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El camino de JoséGénesis 37María Teresa CARESANI
La familia de José vendía panes y facturas en Posadas, Misiones. El padre trabajaba en la casa, amasando con la esposa, mientras los hijos salían a ofrecerlos por las avenidas, la estación de tren y a lo largo de la capital. José era el menor, el preferido del padre, con sus ocho años, se diferenciaba de sus hermanos por tener los cabellos rubios y los ojos muy oscuros. Por ser más consentido y porque irradiaba gracia y simpatía, sus hermanos le tenían envidia, lo maltrataban y con frecuencia en plena ciudad intentaban dejarlo atrás o perderlo entre las calles para encontrarlo vagando en las últimas horas de la jornada. Cierto día Rubén, uno de los hermanos más grandes, conoció a un hombre adinerado, con un costoso vehículo, que se detuvo frente a ellos y llamándolo aparte, le ofreció dinero por el pequeño José. Aunque ellos no lo sabían, el hombre era un productor de pornografía infantil, habló varios minutos con Rubén, quien volvió entonces con sus otros hermanos y les contó el monto que le habían ofrecido. Siempre habían querido deshacerse de él gratuitamente, y ahora tenían la oportunidad de ganar dinero por el niño. Llamaron a José y dándole una canasta de panes, lo entregaron al hombre con el pretexto de que debería llevarle los panes hasta la casa donde se los pagaría y luego lo devolvería a su casa. José tomó la canasta y subió a la camioneta con una amplia sonrisa. El hombre le entregó un sobre a Rubén y arrancó. Rubén y sus hermanos tomaron la campera de José y la arrojaron al río, después dijeron a todos que su hermano había caído, se había hundido y que ninguno de ellos había podido encontrarlo. José viajó a lo largo de dos días sobre la camioneta, se quejó un poco, pero el hombre le dijo que durmiera que ya había arreglado todo con sus hermanos. Al cabo de ese tiempo, pararon en una casa, había una mujer y otros dos niños. Lo miraban en silencio desde una pieza, no sonreían. No pudo entender nada José, instantes después de que él llegara, varios policías rompieron puertas y ventanas y se los llevaron a todos. Él fue a parar a una casa-hogar en Buenos Aires. No pudieron encontrar a sus padres, de modo que se quedó a vivir ahí, comenzó el colegio y una nueva vida. Habían pasado unos meses, cuando una pareja de mediana edad, de clase media acomodada, visitó el hogar y se encariñó con José. Primero lo visitaban periódicamente, después lo apadrinaron y finalmente lo pidieron en adopción. José crece entonces en una familia en Buenos Aires, estudia en buenas escuelas, va a la universidad. Su padre adoptivo, que había iniciado un pequeño emprendimiento de programación de sofware, se involucra con el ensamble de PCs en el país y comienza una lucrativa empresa en expansión. José trabaja con el padre adoptivo, pasaron quince años y ahora viste de traje, usa reloj de marca y maneja u Chevrolet Corsa que se ha ganado trabajando. Pero cierto día, manejando de regreso a su propio departamento y deteniéndose en un semáforo, observó la lenta procesión de una familia de cartoneros que empujaban los changos repletos hacia alguno de los puestos de venta. Los miró detenidamente, consciente de lo familiar que le resultaban esos cuerpos, de las formas que le devolvían en el recuerdo. El semáforo cambió. José arrancó a velocidad y se alejó de allí, aterrado por lo que creía haber visto. Por el pasado que abruptamente había vuelto. Volvió a su departamento y cerró los ojos recordando. Lloró amargamente al pensar en los primeros meses de dolor y soledad. Pero Dios no lo había abandonado, lo protegió y le dio una oportunidad. Pasó la noche sin dormir, hurgando entre las sombras de su memoria, entre los juicios y sentimientos, para escuchar lo que le dictaba su razón. Ahora la vida lo ponía frente a ellos, era la ocasión de vengarse de la dureza ignorante de sus hermanos o de agradecer lo que había recibido. Volvió a las mismas esquinas, a la misma hora para volver a verlos. Su padre, su madre, sus hermanos, algunos nietos anónimos revoloteando a su alrededor. Todos más viejos, mas dejados, más tristes. El hambre y la sociedad los habían empujado a la capital como la última esperanza. José conteniendo el llanto, bajó del auto y caminó hacia ellos, amontonados en una fila para entrar al depósito. Pasó entre ellos, mirándolos de cerca, sintiendo las antiguas presencias. Siguió de largo, entró a un kiosco. Al salir, su madre lo llamó despacio. Pibe - le dijo - ¿no tenés una moneda? . - y José sacó un billete del bolsillo y se lo dio. Y ella le agradecía. Y él la miraba a los ojos. Pero ella seguía sin reconocerlo, sin advertir que era su hijo, cerca, sus hermanos lo miraban con indiferencia. Volvió al auto. Por instantes. Después se secó las lágrimas y volvió a salir, volvió a encontrarse con ellos y habló frente a un padre que lloraba, un grupo de hermanos que se arrojaban a sus pies entre sollozos pidiéndole perdón y una madre que caía sentada allí mismo, incrédula, mientras refregaba sus ojos deshechos en lágrimas. José los ayudó a levantarse. Los abrazó tiernamente. - Ustedes me devuelven a mi familia - les dijo - De alguna forma Dios quiso que aquello me sucediera, para que yo pudiera ayudarlos ahora. Todo sucede por alguna razón, nada escapa a Sus planes. José les consiguió una vivienda, les dio ropa y comida, los ayudó a encontrar trabajo. Y así vivió José entre sus dos familias, feliz por sentirse completo y libre del rencor y el dolor que a veces habían nublado su mente y su alma.   María Teresa Caresani Buenos Aires, Argentina
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