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Viviendo en el huertoGénesis 2, 15Sandra RAMÍREZ SOTO
 
Entonces el Señor Dios tomó al hombre y lo puso en el huerto del Edén para que lo cultivara y lo guardara.
Aún no despuntaba el alba, estaba oscuro y no se veía nada, los gallos cantaban y yo lo escuchaba todo desde mi cama. Mi tata salió a ordeñar las vacas de don Gonzalo. Mi mama lo despidió somnolienta, después de chorrearle, con aguadulce, una buena jarra de café caliente; y se metió de nuevo bajo las cobijas, hasta que empezaron a chiflar los pájaros. Entonces se puso a cocinar mi mama: tortillas, arroz, frijoles. Me mandó a traer plátanos al patio y los huevos de las gallinas. Cuando llegó de ordeñar mi tata, la casa olía delicioso. Comimos en familia, casi en silencio, pero sabroso, con ese condimento único del cariño y la compañía. Salió de nuevo mi tata, esta vez a sembrar el campo de don Manuel; siempre salía temprano por la mañana, pisando el rocío que brillaba tímido con los primeros rayos de luz. Mi mama lo despidió metiendo en su alforja el almuerzo en hojas de plátano y una botella de café con leche. Ella se puso a limpiar la casa, a atender las gallinas y la cabra; a recoger las verduras para la sopa, a cuidar sus plantas; a lavar la ropa a mano, en la batea, con el rico, suave, refrescante aroma del jabón de coco... A mí me tocó ayudar al vecino, que no vivía lejos, con la reparación de las cercas y algunos quehaceres de carpintería. Después del mediodía, me fui a la poza con los otros güilas. Chapoteamos juntos niños y niñas; subimos a los árboles para comer guabas, jocotes y otras frutas, escuchando la brisa entre las ramas y el agua correr por la cascada. Regresamos juntos, descalzos, entre risas, sintiendo el sol y el viento cargado de olores: olor a tierra húmeda junto al riachuelo y alrededor de las casas, donde las doñitas mojaban el suelo para que no se metiera el polvo y para refrescar las flores de colores, esparcidas en un puro desorden; olor a boñiga fresca, indicio de vacas lecheras, de leche espumosa y buena, de natilla casera, de quesos y crema; olor a leña recién cortada y a leña quemada, que tan buen sabor daba a cuanto nos cocinaban; olor a azahares, a esas flores blancas y perfumadas de los limoneros y los naranjales, cuyas frutas ácidas nos esperaban en casa, en grandes picheles de fresco y limonada. Por la tarde, antes de que llegara mi tata, mi mama se bañó y alistó la mesa. A mi también me mandó a tomar baño aunque yo no quería; y mi tata lo hizo apenas llegó, por pura necesidad, mientras mi mama servía la comida. De nuevo comimos en familia, esta vez conversando: mi tata sobre las vacas y el campo de las cosechas, su brete y sus compañeros; mi mama de las gallinas, la cabra, sus matas consentidas metidas en latas colgando sobre los corredores, o amarradas al palo de güitite; yo escuchando montones y de vez en cuando, hablando también un poco sobre cercas y carpintería. Después de comer recogimos todo. Mi tata salió al corredor a mirar los pájaros que regresaban. Mi mama lavó y ordenó las cosas en la cocina. Yo guardé las gallinas. Entonces mi mama sacó la ropa para zurcirla, y mi tata nos llamó a sentarnos a su lado en la banca, para contar historias, anécdotas de familia o leyendas de espantos; y cantar, mirando los celajes del atardecer. La luz se fue apagando, los grillos entonando. Caída la noche, ya todos adentro, rezamos el rosario; mi tata y yo nos fuimos a dormir cansados; mi mama se quedó, zurciendo, no sé hasta cuando. Así es como recuerdo un día cualquiera de mi infancia. Era una vida buena, sencilla, austera, de trabajo duro y convivencia amena. Hoy ya tengo nietos que van a la escuela, no saben de pozas ni de frutas buenas. Juegan de ver tele y comprar tonteras. Viven hacinados casa contra casa, ya no tienen patio, ni gallinas, ni verduras afuera. Comen cosas secas que vienen en bolsas y están llenas de colores y sabores raros. Duermen hasta tarde. Rara vez observan el atardecer. Se acuestan muy noche y de mala gana. Su vida ya no es lo que fue la mía. A estos nietos míos les cuesta estar contentos, estar satisfechos; frecuentemente dicen estar aburridos, pero no hacen por donde ocupar su tiempo ayudando en casa o en la del vecino, hasta las tareas escolares son como un martirio. Entonces el Señor Dios tomó al hombre y lo puso en el huerto del Edén   Sandra Ramírez Soto Heredia, Costa Rica  
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