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Diario del regreso

Lucas 24,13-35

Abel MOYA GÓMEZ


 

Aquel no era un día cualquiera. Los mismos rollos de tela esparcidos sobre las mesas de trabajo, las mismas maquinarias imponentes, los mismos compañeros... salvo uno, quien había ocupado la vacante que durante tres jornadas enconó el silencio del personal y el rugido de los telares.

Al sonar la sirena que indicaba el fin de las labores, constataron lo indiscutible, aquel no era otro día sumado al calendario de sus ansias reprimidas, convictas; cada pupila rastreaba la pupila ajena, y pese a las horas forzadas sobre las piezas de jeans no había cansancio en las miradas, más bien una honda inquietud que sin emitir sonido llenaba el vacío tras el rechinar de las maquinas, como un alerta lanzado a altavoces.

“Aquel mismo día dos de ellos se dirigieron a un pueblo llamado Emaús, a unos once kilómetros...”, pudiera decirse que huían, pero a decir verdad marchaban dejando a sus espaldas la esperanza que otrora les hubiese retenido por muy inclemente que se tornasen las exigencias de los patrones, medidas impuestas por una administración miserable a la que solo aplacaba una mayor producción sin importarle el costo humano. No escapaban, se encaminaban hacia Emaús conscientes de que todo había terminado, arrastrando la congoja de que así fuese.

No obstante “Iban conversando sobre lo que había acontecido” soportando la decepción que apretaba el corazón más que el odio o la impotencia; como si al hojear los pliegos de la memoria descubrieran cierta luz sobre los hechos, como si esa luz utópica pudiese consolarlos.

“Sucedió que mientras hablaban, Jesús mismo se acercó y comenzó a caminar con ellos; pero no le reconocieron, pues sus ojos estaban velados”; es más, quisieron ignorarle, quizás fuese algún conocido de la fábrica, lo menos aconsejado camino del olvido, de nuevas oportunidades que terminaran rasgando el compromiso con el pasado; pero ya lo hemos dicho, no era un día cualquiera.

-¡Eh, ustedes, ¿de qué vienen conversando?!- preguntó el extraño con esa audacia criolla convencida de ser siempre oportuna para situar cada cosa en su sitio restaurando la armonía, segura de que no hay peor desgracia que aquella que no se comparte gratuitamente; de ese modo, tocando a menos, al final se desvanece.

-¿Eres tú el único que no se ha enterado de todo lo ocurrido en estos últimos días?- contestó Cleofás, que de los dos obreros era el de sangre más ardiente.

-¿Qué es lo que ha pasado hombre...?- nueva interrogante que devino casi en súplica de quien resuelve apartar su propia historia personal para entrar de lleno en la historia ajena, no por simple curiosidad, sino con especial interés por aligerar pesadas cargas.

-Lo de Jesús “el nazareno”, quien comandaba la junta obrera en “Textiles Jerusalén”, todo un líder de osada palabra y espléndido coraje. La administración le acusó de revoltoso, no les convenía alguien como él en Jerusalén, la policía hizo el resto; fue muerto frente a la propia fábrica. Nosotros mantuvimos la esperanza de que sería él quien conseguiría hacer valer nuestras demandas frente a los patrones; que obligaría a la administración a reducir las excesivas horas de trabajo que nos separan de nuestros hijos a los que prácticamente no vemos, y a aumentar la paga que no nos alcanza para alimentarlos. Pero ya hace tres días que perdimos toda esperanza pese a que algunas de nuestras compañeras aseguran que justo ahora nuestra lucha cobra todo su sentido, que “el nazareno” vive y nos convoca a exigir como nunca que se tomen en cuenta nuestros reclamos, pero no vale seguir alimentando quimeras, Jesús esta muerto y...

-¿Qué torpes son ustedes?- interrumpió el extraño. –¿Cuando se ha visto que la injusticia incline su cabeza sin cobrar sus víctimas? ¿Y por eso debe cesar la lucha? “¿Acaso no tenía que sufrir el Cristo estas cosas antes de entrar en su gloria?” La esperanza de los débiles no nace de la hartura sino del hambre de justicia que alimentan sus mártires.

Mientras hablaba sus corazones galopaban por tierras lejanas, desconocidas. Rostros hermanados por los mismos sufrimientos y las mismas añoranzas se agolpaban en sus mentes, eran irreconocibles pero los sentían tan cercanos a sus propios rostros, cansados pero no vencidos. Hay una promesa que pese a todo animaba aquellos rostros, endurecía los músculos y elevaba los brazos apuntando con las manos hacia Jerusalén. Aquel desconocido encendía una llama en lo profundo de sus almas y no se sentían solos ni avergonzados de haber tomado un rumbo contrario al que indicaban aquellas manos firmes y seguras, el intenso deseo por retornar a Jerusalén era más fuerte, como si solo ello curase de repente todas sus heridas, borrase de un plumazo la absurda decepción a la que le condenaban aquellos que le habían dado muerte “al nazareno”. Lo imperdonable era seguir el juego de los homicidas.

“Al acercarse al pueblo a donde iban, Jesús hizo como quien iba más lejos”, pero ellos le convidaron a tomar algo en el café más cercano, se hacía de noche y el camino a Emaús no era de los más seguros.

Ya a la mesa, Jesús tomó pan y dijo -Arriba compañeros que para luego es tarde.-, lo partió y se los dio, “Entonces se les abrieron los ojos y le reconocieron, pero él desapareció.”

Veloces como ráfagas de fuego se les vio dirigirse hacia la fábrica. Allí encontraron reunidos al resto de sus compañeros y celebraron con ellos la alegría de encontrarse de nuevo en pie de lucha. La jornada siguiente prometía ser otro día de batalla, pretendían parar Jerusalén con una protesta sin precedentes. A esas horas ya hubiesen estado instalados en Emaús, sin embargo, a 11 kilómetros de allí, pintaban jubilosos la enorme pancarta que presidiría la manifestación cuyas letras saludaban la mañana proclamando...¡Jesús no ha muerto!.

 

Abel Moya Gómez

La Habana, Cuba

 


 



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