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LOS TRABAJADORES INDOCUMENTADOS

Mateo 20, 1-16

José HERNRÍQUEZ


 

 

Era domingo. Recién amanecía. El invierno aún no terminaba. Antonio salió de la casa en la que vivía con al menos otras seis personas. Era lo mejor que había logrado conseguir al llegar a los Estados. En realidad era la única alternativa que había tenido. Aquellos paisanos le habían permitido quedarse en un pequeño espacio de la casa que alquilaban, ayudándole así a emprender la aventura que era común a todos: trabajar… De cualquier manera, a cualquier precio, horas interminables. Trabajar para ellos y para los suyos que habían quedado en la tierra natal.

Hacía frío. Antonio dirigió sus pasos hacia una gasolinera en la que solían apostarse los que, como él, no tenían un trabajo estable sino que dependían de la suerte de cada día. Cada ráfaga de viento en su rostro le hacía pensar en el calor de su paisito. ¡Ah, su pueblo! Nunca antes había tenido que ponerse tanta ropa encima. En su tierra, una camiseta y un pantalón corto solían ser suficientes.

Llegó a la gasolinera. Había ya un grupo de latinos, como les llamaban a todos allí. Saludó. No había una conversación muy animada. Varios en el grupo querían tener todavía algunos minutos más de sueño, sin por eso dejar de estar atentos a lo que sucedía a su alrededor. Conocía a algunos. Los conocía de aquel mismo lugar.

Cuando salió el sol se acercó un camión y se detuvo cerca de ellos. Todos se levantaron. Era la primera oportunidad de la jornada. Del vehículo bajó un latino como ellos. Tenía su pequeño negocio de construcción y subcontrataba mano de obra los fines de semana. No habló mucho. Escogió a cuatro del grupo y se fueron. Cada uno volvió al lugar en el que estaba. Había que seguir esperando.

Antonio pensó en su familia. Seguramente Marta, su esposa, estaría ya levantada y habría comenzado la no siempre fácil tarea de levantar a los niños, Chico, Neto, Rosa y Juana, hacerlos tomar un baño y darles el desayuno. Los domingos solía llevarlos a la iglesia del pueblo. Sonrió. Su familia era su tesoro y era por ellos que había venido a trabajar. Pensando en ellos la dureza de cada día parecía suavizarse. Sonrió imaginando a los niños con ropa nueva, los imaginó desayunando en el cuarto que habían construido y que ahora servía como comedor. Sí. Con el dinero que había enviado había mejorado la vida de su familia. Había valido la pena. Habría sido difícil mejorar su situación quedándose allá, donde el trabajo era escaso y los salarios eran bajos; donde las oportunidades eran contadas y para conseguirlas había que pasar, la mayor parte de las veces, encima de otras personas. Sonrió pensando en lo diferente que sería su vida al volver si lograba reunir el dinero que tenía planeado. Y sin embargo su sonrisa se congeló pensando cuán contradictorio resultaba que él deseara volver y que la gente de su gobierno prefiriese que siguiera aquí. Quizá no estaba escrito, pero ¿podía entenderse de otra manera? Recordó que el presidente de su paisito había estado en los Estados esa misma semana y había tocado mil puertas para pedir que sus compatriotas no fueran expulsados de allí. Al fin y al cabo las remesas eran una parte fundamental de algo que llamaban producto interno bruto. Sí. Más de algún bruto tendría que haber pensando que lo único que él quería era quedarse aquí. Y se le vino a la cabeza una frase del Evangelio que le pareció que decía algo sí como «¡Ay de ustedes…!».

Después de unas horas se acercó un vehículo y se detuvo junto al grupo. Todos se acercaron de nuevo. Había que intentarlo. Bajó un hombre y habló en inglés. Algunos, los que tenían más tiempo en el país y entendían mejor, dialogaron con él. Les ofreció trabajo en un lugar cercano. Necesitaba cinco. A juzgar por las caras que pusieron, les ofrecía un precio por hora que estaba por debajo de lo usual. Aun así se fueron. No podían perder el día. Antonio volvió a sentarse y a esperar.

Pensó que algo en aquel hombre le había resultado familiar. Quizá el tono de su voz. Alguien con una voz parecida a ésa lo había recibido de este lado de la frontera. De un golpe, como otra fría ráfaga de viento, volvieron a su mente las imágenes del viaje que lo había traído hasta acá. Había sido una pesadilla. La cantidad que había pagado por venir había sido enorme. De hecho sabía que sobre su familia pesaba la hipoteca de esta aventura. Y sabía que tenía que pasar todavía un buen tiempo para terminar de pagar la deuda. Pero con todo, no era la deuda la parte más oscura de aquel sueño. No. Se le erizaba la piel pensando en cómo había arriesgado la vida. Cada cruce de frontera le había puesto el alma en vilo. Y viajar clandestinamente en el tren en el que cruzó el país antes de la frontera había sido terrible. Vio morir a algunos como él en el intento. Su silencio se hizo profundo… Y quizá nunca llegaría a encontrar palabras para describir adecuadamente el cruce del desierto. Llegó a creer que no lo lograría. Temblaba al recordarlo. ¿Por qué era necesario arriesgar el pellejo de esa manera para tratar de buscar una vida digna? ¿Por qué? Los puños se le cerraron instintivamente. Sentía que de alguna manera aquello era injusto. Y pensó de nuevo en su familia. Sí, por ellos lo volvería a hacer.

Era mediodía. Si pensaba en las escasas oportunidades que había tenido hoy, definitivamente había sido un día malo. Se acercaron dos vehículos y se detuvieron un poco adelante del grupo. Corrieron hacia ellos. Uno de ellos se puso en marcha cuando el grupo se acercó. Seguramente quien conducía había tenido miedo. Cuando Antonio se acercó al otro vehículo ya habían contratado a tres más de ellos. Se trataba de una mudanza cerca de ahí. Los que aceptaron tendrían que caminar para ir hasta allá. Antonio volvió a la gasolinera. Empezó a desalentarse. Esperaría algunas horas más y luego volvería a casa. Sonrió de nuevo. Pensó que también aquellos otros tenían familias que esperaban su dinero. Qué bueno, pensó. Y continuó esperando.

Pensó en el carro que se había marchado al ver el grupo. Le había dolido. Y le había dolido porque acostumbrarse a aquel lugar le había resultado difícil desde que sentía que no siempre era visto como persona. ¡Y pensar que en su tierra era «don» Antonio! Y no porque tuviera dinero. Muchas veces había sentido que aquí valía porque su trabajo costaba menos que el de otros. ¿Tenía otra opción? No podía darse el lujo de poner condiciones. Sí. La cercanía de la muerte, la dureza del desierto y el sentirse despreciado eran tres cosas que no le deseaba a nadie.

Algo le hizo levantarse instintivamente con cierto temor. Un carro de policía se había detenido junto a la gasolinera. Pensó en correr, pero ya no había tiempo. El frío dentro de su cuerpo se hizo más grande que el de afuera. Los policías entraron en el establecimiento comercial de la gasolinera sin prestar atención a los del grupo que todavía estaban ahí. Volvieron a salir y se fueron. Respiró profundamente. Aquella sensación de inseguridad tampoco se la deseaba a nadie.

Antonio vio cómo poco a poco se fueron los que quedaban con él. Atardecía. En realidad tenía poco sentido seguir esperando. Le dolía no haber encontrado trabajo ese día. Le dolía. Quería irse y quería seguir esperando. Se levantó.

Y entonces apareció otro vehículo. Era una mujer la que conducía. En un español muy básico le preguntó si buscaba trabajo. A Antonio se le iluminó el rostro. Asintió. Ella le dijo que necesitaba ayuda durante varios días. Si él estaba dispuesto, lo esperaría en la mañana. Le dio una dirección y le dio también algunos dólares. Es un adelanto, dijo. Y sonrió. Antonio la vio alejarse. No entendía lo que había sucedido. La vida había sido tan dura en aquella tierra que le parecía irreal aquel gesto de confianza y generosidad. Las lágrimas asomaban a sus ojos. Cerró los ojos y dio gracias. Y sintió que Marta y los niños dieron gracias con él.

 

Para los cientos de miles de personas centroamericanas que dejaron su tierra buscando un mejor presente para ellas y sus familias.

 

José Henríquez

San Salvador - EL SALVADOR

 


 



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