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Ángel MujerBeatriz CASAL
 
Áccesit del «Concurso de Cuento Corto Latinoamericano» convocado por la Agenda Latinoamericana'2005, otorgado y publicado en la Agenda Latinoamericana'2006  
Ya ves doña Luisa, mira dónde estás. Al final todos vamos a parar ahí, yo lo sé. Pero tú, apenas si viviste. ¿De qué te valió tanto sacrificio? ¿Fuiste feliz alguna vez? Ocho hijos y tantos nietos... Y ahora estás ahí, en lo hondo de este túnel, donde te comerán los gusanos. Aunque quizás, tu alma está allí, donde están los ángeles. ¿Habrá ángeles mujeres? Si es así, seguramente te habrás convertido en un “Ángel Mujer”. Si es así, entonces podrás oírme y tal vez perdonarme…
Muchas veces quisiera quitar de mi mente todos esos recuerdos y que se borraran de mi memoria los pensamientos. Pero como una maldición llegan siempre y te veo así, encorvada ante la batea de ropa sucia. Nunca te vi descansar. Estabas siempre buscando trabajo, ayudando a todos, cuidando y cuidando muchachos. Cuando te sentabas -las pocas veces que lo hacías- estabas pensativa, preocupada. No fuiste cariñosa con nosotros, no nos besabas casi nunca, ni cuando íbamos para la escuela, ni cuando íbamos a dormir. Tu función era hacer la comida, buscar, pedir prestado y que no faltara aunque fuera un pedazo de pan. Lavar, planchar, limpiar. Trabajar, trabajar, eso, sólo eso. ¡Ah!, y adorarlo a él…
¿Por qué me mostraste esa imagen, mamá Luisa? ¿Por qué no me enseñaste que la vida no era eso: ropa sucia, cacerolas, pañales meados y biberones? ¿Por qué no me dijiste que había otro mundo para una mujer? ¿Por qué no me enseñaste que tampoco era éste, el que escogí: el de hoteles, bares, luces, alcohol y sexo sin amor? Podías haberme dicho que mi cuerpo era para otra cosa y no para llenarlo de bocas y manos ajenas y viajeras.
Claro, para ti no había más compañía que la de mi padre, ese mezquino y taimado mentiroso, que nunca llegaste a conocer como yo. Como lo conocí “aquella tarde”… Desde entonces no pudo volver a mirarme a los ojos. Ni siquiera puedo precisar cuántos años yo tenía, ocho o diez quizás, pero para el caso era lo mismo. Él no esperaba que yo regresara tan temprano de la escuela, entré al patio y el no me sintió, estaba de espaldas agachado, en cuclillas, y la manoseaba. Ella era dos años mas pequeña que yo, tenía el pantaloncito por las rodillas y el le tocaba el trasero. Cuando me sintió a sus espaldas trató de disimular y yo en medio de la vergüenza intenté pensar que me había equivocado. Me repetí durante muchos años, que aquello había sido un sueño, una equivocación, un error, pero era inútil, él y yo sabíamos que había sido verdad.
Por eso cuando te veía atenderlo con tanto esmero, venerarlo, sentarte frente a él a oírle todas sus sandeces, te odiaba. No podía comprender qué encontrabas en aquel ser repugnante, que sólo te miraba como esclava, o como la receptora muda de todas sus palabrerías. Sólo te tocaba por las noches para saciar sus deseos, a tu espalda, sin una caricia, sin un beso. Tu ni siquiera te movías para que no nos despertáramos, en aquel cuarto donde dormíamos apretujados en aquellos camastros. Pero yo no me dormía hasta oírlo terminar, jadeante, para luego comenzar a roncar de inmediato.
Los odiaba a los dos; a él, porque sólo pensaba en su satisfacción, en esclavizarte o en usarte a ti y a otras para sus deseos. Lo odiaba por ser hombre, porque ésa era la imagen que me enseñaba de su sexo. Y te odiaba a ti por soportarlo, por no haberlo sacado de tu vida cuando vinieron a decirte lo de la otra… Tu sabías que era a aquélla a la que él quería. Te odiaba, porque no entendía cómo podías seguir queriendo a un ser tan despreciable.
Cuando murió no sentí dolor, creo que fue alivio. Y no por mí, sino por ti. Jamás he sabido si pude perdonarlo, porque nunca me lo pregunté. Por eso me iba con mis amigas. Con ellas, en nuestras parrandas semanales, olvidaba tanta miseria, me alejaba de aquella casa llena de mentiras y suciedades, porque ni tú ni el padre que me diste lograron convertirla en hogar.
Por eso cuando mis amigas me buscaban me iba sin escucharte, sin responder a tus argumentos de que aquéllas no eran buenas compañías. Olvidaba las peleas de él, que sólo hacia echarte la culpa de mi vida sin control. Queriendo siempre hacerse el santo, el puro, el honesto, te hacía responsable de mis locuras, porque nunca tuvo valor de enfrentarme. Por eso llegué a creer que mis amigas me querían más que ustedes, ellas sí sabían cómo hacer las cosas, siempre conseguían lo que querían y tenían ropa y zapatos bonitos, que a veces me regalaban. Ellas me enseñaban a conocer una vida que tú ni imaginabas y que papá no había sabido darte.
Y por eso también, aquel día me entusiasmé con la propuesta. Sí, recuerdo que fue Karla quien lo insinuó. Estábamos en la playa, “el grupo”..., Leyda, La Peque (nunca recuerdo su nombre), Karla (piel de ébano), Marlly y yo. Nos convencimos de que aquélla era la propuesta del momento, por lo menos la mejor propuesta: buscar extranjeros para sacarles la plata. Otras ya lo hacían y les había salido bien, ¿por qué no probar? Nosotras éramos jóvenes, bonitas y estábamos dispuestas. Además para mí era como vengarme de ellos, de todos los hombres, y entre ellos, de mi padre.
Aquella noche fuimos al Hotel del que nos había hablado Ernesto, un amigo de Marlly, y todo comenzó... Ernesto estaba allí esperándonos y nos presentó algunos turistas. La Peque y Leyda se fueron a casita sin conseguir nada. Pero Karla, Marlly y yo nos pusimos “dichosas”. Ya en aquella habitación alquilada, la cosa no fue tan fácil como había pensado. Yo estuve casi todo el tiempo pensado -mientras aquel holgazán estaba sobre mí y hablaba sin cesar en un francés entrecortado- en la bendita hora que estuviera bajo la ducha y saliendo de aquel endiablado cuarto con los dólares en la mano.
Al regreso mis amigas me felicitaron, no sólo había engrampado al mejor, sino que había terminado antes. Yo me guardé mi asco por no parecer ridícula y comprendí muy pronto que si seguía haciéndolo, lo importante era: olvidar, evitar comparaciones, ocultar la angustia y obligarme a sonreír.
Pero la cosa no era tan fácil como pensábamos, siempre había que recurrir a Ernesto, él tenía “el control del negocio”. El también comprendió muy pronto que yo era un “buen producto” y se fue convirtiendo en mi artesano. Lo bien que me llevó de la mano a un mundo desconocido y hondo, con mezcla de placeres y tristezas. Tumultos de lujuria y vanidades, entre cómodos lechos y febriles letargos.
Ernesto llego a ser el dueño de mi vida, me lo enseñó todo en “el arte del sexo”. Se convirtió en mi dueño muy hábilmente, como papá lo hizo contigo. Yo intentaba convencerme de que no era igual, pensaba siempre: “ésta es otra vida, no como la de Luisa, al lado de ese monstruo”. Tú siempre estabas nerviosa cuando sabías que mi padre estaba. Al regresar del trabajo, buscabas complacerlo, intentando que estuviese cómodo y tranquilo, escondiéndole las maldades que hacíamos para no disgustarlo. Yo lo tenía “todo” en este apartamento alquilado. La mía era otra vida, ya no estaba allá entre las cuatro paredes de nuestro cuarto sin pintar. Ahora si vivía como las personas. Y aunque tenía que trabajar duro, éste si que era un trabajo productivo.
Es cierto que cuando el reloj digital comenzaba a avisarme que era hora de volver al trabajo, se me apretaba el pecho y quería gritarle a Ernesto que me dejara dormir abrazada a él. Pero había que buscar plata y de “los verdes”. Aunque para ello tuviera que tragarme el asco de algún engreído alemán, o un pedante canadiense, o quizás las groserías de algún que otro mexicano. Y escuchar a menudo la voz arrugada de ese gordo y viejo gallego que viene cada tres meses y siempre me jura que me recuerda.
Claro que es otra vida, no como la tuya, con la fuiste envejeciendo y poniente cada vez más fea. Sin nada que ponerte a veces, por guardar el dinero para la comida. Mis uñas no están como las tuyas, sin pintar y llenas de tizne. Mi pelo no está como el tuyo, lleno de canas y muchas veces sin peinarlo casi, porque no tenias tiempo de mirarte al espejo. Mi cuerpo no está maltratado como el tuyo… Aunque, no sé, las manos que acarician sin amor agrietan la piel, los rastros de saliva dejan huellas sucias, los cuerpos indeseados sobre el mío, me hacen rasguños en el alma... Pero todo eso lo tapan los vestidos y el maquillaje.
Tú no pensabas así, me lo dijiste aquel día que me mandaste a buscar. Aquella única vez. Aquel único día que sentada ante mí me pediste que volviera, con tus ojos llenos de lágrimas. Pero yo intentaba no mirarte a la cara, no quería permitirme el desatino de escucharte, ya era demasiado tarde. Tú eras la culpable de todas mis desdichas, por haberme dado el ejemplo triste de tus humillaciones y tu debilidad. Y ahora me querías convencer de que ésta no era una vida honrada... Yo no quise decirte que si ser honrada era ser como tú, prefería ser una perdida. Por eso callé, para no lanzarte a la cara que para mi tú tampoco habías sido honrada. Que también habías vendido tu cuerpo a mi padre en aquel camastro de nuestro cuarto mugriento, y sin cobrarle absolutamente nada.
No escuché tus súplicas, ni las veces que me pediste que te prometiera que iba a dejar aquella vida. ¿Dejarla?, tú estabas loca, a dónde iba a ir, ¿de qué forma pretendías que volviera?, ¿a la miseria de aquel cuartucho, cada vez más sucio y gastado, porque nunca aceptaste mi dinero? ¿Qué pretendías, que todos se burlaran de mí, que me creyeran una fracasada, una sumisa como tú? Aquella noche me fui sin contestarte, sin siquiera decirte una palabra de consuelo. Sin darte un beso. No podías comprenderme, nunca me habías entendido, ni me entenderías jamás. Además, tú no conocías este mundo, este mundo de comodidades y lujos que te atrapa, que te envuelve, donde casi nunca una mujer encuentra la salida.
Porque la vida no tiene marcha atrás, las puertas todas se cierran tras nosotras. Como hoy están cerradas detrás de mí. Sólo hay caminos hacia adelante, sólo hay lugares sin trillar, sólo hay puertas que podemos abrir, aun con el miedo y la sorpresa de entrar en ellas y encontrar otras soledades, otros destierros. Por eso me fui sin mirarte, por no ver tus ojos grises llenos de tristeza, por no aceptar tu sufrimiento. Por no reconocer ante ti mis frustraciones, mi angustia. No quise mirarte, porque hubiera llorado en tus brazos la muerte de la infamia, la destrucción del desamor, el derrumbe de la idolatría del dinero y los lujos, el entierro de las orgullosas vanidades de los tiempos. La absurda historia que nos legó el destino, a tantas mujeres como nosotras.
Por eso hoy, cuando sentí el sonido de las sogas al bajar tu caja hacia el fondo de la muerte, al sentir la tapa cerrarse, alejándote para siempre de mi vista, quise quedarme para hablarte. Para comunicarme contigo por primera vez. “Mira doña Luisa, lo absurda que ha llegado a ser esta hija tuya”. Hablar contigo precisamente ahora, que ya no estás presente.
Pero. es que sé que, cuando vuelvan a abrir la tapa de este túnel que te saca de la historia, saldrás sin ojos, sin labios, sin cuerpo de mujer y de madre. Te fuiste y no pude decirte que te había perdonado. Porque no somos nosotras las culpables. Pues cada día se repite la historia. Y en cada madrugada hay una mujer con un precio, escondiendo su asco. Y otra, como tú, cargando con el peso del trabajo que nunca tiene precio.
No pude decirte que tú y yo fuimos la misma cosa: mujeres de la historia. No pude, mamá, reconocer ante ti que las dos fuimos víctimas y que además nos hicieron enemigas. Todo está tan oscuro alrededor, como si yo estuviese ahí junto a ti, dentro de ese ataúd que nos separa, pero que nos acaba de unir para siempre. He venido a decirte que logré perdonarte. Que no somos culpables. Que hay que cambiar la historia
Ojalá doña Luisa, que allí donde hayas ido, tú, Ángel Mujer, hoy logres perdonarme.
  Beatriz Casal Ciudad de la Habana, Cuba
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