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Rispáh, carbón encendido

2 Samuel 21, 1-14

Justa Victoria SÁNCHEZ CABALLERO


 

Después del entierro de sus dos hijos, Rispáh quiso pasar la noche en la misma choza campesina que la había albergado durante los tres meses que había durado la recolección del trigo. Tres meses, hija, que pasé espantando aves del cielo por el día y animales salvajes por la noche, para que no devoraran los cuerpos de tu padre y de tus tíos. Si tu corazón está triste, hija mía, en el mío ya no cabe más dolor. Esta será la primera noche de reposo para sus cuerpos y para mi alma. Por eso esta noche la quiero pasar sola contigo, para que recojamos juntas tanto dolor esparcido, tanta dignidad maltratada y tanta desilusión nacida... Nos harán falta, hija, para lo que nos queda de futuro.

Así le hablaba Rispáh a su nieta Toáh, su confidente esa noche de luna. El porte de Rispáh era de mujer luchadora, el timbre de su voz penetraba en el alma de quien la escuchara y sus ojos -sobre todo sus ojos- despedían fuego cuando defendía alguna causa. Treinta años atrás, el rey Saúl había mandado por ella, cuando apenas era una adolescente campesina. No traigas nada, princesa -le dijeron los soldados de la corte- que el rey te vestirá con ropas nuevas, como a una más de sus bellas concubinas. Y a la corte fue a dar. Su marido era el rey Saúl, el rey de las grandes batallas filisteas, de los primeros aires de grandeza nacional y del primer ejército profesional que tenía Israel. Saúl tenía el atractivo de su grandeza física. Recuerdo, hija, que la primera vez que el Rey me llamó a su presencia, me preguntó por mi nombre. Cuando le dije que era Rispáh, él comentó por lo bajo: sí, eres un “carbón encendido”, y tu amor debe ser así, porque tus ojos son de fuego. Esta frase del Rey mi Señor arrulla todas mis noches. Aún lo recuerdo con amor.

Saúl había sido elegido y ungido como rey por el profeta Samuel y esto le creaba cierta dependencia; él quería ser autónomo, dirigir las cosas por sí mismo y pelear sus propias batallas. Samuel no le perdonó a Saúl sus intentos de autonomía. La Corte veía cómo los amores del Profeta se desplazaban hacia David, el gran capitán de turno. Los filisteos, por su parte, aprovechaban la ofuscación de Israel y se fortificaban. El gobierno de Saúl había comenzado a desmoronarse. Tú ya lo sabes, hija. En todas esas luchas de poder, las primeras en pagar las consecuencias somos las mujeres. Somos propiedad de los varones, hacemos parte de los bienes de su casa, somos botín de guerra y nunca tenemos nada que nos pertenezca. Lo único propio sería nuestra voz y nuestra protesta, si nos atreviéramos a hacerla. Pero, ¿dónde están las mujeres valientes que tomen en serio que ellas también son como los varones imagen y semejanza de nuestro Dios Yahvéh?

Los recuerdos de Rispáh se trasladaron de nuevo a los momentos duros de la caída de Saúl. El Rey no pudo con la memoria del profeta que lo había maldecido y que había terminado enloqueciéndolo. Rispáh estuvo siempre cerca al Rey, su Señor. Ella fue su compañera fiel en todas sus contradicciones: en sus ratos de depresión y de locura, en los momentos en que maldecía o pedía perdón, en las horas en que gritaba o caía en un silencio oscuro que asustaba y en las madrugadas en que se vestía con sus armas de guerra, para dar las batallas por su pueblo. A mi Rey lo vi partir enloquecido, en compañía de su hijo Yonatán, para su última batalla en los montes de Guelboé. Después ya no pude verlo más.

Entonces el terror cundió en la Corte. Todos sabían lo que se venía encima: David, ya ungido por el Profeta Samuel, tomó el mando y persiguió a todos los descendientes de la anterior Dinastía. Las propiedades del anterior monarca pasaron al nuevo rey, los cortesanos de Saúl adularon al nuevo monarca y se pasaron a su bando. Todo lo que antes era dejó de ser, a partir del momento en que el ejército y el pueblo gritaron: “¡Viva David, nuestro nuevo Rey!”. Yo al principio, hija, libré de la muerte a tu padre y a tu tío, porque pasé a ser propiedad de Abner, antiguo general de Saúl, que le prestó obediencia al rey David. ¿Qué otra cosa podía hacer? La voz de Rispáh tomó el color de la noche y se silenció. No se atrevió a hablar de lo que entonces siguió para ella y sus hijos.

Lo de ser mujer de Abner no duró mucho, pues cualquier día, Abner fue asesinado a traición por Joab, otro general de David. Todos sabían que este asesinato era querido por la nueva corte, pues se trataba de un protector menos de los descendientes de Saúl. Rispáh huyó apresuradamente y se escondió en el campo con sus hijos. Ella estaba en la lista de los perdedores y, aunque conocía el destino que le marcaban los poderosos de turno, no se resignó al mismo. Buscó trabajo, hizo crecer a sus hijos, los vio casarse y acunó en sus brazos a sus nietos. La nieta mayor era Toáh, la preciosa israelita que esa noche la acompañaba. Porque, ¿sabes hija? No debemos esperar que nuestra suerte cambie por obra de los varones. Es a nosotras mismas a quienes nos toca dar el primer paso. Por eso, no olvides mi historia, pues en ella se cumple, a pesar de todo, la palabra del Señor Yahvéh que dice que Él tiene cuidado de la viuda, del huérfano y del forastero. Yo sé que la inmolación de mis hijos hará reflexionar a muchas mujeres.

En la mira de la corte estaba consolidar la dinastía de David y cualquier descendiente vivo de Saúl era una amenaza. Rispáh y sus hijos ya estaban en la mira. Lo que faltaba era tener algún pretexto para matarlos. Y lo tuvieron, porque la estructura religiosa, manipulada por la corte, se prestó para ello. Revivieron una vieja querella con los habitantes de Gabaón y se aprovecharon de una gran hambruna que azotaba al pueblo, calificándola de castigo de Dios. Pero, ¿castigo por qué? Apareció entonces otra historia: que Saúl había querido acabar con los Gabaonitas, que a estos no se les había dado satisfacción y que la única satisfacción posible era ejecutar a los descendientes que aún quedaban de la Dinastía de Saúl. Hicieron lo que siempre se hace cuando se quiere justificar algo: se finge consultar a Dios y se hace coincidir su voluntad con la del poderoso. Ay, hija, yo sólo digo que la historia se repite: cuando se pone a Dios a jugar a la política, éste aventaja al más grande asesino político. ¡Para eso es Dios! Pero, ¡pobre el Dios que necesita cumplir sus profecías a base de injusticia! ¡Y pobre religión la que convierte a Dios en asesino para justificar sus intereses! Lo único que yo sé, hija mía, es que mi Señor Yahvéh no es así. Él es justicia y ellos -la Corte y el Templo- lo han convertido en un vulgar ídolo de injusticia. De los ojos de Rispáh, de esos dos carbones encendidos, brotó ahora un torrente de lágrimas. Parecía que estuviera llorando, junto con el de sus hijos, el asesinato de su Dios Yahvéh, el Liberador de los oprimidos.

La sentencia no se hizo esperar. Fueron por los dos hijos de Rispáh y por los tres de Mical, hija de Saúl. Y los despeñaron ante Yahvéh y en el nombre de Yahvéh. Lo que entonces pasó quedó brevemente consignado en 2 Samuel 21,1-14. ¡Qué tristeza y qué vergüenza! No es culpa de la Biblia, no. Ella sólo recoge, paso a paso, las cosas que la conciencia humana -representada en la conciencia israelita- va fraguando en sus contradictorios caminos. Pero la historia de Rispáh no acaba en llanto. Bastó que asesinaran a sus dos hijos para que sus ojos se convirtieran de nuevo en dos carbones encendidos, no ya de amor como en el tiempo de Saúl, sino de indignación y reivindicación de sus derechos. Rispáh recogió a sus dos hijos asesinados, los embalsamó con plantas y aromas, los tendió en una cama de piedras, los cubrió con la única sábana real que guardaba escondida, construyó un tambuche para resguardarse y se quedó vigilando sus cadáveres. Nunca permitió que los enterraran. Quería expresamente que se regara la noticia y que llegara hasta la corte el relato de su protesta.

Rispáh estaba haciendo un acto revolucionario. La noticia se fue divulgando de boca en boca, de tienda en tienda y de aldea en aldea. Los que pasaban para el norte la llevaron hasta Galilea y los que pasaban para el sur la llevaron hasta Jerusalén y Beershebá y hasta el mismo Egipto. Rispáh era la única persona en el Reino que se atrevía a decirle criminal al gran rey David. Y el Rey, acosado por la actitud de esta viuda indefensa, tuvo que ceder: descendió de su trono, buscó los restos de Saúl y Yonatán, los junto con los de los cinco hombres asesinados y personalmente les dio sepultura. Mientras él pensaba que estaba enterrando a la Dinastía de Saúl, Rispáh estaba convencida de que enterraba la injusticia de los poderosos y el miedo de tantas mujeres a liberarse. La debilidad y la astucia estaban derrotando calladamente al poder criminal.

La abuela y la nieta por fin se durmieron. Las sombras de los cinco varones despeñados se refugiaron también en la choza y durmieron con ellas. Esa noche el tambuche quedó convertido en un pequeño Sheol: el lugar de reposo de todas las esperanzas de liberación que esas dos valientes mujeres no querían dejar morir. 1

 


 



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