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Elisa y el caminante

Lc 13, 10-17; Lc 24, 13-35

Ana Cristina QUIROA PÉREZ


 

 

Pies descalzos, mirada perdida, corazón vacío. El cuerpo… Humillado, oprimido, encorvado.

Así se miraba Elisa, así se sentía Elisa, así no era Elisa.

Tenía 14 años cuando su padrastro la hizo mujer, o al menos eso le dijo él. Ella aun no termina de entender si se nace o se hace mujer.

Estaba sentada cuando un forastero pasaba por el lugar.

Pelo largo y desordenado, manos curtidas por el duro trabajo, pies de tranquilo caminar. Pero fueron sus ojos, su dulce y fuerte mirada la que cautivó a Elisa.

Hola – dijo él.

Mmmm – contestó ella. Asustada por su mirada, conmovida tal vez.

- ¿Cómo te llamas?

- Elisa. ¿Y vos?

- Emmanuel, no soy de aquí. Estoy perdido. ¿Me puedes ayudar?

- Yo no puedo ni con mi propia vida. ¿Es que acaso no me ves? Soy un despojo de ser humano. ¿En qué te podría servir alguien como yo?

- Solo quiero platicar un poco. ¿Me acompañas a caminar?

Elisa no sabía por qué, pero este desconocido le inspiraba confianza. Hace mucho que ella no confiaba en nadie, y menos en un hombre. Pero con todo perdido en la vida, sentía que nada podía quitársele ya.

- ¿Por qué caminas encorvada?

- ¿De dónde eres Emmanuel?

- Vengo de muy lejos. ¿Te das cuenta que al caminar solo ves tus pies y el suelo? Mira a tu alrededor, hay muchas sonrisas de las cuáles disfrutar.

- Y es que para una mujer como yo ¿Hay otra forma de caminar? ¿Y es que a las mujeres de mi clase, se les permite ver al rostro?

- ¿Qué clase de mujer eres?

- De verdad que eres extranjero, no sabes nada de lo que pasa aquí. Soy lo que llaman… una puta.

Al terminar de decir esta frase, Elisa se preparaba para el inminente desprecio y el abandono, o para la propuesta que le recordara su sitio en el mundo. El caminante por su parte; se detuvo, la vio, le acarició el cabello y la abrazó. Un beso en su frente cerró aquel mágico momento.

Esa mirada atravesó el alma de Elisa. Ese abrazo le lastimó el cuerpo, y es que cuando se está acostumbrada a la violencia, el amor puede doler. Pero el beso en la frente disipó cualquier miedo.

Fueron tan solo segundos, pero a Elisa le pareció una eternidad de amor. Su vida pasó como una película frente a sus humedecidos ojos. Recordó como su mamá la echó de casa por “haberle quitado a su hombre”, pese a las constantes aclaraciones hechas por Elisa.

Le quemaba el alma recordar a su padrastro riéndose de que nadie le creía, y la frase que marcó su vida: “Te dije que las mujeres solo sirven para una cosa y cuando ya se usaron, se tiran como basura”.

Y es que precisamente eso era ella, basura.

Recordó cuando buscaba trabajo de limpiar casas, y le pedían cartas de recomendación y al menos el bachillerato. En una ocasión estuvo a punto de conseguir el trabajo pero todo se derrumbó cuando le dijeron: Queremos hablar con tu mamá para ver si está de acuerdo, porque sos menor de edad.

Elisa quería gritar que ella no tenía madre, que estaba sola en el mundo… Pero sus dolores se habían quedado mudos y querían perder la memoria. Se marchó.

Aplausos y más aplausos. Aplausos a su vida o a su muerte. Eso le parecía a Elisa que hacía cuando trabajó en la tortillería. Y allí fue donde conoció a Don Tancho. Un señor muy amable que al ver que ganaba poco en la tortillería le ofreció trabajo en su pequeño restaurante. “Y como sos tan trabajadora, hasta un cuarto te puedo alquilar. Con descuento y todo” le dijo.

Sí. Dijo Elisa.

Ese SÍ cambió su vida.

No tardó mucho en darse cuenta que Don Tancho ni tenía restaurante ni era amable. Fue en ese triste lugar donde Elisa empezó a atender a los clientes todas las noches, todos los días, todas las fuerzas, todos los sueños…

Y así fue como se hizo puta. O como dicen los estudiosos de los temas sociales, “Mujer Trabajadora del Sexo” para que no suene tan vulgar.

- ¿Te das cuenta que solo miras al suelo?

Esta pregunta sacó a Elisa de sus recuerdos.

- Yo… Yo no… ¿Quién sos? ¿Qué te importa mi vida?

- ¡Mujer, libérate de las opresiones!

“Mujer”. Esa palabra sonaba tan bonito en sus labios, parecía tener sentido y algo más…

Elisa quería empezar a contarle toda su historia, pero el peregrino se adelantó diciéndole:

- Yo sé que tu vida no ha sido fácil. Sé que en este país ser mujer es una condena diaria, reconozco que como varón tengo privilegios que no he pedido pero que allí están.

Por primera vez Elisa le sostuvo la mirada fijamente.

- Sé que piensas que eres basura porque eso te han dicho y demostrado. Sé que en tu cuerpo hay tanto dolor que necesita ser reconocido, nombrado y sanado.

Su cuerpo empezó a enderezarse.

- Pero quisiera que por un momento te vieras con mis ojos. Que vieras la valiente y fuerte mujer que veo yo.

Sin saber muy bien por qué, Elisa cerró los ojos por un instante. Al abrirlos se miraba a sí misma, pero con otra mirada; más profunda, más sincera.

Se vio al momento de nacer y pudo sentir la mirada de su madre. Joven de 15 años, aterrada por la responsabilidad conmovida por la vida. Se sintió amada.

Se vio jugando con Marcelo, su hermanito de 2 años. Él le sonreía y la acariciaba con sus manitas. Se sintió amada.

Se vio a los 14 años dejando su casa. Humillada y muy asustada, con el cuerpo temblando. Sin embargo, se sintió amada. Buscó en la escena para encontrar a quien la amaba y se conmovió… Su madre la miraba con amor, con dolor, con desesperación. Notó que en realidad quién la echó de su casa fue el padrastro y que su madre le rogaba al cielo que su hija pudiera salir de ese infierno y encontrará “algo mejor”. Se sintió amada.

Gruesas lágrimas corrían por su desgastado rostro, caían sobre sus secos labios y llegaban hasta su asfixiado cuello…

Lágrimas de dolor y confusión, de tristeza y ¿Liberación?

Su cuerpo estaba recto y firme.

El rostro del caminante: conmovido y contemplativo. También lloraba.

- Tu madre está muy enferma y clama al cielo que tú llegues a verla.

Nuevamente la voz del caminante la sacó del ensueño.

- ¿Recuerdas a Marta? Ella está bien, está estudiando. Logró empezar una nueva vida gracias a que la ayudaste a escapar. Sabes… Marta se sintió amada. Con esos ojos te veo yo, más allá del dolor y el miedo. Te veo desde el amor y la esperanza.

Elisa se secó las lágrimas, miró al peregrino y le dijo:

- Gracias por haber venido. Gracias por encarnar mi dolor en tu cuerpo, por llorar conmigo. Por SER conmigo.

Se despidieron con un abrazo que más parecía una danza de alegría, el ambiente se llenó de un fresco olor a manzanilla. Ahora el cuerpo de Elisa estaba fuerte y parecía más liviano.

Cuando Elisa fue a ver a su madre el discurso preparado se derrumbó, los reclamos acumulados se desvanecieron y lo único que salió fue un beso en la frente de la pequeña mujer postrada en la cama.

- Aquí estoy.

- Mija yo… Perdonáme, por favor… Yo no quería…

- Shh… No digás nada mama. Estamos juntas y es lo que importa.

Tenían tanto que decirse, que perdonarse y que amarse. En medio de la conversación salió una extraña coincidencia, las dos tenían a un amigo en común, un tal Emmanuel.

Y como hay cosas que es mejor sentir en vez de razonar, agradecieron el don de estar juntas y verse desde una nueva mirada. La mirada del amor y el perdón. Cerrar ciclos.

Después de aquella tarde, Elisa se fue a vivir con Marcelo, regresó a su casa.

Pies descalzos, mirada curiosa, corazón ilusionado. El cuerpo… Dignificado, amado y en proceso de sanación.

Elisa ahora camina descalza para sentir la tierra bajo sus pies, disfruta de mirar todas las pequeñas cosas de la vida, ama y es amada. Baila con la luna y la lluvia…

Todas las tardes sonríe de forma especial, un colibrí viene a verla, parece que está perdido y quiere charlar… Es un caminante.

 

Ana Cristina Quiroa Pérez

Guatemala

 


 



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