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MACÚ Y LA MENTA DE COLORES

Lectura inspirada en los relatos de la última cena

Christopher LAING-MARTÍNEZ


 

 

Érase una vez una ancianita del campo dominicano quien vivía sola. Pues, no exactamente. Aunque ella dormía sola en su casita de tablas con techo de hojas de zinc sarrosas, tenía toda la comunidad alrededor de ella, quienes formaban su familia. Llevaba muchos años siendo viuda y sus hijos llegaban cada vez menos frecuentemente. Pero una hija que estaba en Europa le mandaba una pequeña remesa familiar para poder sobrevivir.

Su nombre era Inmaculada, pero todos le decían “Macú”. Era bajita y delgada, con un cuerpo gastado por la vida del campo. Era una bella mujer de cara encurtida que nunca perdió su encanto, con una sonrisa maternal y una afectuosa simpatía que siempre emanaba de su ser.

En el patio de la casita había un enorme roble que regaba una sombra abundante. No faltaban comunitarios que durante la parte caliente del día llegaban en busca de la sombra refrescante del roble y por un chin de agua. Ella jura que el roble fue sembrado por su bisabuela, quien habitó el mismo terreno en el campito de Damián. Su familia y el árbol seguían cuidándose mutuamente a través del tiempo. En una esquina de las afueras de la casita había dos paredes bajas de blok que formaban una esquina de la nunca terminada casa nueva.

Un domingo en que le tocaba celebrar la misa en Damián, el Padre Juan amaneció muy enfermo. No iba a poder llegar al campo así que envió a dos jóvenes para avisar a la comunidad de que no lo esperaran y para que prepararan una Celebración de la Palabra de la forma en que ya estaban acostumbrados a hacerlo.

“Vayan ustedes dos a la comunidad de Damián. En el camino encontrarán a una mujer que lleva una cubeta de agua en la cabeza. Se llama Macú. Díganle que hoy no podré llegar a celebrar la misa en la capilla porque estoy enfermo y pídanle que les enseñe el lugar donde pueden llevar a cabo la Celebración de la Palabra con la comunidad. Ella les mostrará un lugar amplio, en el patio de su casa, debajo de un enorme roble. Preparen allí la Celebración de la Palabra.”

Y así fue que los jóvenes pidieron una bola hasta la comunidad en la parte trasera de una guagua, e inmediatamente vieron a una doña acarreando una cubeta repleta de agua.

“¿Es usted Doña Macú?, preguntaron los jóvenes.

“Toda mi vida”, respondió Macú.

“¿Cómo está?”

“Aguantando. ¿En qué les puedo servir?”

“Pues, el Padre Juan está enfermo y no va a poder llegar hoy. Nos mandó a buscarla ya que usted sabe donde la comunidad puede hacer su Celebración de la Palabra y usted puede invitar a la gente”.

“Enfermo ¿eh?” respondió Macú preocupada por el padre. “El trabaja demasiado, yo siempre se lo he dicho. Pues, déjenme bajar esta cubeta y les enseño el lugar.”

Unos momentos más tarde salió Macú a la puerta de la casa con un pañuelo amarrado a la cabeza medio mojado pero ni una gota de agua en su vestido. “Vengan conmigo”. Al llevarles al patio, los jóvenes notaron las paredes de blok apenas empezadas y un humilde piso de tierra.

“Aquí celebramos con el Señor”, dijo Macú mientras mostraba su amplio patio. “Aquí venían todos los padres antes de que construyéramos la capilla. Aquí hemos celebrado misas, bautizos, primeras comuniones, misas de último rezo, todo, menos una boda.

“Se ve perfecto el lugar”, dijeron los jóvenes.

“Bueno, a las cuatro de la tarde entonces, tendremos otra Celebración de la Palabra aquí. Que Dios nos bendiga”, dijo Macú con orgullo.

Esa misma mañana había muchos vecinos guapos, enojados con la ruta de la nueva carretera. El gobierno iba a pavimentar el camino que pasaba por en medio de Damián y publicó una lista de casas afectadas por la ruta, las cuales tendrían que ser tumbadas, ya que obstaculizaban la ruta propuesta. Los ingenieros habían advertido a los afectados que tumbarían solamente las casas hechas de madera, cartón o lata. Las casas hechas con 75% o más de blok serían preservadas y la carretera podría ir desviándolas.

Como muchos de los vecinos, Don Beto estaba en la lista y se encontraba muy guapo. “Yo estoy en la lista, pero esa vieja no. No es justo. Todo el mundo sabe que esa casa tiene menos de un 20% del trabajo hecho en blok. No puede calificar. ¡Imposible!”. Y al ver a su hijo le dijo: “Oye, mijo, vete donde el maestro de obra y dile que deben revisar la casa de Macú, porque debe estar en la lista y no lo está”.

“Pero, Pai, ella es muy buena conmigo y es de la Iglesia”, rogó Nando. Nando era de los pocos muchachos que asistían regularmente a las misas y celebraciones. “No la denuncies, Pai”.

“No la voy a denunciar, mijo, tú la vas a denunciar, y lo vas a hacer ahora mismo o te voy a dar una buena pela. ¡Vete! ¡Pero ya!”.

Y así cumplió Nando la orden de su padre. Los ingenieros visitaron la casita de Macú ese mismo mediodía y vieron las paredes de madera y los pocos blokes de la nueva casa y le dijeron que pasarían por allí también tumbándole la casa la próxima semana, porque “el progreso es el progreso y no lo detiene nadie”. Miraron también el roble y hablaron sobre la posibilidad de que tumbando el árbol podría haber suficiente espacio para una parada de guaguas.

Como era una comunidad chiquita y los chismes corrían más rápido que la lengua de un gritador de subasta, pronto todos se enteraron de que Nando, bajo la presión de su pai, había terminado como soplón.

Ya eran las cuatro de la tarde y todo el mundo, a esa hora, empezó a bañarse. Macú se puso a rociar agua en el patio limpio y barrido. Ya bañaditos y peinaditos empezaron a llegar todos los regulares, casi 30 personas, entre ellos niños, jóvenes y adultos, cada quien cargando su silla.

Eran casi las cinco cuando el coro de muchachas cantó la canción de entrada. En vez de la homilía la gente reunida participó en un diálogo reflexionando sobre las lecturas y la aplicación que pudieron ver en sus vidas. Rezaron por el padre enfermo y para que no hubiera corrupción en el trabajo de la carretera, para que esta vez la terminaran y no quedara media terminada como la escuela y los tubos de agua. A la hora de la comunión, como no tenían el Cuerpo y la Sangre de Cristo para compartir, hicieron su oración especial para recibir la comunión espiritual.

En el momento de los anuncios y avisos, al mencionar alguien sobre la nueva carretera, hubo un aplauso reservado porque todos sabían sobre el nombre nuevo que se había agregado ese mismo día a la lista de afectados.

Macú se levantó y pidió la palabra. Mostrando una cara de intensa reflexión, y después de darle gracias a Dios y a todos los comunitarios por su presencia, ella dijo: “Algo ha pasado que me ha dejado un chin molesta”. Entró un silencio profundo en el grupo. Casi todos voltearon a ver, disimuladamente, si Nando estaba presente. El estaba allí con su espalda apoyada en la casita, reservado y con un aspecto tímido. Y después, Macú empezó a preguntar, “¿Quiénes de ustedes estuvieron presentes en la misa el mes pasado?”. Casi todos levantaron la mano. “¿Recuerdan que al final de la misa el padre quería regalarnos unas mentas?” Todos asintieron moviendo sus cabezas. “Pues, me dejó con mucha vergüenza la manera en que se lanzaron todos encima de él, como si fueran las últimas mentas sobre la faz de la tierra. Rompieron la funda y se regaron todas al piso y aún así se tiraron al piso a recoger la mayor cantidad posible, como si se trataba de una piñata, ¡sálvese quien pueda! Pero no estoy hablando de todos ustedes”. Macú pausó un momento. Nadie esperaba este comentario, todos esperaban que dijera algo sobre la inminente destrucción de su casita y de la traición de Nando. “No deben de ser así”, explicó Macú.

“Pues hoy tengo en el bolsillo una menta que yo hallé en la capilla mientras la estaba limpiando después de aquel desastre de comportamiento comunitario”. Lentamente Macú metió su mano en el bolsillo y sacó una sola menta de colores envuelta en plástico. Ella alzó la menta en su mano arrugada y dio gracias a Dios por la oportunidad de estar reunidos en comunidad. De repente, con un solo movimiento, la aplastó contra una mesita de madera que servía de altar, partiéndola en pedacitos. Todos brincaron del susto. Alzó nuevamente al sol la fundita, conteniendo ahora sólo pequeños fragmentos multicolores, y con los ojos cerrados bendijo la menta de colores diciendo: “Este es el símbolo que nos une, compartiéndolo confirmamos nuestro pacto con Dios y con los demás hermanos y hermanas”. Ella la mantuvo entre el sol y su cara, la cual quedó bañada de un resplandor místico multicolor. Al abrir el paquetito con mucho cuidado y mucha paciencia, Macú levantó la vista. Todo el mundo quería compartir de la menta, apenados por sus errores del pasado y comprometidos a ser más solidarios, más humildes y agradecidos con lo que les fuera ofrecido.

Macú miró de lado a lado buscando a alguien. Cuando vio a Nando detuvo la mirada y lo invitó a pasar adelante con una sonrisa y un gesto de la mano. El se acercó tímidamente y ella le ofreció el primer pedacito. Y le dijo, “Ahora no entiendes lo que estoy haciendo, pero después lo entenderás”. Nando, casi al borde de las lágrimas, dijo que no lo quería, pero Macú insistió, “Si no lo aceptas, no estamos conectados”, y le ofreció el pedacito otra vez, el pedacito más grande. Nando lo tomó, lo puso en su lengua y después se persignó. Macú logró regalar un pedacito a todos los presentes. Todos desfilaban tranquilamente, nadie empujó, todos en orden, para compartir en comunidad. A algunos Macú tuvo que poner el pedacito directamente en la boca, porque al pasarlo de mano en mano se pudo haber perdido o dejado caer. El coro empezó a cantar “Un mandamiento Nuevo”.

Cuando todos habían compartido de la menta todavía sobraban pedazos. Macú ofreció su casa, el patio y su sombra diciendo que estaban “siempre a sus órdenes” como solía hacer, pero esa tarde una tristeza se apoderó de todos los reunidos.

Al terminar la celebración, cada quien agarró su silla despidiéndose de los demás y salieron a la calle, pero varios de los adultos se detuvieron a conversar en medio de la calle polvosa.

Al día siguiente, bien temprano, Macú se despertó al oír que alguien tocaba la puerta de su casita. Apresuradamente se puso una bata y abrió la puerta. Allí estaban alrededor de 40 personas, todos sonrientes. Detrás de ellos había un camión grande. Fue Nando quien salió dentro del grupo, se acercó a Macú y le dijo, “Macú, entre todos hemos encontrado una solución al problema de tu casita, de tu árbol y de nuestro egoísmo. Vamos a terminar tu casita de blok y así no la podrán mover de aquí nunca”.

La comunidad trabajó arduamente, todos juntos, compartiendo el trabajo, la comida, y la amistad. En tres días habían terminado y pintado la nueva casa de Macú, la cual lucía como una mariposa recién salida del capullo. Macú, con su menta, enseñó a todos el significado de la solidaridad, a compartir no solamente lo poco que se tiene, sino a compartir principalmente la vida.

 

Christopher Laing-Martinez

Milwaukee, WI, EE.UU

 


 



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