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EL ENGAÑOHechos 5, 1-11Jenelys Emineth SAUCEDO CURNEY
  La comunidad de Jerusalén contaba con uno de quien enorgullecerse: Ananías. Su casi perfecta y envidiable vida, acorde con su bien lograda reputación, hacía gala al significado de su nombre: “Dios es misericordioso”. Su sonrisa y calidez dejaban entrever un arduo trayecto hasta su estado actual, pero todo su esfuerzo había valido la pena, pues fue recompensado en grande, haciéndose acreedor a muchos privilegios. Dirigía una floreciente compañía, tenía la esposa ideal y pertenecía a la iglesia de cuya congregación la pobreza había sido erradicada. De la empresa a su mando, se comenta que en compra y venta de bienes raíces, ninguno como ellos. La compañía había logrado constituirse como la más poderosa de la época en aquel lugar. Todo parecía indicar que para el año siguiente extenderían sus dominios aún más, alcanzando abarcar todo el territorio nacional. De su esposa, se habla de aquella mujer codiciada e increíblemente “hermosa”, como su nombre lo indicaba; que no era sólo un ejemplo en la sociedad, sino que también simbolizaba un patrón cristiano a seguir. Safira era su mano derecha, amiga y confidente, la ayuda idónea que cualquier hombre podría desear. De la iglesia a la que pertenecía, donde la palabra ‘pobreza’ llegó a ser desconocida, se sabe a qué atribuir la carencia de necesitados: una desinteresada bondad. Ninguno decía ser suyo propio nada de lo que poseía, sino que tenían todas las cosas en común. La unidad había sido producto de la obra del Espíritu Santo en sus vidas. La iglesia primitiva demostraba tener la capacidad de compartir sus posesiones, y esta misma generosidad había atraído a muchos. El mover divino era evidente, habían sido bautizados en el Espíritu Santo el día aquel en que Pedro y Juan, al ser puestos en libertad, vinieron a ellos a compartir las maravillas que Dios hizo a su favor. Ananías estuvo allí cuando el lugar tembló, fue uno de los que con denuedo habló la palabra de Dios. Sin embargo, despertó él un día, bajo la influencia de un amor que paulatinamente se había enfriado. Entró sin temores ni remordimientos a la iglesia, poniendo a los pies de los apóstoles lo que a su juicio, era la más significativa de las ventas que en toda su vida había realizado. Permanecía en pie frente a Pedro, quizás queriendo imitar la actitud de los que en algún momento habían llegado a vender sus terrenos y casas, para posteriormente poner el dinero a disposición de los apóstoles; tal había sido el caso de José, al que apodaban Bernabé. Seguramente la suma que había traído Ananías, por tratarse del más grande de sus negocios, superaría cuantiosamente los haberes que los demás cristianos, miembros de esa iglesia, llevaron en algún momento. No hubo lugar a explicaciones, no hubieron preguntas para ser contestadas, sino solamente un dictamen, que representaría para él una sentencia definitiva: - Ananías, ¿cómo es posible que permitieses que Satanás llenara tu corazón para que mintieses al Espíritu Santo, y sustrajeses del precio de la heredad?. ¿Acaso no era tuyo el terreno? Y puesto que lo vendiste, ¿no era tuyo el dinero? – esto le dijo a fin de mostrarle que mejor le hubiese sido quedarse el precio total de la venta, con honestidad; que entregar una parte, con engaño - ¿Por qué se te ocurrió hacer esto? – siguió diciendo Pedro - No has mentido a los hombres, sino a Dios. Tal impacto provocó el calibre de aquella afirmación, que al oír estas palabras, Ananías cayó muerto. Muchos de los creyentes que aquel día se habían congregado en la iglesia, horrorizados, se postraron frente al altar, e imploraban perdón por sus faltas. Entonces unos jóvenes, envolviendo el cuerpo, se lo llevaron a enterrar. La noticia fue propagándose con rapidez entre el pueblo, y a tres horas después del acontecimiento, todos en la comunidad lo sabían, o al menos, casi todos. Safira, algo inquieta por el inexplicable hecho de que Ananías no llegaba aún, y ajena por completo a lo sucedido, se dirigió a la iglesia. De camino al lugar, sorprendió a muchos mirándola a través de las ventanas y desde los tejados de las casas, pero atribuía esto a su insuperable belleza y donaire, a juego con su exquisita y particular manera de vestir, inigualable en toda la región de Jerusalén. Entró al templo, y sin desviar su mirada ni a diestra ni a siniestra, enrutó sus pasos por el inmenso pasillo, con esa elegancia característica suya, hasta llegar al lugar donde estaba Pedro. Se acercó a él, resuelta a mentir en caso de ser interrogada. Efectivamente tuvo la dicha con la que no contó el desaventajado Ananías: la confrontación. - Dime, ¿vendieron ustedes el terreno en el precio que han dicho? – preguntó el apóstol. - Sí, en ese precio – contestó decidida. - ¿Por qué se pusieron ustedes de acuerdo para poner a prueba al Espíritu del Señor?... Safira supo entonces que su esposo no había corrido la mejor de las suertes. Buscaba oír la voz de Ananías, quien siempre le infundió confianza, para así enmudecer los violentos latidos de su propio corazón. Intentó en vano hallar el rostro de su esposo entre aquellos que, aterrados al igual que ella, permanecían en el suspenso donde les había arrojado la espera de las próximas palabras que citara Pedro. - ¡Mira! – dijo el apóstol señalando a la puerta – he aquí los que han sepultado a tu marido acaban de regresar – Safira se estremeció – Y te sacarán también a ti. En el acto en que trató de voltear por ver si lograba alcanzarles con la mirada, cayó a los pies de él y expiró. Al entrar los jóvenes, la hallaron muerta, y la sacaron y le dieron sepultura junto a su marido. Y vino un gran temor sobre toda la iglesia, y sobre todos los que llegaron a saber sobre la muerte de Ananías y Safira, mis padres.   Jenelys Emineth Saucedo Curney Panamá - PANAMÁ
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