El lenguaje religioso: desmitologización y cambio cultural
Andrés TORRES QUEIRUGA
Publicado originalmente en gallego
en «Encrucillada» 198(mayo-junio 2016) 245-256.
Traducción al castellano de Koinonía, publicado en febrero de 2017.
En un artículo anterior
traté el tema del lenguaje religioso atendiendo sobre todo a los problemas
planteados por lo que Richard Rorty bautizó como “giro lingüístico” del pensamiento
moderno[1]. Aquí lo doy por supuesto y tataré de tocar dos
temas complementarios: el suscitado por el programa de la desmitologización
defendido por el escriturista protestante Rudolf Bultmann, y el más hondo y
englobante que nace de la magnitud del cambio causado por la entrada de la
Modernidad[2].
1. La alerta de la “desmitologización”
1.1 La necesidad del cambio
"No se puede usar la luz eléctrica y
el aparato de radio, o echar mano de modernos medios clínicos y médicos cuando
estamos enfermos, y al mismo tiempo creer en el mundo de espíritus y milagros
del Nuevo Testamento"[3].
Esta frase, que impresiona por su
contundencia, no fue escrita ayer por uno de los nuevos ateos, sino hace ya
bastantes años, el año 48 del siglo pasado, por uno de los grandes exégetas
cristianos, el alemán Rudolf Bultmann. Y no la escribió para atacar a la fe
cristiana, sino para defender su vigencia, aunque que, eso sí, llamando a la
necesaria y urgente actualización en el modo de comprenderla y anunciarla. Fue lo
que él chamó el problema de la “desmitologización”. No hace falta estar de
acuerdo en todo con él, demasiado influido por un fuerte radicalismo exegético
y por un claro reduccionismo teológico (muy marcado por el concepto de
“autenticidad” en la filosofía de Heidegger) para comprender la seriedad del
desafío y la justicia de su llamada de atención.
En el agudo y profundo prólogo a la traducción
francesa de su pequeño e influyente libro sobre Jesús, Paul Ricoeur señaló bien
sus límites, pero también sus méritos irrenunciables[4]. Hace una distinción, tan obvia como fundamental, entre dos niveles.
Cuando su lectura invade los dominios de la ciencia, confiriendo valor de
solución científica a la cosmología primitiva de la cultura bíblica –la “concepción
de un mundo estratificado en tres pisos: cielo, tierra, infierno, poblado de
poderes sobrenaturales que descienden aquí abajo desde allá arriba”–, el mito
debe ser “pura e simplemente eliminado” (383). Pero el mito es “algo distinto de
una explicación del mundo, de la historia y del destino; expresa, en términos
de mundo, o más bien de ultra-mundo o segundo mundo, la comprensión que el ser
humano hace de sí mismo en relación con el fundamento y con el límite de su
existencia”[5].
Por eso, ante el mito, de lo que verdaderamente debe tratarse es de interpretar
su intención genuina, eliminando las explicaciones objectivantes, y buscando en
cambio lo que revela acerca del sentido último de la existencia.
Confrontados pues con la envoltura mítica
en la que en ocasiones viene presentado el mensaje del Nuevo Testamento, es necesario
tomar muy en serio la necesidad de una traducción que vaya al fondo de lo que
allí se nos revela. Nada sería más opuesto a esto que una banalización que, sin
estudio serio ni meditación profunda, se quedase en un barniz superficial. Ya
sea despreciando todo y tirando el niño con el agua sucia de la bañera, o ya
sea con una acomodación puramente formal, pudiendo llegar al ridículo de una
anécdota que ya he contado: en cierta ocasión oí por casualidad a un locutor
radiofónico que, pretendiendo “modernizar” el mensaje de la Ascensión, tuvo la
brillante ocurrencia de describir a Cristo como “el divino astronauta”.
1.2 La seriedad del desafío
Ante expresiones como ésa, cuando se
supera una cierta e irremediable sensación de ridículo, surge enseguida la
sospecha de estar ante un problema muy grave. El ejemplo muestra, en efecto, cómo
la urgencia de la reinterpretación en la comprensión y expresión de la fe
enlaza con el enorme cambio cultural que desde la entrada de la Modernidad ha
sacudido las raíces más hondas del pensamiento y de la expresión de la
experiencia cristiana.
Porque resulta evidente que la descripción
neotestamentaria no encaja en la nueva visión de un mundo que no tiene ya un
arriba ni un abajo, que no se divide en lo terrenal (imperfecto, mutable y
corrupto) como opuesto a lo supralunar o celestial (impoluto, circular,
perfecto y divino). Por eso, tentar, como en la anécdota, forzar el encaje
mediante un superficial ajuste lingüístico, lleva al absurdo; y, lo que es
peor, confirma la acusación, tan extendida, de que la religión pertenece
irremediablemente a una mitología pasada.
Y, una vez alertados, basta una simple mirada
para comprender que no se trata de un caso aislado, sino que el problema afecta
profundamente al marco mismo de las formulaciones en que se expresan las
grandes verdades de nuestra fe. ¿Quién, a la vista de los datos proporcionados
por la historia humana y la evolución biológica, es capaz de pensar hoy el comienzo
de la humanidad a partir de una pareja perfecta, en un paraíso sin fieras y sin
hambre, sin enfermedades y sin muerte? Más grave aún: ¿quién, siendo incapaz,
como toda persona normal, de golpear a un niño para castigar una ofensa de su
padre, puede creer en un “dios” que sería capaz de castigar durante milenios a
miles de millones de hombres y mujeres, sólo porque sus “primeros padres” lo
desobedecieron comiéndose una fruta prohibida?
Esto puede parecer una caricatura, y lo es
en realidad; pero todos sabemos que fantasmas iguales o parecidos habitan de
manera muy eficaz el imaginario religioso de nuestra cultura. Y la enumeración
podría continuar, en asuntos, si cabe, más graves. Así, por ejemplo, se sigue hablando
con demasiada facilidad de un “dios” que castigaría por toda una eternidad y
con tormentos infinitos culpas de seres tan pequeños y frágiles como, en
definitiva, somos todos los humanos. O que exigió la muerte de su Hijo para
perdonar nuestros pecados; y grandes teólogos, desde Karl Barth a Jürgen
Moltmann y Hans Urs von Balthasar, no se recatan de hacer afirmaciones que
recuerdan demasiado aquellas teologías y aquella predicación que hablaban de la
cruz como el castigo con el que Deus descargó sobre Jesús su “ira” hacia
nosotros[6] ...
Bien sabemos que bajo estas expresiones
palpita una honda experiencia religiosa, y que, incluso, con esfuerzo y buena
voluntad, resulta posible llegar a entenderlas de una manera más o menos
correcta. Pero sería pastoral y teológicamente suicida no ver que el mensaje que
de verdad llega a la gente normal es el sugerido por el significado directo de
esas expresiones, puesto que las palabras significan dentro del contexto
cultural en el que son pronunciadas y recibidas.
De otro modo, se incurre en lo que alguien
llamó con acierto una “traición semántica”[7], que acaba haciendo inútil y aun contradictorio el recurso a
procedimientos hermenéuticos, artificios oratorios o refinamientos teológicos,
para lograr una significatividad actual, pretendiendo al mismo tiempo conservar
palabras y expresiones que son deudoras del contexto anterior. Como en esos
diques cuya estructura ha cedido ya a la presión de la riada, los muros de
contención y los remedios provisionales son incapaces de contener la hemorragia
de sentido provocada por las numerosas y crecientes rupturas del contexto
tradicional. O se renueva la estructura, o el resultado sólo puede ser el desbordamiento
y la catástrofe.
Como queda dicho, sería lamentable que,
por culpa de ciertas exageraciones por parte de Bultmann y de ciertos alambicamientos
teológicos de muchos críticos, se descuidase su grito de alerta. Piénsese que,
por mucho que lo diga el libro de Josué, ninguno de nosotros es capaz de creer
que el sol se mueve alrededor de la tierra; y si a nuestro lado alguien se cae
al suelo por un ataque epiléptico, no podemos creer que la causa fue un demonio,
aunque que así se pensase en tiempo de Jesús, o, mejor, aunque así lo diese
culturalmente por supuesto el mismo Jesús.
Afirmar esto no implica de ningún modo
negar el contenido religioso ni el valor simbólico (Bultmann hablaba de
“significado existencial”) de esas narraciones. Lo que se cuestiona no es el
significado, sino la aptitud de aquellas expresiones para vehicularlo en el nuevo
contexto.
Digámoslo con un ejemplo concreto: la
creación del ser humano en el capítulo 2º del Génesis sigue conservando todo su
valor religioso y toda su fuerza existencial para una lectura que trate de ver
ahí la relación única, íntima y amorosa de Dios con el hombre y la mujer, a
diferencia de la que mantiene con las demás criaturas. Pero para verlo así,
resulta indispensable traspasar la letra de las expresiones. Por el contrario,
si nos mantenemos en querer leer en esos textos, de evidente carácter mítico,
una explicación científica del funcionamiento real del proceso evolutivo de la
vida, todo se convierte en un puro disparate[8]. De hecho, sabemos muy bien que durante casi un siglo, en este caso
concreto, la fidelidad a la letra se convirtió en una terrible fábrica de
ateísmo, haciendo verdad la advertencia paulina de que “la letra mata, mientras
que el Espíritu vivifica” (2 Cor 3,6).
2. La Modernidad como cambio de
paradigma cultural
Pero reducir el problema a la desmitologización
sería minimizarlo, porque su necesidad se enmarca en el proceso más amplio y
profundo de cambio de paradigma cultural, que, afectando al conjunto de la
cultura, modifica profundamente la función del lenguaje. Resulta obvio que eso
lleva consigo la urgencia de una remodelación y una retraducción del conjunto
de conceptos y expresiones en que culturalmente se encarna la fe.
2.1 La hondura y la transcendencia de la
mutación cultural
La afirmación es grave y comprometida. No
cabe desconocer que tomarla en serio implica para el cristianismo una
reconfiguración profunda –muchas veces incómoda e incluso dolorosa– de los
hábitos mentales, de los usos lingüísticos y de las pautas piadosas. Basta
pensar en un dato simple y evidente: la inmensa mayoría de los conceptos y
buena parte de las expresiones en que nos llegó verbalizada la fe –en la piedad
y en liturgia, en la predicación y en la teología– pertenecen al contexto
cultural anterior a la Ilustración. Tienen por tanto sus raíces vitales en el
mundo bíblico, fueron reconfiguradas culturalmente durante los cinco o seis
primeros siglos de nuestra era, y recibieron su formulación más estable a lo
largo de la Edad Media. Posteriormente hubo, desde luego, actualizaciones; pero
–sobre todo en el catolicismo, por su mayor control magisterial– tuvieron por
lo general un marcado carácter restauracionista (neo-escolástica barroca y
decimonónica, neo-tomismo y reacción antimodernista).
La situación se agravó más todavía por el
hecho de que el cambio moderno no se produjo en la evolución pacífica de un
avance lineal, sino como una transición violenta. La caída de la cosmovisión
antigua produjo a muchos la sensación de haber sido engañados, de que era
preciso reconstruirlo todo de nuevo. Las reacciones fueron sin duda excesivas
muchas veces; pero marcaban una tarea ineludible: la cultura, y por lo mismo la
religión, en la medida en que era solidaria con ella, no podían seguir hablando
el mismo lenguaje. No era posible continuar ni con la lectura literalista de la
Biblia ni con la concepción ahistórica del dogma.
Para la teología, la tarea parecía inmensa,
y no pueden extrañar las reacciones defensivas y el estilo mayoritariamente
restauracionista. El resultado fue un claro atraso histórico, que agrava la
situación. Por suerte, el Vaticano II, al proclamar la urgencia
del aggiornamento, reconoció la necesidad de
la renovación y abrió oficialmente las puertas para ponerla en marcha. Aun así,
el peso de las dificultades se hizo sentir, y el miedo a lo nuevo frenó muchas
iniciativas. Por fortuna, aunque a corto o medio plazo no cabe todavía esperar
soluciones suficientemente satisfactorias, el nuevo pontificado de Francisco,
retoma con vigor evangélico la fecunda sementera del Concilio. Si hasta entonces
poco se hablaba de invierno eclesial, todo indica que, como en las higueras
evangélicas, se anuncia una nueva primavera.
2.2 La posibilidad de cambio
Por eso hoy estaría fuera de lugar una
actitud resignada y pesimista. Cuando con cierta perspectiva se piensa en los
profundos cambios ocurridos sobre todo a partir del Concilio, si se está atento
a los procesos de fondo que se van dando en la vida eclesial y se palpa la
acogida cordial y llena de ilusionada esperanza suscitada por el nuevo papa, no
resulta difícil percibir avances muy importantes. Queda mucho por hacer, ciertamente,
pero la percepción profunda de esta mutación fundamental y la necesidad de
continuarla constituyen ya una fuerte presencia en el ambiente general.
Las resistencias son fuertes, incluso por
parte de personalidades eclesiásticas, que deberían ser las primeras en apuntarse
a la renovación. Pero la misma extrañeza que produce su inconsecuencia –tan
rígida y fiel al magisterio papal cuando todo parecía discurrir conforme a su
ideología religiosa– y, por otro lado, la movilización eclesial que se está generando
en los ambientes más sanos del cristianismo, muestran que esas resistencias
perdieron protagonismo y tienen en contra el viento del Espíritu. También en
este caso se realiza el principio enunciado por Hölderlin de que “donde aparece
el peligro, allí crece igualmente la salvación”. Por dos razones fundamentales:
porque la percepción del desajuste obliga a la claridad, y porque la nueva
situación trae consigo posibilidades específicas, sólo desde ella perceptibles
y realizables.
La magnitud del cambio, en efecto, permite
ver mejor la estructura del problema: justamente la mutación cultural que nos
impide tomar a la letra el relato de la Ascensión es la misma que nos permite
liberar de su esclavitud literal el significado permanente de su significado
profundo. La imposibilidad de ver el relato como una ascensión material nos
deja en libertad para buscar su intención auténticamente religiosa.
Operación no fácil ni sencilla, ciertamente,
puesto que entre la forma y el contenido no se trata de una relación
extrínseca, ni siquiera como la que se da entre el cuerpo y el vestido. El
significado no existe nunca desnudo, “en estado puro”, sino que está siempre
traducido en una forma concreta: no leer la Ascensión como un subir en la atmósfera,
significa necesariamente estar leyéndola ya en el marco de otra interpretación.
Con todo, resulta posible la distinción, y resulta muy importante comprenderlo
y afirmarlo, pues únicamente desde ahí nace la legitimidad del cambio y la
libertad para emprenderlo.
Vale la pena aclararlo con un ejemplo,
tomando como referente el agua y su figura (no su fórmula), en lugar del cuerpo
y su vestido. No existe nunca la posibilidad de tener la figura del agua “en
estado puro”: siempre tendrá la forma del recipiente –vaso o botella, jarra o
palangana– que la contenga. Si no nos gusta una figura, podemos cambiarla, pero
sólo a condición de substituirla por otra: la que impone el nuevo recipiente.
Con todo, distinguimos bien entre el agua y sus figuras; y comprendemos que se
puede cambiar de recipiente, sin que por eso deba cambiar la identidad del agua.
Desde luego, en todo transvasamiento existe siempre el peligro de pérdidas y
derrames; pero, si no queremos que el agua se estanque y se corrompa, la
alternativa no está en conservarla siempre en el mismo sitio, sino en cuidar
que el traslado resulte íntegro, sin disminución del contenido.
Con las limitaciones de todo ejemplo, algo
parecido sucede con la fe y sus expresiones. La fe no existe nunca en estado
puro, sino siempre en el seno de una interpretación determinada. Pero si ha de
vivir en la historia, no puede quedar estancada en un tiempo determinado, sino
que debe atravesarlos todos, adaptándose a sus necesidades y aprovechando sus
posibilidades. Lo cual implica a la vez libertad y modestia. Modestia, porque
parece claro que ninguna época puede pretender que su interpretación es única o
definitiva, ni siquiera la mejor: nuestras actualizaciones son siempre
provisionales. Pero libertad también, porque, precisamente por eso, toda época
tiene derecho a su interpretación.
Justamente porque la fe quiere ser “agua viva”, la manera de conservarla no es
represarla en un depósito muerto, sino construir –con afecto y respeto, para
que nada se pierda, pero también con valentía y creatividad, para que no se
estanque ni corrompa– cauces siempre nuevos por los que fluya adelante,
fecundando los tiempos y las culturas.
2.3 Los caminos del cambio
Esto es tan serio, que rompe de por sí la
sacralización de cualquier configuración expresiva de la fe, incluida la
primera, no digamos la medieval. Ni siquiera en la Escritura está la
experiencia cristiana en estado puro, sino traducida ya a los esquemas
culturales de su tiempo y a las “teologías” de los diversos autores o
comunidades: el mismo Jesús hablaba y pensaba dentro de su marco temporal, que
no es ni puede ser el nuestro. De hecho, la inevitabilidad de este hecho se
hizo notar, de manera francamente impresionante, ya en los mismos orígenes.
Porque, cuando se piensa un poco, no resulta difícil comprender la magnitud de
la transformación que supuso traducir no sólo a la lengua, seno también a la
cultura griega, cargada de intelectualismo filosófico, el mensaje evangélico,
formulado en arameo y nacido en una mentalidad simbólica y decididamente funcional.
En la actualidad, la revolución exegética,
rompiendo la prisión fundamentalista del literalismo bíblico y la renovación
patrística, haciendo ver la historicidad del dogma y el amplio margen de
legítimo pluralismo teológico”, puso al descubierto de manera irreversible la
apertura intrínseca de la comprensión de la fe. Lo cierto es que, a pesar de las
hondas resistencias restauracionistas, se han abierto grandes posibilidades no
sólo para la ruptura de esquemas obsoletos, sino también para la búsqueda de
nuevas fórmulas y expresiones. La floración de la teología que siguió al
Concilio, imprevisible y casi insoñable pocos antes, muestra que la fecundidad
de la Palabra sigue viva, capaz de fecundar el futuro.
Inicialmente el cambio exigido por la
nueva cultura no resultó, ni podía resultar, fácil. De hecho, provocó una de
las crisis más graves en la historia del cristianismo. Afrontarla supuso, a
pesar de las resistencias, molestias y represiones, un coraje de tal transcendencia,
que Paul Tillich, siguiendo a Albert Schweitzer, llegó a afirmar que “quizás a
lo largo de la historia humana ninguna otra religión tuvo la misma osadía ni
asumió un riesgo parecido” [9].
Por eso nunca agradeceremos bastante el aire fresco que gracias a ello entró en
la Iglesia. Y ningún agradecimiento mejor que el de continuar la empresa,
tratando de llevarla a su plena consecuencia. Lo que en definitiva se nos pide,
por estricta fidelidad al dinamismo de la fe, es trabajar en la búsqueda de una
interpretación y de su correspondiente lenguaje, que rompiendo moldes
culturales que ya no son los nuestros, hagan transparente el sentido originario
para los hombres y mujeres de hoy.
La nueva situación no se limita a arrojar
claridad sobre el problema, sino que ofrece también nuevas posibilidades para afrontarlo.
La misma conciencia de la necesidad del cambio supone ya una ayuda enorme,
porque convoca a la utilización de todos los recursos de la hermenéutica
moderna. Por algo estamos en la “edad hermenéutica” de la teología[10],
y no como recurso ocasional, sino por profunda convicción, puesto que la
experiencia religiosa, precisamente por la dificultad que ofrece la
transcendencia de sus referentes, pide profundizar al máximo el ejercicio de la
interpretación. No es casualidad que Friedrich Schleiermacher esté en las
raíces de la hermenéutica moderna; y, yendo más allá, Richard Schäffler indicó
con razón que, ya desde los griegos, la religión constituye históricamente la
matriz y el modelo de toda crítica[11] .
La nueva cultura no sólo ofrece el instrumento
formal de la hermenéutica, como instrumento para la interpretación renovada de
lo recibido. Ofrece igualmente algo acaso más importante: al abrir campos
inéditos a la comprensión humana, amplía el espacio del intellectus
fidei (la comprensión de la fe) y aumenta los recursos
para expresarlo y hacerlo accesible a la sensibilidad actual.
Piénsese, por ejemplo, en las brechas que
en la incomprensión ambiental del fenómeno religioso abrieron teologías como las
de la esperanza, de la política y de la liberación, gracias a que supieron
aprovechar los medios ofrecidos por el análisis social. Y en otro sentido, cabe
valorar también el aporte que viene desde la ciencia psicológica; que muchas
veces su entrada resulte conflictiva, como en el caso Jacques Pohier o en el de
Eugen Drewermann, no invalida la constatación, sino que la confirma, pues
indica que toca puntos sensibles y bien reales[12].
Desde aquí puede recibir ayudas fecundas y purificadoras un campo tan sensible
e importante como el de la moral, que, cada vez más consciente de su autonomía,
tiene delante de sí la urgente y delicada tarea de clarificar su verdadera
relación con la teología; en definitiva, con la religión[13].
En
general, es importante aprender a valorar cada vez más el hecho de que el auténtico
progreso cultural, lejos de ser una amenaza para la fe, constituye un fuerte
enriquecimiento. De hecho, la historia reciente muestra claramente que una
alianza crítica con aquella parte de la cultura que busca lo verdaderamente
humano (y por eso mismo, “divino”) fue siempre beneficiosa para las iglesias: piénsese,
por ejemplo, en la tolerancia, la democracia o la justicia social.
En una palabra, si ante la cuestión estructural
el lenguaje religioso ha de buscar su renovación acudiendo sobre todo a los hondos
recursos de la tradición bíblica, del diálogo de las religiones y de la
experiencia religiosa e incluso mística, en lo que respecta al desafío cultural
son principalmente las ciencias humanas las que han de ser aprovechadas. Y no
cabe duda de que una apertura generosa y una utilización al mismo tiempo
crítica y valiente ofrece ricas posibilidades para ir afrontando la difícil
pero irrenunciable tarea de la retraducción del cristianismo que postula nuestra
situación cultural.
[1] De Flew a Kant: Empirismo e obxectivación na linguaxe relixiosa: Grial 30
(1992) 494-508.
[2] Con ligeras variantes y complementos, tomo el texto de mi libro Fin del cristianismo premoderno. Retos hacia
un nuevo horizonte, Sal Terrae, Santander 2000, 70-78. (De este libro
hay traducción portuguesa: Fim do cristianismo pré-moderno. Desafios para um novo
horizonte, Ed. Paulus, São Paulo 2003, e italiana, algo aumentada, Quale
futuro per la fede? Le sfide del nuovo orizzonte culturale, Elledici, Torino
2013).
[3] Neues Testament und Mythologie, en Kerygma und Mythos (hrsg. von H.W. Bartsch),
Hamburg 1948, 18; cf. Zum Problem der Entmythologisierung, en Glauben und
Verstehen IV, Tübingen 1967, 128-137.
[4] “Préface à Bultmann”, en Le conflit des interprétations, Paris 1969, 373-392.
[5] Cf. Ibid., 388-386.
[6] Ver, por ej., B. Forte, Jesús de Nazaret, historia de Deus, Madrid 1983,
255-268, que aporta muchos datos y que, por fortuna, a pesar de un discurso en
el que de algún modo acepta esta visión horrible, sabe leer en la cruz el
increíble amor de Deus. Esto último es sin duda lo que todos queren decir
(¿cómo serían teólogos, si no?); pero el afán de conservar la letra de ciertos
pasajes de la Escritura los lleva a ese tipo de retórica teológica. Retórica
que de entrada resulta muy eficaz, pero que con el tiempo deja ver los estragos
de su incoherencia en un contexto secularizado, que, interpretándolas en su
sentido normal, las encuentra absurdas e insufribles.
[7] Expresión de P. Fernández Castelao, O transfondo da finito. A revelación na
teoloxía de Paul Tillich, Desclée de Brouwer, Bilbao, 2000.
[8] Cf. las acertadas observaciones de P. Ricoeur, Finitude et culpabilité. II La
symbolique du mal, Paris 1960, 13-30.323-332.
[9] Teoloxía Sistemática II, Barcelona 1972, 146. A. Schweitzer afirma que esa
empresa “representa la empresa más poderosa que jamás osó realizar la reflexión
religiosa” (Geschichte der Leben-Jesu-Forschung, München-Hamburg 1976, 45).
[10] Cf. J. Greisch, L'âge herméneutique da raison, Paris 1985; C. Geffré, O
cristianismo ante o risco da interpretación. Ensaios de hermenéutica teolóxica,
Madrid 1984.
[11] Religion und kritisches Bewusstsein, Freiburg / München 1973, 90-91, 95-99,
105, 109, 118, 160.
[12] Cf. J. I. González Faus.- C. Domínguez Morano.- A. Torres Queiruga, Clérigos en debate, Ed. PPC, Madrid
1996.
[13] Tema que, a mi parecer, no está recibiendo toda la atención que merece. Me permito
remitir a los capítulos IV-V de mi libro Recupera-la creación. Por unha
relixión humanizadora, SEPT, Vigo 1996 (hay trad. castellana: Recuperar la
creación. Por una religión humanizadora, Sal Terrae, Santander 1997; 3ª ed.
2001; y también portuguesa y alemana).
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