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El Reino y el tesoro

Mateo 13, 44

Elba Yasmin MENDEZ PEREZ


 

 

Mateo 13:44: “El Reino de los Cielos es semejante a un tesoro escondido en el campo. La persona que lo descubre, lo vuelve a esconder y, de tanta alegría, vende todo lo que tiene para comprar ese campo.

 

Ningún campesino salvadoreño sueña en encontrar enterrado en la tierra un tesoro de oro y plata. Ya saben bien que los españoles y la minería multinacional saquearon lo poco que había, y además, la palabra “tesoro” no suele coincidirse con la palabra “tierra”. Cuando se habla de la tierra, se habla más bien de la explotación histórica, del arduo trabajo del jornalero, y del envenenamiento exorbitante de los agro-químicos.

Alejandro y Eleticia, una pareja ya mayor cuyas vidas enteras han transcurrido entre la milpa y el frijolar, sabían bien la sentencia a la dura vida del campesinado salvadoreño. Desplazados de su pequeña parcela que trabajaban antes de la guerra, han vivido los últimos 28 años como jornaleros, alquilando sus cuerpos para el corte de la caña, el corte del café, y sobreviviendo de su media manzana de tierra alquilada que les proveía del maíz y frijoles—los únicos sustentos para sus vidas.

La tierra históricamente usurpada y actualmente símbolo de esclavitud y miseria, no tenía nada en común con “tesoro”. Pero a veces el tesoro escondido se revela en formas pocas comunes.

Todo comenzó como un trabajo cualquiera. Era el mes de mayo, el mes de la dura espera para las primeras lluvias; las lluvias que cada año se volvían mas y mas irregulares. El maíz y los frijoles de la cosecha de noviembre ya tocaban el fondo de los graneros, especialmente después de haber entregado la mitad de la cosecha al dueño de la tierra en forma de alquiler. Las gallinas ya no ponían huevos y el polvo y el calor reflejaban la esterilidad de esos tiempos.

La urgencia del hambre plasmadas en las caras tristes de los hijos e hijas, empuje cada año al campesino al búsqueda de los trabajos más indignos e injustos. Es en este mes de mayo cuando la miseria de la pobreza se vuelve más visible; es cuando el capitalismo pone su cara más desalmada e inhumana, aprovechando de la urgente necesidad del campesino peón para emplearlo en los trabajos más enrevesados y peores pagados.

Este año Alejandro encontró trabajo en el volcán, resembrando y abonando el cafetal de una de las familias históricamente explotadoras de El Salvador. El cafetal cubría todo el cono del Volcán Chinchontepec, y el trabajo exigía el compromiso de un mes. El pago era de tres dólares diarios.

Fueron 14 hombres de su caserío, dejando sus familias solas con el maíz que no alcanzaría el mes, los mangos que todavía colgaban gratis de los palos, y quizás algún garrobo que lograron cazar antes de su partida. Su único consuelo era la firmeza y valentía de sus esposas quienes impávidamente aseguraron que encontrarían la forma de mantener a los cipotes, “aunque solo comamos tortilla con sal.”

El mes en el volcán pasaba lentamente. Las primeras tormentas llegaron para rendir el trabajo más complejo corporalmente, pero el peor sufrimiento de la lluvia fue los ardientes sueños que despertaba por estar en su propio caserío, sembrando su propia milpa, con su propia gente.

Los últimos días del trabajo, le tocaba a Alejandro trabajar el parte más bajo del volcán; un lugar donde el verde oscuro del cafetal se mezclaba con el verde resplandeciente de la caña del valle Jiboa. Durante uno de los breves descansos entre la siembra del café que él nunca llegaría a saborear, Alejandro encontró un pequeño letrero medio escondido entre el follaje de la caña que leía: “SE VENDE 20 MANZANAS.”

Quizás era el efecto del sol, del calor y del exceso del trabajo, pero al leer el letrero, Alejandro comenzó a soñar un sueño que le era tradicionalmente prohibido. Era un terreno ideal, demasiada baja para el cultivo de café, pero demasiado quebrada para el cultivo de la caña; un terreno que por su estratégica ubicación se había salvado del latifundio y monocultivo. Era una tierra virgen; una tierra llena de posibilidades; una tierra que poseía en ella la promesa de una vida mejor; una vida digna y autónoma y libre. Por la primera vez en su vida adulta, Alejandro sintió el entusiasmo que nace al considerar un porvenir utópico, su visión y perspectiva encumbrándose más allá de lo que obligaba su condición histórica. La realidad de la pobreza y opresión que le tocó vivir se volvía claustrofóbicamente limitante, y la utopía, una vez tan distante e inimaginable se hizo una fuerza que inspiraba la esperanza y animaba el caminar.

Antes de terminar la jornada de trabajo, Alejandro averiguaba el precio de aquella tierra. Ni la paternalista risa de incredibilidad del dueño, ni el precio exageradamente fuera de sus posibilidades lo desanimaba. Regresó a su comunidad al finalizar el tiempo en el Volcán con mucho más que su insuficiente salario. Regresó con una visión potente de la posibilidad de una vida más digna. Contó a su familia de la tierra que guardaba el tesoro y promesa de una vida mejor. Su hija menor, la única que había estudiado hasta 6to grado, hizo cuentas una noche en un cuaderno viejo y maltratado alrededor de la luz del candil.

Esa noche determinaron que si iban a materializar su sueño utópico, iban a necesitar compartir ese sueño e incluir más gente en ella. Alejandro llamó a los 14 compañeros que habían ido con él a trabajar en el cafetal del volcán. Con pasión y convicción les contó de la tierra, de las posibilidades que guardaba...y también del precio. Su alegría y convicción era contagiosa, y la visión se volvió un sueño compartido. Otra vez la hija, el viejo cuaderno y la luz lánguida del candil hicieron unas cuentas improbables. El resultado era desanimador: ni vendiendo todas las pocas posesiones de las 14 familias podrían acumular lo necesario para comprar la tierra.

Iban a tener que ahorrar, una tarea nada fácil para los que vivían de la agricultura de subsistencia. Pero imaginaron un plan. Un día de cada semana, uno de los 14 hombres dejaría el trabajo de su propia milpa y hogar para ir a trabajar un día como jornalero. Lo que ganaba del día formaría parte de un fondo común para la tierra, y mientras que el se iba a trabajar ese día, los demás se encargarían del trabajo que él dejó en su propia milpa. Todos participarían de esta forma hasta lograr reunir el dinero necesario. Las mujeres con su toda su creatividad y espíritu emprendedor, saldrían al campo para cortar mangos, loroco, mora, chipilín, y cualquier otro obsequio de la tierra para vender en el pueblo los fines de semana.

Cinco años y ocho meses les duró la espera; la hija, el viejo cuaderno y la luz de candil fielmente haciendo cuentas cada sábado. Pero la alegría al final; la alegría de tener colectivamente una tierra propia, de poder “sembrar y comer su propia comida y no sembrar para que otro come” (Isaías 65), de comenzar el largo caminar de construir diariamente una vida digna y de tener el recurso de su propia tierra para validar ese caminar, hizo valer la espera. El tesoro tan improbable de la tierra salvadoreña, el tesoro que ha sido históricamente usurpado por una minoría oligárquica, se hizo un descubrimiento cotidiano por unas 14 familias que se atrevían soñar.

 

Elba Yasmin Méndez Pérez

EL SALVADOR

 


 



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