![]() |
Vd esta aquí: Koinonía> Páginas neobíblicas > 082 |
DIÁLOGO DEL ÁNGEL Y LAODICEAApocalipsis 3, 16-18Cristina BRITO
  Ayer, desde el cielo, el Angel le hablaba a una iglesia llamada Laodicea, la más autosuficiente, la de la abundancia material, tan espléndida como la ciudad que le daba nombre, la más opulenta ciudad de Asia.
Triste paralelismo: hoy el Angel le habla a esa otra Laodicea, (no iglesia, más bien su completa antítesis), la Laodicea de los Últimos Tiempos, a quien quiere advertir, en caso de que encuentre en su abultada agenda un resquicio de tiempo para arrepentirse, antes de que El la vomite de Su boca.
Es la nación poderosa, que solo sabe comerciar y no entiende otro lenguaje que la compra o la venta. Su único anhelo es la ganancia. Si algo puede adquirir, bien. Si no, se apodera por la fuerza de lo que sea, sin miramientos. Un mal día decidió unirse a otras tan voraces como ella, y formaron la Gran Potencia, para arrogarse el rol divino de la “justicia”, y por si fuera esto poca jactancia, a tal idea de justicia la llamaron “infinita”. Y ahí comenzó el desmoronamiento de las vidas, el ciclo perpetuo de mentiras, ataques, terror y muerte, el espectáculo execrable que nos hunde a todos por igual mientras lo contemplamos, inermes, desde nuestro lugar de exclusión: la Guerra.
La Laodicea actual tiene la osadía de enfrentarse al enviado de Dios y hablarle como si tuviera algún derecho, y le espeta: “Soy rica”. Además lo repite: “Me he enriquecido”. Es decir que incluso se ufana de que no ha sido la bendición de Dios la que la llevó a su posición actual, sino que ella misma se ha hecho rica por sus propios medios. No reconoce que sin el Proveedor celestial, sería menos que polvo.
Un videoaficionado pasaba por allí justo en el momento del encuentro. Se las arregló para no ser visto y grabar en audio el terrible diálogo: ANGEL: ¿De verdad es tanta tu riqueza? LAODICEA: ¿Acaso no lo ves? Soy la gran nación, que posee todo lo que cualquier hombre o mujer en su juicio cabal podría desear para su vida. Ninguna familia puede mejorar el modelo de familia que ofrezco al mundo. Ninguna ciudad iguala mis ciudades. Como país, supero a todos los otros del mundo. Soy única. Poseo el oro, la fama, el poder, y todos los recursos para una prosperidad sin límites. Mis productos son los mejores, el mundo entero me envidia. Los medios de comunicación están a mi servicio. En poderío militar y en la diplomacia soy invencible. Domino el mundo, soy el Imperio, tengo la razón, la autoridad, mis palabras son órdenes, tengo todo y a todos ante mi vista y nada se escapa de mi vigilancia. ¿Qué nación del mundo dispone de esa capacidad visual? Si veo, poseo y gobierno todo, no me falta nada. ANGEL: Sin embargo, no pareces estar satisfecha. ¿Por qué insistes en buscar más posesiones y conquistar más territorios? Si no te falta nada, ¿qué persigues con tanto afán? LAODICEA: Me corrijo: aún no son mías todas las vidas. ANGEL: Ni lo serán nunca. LAODICEA: Exterminándolas una a una, un día acabaré con todas ellas. ANGEL: ¡Pobre infeliz! La ciudad que siempre se ha jactado de producir el mejor colirio… ¿Se te ocurrió aplicártelo alguna vez, o es que no te das cuenta de tu ceguera? LAODICEA: ¿Ceguera? Ya te dije que con mi tecnología, mis recursos materiales y humanos, lo veo todo. ANGEL: No ves la ruina, el hambre, la orfandad que tus guerras siembran en tantos lugares del planeta que desprecias. No ves el daño a la naturaleza que esparces minuto a minuto por toda la tierra, ni la impotencia de quienes oprimidos por ti desean tu muerte, ni ves... LAODICEA: No me canses con esas listas interminables. Tengo cosas mucho más importantes que observar. ÁNGEL: He ahí tu ceguera. Te crees rica, pero por insaciable, nunca podrás serlo completamente. Eres pobre, pobre e infeliz. Ciega, incapaz, impotente. ¿Qué tienes que no hayas recibido? Y si lo recibiste, ¿por qué te jactas? Pasaste tu vida derribando tus graneros para hacerlos mayores, porque no te cabía tanta riqueza. Llenaste tus tesoros en la tierra, sin guardar nada en el cielo. Esa lámpara que te alumbra, tu ojo enceguecido de vanidad, es la oscuridad misma. ¿Cómo entonces te puedes ver a ti misma? Eres el peor de los ciegos, porque crees poder guiar a otros ciegos, sin tener un ápice de luz. LAODICEA: Para ser un Angel, no pareces entender nada. ANGEL: Digna de compasión, igual que la Laodicea de aquellos tiempos. Un pueblo desgraciado y miserable. Crees que te temen y te envidian, cuando lo que inspiras es odio y repulsión, y aun lástima. En tu soberbia nunca pudiste mirar hacia arriba. Tu mirada de desprecio siempre se dirigió hacia abajo, y te perdiste lo mejor. Todos los días suben cientos de miles de almas para habitar con su Creador para siempre, y no has visto cómo salen de esos cuerpos que tú crees haber matado. El Maestro enseñó a no temer a los que matan el cuerpo. Aunque los asesines, nunca podrás hacerles algo peor que eso. No puedes destruir las almas, porque no te pertenecen. LAODICEA: ¿Cómo te atreves a llamarme pobre, ciega y desventurada? ANGEL: Precisamente por eso; porque no conoces la riqueza, ni la luz, ni la felicidad. Todo lo que tienes son sustitutos artificiales. ¡No solo eso! Además estás desnuda. LAODICEA: ¿Ya terminaste de decir estupideces? ANGEL: Si fueras al menos un poco sensible, o inteligente, escucharías mi consejo. LAODICEA: Soy eso y mucho más, y además curiosa: ¿cuál consejo? Quizás me sirva para algún buen negocio. ANGEL: Compra oro refinado y serás verdaderamente rica. Vestiduras blancas, para que no se descubra la vergüenza de tu desnudez. Y colirio para tus ojos, y así podrás recobrar la vista. El espectador oculto comprobó que no tenía más cinta para seguir grabando, de manera que registró en su memoria todo lo que presenció después, gracias a lo cual tenemos este testimonio escrito.
Laodicea, la de los Últimos Tiempos, permaneció en su obstinación y soberbia. No quiso entender lo de las vestiduras blancas y gloriosas que podría obtener con las acciones justas, ni la historia del padre que hizo un festín por el regreso de su hijo perdido, a quien vistió con el atuendo más fino y lujoso, mandó colocar un anillo en su dedo y hacer un banquete en su honor. En vano insistió el Angel en recordarle la Verdad, contada durante miles de años por muchos profetas, advertida a los pueblos rebeldes como ella, a todos los que se creyeron dioses y decidieron eliminar de sus vidas al verdadero Dios.
Hasta la fecha, la nación poderosa ya ha matado a más de 37.000 civiles, y a 2.300 hijos de su propia familia en una sola de sus guerras. Continúa creyendo en su omnipotencia, viviendo y transmitiendo cada día su apostasía. Los productos de sus industrias más prósperas siguen batiendo récord mundiales: torturas, asesinatos, persecución, sobornos, sida, abortos, damnificados de catástrofes naturales, cacería de inmigrantes, opresión de pueblos pobres, invasiones, corrupción política, miseria, ignorancia, mutilados por las guerras, epidemias, muerte de infantes desnutridos, contaminación del aire, el agua y la tierra, y otros que sería largo mencionar. Para mantener este nivel de supremacía miente, finge, desafía, amenaza y destruye, aliada con otros ciegos en la Gran Potencia que arrasa con los que van quedando. Cubre su desnudez con coloridos disfraces, a los que en su arbitrario vocabulario asigna nombres como democracia, libertad, justicia, valentía, patriotismo, y hasta se aventura con la noción de teocracia. Disfraces de tan mala calidad que a la legua se pueden identificar, y no han logrado engañar a la gran mayoría de los seres humanos que cree tener sojuzgados irremediablemente. Para fabricar sus lemas, Laodicea usa las palabras y frases más bellas que se conozcan para designar valores imperecederos, pero son solo eso: palabras y frases, que por ser para ella de un idioma desconocido, las pronuncia (previo ensayo) sin entender lo que está diciendo. Los que ella llama sus mártires conocían a la perfección ese idioma, porque eran pobres e ignorantes y tuvieron que aprenderlo para sobrevivir. Pero Laodicea no creyó tener que aprenderlo, alegando que lo tiene todo y lo sabe todo. No obstante, todavía no ha logrado la condecoración de invicta. Su victoria, larga y presuntuosamente anunciada, cada día parece estar más lejos (no para ella, claro, que no puede ver). Y la historia se repite: como tantos reyes de la antigüedad, a su rey lo inquieta un sueño que ha tenido y no logra interpretar. Raro es, ciertamente, que con tanto poder y conocimiento, en Laodicea no haya un solo sabio capaz de aliviar el insomnio del rey. Hay otro rey, en su sueño, que invita a mucha gente al banquete de bodas de su hijo, y al entrar en la fiesta se fija en el rey de Laodicea, y le pregunta por qué no está vestido con el traje de bodas. Él enmudece: no tiene respuesta. Laodicea no lo sabe todo.
  Cristina Brito Buenos Aires - ARGENTINA
|