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Semillas y Tierra

Edilberto BLANCO BENAVIDES


 

 

Los dos hombres estrecharon sus manos para sellar la negociación. En la habitación del exclusivo edificio, cuidadosamente elegido de entre los lugares más discretos, se habían reunido para precisar los últimos términos del acuerdo y afinar los detalles de las futuras transacciones.

Ciento cincuenta kilómetros al norte, una bandada de pericos -bulliciosos en extremo-, habían despertado ese miércoles 8 de marzo. Pasaron la noche encaramados en el gran higuerón que todas las generaciones vieron en el patio de la vieja casa de los abuelos.

Miguel despertó de un salto cuando, al mover su cuerpo, un intenso dolor estremeció los músculos de su espalda. Recordó el trabajo pesado del día anterior, hizo un recuento de las tareas pendientes, observó su reloj y, haciendo un gran esfuerzo, se levantó de un impulso.

Escuchó en la cocina el quehacer de su madre. Mujer de cedro, de manos generosas y vientre prodigioso de seis partos. Se dirigió hacia ella, recostó la cabeza en su hombro y recibió con reverencia su bendición. Desayunó té del romero plantado en el jardín con tortillas del maíz recién cosechado. En el noticiero radial, un funcionario del Ministerio de Comercio proclamaba los múltiples beneficios que traería a la economía nacional la ratificación del Tratado de Libre Comercio con Estados Unidos. Miguel recogió sus herramientas y salió al campo.

Al abrir la puerta se encontró con un día de verano, del corto verano del trópico húmedo. Al fondo, el bosque nuboso cundido de vida: innumerables tonos de verde, las nubes bajas transitando por entre los inmensos árboles que, ajenos a la legislación ambiental vigente, alzan sus ramas libres al cielo, al sol y al viento. Avanzó por el camino pedregoso que conduce a su parcela, respondió jubiloso el saludo de sus vecinos recién también salidos al camino, respiró el aire frío de la mañana, sintió la brisa en su rostro, agradeció la luz del sol.

Cuando llegó a su destino bajó las herramientas de su hombro y se detuvo un instante a reconocer el lugar que lo hacía sentir libre y seguro. Era un pueblito de 36 familias, ubicado bien alto, en el último de los cerros de la sierra volcánica central. Gente de manos endurecidas lo habitan. Manos duras por cultivar verduras y hortalizas, y a la vez tiernas de cultivar niños. Gente como de tierra. Hasta de color parecido, como había pensado Miguel alguna vez, después de observar sus manos mestizas.

En seguida se ocupó en desactivar los rudimentarios sistemas de riego que, trabajando durante toda la noche, mojaron la superficie que lograron alcanzar con el agua revitalizadora. Satisfecho observó sus siembras. La tierra se parece a las madres –pensó-, que dan la vida y hacen que crezca.

«Mi abuelo fue el primero que puso cañerías en este pueblo» –había anotado tiempo atrás en su cuaderno de guardar memorias-. «Me lo dijo don Carlos Salas. Antes, el agua venía por canales desde el río, lo supe por mi tata. Esos canales los abrieron los Castro, que eran gente tan trabajadora. Mi abuelo imaginó los campos regados en verano, entonces construyó un tanque arriba, en la loma, que llenó con el agua de uno de los canales. De él sacó las cañerías que sembró en sus tierras. Luego de ver lo lindas que se pusieron las siembras, los vecinos también lo hicieron. Eso fue hace como treinta años».

Haciendo a un lado sus pensamientos, inclinó su existencia quedando frente a frente con la tierra. Esperó un instante que se apartara un grillo y en seguida sus brazos abalanzaron la azada que partió el aire y abrió el suelo, formando la herida que guardó y luego nutriría las semillas heredadas que harán renacer brotes nuevos con caracteres ancestrales.

Acabada la tarea se sentó en el suelo. Espontáneamente surgió de sus labios una melodía e inmediatamente comenzó a cantar: «De colores, de colores se visten los campos en la primavera… de colores, de colores son los pajarillos…». Al momento sus ojos aguaron el recuerdo de la vocecita gastada de su abuela. Mujer de roble que partía cestos de pan con sus manos, que alimentó con su cuerpo herido a 15 hijos, y que con la fortaleza de su espíritu nutrió una gran descendencia. Ella se parecía a Dios –pensó-. Tenía un corazón muy grande…

Consumido estaba en sus pensamientos cuando divisó a Chico Alfaro bajando la cuesta en dirección a donde él se encontraba. Traía apagada su habitual sonrisa. Miguel secó rápidamente sus lágrimas con el dorso de su mano sucia y se levantó. Los dos hombres se encontraron en sus miradas y estrecharon sus manos con rudeza. Luego se sentaron de frente a la inmensa llanura.

-Mirá Miguel. Vamos a tener que reunirnos hoy, el comité del acueducto.

-¿Y eso?

-Me dijo Emélida que llegaron unos papeles de la capital. Hablan de la nueva Ley de Aguas. Parece que el gobierno se quiere adueñar del acueducto. Por lo menos eso fue lo que entendió ella, que fue la que lo leyó.

-¡No creo!, ¡debe ser que se confundió! ¿Cómo después de que nunca nos quisieron ayudar van a venir a decir que algo que nosotros hicimos es de ellos? ¡Jamás…!

-Mirá, no sé. Llegate a la junta y ahí veremos de qué se trata…

Durante el resto del día, un sentimiento de intranquilidad invadió el pecho de Miguel. Recordó lo mucho que costó alcanzar la organización y ni qué decir de las dificultades durante las largas jornadas de trabajo abriendo zanjas y moviendo piedras que se resistían a abandonar el lugar que por tanto tiempo habían ocupado. Muchos vecinos se hicieron uno solo en la ardua tarea de traer el agua del río a los campos y de la misma naciente hasta las humildes casas. Revivió las fatigas y también la alegría del día en que por fin el acueducto comunal fue inaugurado.

Llegada la hora de la reunión, mientras Emérita leía con su voz atardecida, un aire de ansiedad invadió el salón comunal:

«…Hacemos de su conocimiento que, a partir del momento en que la nueva Ley sea publicada en el periódico oficial, la administración de todos los acueductos rurales del país pasará a ser responsabilidad del Estado. Las Juntas vecinales deberán traspasar dicha administración por medio del protocolo establecido...»

-No es justo –dijo Lucrecia, después de escuchar todo el contenido del documento oficial-. Nosotros hicimos el acueducto, mujeres y hombres trabajamos con nuestras manos para que llegara el agua limpia hasta las casas, pensando en que los chiquitos dejaran de padecer de diarreas. ¡Sólo nosotros sabemos lo que nos ha costado!

-¡Y ahora que estábamos empezando a pensar en el proyecto de tratamiento de aguas servidas! –añadió Victoria-.

-Lo que me extraña –agregó Chico- es que el gobierno ahora quiera administrar el acueducto, mientras que hace un tiempo ni siquiera nos puso atención cuando fuimos a pedir ayuda para construirlo.

-Una no es tonta - concluyó Emélida-. Algún negocio ha de haber...

La junta trazó algunas pautas a seguir: primero informar a los vecinos y escuchar sus propuestas, luego contactar otras organizaciones administradoras del recurso hídrico en la región... - El camino es largo -dijeron.

Al regresar a su casa Miguel se sintió envuelto por la brisa fría del anochecer. Se sintió cansado. En el aire el rugir del río, que baja el cerro con estrépito indomable.

Cuando llegó a su casa apenas probó la comida que permanecía aún caliente sobre el fogón. Se dirigió a su cuarto. En la habitación de al lado su madre elevaba su plegaria persistente y siempre nueva: «No nos dejes caer en la tentación de abandonar, y líbranos del mal». Tomó su libro y lo abrió en la página que acostumbraba. Hacía algunos años había descolgado el crucifijo que tenía en la pared porque creyó que era mucha desconsideración apoyarse en alguien que padecía un estado tan lamentable. Luego de un tiempo lo volvió a colocar después que leyó en su libro las palabras que ahora tenía frente a sus ojos: «Destruyan este templo y lo levantaré en tres días».

Ciento cincuenta kilómetros al sur, el representante de la virtual empresa concesionaria (hombre de buena presencia y acento extranjero) estrecha la pulcra mano del funcionario gubernamental. No se miran. Acaban de precisar los términos del acuerdo y ultimar los detalles de las discretas transacciones.

Las comunidades son como la tierra –pensó Miguel-. Ella hace que nazcan de nuevo los árboles allí donde ya le cortaron los que había hecho crecer... son como Dios...

Cientos de pericos terminaron por fin de acomodarse para dormir en las ramas del inmenso higuerón.

 

Edilberto Blanco Benavides

Agricultor. Costa Rica

 


 



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