuerza para seguir. Entre ellas queremos recordar éstas:
1ª) La vida interior, el trato con Dios en la oración, en la meditación y anuncio de su Palabra, cuando realizamos algún ministerio en nuestras comunidades, el encuentro y la reflexión en comunidad, el conocimiento de nuestra Orden dominicana, de sus santos, teólogos, grandes evangelizadores y de nuestro Padre Fundador, el recuerdo y testimonio ejemplar y hasta heroico (martirial) de la fe de nuestros mayores, nuestros padres, en el servicio a nuestro pueblo... Todo eso nos afianza en la certeza de que es Dios quien nos llama y nos acompaña, aun en medio de esas dificultades.
2ª) La experiencia de una misma misión compartida con toda la Familia Dominicana de Verapaz. El sabernos unidos, en verdadera fraternidad apostólica, lo mismo en el estudio que en la actividad misionera, nos ha dado un nuevo sentido de lo que somos como Congregación dentro de la gran Orden de Sto. Domingo y de lo que, como dominicas indígenas, podemos aportar al trabajo común de la predicación. En ese encuentro de hermanos y hermanas es donde, de verdad, nos hemos visto reconocidas y valoradas en todo lo que somos. Eso nos ha llenado de aliento.
3ª) El estudio y la formación, cuando ambos se han referido a las cuestiones que nos planteaban las tareas apostólicas comunes, o cuando, ya dentro de casa, nos han hecho crecer en el conocimiento del Evangelio, en los aspectos más personales o en la capacidad para «abrirnos los ojos» a la comprensión no sólo de nuestro mundo indígena (su historia, su cultura,...), sino de los problemas reales del mundo actual o de nuestra sociedad particular, y de cómo influye eso en la situación de los pueblos indígenas.
4ª) La práctica pastoral que ejercemos durante nuestros años de formación. El contacto con las comunidades o el trabajo con catequistas, grupos de jóvenes o mujeres indígenas, nos hace conscientes de sus necesidades y de la urgencia y valor de nuestro ministerio, que fue, ya dijimos, uno de los motivos principales que suscitó nuestra vocación.
5ª) Los encuentros de Hermanas a nivel de Provincia. Ademas de darnos una visión más completa de lo que es la Congregación y de lo que somos nosotras mismas, nos dan la oportunidad de confirmarnos en la misión que realizamos y de hablar con libertad ante las demás, cosa que, por los detalles sugeridos, no siempre es posible a todas nosotras. Pero también en esto queremos ir ganando terreno.
3. Para dar una idea más exacta de nuestro caminar y, sobre todo, de nuestra decisión vocacional y de las razones de la misma, no queremos dejar de compartir los motivos últimos de nuestra fe, que son los que, en verdad, nos han dado la fuerza y la esperanza para nuestra respuesta al llamado de Dios. Son las razones también últimas que explican, creemos, muchas de las cosas que nos suceden.
Nuestra razón primera tiene que ser la fe en Jesucristo. Queremos escuchar a diario su palabra: «sígueme». Pase lo que pase, sabemos que El esta a nuestro lado. Su solidaridad con los pobres es la que debe hacernos fuertes y valientes para un servicio semejante al suyo.
Nos sostiene también el ejemplo de los profetas, de los grandes enviados de Dios. Nuestra Orden dominicana participa de un carisma así. Queremos ser fieles a él, porque es a lo que Jesús nos ha llamado: a ser profetas de su Palabra. Y ser fieles, como fieles fueron algunos de nuestros mayores, que llegaron al sacrificio de su vida por servir a nuestras comunidades. Somos familia, hijas y hermanas de mártires. Ellos son, por Jesús, que les dio valor, nuestra fuerza.
Esta fe, en la que queremos crecer y madurar nuestra respuesta al llamado de Dios, la alimentamos en la misma Palabra que hemos de anunciar. El carisma dominicano, compartido por toda la Orden, nos apremia a ser servidores de esa Palabra, que hemos de creer, comprender y proclamar a nuestros hermanos.
Y en ese servicio a las comunidades mediante el ministerio de la predicación, sabemos que participamos en la gran misión apostólica de la Iglesia, mediante la que se construye la única Iglesia de Jesús. Nosotras deseamos edificarla en nuestra vida común y en los grupos y comunidades donde servimos. Pero queremos vivamente que esa Iglesia, que formamos todos los cristianos del mundo, se edifique en cada pueblo con los rasgos propios de su identidad cultural. Entre nosotros debería tener los rasgos de un «rostro indígena». Por eso debemos mantener nuestra identidad cultural. Con ella enriquecemos a esa Iglesia, única y universal. Si la perdiéramos, no daríamos testimonio de su diversidad y universalidad. Deseamos trabajar por esa Iglesia tal como somos, como indígenas, para que sea verdaderamente una Iglesia con un rostro como el nuestro.
Finalmente, otra razón que nos sostiene en el camino es la fidelidad al propio carisma dominicano. Entendemos que, si en esa Iglesia concreta de la que formamos parte, la vida religiosa tiene que manifestarse también con formas adecuadas al alma cultural y religiosa de cada pueblo, la Orden dominicana debe encontrar la manera de hacerse también «mas indígena» allí donde la Iglesia se propone serlo, esto es, en medio de nuestros pueblos. Nosotras, sin perder los valores distintivos y duraderos de nuestro mundo maya, quisiéramos contribuir a esa fecundidad de nuevas formas de vida religiosa, según el carisma de Sto. Domingo de Guzmán. Por respeto a nuestra identidad y por fidelidad a la Orden, deberíamos esforzarnos en sugerir e iniciar alguna de esas nuevas formas de vida.
Todos estos motivos de fondo sostienen nuestro camino.
4. Por último, casi como valoración de las impresiones que hemos compartido, nos atreveríamos a resumir algunos de los logros alcanzados y algunas de las tareas pendientes que descubrimos a lo largo de la experiencia vivida.
4.1. En cuanto a las realizaciones ya cumplidas o en vías de irse cumpliendo poco a poco creemos que deben destacarse éstas:
1ª) El despertar, cada día mas evidente, de la conciencia indígena a una participación responsable de la misión de la Iglesia, y de la necesidad, también más viva cada día, de que se nos oiga a la hora de edificar una Iglesia cristiana con rasgos más indígenas. Aunque muy modestamente, entendemos que, en nuestro caso, algunos signos de ese «rostro nuevo», al que queremos contribuir, pueden ser la utilización de nuestra lengua nativa en la ceremonia de nuestra consagración religiosa y el uso diario de nuestro vestido tradicional.
2ª) La convicción serena y esperanzada de que, a pesar de la lentitud actual, nuestro proceso de asimilación de la vida religiosa está en marcha. Al tiempo que en ese proceso se vaya descubriendo toda la riqueza de posibilidades del seguimiento evangélico, nuestra vida tendrá que abrirse poco a poco a distintas expresiones del mismo.
3ª) La localización del proceso formativo dentro de nuestra área cultural. Y, dentro de ese proceso, la ampliación del tiempo del mismo, la revisión continuada para adaptarlo constantemente a las circunstancias, la incorporación de Hermanas indígenas a los equipos formadores, etc. Todo ello asegura una mayor armonía y una mejor calidad en todo el proceso.
4ª) La conveniencia, en el momento actual del proceso, de no destinar a las Hermanas indígenas, inmediatamente de finalizar su período normal de formación, fuera del área geográfica y cultural indígena.
5ª) La programación del estudio y del trabajo en comunidad.
6ª) Los encuentros periódicos, dentro de la Provincia, con otros grupos de formandas, para facilitar el conocimiento personal y el diálogo intercultural entre todas.
4.2. Y en cuanto a las tareas o desafíos pendientes, recordaríamos éstos:
1ª) Tenemos que crecer en la autoestima de nuestros valores, porque son valores de nuestros pueblos, que pueden enriquecer a la Iglesia. Estos valores deberíamos manifestarlos con mayor creatividad en medio de las cosas de cada día (por ej. en nuestras celebraciones comunitarias).
2ª) Parece necesario mejorar o completar los contenidos de nuestros programas de estudios. Se aprecia una mayor formación y estudio serio en materias tocantes a nuestra cultura (historia, cosmovisión, filosofía, teología, religiosidad...), que nos ayuden a un diálogo más iluminador con otras culturas de nuestro mundo actual.
3ª) Tendremos que aceptar y asumir, poco a poco y con mayor decisión y libertad cada día, el reto de participar en todo lo que sean encuentros, intercambios o colaboraciones dentro de la Provincia y de la Congregación. Eso implicará la voluntad de abrirnos, en su momento, a otras presencias y proyectos misioneros comunes fuera de nuestro espacio geográfico y cultural.
4ª) Para eso también seria necesario que todas nos tomáramos con mayor empeño el estudio serio, como es propio de nuestra Orden, de todos los problemas relativos a la inculturación del Evangelio y de la Iglesia. Todas tenemos mucho que escuchar y aprender de ese asunto y de las demás Hermanas, indígenas y no indígenas. Un estudio y un intercambio así, más serio y dialogal, facilitará una mayor comprensión del otro, del que es «distinto», y una fraternidad más evangélica.
5ª) Para evitar alguna de las dificultades sufridas, además de ese estudio, convendría que, quienes no lo tienen, se preocuparan un conocimiento más directo de todo lo que es la particular situación y las circunstancias de marginación y opresión que tanto afectan al mundo indígena y de las que nosotras hemos salido para abrazar la vida religiosa. Esa mayor proximidad a nuestro mundo real ayudaría a comprender más fácilmente y con el debido respeto las razones de nuestro proceso formativo y de nuestra incorporación a la marcha general de las demás comunidades de la Provincia, proceso que, lógicamente, debe ser lento y dificultoso.
6ª) El doble proceso de «nuestra integración» al ritmo común de la Provincia (y de la Congregación) y de la «aceptación de nuestro aporte indígena» por parte de la Provincia (y de la Congregación), creemos que no sólo es cuestión de «tener ideas nuevas y mejores» sobre estos temas de la «experiencia e inculturación de la vida religiosa en el mundo indígena». Hay un aspecto de vida interior -la conversión sincera al Evangelio-, sin el cual no se pueden entender muchas de las cosas de nuestro proceso y de la comprensión fraternal que éste necesita. Todas deberíamos prestar una mayor atención a esta experiencia: convertirnos sinceramente a los valores del Reino de Dios. Sólo eso nos dará un «corazón nuevo» capaz de amar al otro, al que es «distinto» y, por tanto, de comprender y aceptarle.
Y con esa palabra o llamada del Evangelio a convertirnos o a cambiar de vida, de corazón, para caminar mas cerca del Señor, terminamos nuestro testimonio.
Como Hermanas dominicas indígenas pedimos a Dios, nuestro Padre y nuestra Madre, que cada persona sepa responder a su Palabra con todo lo que es su vida. Porque ése es también su mandato: que le amemos «con toda nuestra alma, con todas nuestras fuerzas, con todo nuestro ser». Nuestro ser, tal como El nos ha creado, querido y llamado a seguirle, es así: un alma, un corazón, un ser indígena.