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Mujer, pobre, indígena

Gilberto HERNÁNDEZ GARCÍA


 

 

Rosario en mano, Jacinta va desgranando avemarías como cada noche, desde hace más de mil cien días. Sus dedos se deslizan lentamente por las gastadas cuentas; su voz, pausada y apenas audible, suena lastimera. Al fondo del cuartucho donde está, una imagen de la Virgen de Guadalupe, escasamente iluminada por una mortecina veladora, parece atenta a las súplicas. Pero las últimas jaculatorias son interrumpidas por una de las celadoras del centro de reclusión donde se encuentra.

– Prepare sus cosas. Creo que ya la van a dejar ir –le dijo secamente aquella mujer–.

Jacinta no cabe de asombro. Su corazón se estremece. Es la noticia que ha estado esperando desde que la confinaron en este lugar que la ha separado de su familia. El rosario tiembla en sus manos. Al intentar ponerse en pie sus piernas se niegan a sostenerla. Vuelve a caer sentada al camastro. Cierra sus ojos, anegados ya en lágrimas, y musita una acción de gracias.

Recuerda cómo inició esta dolorosa historia que ahora ya parece tocar fin.

Aquel domingo 26 de marzo, para los habitantes de la comunidad indígena de Mexquititlán parecía ser como cualquier otro. En la plaza central del pueblo, a un costado de la iglesia de Santiago Apóstol, desde temprano, los comerciantes se habían instalado para ofrecer toda suerte de productos: hortalizas, guajolotes y gallinas, huevos, maíz, frijoles, tortillas, tejidos, pulque… además de los artículos de manufactura china que desde hace algunos años iban ganando terreno en el gusto de aquella gente y que, a decir de los propios vendedores, les redituaban mejores ganancias.

El sol esplendoroso daba testimonio de la recién estrenada primavera. El ir y venir de personas se antojaba interminable. Aquel ritual de compraventa, tan colorido como ancestral, hermanaba a todos los habitantes: era el espacio de encuentro, después de una ardua semana de arrancarle el sustento a la Madre Tierra, siempre providente y siempre necesitada de cuidado.

Jacinta había salido de la misa de mediodía y permaneció unos minutos más para dar algunas informaciones a sus compañeras de cofradía, las “Peregrinas a pie al Tepeyac”. Al terminar, recogió el estandarte de la Guadalupana que ella custodiaba por ser la presidenta del grupo, y se dirigió a la botica a comprar algún medicamento para enfrentar la gripe que ya le estaba haciendo estragos. Después iría al puesto de helados y aguas frescas, propiedad de la familia, donde su hija mayor ya la esperaba para que la relevara en el trabajo.

La algarabía y convivencia pacífica del tianguis fue rota cuando llegó un grupo de hombres, vestidos como cualquier civil, que, sin mediar palabra, empezó a despojar de sus mercancías a los vendedores, con lujo de violencia, con el argumento de que eran productos “piratas”. Los agresores lanzaban al suelo los artículos y los pisoteaban. El hecho enardeció a los comerciantes.

Bastaron un par de silbidos, una especie de código comunicativo, que se fueron replicando por el mercado, para que casi todos los vendedores y una gran cantidad de transeúntes se arremolinaran en torno a aquellos hombres que perpetraban ese desmán. Cuando los violentos se vieron copados dijeron ser policías federales; entonces los comerciantes les exigieron identificarse y exhibir la orden que avalara su proceder, pero los agentes se negaron. Aumentó la tensión.

Jacinta llegó en ese momento. Solidaria con los suyos, también recriminaba a los hombres que han hecho los destrozos. En la turba, algunos opinaban que deben retenerlos para ser juzgados según los usos y costumbres del pueblo. Temeroso, el jefe del grupo policial, intentó calmar los ánimos de la gente: dijo que hablaría con sus supriores para ver cómo dar solución al altercado. Los comerciantes dijeron que la única manera de reparar el mal que les habían hecho era pagando los artículos que les habían destrozado.

Al poco tiempo llegó el jefe regional de la policía para dialogar con los afectados y ofrecieron pagar en efectivo los daños causados por los elementos policiacos, pero argumentaron que debían trasladarse a una ciudad cercana para conseguir el pago. Los comerciantes aceptaron el trato y el jefe policial ordenó a uno de los agentes que permaneciera en el pueblo como garantía de que regresarían.

Las horas pasaron y cuando la noche empezaba a cubrir con su negro manto la población, regresaron los miembros de la policía que habían participado en el fallido operativo, junto a su jefe. Parecía el punto final de la historia y que todo quedaría en el anecdotario del pueblo. Los comerciantes levantaron sus puestos y, en un ambiente de camaradería, se dirigieron a sus hogares. La jornada había sido larga y extenuante.

Pasaron cinco meses. El pueblo siguió con su vida cotidiana, en su lucha por la vida. Un día Jacinta barría el frente de su casa. El olor a tierra mojada impregnaba el ambiente. Las gallinas deambulaban por el patio rascando la tierra en busca de algún grano que les sirviera de alimento.

De pronto, frente a su casa se estacionó una gran camioneta negra, de la que bajaron algunos hombres. Era un grupo de agentes del ministerio público. Le mostraron una fotografía y preguntaron si conocía a alguna de las personas que aparecían ahí. Jacinta sonrió, ingenua, y dijo: “Soy yo”.

Entonces el que parecía ser el jefe del grupo le dijo que querían preguntarle algo acerca de un árbol que recientemente había sido derribado en la comunidad y querían saber quiénes fueron los autores del hecho. Jacinta, de buena fe, les explicó que era un árbol viejo, y que de la noche a la mañana había amanecido tirado. El agente le pidió que le ayudara, que testimoniara eso que les contaba, pero para eso tendrían que llevarla a la capital del estado, que no se preocupara, que para la tarde ya estaría de vuelta en su casa. Amable como ella es, accedió a acompañarlos. En el camino recogieron a otras dos mujeres, vecinas de la comunidad.

Las llevaron a un juzgado. A la entrada del edificio ya las esperaban muchos fotógrafos. De inmediato las mujeres se sintieron cohibidas. Así empezó la verdadera pesadilla. Las sentaron frente a un gran escritorio y, sin misericordia, las bombardearon con preguntas de un asunto que no entendían: les pedían explicaciones de cómo había sucedido el secuestro de seis agentes de la policía hace cinco meses en su pueblo, Mexquititlán.

Ellas, indígenas, no comprendían todo lo que les decían porque no hablaban bien el español. En la mente de Jacinta revoloteaba la palabra “secuestro” y no hallaba una palabra en su idioma que se le pareciera o le diera una idea de qué era eso. Balbuceaba algunas cosas en su maltrecho castellano… los dedos de las secretarias se movían con velocidad sobre las máquinas de escribir. Agobiadas, les dieron a firmar las declaraciones, pero como no sabían escribir, les tomaron la mano e impusieron sus huellas digitales en los papeles. Tardarían un tiempo en entender bien qué estaba pasando.

Esa noche, el ministerio público convocó a todos los medios de comunicación de la localidad. Jacinta y sus dos compañeras fueron presentadas ante la opinión pública como culpables de haber secuestrado a seis agentes policiacos durante los hechos ocurridos cinco meses atrás. Las únicas pruebas para sentenciar a la mujer, eran una fotografía publicada en un periódico local, donde ella aparece detrás de los agentes y las declaraciones de los seis. La policía que aquella vez había sido obligada a pagar sus fechorías, ahora se estaba cobrando la factura.

En la averiguación previa se decía que en el reporte rendido por los policías el mismo día de los hechos, estaba asentado que “un grupo de gente los rodeó” y eso implicaba una retención, un secuestro. A Jacinta le acusaron falsamente de querer linchar y quemar al agente que se quedó en el pueblo mientras sus superiores conseguían el dinero para pagarle a los tianguistas los daños causados por los agentes.

La familia de Jacinta de inmediato buscó la ayuda de un abogado, pero no tuvieron suerte. Argumentaban que sería difícil ganarle la batalla al Goliat que resultaba ser la policía.

En el pueblo se corrió la voz de que Jacinta había sido detenida por una fotografía donde aparecía; y que había muchas fotos más. Los comerciantes se llenaron de miedo y prefirieron no exponerse. Cuando los familiares de Jacinta les pedían apoyo para hacer frente a la injusticia, los demás tianguistas se disculpaban pero no se atrevieron a hacer fuerza con ellos. Lo mismo pasó cuando fueron a ver al párroco del lugar: dijo que él no se metía en política y que si estaba en el reclusorio sería porque evidentemente sería culpable.

Pasaron más de dos años y Jacinta siguió en la cárcel. El abogado de oficio que le consiguieron nada pudo hacer en defensa de la mujer: fue sentenciada a 21 años de prisión, condena máxima que se le aplica a un secuestrador. La familia quedó desecha. La resignación se fue apoderando poco a poco de ellos. Pero en el corazón de Jacinta la esperanza se negaba a ceder su lugar a la derrota.

Gracias a una nota en un periódico, un Centro de Derechos Humanos se enteró del caso de Jacinta y asumieron su defensa. En sus indagatorias se dieron cuenta que el proceso persistía en graves desigualdades del sistema de justicia, como la falta de acceso a un traductor y la negación de su derecho a la presunción de inocencia, los cuales tienen efectos de mayor intensidad en las mujeres indígenas debido a la triple discriminación de que son objeto: por ser indígenas, mujeres y pobres. La investigación sacó a relucir las deficiencias de la impartición de justicia.

El Centro de Derechos Humanos, emprendió una campaña de solidaridad en favor de Jacinta y sus dos compañeras, que suscitó numerosas adhesiones. Así, la comunidad se sintió con valor y empezó a exigir a las autoridades que pusieran fin al encarcelamiento de las mujeres. Al poco tiempo, Amnistía Internacional declaró a Jacinta “prisionera de conciencia”. La presión social obligó a que las instancias judiciales presentaran conclusiones no acusatorias en el proceso que enfrentaban las mujeres por el delito de secuestro. Tuvieron que pasar tres años para que Jacinta pudiera recobrar su libertad.

La comunidad entendió que es tarea de la sociedad civil y de la opinión pública mantener constante atención a estos para que las autoridades, en sus distintos niveles, se comprometan a no repetir acusaciones injustas como le sucedió a Jacinta y sus compañeras.

El día que Jacinta fue puesta en libertad, las autoridades del reclusorio quisieron hacerlo con mucha discreción. Pretendieron sacarla por la puerta trasera, a altas horas de la noche. Sin embargo, los activistas de derechos humanos, algunos periodistas que habían dado a conocer los atropellos de los impartidores de justicia, y cientos de vecinos y simpatizantes de la mujer, hicieron un plantón frente el centro de reclusión y exigieron que saliera por la puerta principal.

El director del penal, fue por Jacinta y la acompañó a la puerta. Secamente le tendió la mano y le dijo: “Usted disculpe”, y regresó de inmediato al edificio. Al ver a Jacinta todos los presentes estallaron en gritos de júbilo. La que entró como delincuente salió de la prisión como heroína.

Hoy en día Jacinta sigue siendo “peregrina a pie al Tepeyac”, pero ahora entiende su ser de cristiana desde una nueva óptica: está comprometida con la causa de los derechos humanos, particularmente de las mujeres y los indígenas.

Basado en un hecho real

 

Gilberto Hernández García

Chiapas, México

 


 



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