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A los pies del ricoLucas 16, 19-31Elo GAGO
 
Bajé del avión a 30 kilómetros de Belo Horizonte. Alguien me gritó: “¡Estás en América!” Desde aquel día muchas veces me he repetido esa misma exclamación: “No lo olvides, Elo, estás en América”. En aquellos 30 kilómetros de carretera para turistas, asfaltadita, mis ojos quisieron agarrar la claridad del verano tropical y la imagen típica de la ciudad brasileña. No consiguieron ni lo primero ni lo segundo. Brasil continúa teniendo, a mis ojos, un color especial; el cielo, soleado o nublado, me sigue pareciendo diferente al de la tierra que dejé. Y la ciudad... La ciudad fue sorprendida unos días después desde el ascensor panorámico del edificio donde se encuentra la embajada de mi país. Quedé impresionada, y la memoria afectiva me trae aquella imagen hasta hoy. Lo había visto dibujado en los libros de geografía de la escuela, pero la realidad me impactó. Era el banquete del rico y la miseria de Lázaro hechos ciudad. Eran uno y otro ante mis ojos, físicamente. Aquellos rascacielos altos, arrogantes, llamativos, impasibles... y aquel mar marrón de tierra descendiendo por los toboganes de las laderas hasta los pies de los gigantes, queriendo llegar, queriendo abrazar, queriendo agarrar, clamando su derecho a un espacio, a la vida. Aquel mar de casas, de vidas, de historias, de realidades, de miseria. Físicamente: el todo y el nada, el cuerpo imponente y los pies, el orgullo y la ansiedad. El rico... y Lázaro. Aquel mundo de ladrillos parecía querer escalar las paredes intocables de los poderosos, parecían querer engullir sus cimientos. Tengo la gracia de entrar a diario en la escena evangélica, sin embargo reconozco que mi impacto nunca fue como el de aquel primer día, desde el décimo piso de uno de “los intocables”. Entrando en la escena, se pueden percibir algunas pequeñas novedades: el rico por momentos se vuelve más “civilizado” y el pobre, también por momentos, reconoce su dignidad. Pero no es una constante; desgraciadamente en otros momentos el rico continúa prefiriendo que los restos del banquete se pierdan en el transcurso de una noche de empacho y borrachera, y el pobre sigue mendigando, sin más fuerza de fraqueza que la suficiente para mirar al cielo –lugar donde parecen querer coincidir Dios y el rico más rico- y dejar que mientras tanto los perros cumplan su misión de consolar en el dolor. Son pocos los ricos que parecen notar que existe vida humana en la punta de sus zapatos y que para llegar a ella no necesitan autobús. Son menos aún los que miran a la cara de aquéllos a los que permiten, complacientemente, disfrutar de lo que sobra: es el sobrecito en la parroquia o, peor aún, en el show televisivo de Navidad, la limosna al chaval que le limpió el parabrisas. Dan sin mirar, no sea que se descubra en el fondo de su pupila un algo de culpabilidad, de compasión o, peor aún, de ternura. Y son pocos los pobres que acogen aquello con la intención de cambiar de postura. Ni una ni otra excepción son narrados por Lucas. Se ve que el caso era tan poco frecuente que ni merecía la pena tenerlo en cuenta, no entraba en las estadísticas. Sólo sabemos que la muerte les pilló en una de tantas: uno comiendo y bebiendo, otro esperando y dejándose hacer. Curiosamente, el uno fue enterrado en el lugar que ya se había preocupado en preparar –probablemente “El bosque de la esperanza”, o algo por el estilo- y el otro se dejó llevar no sabemos a dónde, porque el cielo nadie nos ha explicado dónde está ni se compra por parcelas. Aquí empieza la escena que nuestros ojos no ven, ningún instituto sociológico explica ni yo tuve el susto de mirar inmediatamente desde la embajada. Sin embargo Lucas se aventuró a explicar, con esa costumbre suya de dibujarlo todo, darle colores y hacerlo real, cómo podía haber sido, y a mí casi me da miedo imaginar cómo podrá llegar a ser en estos tiempos de más y más injusticia acumulada. El rico no estaba muy contento en el infierno. En tiempos del evangelista parece que aquello estaba lleno de fuego y azufre y era un lugar de auténticos tormentos. En el cielo había un sitio reservado junto a Abraham. No sé cómo serán hoy, a dónde los ricos intocables sin ojos (pero, eso sí, con una sensible nariz) serán mandados por Dios para perderlos de vista. Debe ser su lugar de siempre, pero desnudos de cosas: sin chófer, e incluso sin coche; sin piscina, sin mansión; sin dinero, ni tarjetas, sin ropa; sin marisco y sin pan. Desnudos consigo mismos: su egoísmo, orgullo, soledad. El infierno, sin duda. En el infierno pedirán compasión quienes reciben justicia, aquéllos a quienes se pidió justicia y dieron gotas de complaciente compasión. ¿Será que hoy en día en el cielo también se enseña la justicia a ser hecha en la tierra?: - Manda un muerto a decir a mis hermanos que se prevengan... - ¡Nada de eso! ¡Ya tiene los profetas! Muchas veces he pensado: “Hay que ver, Abraham, qué tacaño. ¡Qué le hubiera costado mandar un muertecito! Seguro que Lázaro, si le dejan, va”. Pero dándole otra perspectiva... verdaderamente, para qué recordar lo que ya fue cuando aún hay tantos que están siendo. Nos gusta recordar con cara de compunción las injusticias terribles del pasado cuando hoy, disimulada y sutilmente, llevamos un ritmo más rápido y atroz entre otras cosas en la no-distribución de lo que es de todos por “derecho habitacional”. Esos rascacielos asediados por favelas sin duda expresarán su horror contra la esclavitud de los negros en las plantanciones de azúcar, pero mantienen su intocabilidad. Quieren redimirse hoy abrazando a los pobrecitos explotados del pasado... No, no resucitará ningún muerto. No nos salvará el pasado, tenemos un presente. Cuidado, “dueños de hoy”, dejad de mirar arriba y mirad para abajo, tenéis mares de miseria queriendo abrazar vuestros tobillos y arrancarles sustento a vuestros zapatos. Dejad que los muertos disfruten de la compañía de Abraham. Dejad a los pasados; no sabemos cómo es el cielo, pero debe darles lo que merecían y no tuvieron: justicia. No hay muertos resucitados por la calle, no hay espiritualidad que nos vaya a salvar, no hay Iglesia que nos pueda perdonar si no miramos el presente: hay vivos a los que revivir, pobrezas que transformar, un sistema a condenar. Miremos debajo de nuestra mesa, si no hay nadie esperando, como Lázaro, las sobras del banquete.   Elo GAGO Belo Horizonte, Brasil
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