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EL LABRIEGO ERRANTE

Génesis 4, 13-15

Caín CONTRERAS y Josefina SOLANO


 

 

Respondió Caín a Yahvéh: demasiado grande es mi culpa para que pueda soportarla. Tú me echas hoy de sobre la haz de la tierra, y de tu presencia habré de esconderme. Andaré fugitivo y errante por la tierra, por lo que cualquiera que me encuentre me matará. Le respondió Yahvéh: No será así, pues si alguno mata a Caín, Caín será vengado siete veces.

GENÉSIS, 4, 13-15

 

Caín tenía que huir, tenía que abandonar su paraíso para enfrentarse a la incertidumbre, al miedo, al deseo de ser lo que se le había negado en la tierra prometida. Al otro lado sólo había una constancia de abismos, de adioses sin memoria, de un viento constante que gritaba como un loco en mitad de un despoblado. Caín era ya un hombre desasido del recato fácil, desheredado del maíz y la tierra fértil, de los árboles de mango y aguacate, de las amapolas, de los chupaflores y las Marías Mulatas, sólo quedaba el páramo oscuro del silencio y el hambre, la luz rasa de días inciertos en un viaje hacia un destino instaurado por un Dios que lo condenaba.

Caín era de repente el negro, el rufián, un hombre sin entrañas ni conciencia, el hombre de un continente saqueado y humillado, el nuevo continente donde habitaban los huesos descarnados por las balas, donde los muertos yacían en tumbas sin nombre, donde la desesperanza se cubría de pétalos de rosas ya podridas. Caín debía buscar un lugar nuevo que mermara el hambre, que lo exonerara de aquella apelación de labriego cruel, tenía que transformar su alma, asistir al combate con la única prenda que le quedaba: la vida. Después de caminar durante semanas enteras impuso más distancia entre los hombres y el paraíso de los deleites. En su rostro había un gesto de cansancio, atosigado por las vicisitudes del destino, zarandeado por la nostalgia de una felicidad imposible, con una tristeza huérfana que manaba de sus lágrimas. El arco iris sólo tenía para él dos colores: el negro, como el negro de su piel, y el gris, como la grisura que se había alojado en sus entrañas después del éxodo. Sin embargo Caín no se dejó sucumbir, y soñó que algún día volvería a sus orígenes. En aquella nueva tierra comenzó otra vez el ejercicio de labrador y colmó de semillas los surcos. Amaestró caballos salvajes, domesticó aves de la selva, hizo de la tierra de nadie su nuevo lugar, con la fiel tenacidad de quien espera, de quien cree en el momento de una redención, de quien se entrega a la pasión de lo absoluto en un nuevo suelo, alimentado por mil ritos antiguos, por mil edades remotas de piel de cobre y ojos oblicuos, por sueños de tuseros, picingos y torcazas, por seres venidos del agua que habían determinado lluvias y ríos y orquídeas y cantos.

Cuando Caín vio crecer las plantas de aquellas semillas se sumió en una embriaguez absoluta, en un olvido total de cuanto no fuera vivir aquel gozo, aquel principio que había conquistado con sus propias manos. Era el desafío de todos los desafíos, eran palabras concebidas para traducir el mundo a la dicha. Caín volvía a reinventarse en una historia que le pertenecía y que cada día escribía cuando hincaba la azada en la tierra, o reconducía el río hasta las plantaciones, había sido el creador de un nuevo paraíso del que no sería jamás expulsado.

Un amanecer vio que se acercaba hasta él un hombre de piel blanquísima, con ojos verdes, y pelo rubio. Como para demostrar su superioridad le dijo a Caín que se llamaba Judas Graci, y que venía de una tierra donde no había nada tan primitivo y rudo. Ante el recién llegado Caín se sintió torpe y avergonzado como un chiquillo, en tránsito de la sensación que antes colmó a sus padres. El hombre hablaba en una lengua que le recordaba los extravíos pasados de errante y forastero en su propia tierra. Caín recibió por primera vez un ofrecimiento por la cosecha engendrada en el paraíso renovado. Volvía la ocasión de ofrendar los frutos, esta vez del árbol sagrado, que cultivaron también los antepasados del nuevo mundo. Las que habían sido hojas mágicas acabaron raspadas y torturadas al instante por las manos de Judas Graci, que pretendía encontrar frutos, invisibles hasta entonces a los ojos del restaurador del edén. Se afanó durante días enteros en el sueño altanero de conseguir algo productivo de los lóbulos, repitiéndole al labrador que lo convertiría en el dueño de un poderoso imperio. Con voz enérgica terminaba aludiendo a lo que significaría aportar riqueza y civilización a ese lugar, que copaba con un único habitante tan sólo atraso y miseria, y entonces soltaba la carcajada cínica de los profetas que sólo auguran codicia.

Había transcurrido un mes desde la llegada de Judas, cuando éste se percató de que las hojas, masticadas largamente, proporcionaban un estado de embeleso capaz de hacer olvidar la existencia del dolor y el llanto. Luego elaboró con ellas una masa pegajosa. Se llevó un poco a la boca y tras saborearla un rato alcanzó el clímax de un mundo perfecto, rozó las quimeras con los dedos, voló hasta la luna, y arrancó las orquídeas blancas que crecían en ella. No había límites ni fronteras para el goce, el tiempo no existía, el amor se perpetuaba en placeres incontables, unos tras otros, había rebasado la razón para entrar en un mundo de sueños alcanzados.

Judas Graci halló lo que había buscado desde el principio con sus artes de alquimista. Tenía el fruto del árbol sagrado, tenía por fin todo cuanto había prometido a Caín. Por eso se precipitó a rodear con cercados la tierra que sin ser de nadie pasaba a ser una posesión. Caín sintió la aridez del esfuerzo, y la vieja angustia del fugitivo, quiso esconder su semblante decaído, se sintió derrotado ante lo que presumía ser un gran hallazgo. Y callaba porque sabía que el extranjero no era capaz de comprender ni siquiera imaginar el crimen ajeno sin perdón y el destierro obligado, más que nunca Caín se sentía culpable, tal vez era justo aquello que ocurría, él no era más que el conspirador de la propia sangre, el maldito de Dios, el primitivo salvaje de una tierra que no conocía las normas del otro lado del mundo.

En breve, reclutados por Judas, llegó un contingente de hombres blancos a las plantaciones, y comprobaron que era cierto todo cuanto había dicho el demandante. Había vuelto a Caín la sensación de cansancio, movía la cabeza de un lado a otro como si quisiera deshacerse de un peso abrumador, notó de cerca la maldición de la tierra, quiso correr pero sus piernas estaban casi muertas.

Varias semanas permaneció Caín en el campo cercado, cobijado bajo un árbol. Durante este tiempo asistió a la división de los hombres en dos bandos, empezaron a pelear por hacerse con el dominio de los cultivos. Los unos enarbolaban motosierras, pistolas y machetes, otros disponían de minas quiebrapatas y granadas. Y crecía la ira como nidos de serpientes, y las palabras eran aguijones que perforaban igual que las balas. El paraíso creado por Caín se había convertido en un campo de batalla donde se combatía por obtener lo que no era de nadie y que se tornaba en ser de alguien con la fuerza de la sangre. La sangre era la lluvia que alimentaba ahora la tierra, la lluvia provocada por la masacre.

El labriego tuvo que huir otra vez. De nuevo la condena. De nuevo el destierro. Un cielo oscuro como las alas de un cuervo se abatía sobre los páramos que se extendían frente al fugitivo. Caín caminaba soltando alaridos de fiera mutilada, le dolían sus propias huellas, porque sabía que éstas estaban en su piel como un estigma maldito que lo llevaría a ser siempre el labriego errante.

Y Colombia llora…

Y Bolivia llora…

Y Perú llora…

Y Brasil llora…

Y Ecuador llora…

Se ha crecido el grito en las gargantas de los desplazados. Se acartona el sol latinoamericano en un paisaje desolado. Los campesinos apellidan la miseria y el dolor…

Cainitas, bienvenidos seáis a los itinerarios del que va siempre errante con las alforjas del hambre, del miedo, y de la condena. Amparados seáis por Dios.

 

Caín Contreras

Santa Cruz de Lorica - COLOMBIA

 

Josefina Solano

Málaga - ESPAÑA

 


 



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