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Elías y la montaña

1 Reyes 17-2R 2, 12

José Santos TORRES MUÑOZ


 

Pues bien, este era un profeta. Aunque él no lo sabía. Se llamaba Elías, como su papá, su abuelo y su bisabuelo, y como ellos trabajaba en el negocio de la construcción. Su bisabuelo fue albañil y Elías ya ostentaba el título de arquitecto. Incluso su padre pensaba financiarle un postgrado de reingeniería pisajística, para dar fama y prestigio a la empresa familiar. Todo iba bien, pero Elías sentía el desierto en su corazón.

Un buen día, su padre le trajo la gran noticia: la Multinacional "Emporio Capital" había aceptado el diseño que Elías presentara para su tesis. Elías se dijo: «Esta es la oportunidad que Dios me da de ser alguien en la vida».

Emporio Capital había previsto adquirir unos terrenos al norte de la ciudad, llamados «Montes de la Utopía». Les iban a cambiar el nombre por «Mirador de Occidente» o «Torres del Imperio», para estar a tono con la moda.

Elías partió hacia el monte con los diseños de fin de milenio. Al llegar, se dio cuenta de que la montaña estaba habitada por más de cuarenta familias empeñadas en conservarla. Lo único que tenían las familias a su favor era los setenta o mas años que habían vivido allí, los cultivos adelantados, sus coloridas casas, los perros, las palomas y los gansos, lo cual no era mucho.

El jefe de la compañía buscó la vía más rápida para desocupar el terreno. Envió un contingente de anticuarios, cañonistas y otros pantagruélicos espantos y bombardeó el terreno con granadas milenaristas, rokets fukumayianos y otros demagógicos pertrechos. Parecía que la tierra se fuera a partir y las lomas cayeran sobre los hogares. Pero nada pasó porque los vecinos se mantuvieron firmes. Las mujeres salieron con sus niños, repararon las cercas y sanaron los gansos heridos. Elías pensaba: «Por Dios, no creo que de este modo se logre algo», pero no hacía nada.

El jefe aconsejó un desastre natural, entonces desvió el río del olvido y lo dirigió contra las coloridas casas. Parecía un huracán acuático cabalgando el fin de la historia, pero los vecinos no se retiraron. Confiaron en los fundamentos colocados por los viejos. Y no se equivocaron porque el remolino de agua no ahogó su certeza. Los vecinos reconstruyeron lo deshecho con tenacidad y azucenas. Elías le dijo al jefe: «Intentemos algo justo o legal».

El jefe decidió vencer la obcecada resistencia de los vecinos con el peso de la ley. Sus abogados, Burguer y Hayok, prepararon el ataque jurídico alegando contra los vecinos los cargos mas ignominiosos: obstrucción a la modernización, ilegítima resistencia a la privatización y oposición subversiva a la mundialización. Lograron que el «orden establecido» fulminara como un rayo la posición de la gente para lanzarla a los «pantanos de la desmemoria». Los vecinos hicieron la defensa inútil que la ley les permitía. Elías se dijo, justificándose en la Ley: «ahora si hemos procedido con derecho y justicia».

Elías estaba contento con sus sueños y el final de esta historia. Acudió al jefe para reubicar de inmediato a la gente en un cenagoso terreno llamado “El Resto de la Historia”. Pero el jefe le dijo: «No sea tonto. Esos pantanos son invivibles» y dio la orden de expropiación.

Los planes de Elías eran construir y no destruir . Así que decidió modificar levemente el diseño y dejar un rincón a las familias. Al cabo, ocupaban un espacio ínfimo, no requerían servicios públicos y no harían estorbo. Pasó la corrección y estaba a punto de ejecutarla cuando el Jefe envió un combo de anticuarios y cañonistas para impedir cualquier cambio subversivo. Elías previendo la reprimenda se refugió en la empresa de su padre. Pero su padre lo despidió: no estaba dispuesto a salir del mercado; prefirió sacrificar a su hijo que a la empresa. Elías debió internarse en la periferia de la ciudad.

Allí, vivió con la viudez de su soledad y del oficio lego de albañil. En la nocturna angustia de su conciencia, la culpa lo atormentaba. Organizó algunos obreros y se armaron de odios ciegos y calamidades para ir en defensa de la Utopía. “Y el amor de un Dios celoso ardió en su pecho”. Sus reivindicaciones no se hicieron esperar. Emboscó a cuatrocientos paladines del imperio y los aporreó con el mazo de su odio hasta quedar exhausto. Llegó triunfal a la aldea, pero nadie lo recibió con vítores. Inclusive, una vieja que tenía mas arrugas que la paciencia histórica le gritó a la cara que las represalias del Emporio serían aún mayores.

Elías con su desesperanza acorralada se sentó a la orilla del río a llorar su lucha fracasada y se dijo: «Ya basta Dios mío, toma mi vida». Contempló los estragos del poder y comprendió que había actuado en defensa de la gente con las armas del Imperio.

Una niña le ofreció tres papas y medio chorizo y le dijo: «Levántate y come». Y con la fuerza que le dió aquella comida, alzó los ojos y miró en el horizonte las ondulaciones de la montaña, descubrió que las vetas de la Utopía no servían para construir las enormes «Torres del Imperio». Reunió a la gente y les presentó un estudio del subsuelo histórico. Luego, los acompañó ante el tribunal e hicieron el reclamo. La burocracia determinó "el trámite respectivo", la nueva urbanización quedaba temporalmente suspendida.

Así, “Elías sintió el murmullo de una suave brisa” recogió sus pasos y la esperanza abandonada en el sendero. Dios era grande en el humilde trasegar de la comunidad. El camino se hace con los pies descalzos de la fe y el amor. Si no se ganaba la batalla, por lo menos no se perdía la dignidad. Ahora, tenía un presente y un futuro en compañía de un pueblo. La vida no estaba acabada y sabía mejor con caldo de gallina.

La fiesta era grande entre los vecinos y había que gozar la tregua y resistir los continuos embates del Imperio. Elías arregló un carro de fuego y flores para pasear a Esperanza, la reina del pueblo, y buscó con la tenacidad de la solidaria compañía el mejor rumbo para hacer vivible los «Montes de la Utopía». El final no era del todo feliz ni infeliz, porque éste no es el final de la historia, sino el comienzo de otra historia: la resistencia de Eliseo.

Esta historia no tiene moraleja, porque sólo nos recuerda la historia de Eías de Tishbé (1R 17-2R 2, 12), un hombre sincero y emotivo que creía que las cosas se podían arreglar a machetazos, por eso acuchilló a cuatro cientos sacerdotes de Baal. Pero, en el monte Orbe, el «Señor de la historia» le enseñó que la ‘cosa no era por ahí’, mientras Elías hacía un ‘retiro espiritual’ (1Re 19, 1-18). El Dios de la vida no está en el huracán, en el terremoto ni en el fuego (11Re 11-12), sino en la brisa suave que no apaga el pabilo humeante de la historia ni la caña cascada de la utopía (Mt 12, 20).

 

José Santos Torres Muñoz

Bogotá Colombia

 


 



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