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Espíritu creador

2003-11-21


  Entender la realidad como un tejido intrincado de relaciones, como hemos visto en nuestro artículo anterior, significa situarse en el seno de aquella experiencia que permitió a la moderna cosmología hablar de espíritu. En esto ella coincide con las tradiciones transculturales de la Humanidad. Spiritus para los latinos, pneuma para los griegos, ruah para los hebreros, mana para los melanesios, axé para los nagô y los iorubá de África y sus descendientes en las Américas, wakan para los indígenas dacotas, kipara los pueblos de Asia nororiental, shi para los chinos... poco importan los nombres: en todos los casos estamos ante una energía originaria que lo atraviesa todo, que hace del universo un inconmensurable organismo y se manifiesta como una realidad que está en emergencia, en fluctuación y en apertura hacia lo nuevo, en una palabra: como vida y espíritu.

Fue el animismo (animus = espíritu) quien captó esa dimensión de la realidad. Como han señalado notables antropólogos como E.B. Taylor, el animismo no configura una visión mágica, sino una manera coherente de leer el universo, y de interpretar cada cosa a partir del principio de interacción, de la vida y del espíritu. Nosotros, modernos, somos también, a nuestra manera, animistas, en la medida en que vivenciamos el mundo afectivamente y no sólo como objeto neutro. Todo tiene valor y transmite un mensaje: los animales, los árboles, los vientos, las casas y las personas. Todos poseen, por su presencia, un dinamismo que nos afecta y nos hace interactuar. Son portadores de ‘espíritu’ porque hablan y están cargados de simbolismo. Por eso es posible la poesía, el arte, la inspiración en cada orden de conocimiento, hasta en la ciencia física más formalizada.

El chamanismo surge de esta lectura de la realidad. El chamán no es simplemente una persona entusiasta; es alguien que tiene acceso a las energías cósmicas, y a través de sueños, ritos y danzas, logra que sean bienhechoras para los seres humanos. Cada uno tenemos nuestra dimensión chamánica, que, si la despertamos, nos ayuda a sintonizar con el equilibrio dinámico de todas las cosas. Cuando hablamos del espíritu humano, no nos referimos a una parte sino a todo el ser humano, a su modo de ser autoconsciente, capaz de percibir totalidades y de ser un nudo de relaciones, abierto a todas las direcciones.

La Fuente originaria de todo ser fue llamada con frecuencia Espíritu. Decir «Dios es Espíritu» es expresar a Dios en el conjunto de la vida, de la comunicación, de la creatividad, de la pasión y del amor. O sea, aquella Energía que subyace a todas las demás energías, llena todos los espacios y tiempos y continuamente crea y recrea: el «Spiritus Creator». Los cristianos profesan en su credo: «creemos en el Espíritu Santo, Señor y Dador de vida». Ese artículo expresa la conexión del Espíritu con la vida y el «espíritu» en la creación. En nosotros ese Espíritu se revela como «entusiasmo» (en griego, «tener un Dios dentro»). El Espíritu está en todas las cosas y todas ellas están en el Espíritu. He ahí el pan-en-espiritualismo, similar al pan-en-teísmo (no «panteísmo»).

Del Oriente nos vino este pequeño poema que traduce bien la presencia mutua: «El Espíritu duerme en la piedra, sueña en la flor, despierta en el animal y sabe que está despierto en el ser humano». Tal visión nos da una fecunda mística cósmico-ecológica. Estamos sumergidos en un campo de absoluta energía que alimenta tanto las energías del universo como nuestra propia energía vital y espiritual.

 

Leonardo Boff




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