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Relectura del relato de la viuda de Naín
Tejiya es mi nombre

Lc 7, 11-17

Elizabeth Gareca Gareca


 

 

Mi nombre es Tejiya, que en hebreo significa revivir. Soy la mujer de este relato y quiero contar mi historia con voz propia. Soy de Naín (Galilea), un pueblito situado a los pies del monte Tabor, muy cerca de Nazaret. A los 14 años mis padres me casaron, pactaron mi matrimonio con un joven pastor de mi aldea. Mis padres pagaron mi dote con 4 tinajas de aceite virgen de oliva, lo cual les costó mucho; por suerte, yo era la única hija mujer de la familia. Mi familia fue muy bendecida, pues también tengo dos hermanos mayores. Los hijos varones siempre son la prueba más vívida del favor de Dios. Ambos vivían con sus esposas en casa de mis padres, pues las mujeres somos quienes vamos a formar parte del clan del esposo.

Yo también me fui a vivir en el clan de mi esposo, dedicándome a cocinar, hilar y tejer mantas, y moler granos de cereales, como todas las mujeres. Había años muy buenos y otros no tanto, por la sequía. Los hombres de la familia tenían que ir a Cafarnaún a por provisiones, pero lo mejor era el pescado del lago de Galilea que traían a su regreso.

Mi marido y yo ansiamos por años la deseada descendencia –era la prueba de la bendición de Yahveh–, pero no se cristalizaba nuestro sueño. Cada Pascua ofrecíamos sacrificios a Dios en el Templo de Jerusalén, aunque suponía un viaje largo y con muchos riesgos. A los 9 años de matrimonio, Yahveh nos bendijo con nuestro único hijo Rajmiel, que significa Dios misericordioso. A los 8 días de nacido fue circuncidado y ofrecimos un corderito en la Pascua, allá en el templo de Jerusalén. Para ese entonces yo ya tenía 23 años. Como todas las mujeres a esa edad, solía sentirme cansada y muy vieja. Las mujeres vivíamos hasta 45-50 años, pues las enfermedades acechaban y los partos seguidos nos desgastaban demasiado. Soñamos con tener otro hijo o hija, pero ya mi vientre se secó, extrañamente.

Rajmiel iba creciendo y mi vida se llenó de alegría. Al año de vida, ya caminaba, y hablaba. Era precoz en todo; su abuelo paterno le hablaba de las Escrituras y de los Profetas, y él aprendía con facilidad. Rajmiel aprendió a ser un buen pastor como su padre; atendía muy bien el trigo que producía mi suegro cada año; sabía cuándo iba a llover, para proteger el grano, y podía presentir las sequías.

Un año de sequía, mi esposo tuvo que viajar a Cafarnaúm para traer provisiones, llevó sacos de trigo para intercambiar con aceite y pescado. Esos viajes siempre se hacían entre dos o más hombres del clan, pero ese año no hubo con quién. De regreso fue asaltado por grupos de bandidos que acechaban a los viajeros para robarles todo cuanto podían. A mi esposo lo asesinaron para poder robarle todo.

Sufrí lo indecible, pues aunque no me casé enamorada, aprendí a amar a ese hombre en la convivencia diaria, en años de apoyo cuando no quedaba embarazada, pues bien pudo devolverme a mi familia, y no lo hizo; esperó conmigo la benevolencia de Yahveh, años de compartir la vida… Me costó mucho resignarme a su muerte y a su ausencia.

Mi suegro no nos quitó las ovejas que correspondían a mi esposo; pienso que era porque confiaba en que Rajmiel era lo suficientemente inteligente: con sus escasos 10 años tenía mucha destreza con las ovejas. Es más, mi suegro le regaló a mi hijo parte de sus terrenos para que cultivara trigo, para nuestra sobrevivencia. Fue generoso con nosotros. Me apenaba el destino de mi hijo, porque era muy joven para el trabajo que realizaba, aunque tampoco estaba lejos de la realidad de otros jóvenes de mi aldea, que comenzaban a trabajar desde los 12 ó 13 años.

Así pasaron los años siguientes, yo entre los telares, vasijas, siembras y cosechas; Rajmiel con el trabajo del campo. Para la comunidad yo ahora era la viuda, lo que siempre era una amenaza para las mujeres, y sería una carga para la comunidad si no tuviera hijos. Por eso daba gracias a Dios por mi Rajmiel, que era mi única forma de continuar viviendo en la aldea.

Cuando Rajmiel cumplió los 14 años tuvimos abundante cosecha y nuestros corderos se reprodujeron como nunca. También ese año emprendimos viaje a Jerusalén para la fiesta de los tabernáculos, llevando la ofrenda de dos dracmas (2º diezmo) para el Templo. Rajmiel y yo fuimos, con la gente de la comunidad. Participamos 3 días en el Templo. Jerusalén era una ciudad esplendorosa pero cara.

Había comerciantes que vendían distintos animales para el sacrificio y la ofrenda. Además, nuestro dinero era impuro, y debía ser cambiado por dinero del Templo, llamado siclo o shekel. Los hombres que cambiaban se ganaban una buena comisión siempre.

Volvimos cansados, después de dos días de caminata. Descansamos esa noche, pero al otro día, en vez de encontrar a mi hijo preparándolo todo para salir al campo, no se levantó. Corrí a su cama y allí estaba él, totalmente frío. Un escalofrío recorrió mi corazón. Llamé a la gente del clan, pedí ayuda, grité lo más fuerte que pude: alguien tenía que salvarlo, porque si no, sería mi muerte también. ¿Acaso sólo esos 14 años de vida de mi hijo me estaban permitidos? ¿Por qué Dios me castigaba de esa forma? ¿Qué hice de malo en la vida?

Nadie pudo devolverle la vida, así que preparamos todo para darle digna sepultura. Yo iba con mi hijo muerto, a gritos, nada podía consolarme. Mucha gente de la comunidad nos acompañaba, la religión judía así lo manda: consolar a los dolientes y proveer apoyo (mitzva). Yo sabía que después de enterrar a mi hijo yo también moriría en la soledad y en la indigencia: las propiedades que mi suegro regaló a Rajmiel debían ser devueltas; aunque pudiera con ese trabajo, no se me iba a confiar, yo era sólo una mujer.

Es ahí cuando tiene lugar el encuentro con el maestro y ocurre lo que el relato de Lucas les cuenta. El maestro que llegaba a mi pueblo, y yo que salía derrotada, acariciando el dolor de la muerte. Él me miró; yo apenas tuve el valor de sostener su mirada por un instante. Me preguntó mi nombre, me abrazó cariñosamente y me deseó la paz (shalom). Me preguntó el nombre de mi hijo. Se acercó, lo tocó, aun sabiendo que los hombres no deben tocar los cadáveres, pues se hacen impuros para nuestra religión. Sólo lo hacen personas piadosas de la comunidad para preparar el cadáver y vestirlo con el tajrijim, un sudario blanco para la sepultura.

Lo llamó por su nombre y le ordenó levantarse. Inmediatamente despertó. Quienes hemos presenciado eso, hemos pasado del asombro-miedo, a la alegría-gozo. Quizá sólo durmió profundamente por esas 16 horas que pasé en agonía absoluta. O quizá su corazón se detuvo por ese período... Lo importante fue mirar de nuevo sus ojos abiertos, un tanto asustado. Yo salté para abrazar a mi hijo, tocarlo. Recorrí con mis manos su cuerpo… de nuevo lo atraje hasta mi pecho para sentir su calor y su aliento de vida. Revivimos ambos.

La gente comenzó a dar gritos y vítores al maestro, reconociendo en él un gran profeta de Yahveh. Yo caí a sus pies para agradecer su gesto de devolvernos la vida a los dos. Él respondió con una sonrisa en su rostro y compasión en su mirada. Nos abrazó y yo exclamé: «Dios nos ha visitado hoy». Él no contestó a eso, tan sólo me dijo, «¿dónde vives?». Esa pregunta sonó en mis oídos tan cercana, que me atreví a contestar «vamos y lo verás; ¡vengan todos a casa!», grité tan alegre.

Mi casa se llenó. Les ofrecí agua para lavarse, amasé pan aromatizado con hierbas, mi suegro trajo vino de sus tinajas para ofrecer a todos. Una vecina tenía granadas y dátiles, otro trajo aceitunas y queso de cabra, y lo pusieron a disposición de la fiesta. Había comida de sobra, el maestro comía mientras nos hablaba del Reino de Dios, del que todos estamos convidados a ser parte y que pronto se consumaría. Todos creímos en él. Cómo no hacerlo después de mirar sus ojos y ser testigos de lo que logró con sus gestos y sus palabras en la gente...

Luego del compartir y de la enseñanza, reposaron unas horas, y pronto continuaron camino. Al despedirse me encargó alimentar bien a Rajmiel y... conseguir para él una buena esposa. Juntos nos reímos. Nos deseó la paz, y esa paz quedó con nosotros para siempre. Los despedimos aprovisionados con comida y le dimos algunas monedas a Judas, que era el administrador del grupo. Dos jóvenes de mi aldea se unieron al grupo y se fueron con ellos. En el pueblo todos hablaban de un gran milagro. Yo guardaba en mi corazón el convencimiento de que Dios me había visitado y estuvo conmigo.

 

Elizabeth Gareca Gareca

La Paz, Bolivia

 


 



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