El carácter no absoluto del cristianismo
John HICK
Texto
publicado por los Servicios Koinonía en homenaje a John HICK,
con ocasión de su pascua, acontecida el 9 de febrero de 2012.
Publicación original:
«The Non-Absoluteness of Christianity», en:
The Myth of Cristian Uniquenes. Toward a Pluralistic Theology of Religions,
libro colectivo dirigido por John HICK y Paul F. KNITTER,
Orbis Books, New York
1987; séptima reimpresión en 1998.
Traducción al
castellano de Francesca Toffano y José Manuel Fajardo,
de los Servicios Koinonía.
El famoso libro de Ernst Troeltsch, El carácter absoluto del Cristianismo (1901),
se centraba en lo que siempre ha sido, desde el punto de vista de la iglesia
cristiana, la cuestión capital en su relación con las otras corrientes
religiosas. Hasta tiempos recientes era un supuesto cristiano prácticamente
universal, un dogma implícito con estatus de credo, que Cristo, o el Evangelio
cristiano, o el cristianismo, es “absoluto”, “único”, “definitivo”,
“normativo”, “último”, y decididamente superior a todos los demás salvadores,
evangelios o religiones. El itinerario intelectual del mismo Troeltsch ilustra
cómo este dogma implícito ha venido a ser puesto ahora seriamente en cuestión:
en la conferencia que escribió en Oxford en 1923 (murió antes de presentarla),
criticó sus propias posturas anteriores y optó por una visión muy diferente, en
la que el cristianismo es “absoluto para” los cristianos, de la misma forma que
las otras religiones son “absolutas para” los que se adhieren a ellas[1]. Claramente, la “absoluticidad relativa” que aparece en su texto
de 1923 es muy diferente en sus implicaciones a la “absoluticidad sin matices”
de su libro de 1901.
La mentalidad cristiana siempre ha
estado formada por muchos segmentos y capas, que muestran grados muy diferentes
de conciencia y de reflexión autocrítica. Pero durante el período posterior a
la Primera Guerra Mundial, en su hemisferio más intelectual, se dio una notable
evolución en las formas de concebir el lugar del cristianismo dentro de la
totalidad de las religiones del mundo. Ahora estamos en un momento crítico en
el cual esta evolución puede ser interrumpida, o puede ser llevada hasta su
lógica conclusión. De ahí el símbolo de «cruzar el río Rubicón», o sea, dar un
paso que cierra un conjunto determinado de posibilidades, a la vez que abre
otras. Para poder ver por dónde corre este teológico río Rubicón, tenemos que
regresar por un momento a la suposición medieval (que llegó de hecho hasta el
final del siglo XIX) del monopolio cristiano de la verdad y de la salvación,
expresado en la doctrina del extra
ecclesiam nulla salus.
Esta doctrina romana exclusivista tiene
su equivalente protestante -igualmente enfático- en la convicción de que «fuera
del cristianismo no hay salvación». Por esa convicción se enviaba a los
misioneros a salvar las almas, que de otra forma resultarían condenadas para
toda la eternidad. Que el cristianismo se tenía que propagar por todo el mundo,
reemplazando a las religiones no-cristianas, era un supuesto prácticamente
incontestado. Así, todavía en 1913, Julius Richter definió el objeto de la
misionología como «esa rama de la teología que muestra que, en oposición a las
otras religiones, la religión cristiana es el Camino, la Verdad y la Vida, y
busca derrocar a las religiones no-cristianas y plantar, en el suelo de la vida
nacional, la semilla de la fe evangélica y de la vida cristiana»[2].
¿Qué es lo que ha llevado a muchos
-quizás a la mayoría- de los pensadores cristianos de los últimos setenta años
a abandonar poco a poco esta postura de la absoluticidad del cristianismo?
Una repuesta completa exigiría combinar
muchos elementos. Quizás el más importante de ellos ha sido la explosión
moderna, entre los cristianos occidentales, del conocimiento de las grandes tradiciones
religiosas que hay en el mundo. Entre las dos grandes guerras mundiales, y más
aún después de la segunda, la desinformación y los estereotipos hostiles
occidentales hacia las comunidades religiosas de otras confesiones, han sido
reemplazadas paulatinamente por un conocimiento más cuidadoso y una comprensión
más empática. La enorme riqueza espiritual del judaísmo, del islam, del
budismo, del hinduismo, del sikkismo, del confucionismo y el taoísmo, y de las
religiones originarias africanas... ha sido mucho más reconocida en Occidente,
y esto ha contribuido a la erosión del viejo exclusivismo cristiano.
Otro factor ha sido la percepción de que
el absolutismo cristiano, en colaboración con la violenta y codiciosa
naturaleza humana, ha contribuido mucho al envenenamiento de las relaciones
entre las minorías cristianas y las mayorías no cristianas de la población
mundial, al santificar una explotación y una opresión gigantescas. Quiero
analizar aquí algunas de las formas en que, a gran escala, el carácter absoluto
del cristianismo se ha prestado – siendo lo que es la naturaleza humana– a la
legitimación y a la promoción del mal político y económico.
La antedicha frase, «siendo lo que es la
naturaleza humana», es importante, porque podemos imaginar un mundo muy
diferente en el que los cristianos siempre hubieran creído que su evangelio es
único y superior a los otros, pero en el que nunca ellos hubieran tenido el
deseo de dominar y explotar a los demás. En ese mundo imaginario el
cristianismo hubiera liberado a sus fieles de deseos codiciosos, para que
ninguno de los males que a continuación vamos a analizar, hubieran ocurrido. Si
podemos imaginarlo es que la conexión entre el cristianismo con carácter de
absoluto y esos males históricos, no es una necesidad lógica a priori, sino un vínculo real, a través
de la naturaleza humana «caída», que el cristianismo ha sido incapaz de
redimir. Pero, claro, esta impotencia es, en sí misma, un factor importante en
este análisis. El panorama sería muy diferente si el cristianismo, a la altura
de sus pretensiones de verdad absoluta y validez única, hubiera mostrado una
semejante capacidad única para transformar, para bien, la naturaleza humana.
En este punto, tenemos que precisar que
las pretensiones de validez absoluta y superioridad por parte de otras
religiones, y dada la misma naturaleza humana, han santificado igualmente
agresiones violentas, explotación e intolerancia. Un estudio histórico mundial
de los efectos dañinos de todas esas pretensiones de carácter absoluto por
parte de las religiones nos aportaría material de casi todas las tradiciones,
siendo el cristianismo y el islam, probablemente, los que aportarían la mayor
cantidad de ejemplos, y el budismo, quizás, el que menos. Sin embargo, como
cristiano, escribo específicamente sobre nuestra actitud cristiana hacia las
otras religiones, y en consecuencia, me centraré más en el carácter de absoluto
reivindicado por el cristianismo que en otras formas de absolutismos
religiosos.
II
Los más destructivos efectos de la
supuesta superioridad cristiana ocurrieron en la relación entre los cristianos
europeos y los norteamericanos por una parte, y los pueblos negros y morenos
del mundo -y, durante un período de tiempo más largo, frente a los judíos- por
la otra parte.
En lo que concierne a los judíos hay una
clara conexión entre quince siglos de “absolutismo” cristiano, con su corolario
de inferioridad radical y perversidad del judaísmo al que “reemplazó”, y el
anti-judaísmo endémico de la civilización cristiana, que ha continuado, con
igual virulencia, en el siglo XX. Esta conexión se ha vuelto un problema de
conciencia cristiana, dentro de algunos círculos muy limitados, desde mediados
del 1950. Una de las personas que más conciencia ha suscitado entre los
cristianos ha sido Rosemary Ruether, que ha escrito sobre el tema y sobre los efectos destructivos que ha tenido sobre
las mujeres el carácter absoluto del cristianismo defendido durante tanto
tiempo por el sistema y las ideas patriarcales de la iglesia tradicional; trataré de
complementar lo que ella ha escrito, agregando un texto sobre la forma como el
complejo de superioridad cristiano ayudó y santificó al imperialismo y la
explotación de lo que hoy llamamos Tercer Mundo.
La colonización europea, llegando con
fuerza hasta África, India, el sureste de Asia, China, Sudamérica y las islas
del Pacífico, y estableciendo una hegemonía blanca sobre las poblaciones negras
y morenas, constituye un complejo tejido histórico elaborado con muchos y
diferentes hilos. Las estructuras del daño causado por la explotación
organizada y, dentro de ella, los elementos que también ocurrieron con un
beneficio occidental, están muy bien estudiados a lo largo de los tres
volúmenes del reciente libro histórico de James Morris sobre el florecimiento y
la caída del Imperio Británico[3].
Forjado por la capacidad agresiva de la tecnología militar occidental, este
imperio y su cúpula, cubrió un cuarto de la superficie del planeta y llegó a
comprender a un cuarta parte de la población humana. Situó a Gran Bretaña en el
centro de un gran entramado comercial, que sustraía materiales baratos con que
abastecer su expansión comercial del siglo XIX, para luego exportar bienes
manufacturados hacia grandes mercados cautivos. En algunos casos el mercadeo
era seguido por la bandera, mientras que en otros la bandera se plantaba para
proteger el flujo de un comercio ya establecido. Los motivos básicos eran la
adquisición y el engrandecimiento, aunque dentro de las estructuras creadas por
estas fuerzas había también espacio para las hebras relucientes del idealismo y
el valor personales, y a veces para un espíritu genuino de servicio, aunque
paternalista, hacia las personas[4].
Las actitudes racistas, que siguen
envenenando a la comunidad humana después del colapso de las estructuras
coloniales, forman un ingrediente poderoso en la mentalidad que las ha creado y
mantenido. Pues durante el período en que era normal pensar que británicos,
franceses, alemanes, holandeses, españoles, italianos y portugueses debían de
gobernar sobre las poblaciones negras o morenas, era casi psicológicamente
inevitable que vieran a los dominados como inferiores y como necesitados de una
tutela superior. Esta categorización de la humanidad negra y morena como
inferior, incluía a sus culturas y a sus religiones. Aunque hubo algunos
administradores coloniales concretos –algunos de ellos personas realmente
admirables- que llegaron a respetar genuinamente a las personas que gobernaban,
muy frecuentemente sus culturas no dejaban de ser vistas como bárbaras, y sus
religiones como supersticiones idolátricas. Puesto que la validez moral del
dominio imperial descansaba en la convicción de que el Imperio era una gran
civilización y tenía una misión bienhechora, una de sus tareas era elevar a los
desafortunados nativos hacia una religión mejor, el cristianismo, que de hecho
era la religión superior. Lógicamente los evangelios jugaban un papel decisivo
en la autojustificación del imperialismo occidental. Cuando escribe sobre India
en el siglo XIX, Morris dice:
Los territorios indios fueron encomendados a Gran
Bretaña por la Providencia, escribía Charles Grant, jefe evangélico del Grupo
de Directores de la Compañía (de India Oriental): “no sólo para que podamos
obtener de ellos un beneficio anual, sino también para que podamos difundir
entre sus habitantes, antes sumidos en el obscurantismo, el vicio y la miseria,
la luz y la influencia benigna de la verdad, la bendición de una sociedad bien
regulada, los adelantos y comodidad de una industria eficiente...”. James
Stephen escribió sobre las “escenas bárbaras y obscenas de la superstición
hindú”... y Wilberforce declaró que la misión cristiana en India era la mayor
de todas las causas. “Déjenos plantar nuestras raíces en su suelo -escribió-
mediante la gradual introducción y el establecimiento de nuestros principios y
nuestro modo de pensar, nuestras leyes, nuestras instituciones, nuestro estilo
de vida, y por encima de todo, como la fuente de cualquier otro beneficio,
nuestra religión, y consecuentemente nuestra moral”[5].
David Livingstone, el gran explorador y
misionero, dijo ante una audiencia británica en 1857: “Regreso a África para
tratar de abrir un camino para el comercio y para el cristianismo”[6].Porque,
dice Morris, “los puestos de misión que durante la segunda mitad del siglo
florecieron en todas las posesiones tropicales, eran tripuladas por muchos
militantes sin dudas: se trataba de un imperio cristiano, y era un deber
imperial propagar el cristianismo entre aquellos sujetos paganos[7]. Resume:
Los administradores del imperio, y muy
frecuentemente también sus conquistadores, en general eran cristianos
practicantes: las escuelas públicas nuevas en las que muchos de ellos habían
sido educados eran, invariablemente, fundaciones de la Iglesia Anglicana, con pastores-directores...
Exploradores como Speke o Grant se veían a sí mismos como scouts-exploradores
de Dios: el mismo Stanley se volvió evangelista en 1875, y convirtió al
cristianismo al rey de Uganda y a toda su corte. Generales como Havelock y
Nicholson asesinaron a sus enemigos con la certeza absoluta de que se trataba
de un mandato bíblico... y gran parte de los héroes del imperio eran
identificados en la opinión pública con el rostro cristiano del imperio: no
sólo el humanismo, ni el sentido de defensa de la verdad de Burke, sino la
militancia cristiana, la fe reinante, cuya defensora en la tierra era la Reina
misma, y cuyo comandante supremo no necesitaba identificación. Cada aspecto del
Imperio era un aspecto de Cristo[8].
Mucho más se podría decir, pero, sin
entrar en detalles, yo creo que es claro que en los siglos XVIII y XIX la
convicción de la decisiva superioridad del cristianismo contribuyó a la
expansión imperial de Occidente con un ímpetu moral poderoso y una validez
religiosa efectiva sin la que la empresa no hubiera sido psicológicamente
posible.
Llegados a este punto, tenemos que decir
unas breves palabras sobre los misioneros. Muchos de ellos no estaban
preocupados por los efectos de su colaboración en la construcción del imperio y
el desarrollo del comercio. Dedicaban honradamente su vida a salvar almas
paganas, y en esta causa muchos de ellos, voluntariosamente, se sometían a
trabajos duros, y a los peligros, no siendo el menor de ellos la amenaza
constante de las enfermedades tropicales. Muy frecuentemente también tenían que
aceptar la separación de sus hijos cuando los reenviaban a su país de origen
para cursar estudios. Pues bien, aunque muchos veían las religiones indígenas
primitivas o el Hinduismo o el Budismo o el Islam como sin valor, o como
demoníacas, y a los conversos los veían como niños que tenían que ser educados
e instruidos, había otros que desarrollaron un profundo respeto y un cariño por
las personas a las que se sentían enviados; y eran capaces de reconocer
elementos de profunda sabiduría y de ideales inspirados en esas tradiciones
ajenas. Reconocer que el imperativo cristiano misionero era usado en la
conciencia nacional para motivar y validar el imperialismo, no nos lleva a
cuestionar la genuina motivación de los misioneros mismos[9].
III
Hemos hecho referencia a nuestra
conciencia del siglo XX, que valora las otras grandes tradiciones religiosas,
que nos permite ver el lado pernicioso del absolutismo cristiano histórico,
pero ello no es suficiente para entender la historia completa de la erosión
moderna que ha sufrido el exclusivismo teológico, aunque estos dos factores
hayan sido, probablemente, los más importantes. La erosión se ha dado, sin
lugar a dudas. El Concilio Vaticano II (1963-65) subrayó y consolidó el nuevo pensamiento
que se ha dado durante muchos años entre los teólogos católicos romanos más
avanzados. De hecho, el Vaticano II, aunque, lógicamente, no con esas palabras,
rechazó la doctrina del extra ecclesiam
nulla salus, declarando que sí hay salvación fuera de la iglesia visible;
la redención lograda por la sangre de Cristo se ofrece a todos los seres
humanos aun sin su pertenencia formal a la iglesia. Así, hablando del
sacrificio redentor de Cristo, el Vaticano II enseña que:
Todo esto es verdad no sólo para los cristianos,
sino para todos los hombres de buena voluntad en cuyos corazones la gracia
trabaja de forma invisible. Porque, puesto que Cristo murió por todos los seres
humanos, y puesto que la vocación última del ser humano es una, la divina, tenemos
que creer que el Espíritu Santo, de una forma solo por Dios conocida, ofrece a
todos los seres humanos la posibilidad de ser asociados al misterio pascual[10].
Así, la posibilidad de la salvación en
principio se extendió a todo el mundo. Y esta extensión fue reiterada más
fuertemente en la primera encíclica, Redemptor
Hominis (1979), del Papa Juan Pablo II, en la cual se declara que “el
hombre- todos los hombres sin excepción- han sido redimidos por Cristo...
porque Cristo está unido con el hombre – con cada hombre, sin excepción-,
aunque el hombre no sea consciente de ello[11]”.
Todo esto no significa, sin embargo, que
el viejo sentido de superioridad del cristianismo haya muerto, o que la
pretensión tradicional del valor único del evangelio cristiano haya sido
abandonada. En el pasado esa pretensión tomó formas muy explícitas, como por
ejemplo: solamente el cristianismo tiene el conocimiento pleno de Dios, porque
sólo el cristianismo se basa en y vehicula la revelación directa de Dios sobre
sí mismo; sólo el cristianismo surge de, y sólo él proclama el acto salvífico
de expiación que se da en la muerte de Cristo; el cristianismo, a pesar de sus
defectos históricos, es el único movimiento religioso que fue fundado en la
tierra por Dios mismo en persona. Aquella pretensión ha venido ahora a
expresarse en una forma menos evidente y menos ofensiva.
En la reacción moderna en contra del
triunfalismo del pasado, la idea compartida en la iglesia sobre la superioridad
cristiana se ha ido deslizando discretamente hacia un segundo o tercer plano.
Por ejemplo, en la declaración de las «Relaciones de la Iglesia con las
religiones no cristianas», del Vaticano II (Nostra
Aetate), que efectivamente se dirigía a los miembros de otras tradiciones,
la superioridad decisiva de Cristo/el evangelio/la Iglesia no se declaró
abiertamente, pero estaba implícita delicada e indirectamente. En este
documento el tema principal era que “la iglesia católica no rechaza nada que
sea verdadero y santo en estas religiones”[12]. Sin embargo, en la «Constitución Dogmática sobre la Iglesia»
(que significativamente empieza con las palabras Lumen Gentium), en la que la Iglesia aclara sus creencias para
beneficio de sus propios miembros, se establece abiertamente que “cualquier
bondad o verdad que se encuentra entre ellos (entre “aquellos que sin culpa
propia no conocen el evangelio de Cristo” y “aquellos que, sin culpa de su
parte, no han llegado aún a un conocimiento explícito de Dios”) es vista por la
iglesia como una preparación al evangelio”[13]. Y otro pronunciamiento del Vaticano II, el «Decreto sobre la
Actividad Misionera de la Iglesia» (Ad
Gentes), enfáticamente declara:
Todo debe ser convertido a Cristo, tal como lo dan a
conocer las enseñanzas de la Iglesia. Todas las personas deben ser incorporadas
por el bautismo a la Iglesia, que es Su Cuerpo... Por lo tanto, aunque Dios,
por caminos que sólo Él conoce, puede llevar a aquellos que sin culpa ignoran
el evangelio hacia la fe, sin la que es imposible agradarlo, se da a la vez en
la Iglesia el deber sagrado de anunciar el evangelio. Por lo tanto, la
actividad misionera, hoy como siempre, mantiene su poder y su necesidad”[14].
El pensamiento protestante, en lo que
hasta ahora se ha expresado a través del Consejo Mundial de Iglesias, ha
evolucionado, en gran parte, en la misma dirección. El trabajo del Departamento
del «Consejo para el Diálogo con los no creyentes» es difícilmente compatible
con la vieja ideología teológica. Al mismo tiempo, sin embargo, otro poderoso
elemento dentro del Consejo Mundial de Iglesias, en sus Asambleas llevadas a
cabo en Uppsala (1968), Nairobi (1975) y Vancouver (1983), han continuado
hablando de una forma que recuerda el viejo exclusivismo. Sin duda es correcta
la opinión del estudioso católico Arnulf Camps sobre las continuas tensiones
que hay dentro del pensamiento protestante entre el absolutismo de Barth y la
aceptación más liberal del diálogo interreligioso, puesto que “ni el Consejo
Internacional Misionero, ni el Consejo Mundial de Iglesias han podido superar
este dilema”[15].Teniendo
en cuenta esto, creo que se puede decir que ha habido, desde principio de los
60’, un movimiento general, aunque no total ni homogéneo, tanto entre los
protestantes como entre los católicos, hacia una comprensión mejor del
significado del hecho de las otras religiones.
El nuevo consenso, o casi consenso, que
ha emergido de esta corriente, lejana al viejo exclusivismo, es llamado hoy en
día, inclusivismo. En su mayor parte, el pensamiento cristiano ha evolucionado,
desde un exclusivismo intolerante, hacia un inclusivismo benevolente. Pero este
último, no menos que el anterior, descansa sobre la pretensión de que la meta
última hacia la que nos dirigimos es «el cristianismo como centro de la única y
total revelación divina, y del único acontecimiento de salvación realmente
tal». Los no cristianos se pueden salvar porque, sin ellos saberlo, Cristo está
secretamente unido a ellos. Pero la verdad salvífica desconocida para ellos es
conocida por la iglesia, que es a su vez el instrumento de Dios para que esa
redención sea conocida. Abandonar esta pretensión de ser una religiosidad
superior y finalizante, es pasar por un punto crítico, es entrar un nuevo
territorio en el cual todo el campo cristiano pasa a ser visto de manera
diferente. Por otro lado, en una época y un contexto pluralistas, el actual
cristianismo dividido es visto como una de las corrientes religiosas a través de la cual el ser humano se puede
relacionar salvíficamente con la Realidad Última que los cristianos conocen
como el Padre celestial.
Desde un punto de vista, cruzar el
Rubicón teológico casi parece un paso inevitable, que sería la conclusión
natural de la trayectoria de camino que hemos venido haciendo, desde la visión
exclusivista de las religiones hasta la visión inclusivista. Por primera vez
concedemos que la salvación de hecho se lleva a cabo no sólo dentro del
cristianismo, sino también en las otras grandes tradiciones, y parece
arbitrario y poco realista insistir en que el acontecimiento cristiano es la
única y exclusiva fuente de salvación. Cuando se reconoce que los judíos se
salvan dentro de la corriente judía, los musulmanes dentro de la corriente
islámica, los hindúes dentro de la corriente hindú, y así todos los demás,
insistir en etiquetar como «cristiana» esa salvación, no es más que el último
síntoma del imperialismo religioso de un pasado que está muriendo. Sería tan
absurdo como aceptar la revolución copernicana en astronomía, con la cual
dejamos de ver la Tierra como el centro del universo, para verla como uno de
los planetas que gira alrededor del Sol, pero siguiendo insistiendo en que los
rayos del Sol que dan vida pueden alcanzar los otros planetas pero ¡sólo si
antes son reflejados por la Tierra!
El movimiento que va desde el
inclusivismo cristiano al pluralismo, aunque en un primer momento parezca
natural e inevitable, pone a los cristianos bajo una luz nueva y
desconcertante, bajo la cual ya no puede haber una suposición a priori de superioridad. La tradición
cristiana se ve ahora como una más dentro de una pluralidad, en el contexto de
la salvación, contexto -debo agregar- dentro del cual se está dando una
transformación de la existencia humana que pasa del egocentrismo al
teocentrismo, o sea, a dejarnos centrar en torno a Dios (o a la Realidad). Por lo tanto, la idea de que
el cristianismo constituye un lugar más favorable para esta transformación, más
que las otras tradiciones, hoy en día se tiene que defender con evidencia
histórica. No se puede establecer definiendo la salvación simplemente como incluida
dentro del perdón divino otorgado por la muerte expiatoria de Cristo. Porque de
esta definición se sigue que el cristianismo, como presencia continua de Cristo
en la Tierra, es superior a las otras religiones. Este tipo de superioridad
arbitraria, establecida por definición por nosotros mismos, ya no es
defendible, ni siquiera para muchos cristianos. Hoy en día no nos es posible
dejar de sentir que la cuestión de la superioridad se tiene que replantear como
un asunto empírico, y se tiene que establecer (si es que se puede) examinando
los hechos.
IV
Los datos observables -que son los
frutos concretos de la fe religiosa en la vida humana- nos dejan perplejos en
su variedad y propósito. Sin embargo tenemos dos hebras que nos pueden guiar:
podemos buscar la transformación individual y la social. La primera la
encontramos en su forma más evidente, en la serie de santos reconocidos por
cada tradición religiosa (reconociendo que hay diferentes modelos de santidad,
unos que persiguen los caminos internos de la oración, la contemplación y la
meditación, y otros que persiguen los caminos externos del servicio social y la
acción política). Si entendemos como santa a la persona que es mucho más
avanzada que la mayoría de nosotros en la transformación desde su egocentrismo
a su centramiento en la Realidad, entonces me arriesgo a decir que cada una de
las grandes tradiciones religiosas parece que promueve esa transformación de
una u otra forma, más o menos en la misma extensión. Relacionando esto con la
suposición tradicional de la superioridad cristiana, sugiero que no tenemos
suficientes bases para sostener que el cristianismo ha producido o produce más
santos, en proporción a la población, o una santidad de mayor calidad, que
ninguna otra de las grandes corrientes religiosas.
Un gran ejemplo reciente se puede ver en
la figura de Gandhi, reconocido por cientos de millones en India como Mahatma, gran alma. Muchos de nosotros
hemos llegado a ver en él a un ser humano que, en respuesta a los llamados de
Dios en su vida, realizó el potencial humano moral y espiritual en un grado
excepcional, inspirando a muchos otros a elevarse a un nuevo nivel de amor con
una autodonación efectiva a los demás. Gandhi era hindú, y el nombre de Dios
que estaba en sus labios cuando fue asesinado por una bala en 1948, no era el
del Padre del cielo cristiano o de la Santísima Trinidad, sino el nombre hindú Rama. Pero si la salvación humana, o
liberación, tiene un significado concreto para hombres y mujeres en este mundo,
debe incluir el tipo de transformación de la vida humana que vemos en Gandhi y,
de diferente forma y grados, en los santos de todas las grandes tradiciones.
Esta transformación, con su ulterior influencia en otros individuos, y a través
de ellos, más remotamente, sobre las sociedades, se manifiesta en -aunque no se
limite a- las áreas cristianas del mundo. Existen personas que se han entregado
a Dios, o a la Realidad última, en diferentes grados, dentro de todas las
grandes religiones.
Reconozco que esto no se puede probar.
La razón es que no contamos actualmente con la precisión conceptual
conveniente, ni la información exhaustiva necesaria para hacer un juicio
comparativo objetivo. Todo lo que tenemos es una variedad de conceptos
superpuestos de santidad y una estructura poco sistemática y muy parcial del
conocimiento histórico. Por lo tanto, todos tenemos que depender del concepto
de santidad específico que hemos trabajado, nuestro limitado rango de
observación contemporánea, y nuestras lecturas dentro de la literatura de la
historia de las religiones, una literatura que no fue creada ni está organizada
para contestar nuestra pregunta actual. Lo que propongo con estas bases, como
cristiano que trata de investigar el mundo actual y al mismo tiempo tener una
visión de la historia, es que no nos es posible asegurar que el cristianismo
tenga una capacidad mayor que las demás religiones para llevar a cabo en los
seres humanos ese tipo de transformación que todos deseamos.
V
Si el camino de la santidad, por tanto
–sugiero-, no nos lleva a la conclusión de que el cristianismo sea
manifiestamente superior, el otro camino a seguir es el trabajo social externo
de las diferentes religiones. En esto, gran parte del pensamiento cristiano
proviene de la firme suposición de una superioridad manifiesta y, cuando es
cuestionado, apela a la visión de la sociedad del hemisferio norte,
relativamente influyente, justa, pacífica, iluminada, democrática... que
debería sus virtudes al cristianismo, en contraste con una sociedad del
hemisferio sur relativamente pobre, injusta, violenta, atrasada y
antidemocrática, y que debe su atraso a su fe no cristiana. Sin embargo, este
panorama se tiene que deconstruir en diferentes niveles. Para empezar, Japón,
que es budista-shintoísta, no es pobre ni tecnológicamente atrasado, y muchos
otros países del Pacífico, que no son cristianos, se están volviendo
rápidamente unas potencias económicas. Arabia Saudita, musulmana, y los otros
países del Golfo están lejos de la pobreza; la India, hindú, que recientemente
ha producido un número de físicos de primera línea, es la más grande democracia
del mundo. La injusticia social es indudablemente endémica en varios grados en
estos países del mundo; pero lo es también, desgraciadamente, prácticamente en
todos los países del mundo, ricos y pobres, occidentales y orientales,
cristianos y no cristianos.
En el reverso de esta moneda, hay
amplísimas poblaciones cristianas que son desesperadamente pobres,
especialmente en Sudamérica y en Sudáfrica; hay países cristianos, en América
Latina y África meridional, cuyas estructuras sociales son profundamente
injustas, y donde el emblema de la democracia es una burla; hay poblaciones
cristianas, en Irlanda, en Líbano, enredadas de hecho en violencia política, y
otras, en Estados Unidos y en países de Europa, que transforman recursos
preciados de la tierra en armas de destrucción masiva. El informe de Amnistía
Internacional Tortura en los Ochenta[16], cita imparcialmente como culpables de tortura a numerosos países
musulmanes (Turquía, Irán, Iraq, Libia, Persia y Bangladesh), a un gran número
de países cristianos (Sudáfrica, España, Argentina, Brasil, Chile, El Salador,
Guatemala, Paraguay y Perú), la hinduista India, la budista Sri Lanka, y a
Israel judío.
Es cierto que los países cristianos,
post-cristianos y marxistas occidentales son países relativamente ricos del
Primero y Segundo Mundo, mientras los no-cristianos del este y los parcialmente
cristianos del sur, constituyen los países azotados generalmente por la
pobreza.
La prosperidad económica occidental es
el producto de la ciencia moderna y la tecnología. Varios autores han sugerido,
que el nacimiento de la ciencia moderna requería de un entorno intelectual
cristiano, con su creencia en el Creador racional que producía un universo
ordenado y gobernado por leyes. Y parece claro que la ciencia necesitaba, para
su nacimiento y crecimiento, la hospitalidad de una visión mundial del cosmos
como un sistema sujeto a leyes universales. Pero todas las grandes tradiciones
religiosas en sus diferentes versiones, las semíticas o las de origen indio,
ven el universo de esta forma. La cosmología hindú y la budista tienen con
algunas de las mayores teorías científicas modernas una afinidad mayor que la
que tiene la tradicional cosmología cristiana. La antigua concepción hindú de
las numerosas Kalpas (largos períodos
de tiempo) sucesivas, todas orientadas a la conflagración del universo y su
renovación, para pasar otra vez por el mismo desarrollo, es cercana a uno de
los modelos contemporáneos científicos de una expansión-contracción infinita
del universo. El énfasis budista en el proceso incesante de un flujo
interdependiente e infinito de cambios, está en consonancia con el cuadro
físico del universo como un campo energético sometido a continuas transformaciones.
Sin embargo, ni el hinduismo, ni el
budismo, ni el cristianismo, de hecho dieron nacimiento a la ciencia moderna,
durante los primeros quince siglos. Así que nos tenemos que preguntar qué otro
factor entró en juego para hacer posible que la mente humana de despertara de
la somnolencia precientífica. La respuesta parece estar en el resurgimiento,
durante el Renacimiento Europeo y después en la Ilustración, del espíritu
griego de la investigación libre, que liberó gradualmente la mente del peso de
los dogmas incuestionables y la capacitó para la observación, la
experimentación y el razonamiento capaz de comprender la realidad en la que
vivimos.
Entonces,
una vez que la ciencia moderna estuvo en marcha, se convirtió rápidamente en
una empresa autónoma, en continuo aumento de poder, obedeciendo a preceptos
metodológicos propios y afirmando enfáticamente su independencia frente a la
ética religiosa dentro de la cual había nacido. Esta independencia creó
tensiones dolorosas y conflictos con los presupuestos religiosos, comenzando
por la astronomía, que trasladó a nuestro mundo desde el centro del universo a
la posición de uno de los satélites solares; luego la geología, que estableció
la edad de la tierra como enormemente mayor a lo que había imaginado la cronología
bíblica, y finalmente, la biología ubicó el lugar del homo sapiens dentro de la completa evolución de la vida, con lo que
borraba la imagen bíblica de la particular creación de la humanidad. Como un subproducto
de la perspectiva y método científico tenemos el estudio objetivo de las Escrituras
antiguas, que pronto comenzó a socavar su tradicional autoridad literaria.
De hecho,
el nacimiento de la ciencia moderna dentro de la cultura cristiana de Europa,
nos recuerda a un pájaro cuco empollado en el nido de un tordo, creciendo
rápidamente... ¡para atacar a sus anfitriones! En los debates entre la ciencia y
la religión en el siglo XIX, como en las primeras amenazas eclesiales a Galileo
y los intentos de suprimir la nueva cosmología, el cristianismo, lejos de ver
la ciencia como su particular regalo al mundo, ¡luchó una larga y fallida
batalla contra ella! Esto llevó –a pesar del resurgimiento actual del
fundamentalismo de resistencia— a una aceptación tardía del nuevo conocimiento
científico y a un consecuente replanteamiento integral de la doctrina
cristiana. El cristianismo no puede reclamar ningún derecho ante la empresa
científica moderna. Su relación especial con ella consiste simplemente en el
hecho de que fue la primera de las religiones del mundo en ser afectada por el
impacto del nuevo conocimiento y la perspectiva empírica. Podemos especular que
el Islam encontrará este choque tan traumático como el cristianismo, mientras
que el hinduismo y el budismo podrían ser capaces de adaptarse sin gran dificultad.
Pero en cada caso el efecto más profundo deberá ser, como en el Occidente
cristiano, una progresiva secularización tanto del pensamiento como de la
sociedad. Y el desafío más
profundo será desarrollar formas de fe a través de las cuales el espíritu
humano pueda relacionarse de modo transformante con lo Trascendente, dentro del
contexto del conocimiento moderno de nosotros mismos y de nuestro medio
ambiente.
Consideraciones
similares se aplican a la explosión de la tecnología moderna, con sus hasta ahora
insospechados frutos de opulencia material. Lo primordial del Primer Mundo
consiste en ser la primera parte del planeta que ha llegado a industrializarse
y así se ha beneficiado de la producción masiva de bienes de consumo. Pero eso
no quiere decir que los pobres del gran Tercer Mundo no cristiano no gustarían
también de tener comida abundante y una gran variedad de bienes de consumo. Es
cierto que hay una fuerte tendencia del hinduismo y budismo en relación a la
renuncia a la riqueza y al mundo, que enseña a tratar el siempre cambiante
mundo material como no-real en última instancia. De ahí la famosa oración
hindú, "llévame de lo no-real a lo Real". Pero también es cierto que
existe de modo equivalente una fuerte inclinación de renuncia al mundo en la
enseñanza cristiana, confundiendo prácticamente "el mundo, el demonio y la
carne". Esto comenzó en el Nuevo Testamento, donde Jesús dice a sus
discípulos: "Si fuerais del mundo, el mundo amaría lo suyo; pero porque no
sois del mundo, antes yo os elegí del mundo, por eso el mundo os aborrece” (Jn
15,19), y "Si alguno viene a mí y no aborrece a su padre, madre, mujer e
hijos, y hermanos y hermanas, y hasta su propia vida, no puede ser mi discípulo
"(Lc 14,26). Leemos en otros lugares del Nuevo Testamento que "el
mundo entero está bajo el maligno" (1Jn 5,19), y era una difundida
convicción cristiana primitiva que la tierra está bajo el imperio del diablo
hasta el último día. Esta enseñanza no impidió sin embargo, el desarrollo del
capitalismo occidental y el afán general de acumular más y más posesiones,
incluyendo lujos cada vez más sofisticados.
No es probable
que la enseñanza hindú inhiba la lucha por los bienes de consumo en el rápido
proceso de industrialización de la India. La razón para la pobreza relativa de
la India en el período moderno –habiendo sido la antigua India, tan plenamente
próspera como Europa[17]– es
el hecho de que su fase medieval sólo
hasta ahora, en la segunda mitad del siglo XX, ha dado paso a la revolución
industrial. Y si nos preguntamos por qué la transformación industrial de la
Gran Bretaña en los siglos XVIII y XIX no se extendió a la India, como lo hizo
a los Estados Unidos y a los dominios británicos blancos, la respuesta es que
había en Gran Bretaña, el interés por mantener el subcontinente indio como una
fuente de materias primas y un mercado cautivo, en lugar de favorecer el
desarrollo de un competidor industrial independiente. En palabras de la Historia
Económica de la India de Dun:
Es por desgracia cierto que Compañía India del
Este y el Parlamento británico, siguieron una política comercial egoísta hace
cien años atrás, desanimando a los fabricantes indios en los primeros años de
gobierno británico, a fin de fomentar el aumento de las manufacturas
procedentes de Inglaterra. Su política permanente, seguida en las últimas
décadas del siglo XVIII y las primeras del siglo XIX, fue hacer a la India
servil frente a las industrias de Gran Bretaña, y que la población india sólo
produjera materias primas, para abastecer con ellas los telares y fábricas de
Gran Bretaña[18].
Todavía en la década de 1920 Gandhi
estaba luchando contra la obligación del pueblo de la India, que debía exportar
su algodón no procesado a Lancashire, y luego comprarlo de nuevo en forma de
tela acabada, en beneficio de las fábricas de Lancashire y en detrimento de las
masas de la India. Sólo desde la independencia de 1947 ha comenzado la India a
industrializarse a gran escala. La revolución industrial creadora de riqueza,
que transformó la sociedad humana desde su fase feudal a su fase moderna, se
produjo primero en Europa, y fue ayudada en gran medida por la expansión
imperial europea concurrente, la cual dio acceso privilegiado a las materias
primas, y a nuevos y grandes mercados. El proceso industrial tuvo que comenzar
en alguna parte, y si no hubiese iniciado cuando y donde lo hizo, habría
comenzado en algún otro momento o lugar. Pero no parece posible establecer una
relación causal exclusiva entre la industrialización y el cristianismo, de modo
que sin la industrialización cristiana, ésta no habría ocurrido en las demás sociedades
humanas.
VI
La otra área principal en la que el
cristianismo contemporáneo tiende a verse a sí mismo como superior, es en su
adopción de los modernos ideales liberales de igualdad humana y libertad,
expresada políticamente en las formas democráticas de gobierno. Estos ideales
liberales surgieron partiendo de la deconstrucción de la mentalidad medieval
dogmático-jerárquica del mundo. Que no son puramente ideales cristianos, sino
el producto de una interacción creativa de las influencias culturales, lo
demuestra el hecho de que durante los últimos mil años, el Occidente cristiano
había sido fuertemente jerárquico, santificando la servidumbre y la subyugación
de las mujeres, no creyendo en los derechos de la humanidad, sino en el derecho
divino de los reyes, la quema de herejes y brujas, y a la vez reprimiendo
brutalmente la protesta social y la especulación intelectual no ortodoxa. El
surgimiento de conceptos como los derechos humanos, la libertad individual y la
igualdad, al inicio fueron tan poderosamente impedidos por la iglesia como lo
había sido la ciencia moderna en sus primeros días. Por ejemplo, lo que llegó a
ser en el siglo XIX la campaña cristiana contra la esclavitud, comenzó como un
movimiento de pequeñas minorías dentro de las iglesias, con la oposición de
muchos eclesiásticos actuando en nombre de los intereses esclavistas. Y los
esfuerzos de otros grupos como los cuáqueros, seguidos del evangelio social de
los movimientos socialistas cristianos, para lograr una mayor justicia social
en las sociedades occidentales, siempre han sido una lucha cuesta arriba, con
la general oposición de las instituciones eclesiásticas. La tardía y con
frecuencia vacilante conversión de las iglesias a los ideales de la igualdad
humana y la libertad tiene un desarrollo muy reciente, que ahora también
empieza dentro de otras tradiciones mundiales.
Una vez más entonces, el cristianismo no
tiene derechos de propiedad en estos poderosos ideales seculares del mundo
moderno. Éstos tienen una segura base teórica en las enseñanzas de cada una de
las grandes religiones, pero en cada caso, su aparición como una fuerza
real es en gran parte debida al trabajo de la modernidad en la disolución del
autoritarismo. El cristianismo tiene, sin embargo, la distinción –y aquí radica
su genuina singularidad histórica— de ser la primera de las religiones
mundiales que ha sido transformada en gran medida por la modernidad.
Los resultados en el Occidente cristiano
han sido en parte beneficiosos y creativos, y en parte dañinos y destructivos. En
el lado positivo, la ciencia ha hecho posible cada vez más tecnologías de
avanzada, que a su vez dieron lugar a una proliferación inmensa de la riqueza,
de tal manera que el mundo occidental cuenta ahora con el promedio material de
vida más alto en la historia. Esto ha estimulado al mismo tiempo un enorme
crecimiento y extensión de la educación y una explosión sin precedentes de la
actividad cultural. Por el lado negativo, la misma expansión del conocimiento
científico ha producido cada vez más poderosas armas de destrucción masiva, de
modo que todo el proyecto humano tiembla ahora bajo la amenaza de un conflicto nuclear
masivo que podría terminar abruptamente con la civilización occidental y podría
producir un "invierno nuclear", reduciendo la raza humana a dispersas
poblaciones de sobrevivientes enfrentadas a una nueva edad de piedra. Además,
nuestra riqueza moderna se ha logrado a expensas de un galopante consumo de los
recursos no renovables de la Tierra, y de una polarización entre el
sobre-enriquecido hemisferio Norte y el desesperadamente pobre hemisferio Sur,
mientras se consolida en las regiones prósperas el estrés social y psicológico,
y las tensiones con niveles aterradores de drogadicción, suicidio, divorcio,
delincuencia, violencia urbana, y un sentimiento trágico de sin sentido y
frustración general.
VII
Cuando intentamos, pues, mirar a las
tradiciones religiosas como entidades históricas de larga duración encontramos
en cada caso una mezcla compleja de elementos valiosos y nocivos. Cada una ha proporcionado
un eficaz marco de significado para millones de adherentes, conduciéndolos a
través de las diferentes etapas de la vida, ofreciéndoles consuelo en la
enfermedad, la necesidad, y la calamidad, y permitiéndoles celebrar
comunitariamente sus tiempos de salud, bienestar y creatividad. Dentro de un
espacio psíquico puesto en orden por una vida de fe, tal como se expresa en las
instituciones y las costumbres de una sociedad, millones de hombres y mujeres,
de generación en generación, han hecho frente a los dolores de la vida y a los
desafíos, se han regocijado con sus bendiciones, y algunos, yendo más allá del
egocentrismo han llegado a una relación transformadora con el Eterno. Muchos
han respondido –de nuevo, en diversos grados— a la reivindicación moral del
amor/compasión mediada por las grandes tradiciones, y formulada
comúnmente como la «Regla de oro»: "No dejes que ningún ser humano haga a
otro un acto que él no desearía que otros le hicieran, sabiendo que le es
doloroso" (el Mahabharata hindú, Shanti Parva, cclx. 21). “No hagas
a otros lo que no querrías que te hagan a ti"(Confucio, Analectas,
Libro XII, n º 2 ). "No hagáis daño a otros con lo que te daña a ti
mismo" (el Udanavarga budista v. 18). "Lo que queráis que los
hombres hagan con vosotros, hacedlo vosotros también a ellos" (Jesús, Lc
6,31). "Ningún hombre es un verdadero creyente a menos que desee para su
hermano lo que desea para sí mismo" (el musulmán “Hadtih, musulmán,
imán”, 71-2).
Pero, a la vez, cada religión una ha
santificado vicios y males humanos. El hinduismo, aunque constituye un
inmensamente rico y poderoso universo de sentido y señala el camino de
liberación interior, también valida el sistema jerárquico de castas de la
India, incluida la relegación de millones de personas a la situación de parias
–una injusticia que aún persiste, a pesar de su abolición oficial en la
Constitución de 1947–. La sociedad hindú ha tolerado la primitiva práctica
del satí y aún tolera la continuidad de la
persecución cruel, y a veces el asesinato, de novias cuya dote se considera
insuficiente. El budismo, aunque básicamente pacífico y tolerante, que inspira
en millones de personas el ideal de una existencia centrada en sí misma, ha
sido indiferente hasta hace muy poco a las preguntas de la justicia social, de
modo que muchas tierras budistas han permanecido por largo tiempo en una
situación de feudalismo. El islam, aunque llamando a los fieles a la sumisión y
a la paz con Dios, y ha promovido una hermandad musulmana que está notablemente
libre de los prejuicios del color, ha sancionado "guerras santas", intolerancia
fanática, y castigos bárbaros de mutilación y flagelación, y todavía confina
generalmente a las mujeres a una vida tutelada, estrictamente controlada. El
cristianismo, aunque en los últimos siglos ha nacido en su ámbito la ciencia
moderna y los modernos ideales liberales de igualdad y libertad, ha generado
salvajes guerras de religión y el apoyo a innumerables "guerras
justas"; ha torturado y quemado multitud de herejes y brujas en el nombre
de Dios[19]; ha animado y
autorizado la persecución de los Judíos[20], ha validado el racismo sistemático, y ha tolerado la
"violación de la tierra" del capitalismo occidental, el mal uso de la
energía nuclear, y la esencial injusticia de la división Norte-Sur entre las
naciones ricas y las naciones pobres.
Al parecer, la conclusión que de todo
esto se deduce es que cada tradición ha construido su propia mezcla peculiar de
bien y mal. Cada una es una realidad social duradera que ha pasado por momentos
de auge y por tiempos de decadencia; y cada una es internamente muy diversa:
algunos de sus aspectos promueven el bienestar humano, mientras otros dañan la
familia humana. Frente a esta complejidad parece imposible hacer un juicio
global de que tal tradición religiosa ha contribuido con más bien o con menos
mal que otra, o con un mayor equilibrio de bien y mal que las demás. Por
supuesto que sería posible, si fuéramos omniscientes, distinguir una tradición
que en su conjunto fuera de hecho superior al resto. Pero para nuestra parcial
y falible visión humana, las religiones constituyen diferentes formas de
realización de nuestra humanidad en su relación con lo Eterno, cada una con sus
glorias culturales y sus episodios de destrucción violenta, elevando a vastas
poblaciones a un más alto nivel moral y espiritual, y funcionando sin embargo, a
veces, como un vehículo de chauvinismo humano, codicia y sadismo. Podríamos llegar
a establecer acertadamente que en algunos aspectos, o en algunos períodos de
tiempo o en determinadas regiones, los frutos de una tradición son superiores,
mientras que en otros aspectos, tiempos o regiones, resultan inferiores a las
de otra tradición. Pero, como dilatadas totalidades complejas, las tradiciones
del mundo parecen estar más o menos a la par entre sí. Ninguna puede ser
señalada como manifiestamente superior.
Si esto es así, podemos empezar a
considerar cómo esta verdad puede afectar los trabajos en curso de la teología
cristiana.
VIII
Las tres doctrinas centrales, la
trinidad, la encarnación y la expiación, se conectan en conjunto. Desde una
concepción jurídica de la expiación, Jesús tuvo que ser Dios, como San Anselmo
demostró en su ¿Cur Deus Homo? Sólo un sacrificio divino, infinito por lo tanto, podía dar el adecuado valor
de satisfacción por el daño causado con el pecado humano al Creador y Señor del
universo; así podrían cumplirse los inexorables requisitos de la justicia
divina, lo que permitiría a Dios considerar a los pecadores, hombres y mujeres,
como justos y aptos para ser recibidos en el Reino. Y dado que Jesús era Dios,
la Deidad tenía que ser una trinidad (o por lo menos una binidad), porque Dios
se encarnó en la tierra como Jesús de Nazaret, y Dios también estaba en el
cielo, sosteniendo el universo, y oyendo y respondiendo las plegarias. Era
necesario pues, pensar en Dios como al menos dos en uno, el Padre y el Hijo,
que estaban, respectivamente (y por un breve período), en el cielo y en la Tierra.
Pero el pensamiento cristiano, de hecho, pasó a incluir la divina presencia en
la vida humana, más allá de los treinta años de la encarnación, de una tercera
persona, el Espíritu Santo. En teoría, habría sido posible dar cuenta de esta
presencia con una doctrina binitaria más práctica, atribuyendo lo que llegó a
ser considerado como la obra del Espíritu Santo, al eterno espíritu de Cristo o
Logos; efectivamente, hubo un período anterior en que el Espíritu Santo y el
Espíritu de Cristo fueron distinguidos como dos realidades distintas. En
teoría, habría sido posible dar cuenta de esta presencia con una doctrina
binitaria más práctica, atribuyendo lo que llegó a ser considerado como la obra
del Espíritu Santo, al eterno espíritu de Cristo o Logos; efectivamente, hubo
un período anterior en que el Espíritu Santo y el Espíritu de Cristo fueron
distinguidos como dos realidades distintas.
Aproximándose a este conjunto de
doctrinas a través de la idea de la encarnación, hoy es ampliamente aceptado
por los eruditos del Nuevo Testamento, hasta incluso por los relativamente
conservadores, que el Jesús histórico no se presentó a sí mismo como el Hijo de
Dios, como segunda persona de una trinidad divina viviendo una vida humana. Él
era intensamente consciente de Dios como el Padre celestial. Su vida (durante
los dos o tres años de su ministerio) estuvo dedicada a proclamar la llegada
inminente del reinado de Dios, manifestando su poder en los actos de curación,
y enseñando a los demás cómo vivir con el fin de formar parte del reino que se
aproximaba para ser establecido. Probablemente pensó de sí mismo como el último
profeta, aquél que tendría la misión de anunciar el final de una época. Él pudo
haberse aplicado a sí mismo uno de los dos principales títulos que la tradición
judía ofrece para quien cumple esta función, a saber, la del hijo del hombre
que había de venir en la gloria sobre las nubes del cielo, o la del Mesías, que
ha de regir al mundo desde su nuevo centro, Jerusalén.
Cabe señalar que ninguna de estas funciones
significaba ser Dios; ambas figuras expresaban sobresalientes siervos humanos
de Dios. Pero es igualmente posible que Jesús rehusó todas las
identificaciones, y que fueron sus seguidores quienes colocaron éste y otros
títulos sobre él. O tal vez él pudo haber utilizado el término "hijo de
hombre" simplemente como un hebraísmo, un término que pudo ser apropiado
por cualquiera.
El título “hijo de Dios", que
llegaría a ser normativo en la teología eclesial, probablemente se inició en el
Antiguo Testamento y se usó ampliamente en el Antiguo Oriente Próximo, donde
significó un siervo especial de Dios. En este sentido, reyes, emperadores,
faraones, grandes filósofos, hacedores de milagros, y otros hombres santos
fueron llamados comúnmente “hijo de Dios”. Pero a medida que el Evangelio fue
más allá de su entorno hebreo hacia el mundo gentil del Imperio Romano, esta
poesía fue transformada en prosa, y la metáfora viva se congeló en un dogma
rígido y literal. Para acomodar el resultado de la filiación metafísica, y después
de unos tres siglos de desafiantes debates, la iglesia instaló la teoría de que
Jesús tenía dos naturalezas, una divina y otra humana, siendo en una
naturaleza, una sustancia con el Dios Padre, y en la otra, una sustancia con la
humanidad –una construcción filosófica tan alejada de la cosmovisión y la
enseñanza del mismo Jesús, como el paralelo de la doctrina budista Mayahana del
Trikaya en relación al Gautama histórico–.
Pero siempre ha habido otras tendencias
del pensamiento cristológico, aunque las variaciones fueron oficialmente
suprimidas durante el largo y relativamente monolítico período de la
cristiandad medieval. La primera tendencia de lenguaje en los documentos del
Nuevo Testamento probablemente expresó una cristología de inspiración, viendo a
Jesús como un gran profeta lleno del Espíritu divino. Este tipo de cristología
ha llegado a ser hoy una opción viva nuevamente en algunas versiones recientes
de lengua inglesa: Dios estaba en Cristo (1958) de D. M. Baillie,
varias de las contribuciones en El mito de Dios encarnado (1977),
y Dios Como Espíritu (1977) de Geoffrey Lampe[21]. La idea básica es que hablar del amor de Dios encarnado es
hablar de hombres y mujeres en cuyas vidas la inspiración de Dios, o la gracia,
ha trabajado de modo tan efectivo que se han convertido en instrumentos del
propósito divino en la tierra. Ser para la Eterna Bondad lo que es para un
hombre su propia mano”[22] es
ser un lugar de encarnación divina. La encarnación, en este
sentido ha ocurrido y está ocurriendo en muchas formas y grados diferentes en
muchas personas diferentes. Si en el caso de Jesús ocurrió más plenamente que
en el de cualquier otro ser humano, o tal vez incluso absolutamente en Jesús,
propiamente ello no puede ser validado a
priori con base en información histórica (aunque así parece quedar
establecido por Baillie y Lampe). En concreto, esto significa que el asunto no
puede ser resuelto definitivamente, ya que falta la evidencia adecuada, tocando
todos los momentos y aspectos de la vida interior y exterior de Jesús, nada
podría dar derecho a hacer tal juicio.
Este tipo de inspiración o cristología
paradójica de la gracia pertenece al rango de las alternativas abiertas para
aquellos que creyentes no fundamentalistas, que no insisten en la inspiración verbal
de las formulaciones de Nicea y Calcedonia. Esta cristología es al mismo tiempo
compatible con el pluralismo religioso por el que se
aboga en este libro. Ello parece señalar la dirección –aunque no es la
única posible— en la que la cristología tiende a desarrollarse dentro de
aquellos círculos teológicos que han ido más allá de inclusivismo, y avanzan
hacia una comprensión pluralista del lugar del cristianismo en la vida total
del mundo.
Una cristología de inspiración sintoniza
mejor con algunas formas de entender el lenguaje trinitario que con otras. Ello
no exige ni apoya la idea de tres personas divinas en el sentido moderno del
concepto persona, como un centro distinto de conciencia, voluntad y emoción, de
modo que se podía hablar del Padre, del Hijo y del Espíritu Santo como amor
mutuo dentro de la familia eterna de la trinidad, y del Hijo, que baja a la
tierra para hacer expiación en nombre de los seres humanos a su Padre. Una
cristología de inspiración es, sin embargo, plenamente compatible con la
concepción de la trinidad como la afirmación de los tres modos diferenciados en
que el único Dios es experimentado como actuante en relación a nosotros, y en
consecuencia puede ser conocido por nosotros –nombrándolo como creador,
redentor, e inspirador–. En esta interpretación, las tres personas no son tres
diferentes centros de conciencia, sino las tres principales expresiones de la
naturaleza divina.
Ya no hay que determinar a Dios dentro
de las tres Personas que hacen los diversos nombres de Dios en la tradición
judía, o los noventa y nueve Bellos Nombres de Dios en el Corán. Este tipo de comprensión
"económica" (simple/básica) de la trinidad es tanto ortodoxa como
"social", y parece representar la dirección que probablemente siga el
pensamiento trinitario en las teologías que aceptan una concepción pluralista
de la situación religiosa humana. La teoría de la expiación también ha adoptado una serie
de formas, unas conectan mejor que otras con una cristología de inspiración, y
con una doctrina trinitaria práctica o modélica. Como en el caso de la
cristología, la doctrina expiatoria más cercana al pluralismo religioso está
más próxima de lo que parece a la enseñanza del mismo Jesús. Aquí encontramos,
en las conocidas palabras del Padrenuestro y en parábolas como la del hijo
pródigo, la hipótesis de la relación directa con Dios, en la que si estamos
verdaderamente arrepentidos podemos pedir y recibir perdón y vida nueva. El
padre de la parábola no exigía un sacrificio de sangre para apaciguar su
sentido de justicia: tan pronto como vio a su hijo que regresa, “...conmovido,
corrió, y se echó sobre su cuello y lo besó... [y dijo] ‘Este hijo mío estaba
muerto y ha revivido, estaba perdido y ha sido encontrado’” (Lc 15,20.24). Y la
única condición para el perdón de Dios en el Padrenuestro es que también
nosotros perdonemos a los demás.
Esto está muy lejos de la idea de que
Dios puede perdonar a los pecadores sólo porque Jesús ha pagado nuestro justo
castigo con su muerte en la cruz, o que de alguna manera ha satisfecho por su
muerte a la justicia divina. Un perdón que tiene que ser comprado por el pago
total de la deuda moral, no es de hecho perdón de ninguna manera. Pues Jesús
hablaba del auténtico milagro del perdón, un milagro que no puede ser captado
en los parámetros de las doctrinas de la expiación. Su mérito parece ser que ofrece
una forma de centrar la atención en la muerte de Jesús como una expresión del
amor de donación que se encarnó en su vida. Y de acuerdo con la creencia judía
contemporánea de que la muerte de un mártir justo de alguna manera ayudaba para
el bien de Israel, Jesús mismo pudo haber pensado su propia cercanía a la
muerte como una fuente de bendición para muchos (cf Mc 10,45)[23] –como de hecho ha sido demostrado a través de muchas y diferentes
formas de apropiación a lo largo de los siglos.
Entonces, en el caso de cada una de
estas doctrinas, el espectro teológico existente en la tradición cristiana, tal
como se ha diversificado en la época moderna, ofrece amplios recursos para que
las teologías puedan incorporar el pluralismo religioso. Por tanto, lo que
requiere la visión pluralista, no es un radical abandono de la diversa y
siempre creciente tradición cristiana, sino encontrar algunas formas de
desarrollarla, sugeridas por el descubrimiento de la presencia de Dios y su
actuación salvífica en otras corrientes religiosa de la humanidad. La
percepción resultante es que el cristianismo no es el único camino de
salvación, sino uno entre varios.
Al mismo tiempo, otras dos grandes ideas
–que no he tenido tiempo para intentar tratar aquí— también están solicitando
desarrollos paralelos. Una de ellas es el reconocimiento, expresado en la
teología de la liberación, de que Dios está trabajando donde quiera que haya un
compromiso valioso en la lucha por la justicia humana, y por ello, presente en
los movimientos de liberación marxista y laica, tanto como en la iglesia –y
algunas veces más–. De hecho, con demasiada frecuencia sectores dominantes de
la iglesia han estado, y están hoy en día, del lado equivocado de la lucha de
liberación. Considerando que el absolutismo cristiano puede cegarse con
facilidad ante este hecho, las perspectivas del pluralismo nos permiten
reconocerlo y participar en un movimiento mundial para la liberación humana, no
limitado a las fronteras de ninguna tradición.
La otra perspectiva novedosa es la que
se expresa en la teología feminista contemporánea: que Dios es ciertamente
fuente de vida y sentido, tanto para mujeres como para hombres, y que en
consecuencia, nuestra comprensión religiosa debe ser llevada hacia una nueva
apertura equilibrada de la amplia vida religiosa de la humanidad, con su rica
pluralidad de formas femeninas y masculinas de simbolizar lo divino, que pueden
ayudar a liberarnos de las garras de la absolutez del patriarcalismo cristiano.
Estas tres preocupaciones están creando
hoy una nueva red de alternativas para el pensamiento cristiano. Así como en el
caso de la grande y última transformación de la autoconciencia cristiana del
siglo XIX, que respondió a las nuevas opciones de la ciencia moderna, el
pensamiento cristiano será retomado y desarrollado en variedad de maneras por
algunos, pero del mismo modo será seguramente rechazado y enfrentado por otros.
Nuestra tarea es tratar de exponer y explicar la nueva visión que está
enfilándose gradualmente, de modo que tantos como sea posible puedan reconocer
en ella una iluminación contemporánea del Espíritu, y puedan responder por su
medio a la presencia del desafío de Dios.
Por último, en este capítulo, he estado
tratando la cuestión del lugar del cristianismo en la vida religiosa más amplia
de la humanidad, como un tema propio de la teología cristiana. En consecuencia,
he utilizado nuestro término cristiano, Dios, para hacer referencia a la
Realidad última, ante la que , tal como entiendo, las grandes tradiciones
religiosas constituyen diferentes respuestas humanas. Pero cuando uno se aparta
de la propia tradición para intentar una interpretación filosófica en materia
de pluralidad religiosa, uno tiene que ser plenamente consciente tanto de las
percepciones personales como de las no personales de lo Definitivo. He tratado
de hacer esto en otros lugares[24];
pero no es necesario complicar este estudio con una discusión intra-cristiana
de este género.
[1] The Place of Christianity among the Wold Religions, reimpresión de la obra codirigida por John Hick y Brian Hebblethwaite, Cristianismo y otras religiones,
Collins, Londres, y Fortress, Philadelphia 1980.
[2] Julius Richter, Missionary Apologetics: Its Problems and Its
Methods, en «International Review of Missions», 2 (1913) 540.
[3] James Morris, Heaven’s Command: an Imperial Progress,
Faber & Faber, Londres 1968; Pax
Britannica: The Climax of empire, Faber & Faber, Londres 1968; Farewell the Trumpets: An Imperial Retreat, Faber
& Faber, Londres 1978.
[4] Tal vez, como un buen registro de algunos de
los dedicados servicios dados por los mejores administradores coloniales, y de
su gradual conciencia de que el paternalismo debía dar paso a la independencia,
tenemos lo que aparece en el segundo volumen de la autobiografía de Leonard
Woolf, que abarca sus años en Ceilán antes la primera guerra
mundial, Growing (Harcourt Brace, Nueva York y Londres 1961).
[5] Heaven’s Command, p. 74.
[6] Ibid. p. 393.
[7] Ibid. p. 318.
[8] Ibid. p. 319
[9] La
presentación de James Michener de los misioneros norteamericanos de principios
del siglo XIX en Hawaii, en la segunda parte de su novela Hawaii (1959), probablemente da una impresión fidedigna de las
motivaciones y sacrificios, así como del los prejuicios y el paternalismo
estrecho de miras de buena parte del movimiento misionero de aquel tiempo.
[10] Constitución Pastoral
sobre la Iglesia en el mundo, nº 22.
[11] Redemptor Hominis, Catholic Truth Society, Londres 1979, nº 14.
[12] Nº 2.
[13] Capítulo 2, nº 16; énfasis añadido.
[14] Nº 7.
[15] Arnulf Camps, Partners in Dialogue, traducción de John
Drury, Orbis Books, New York
1983, p. 12.
[16] Amnistía International, Londres 1984.
[17] Trevor Ling, después de describir el próspero
estado del norte de la India en el siglo VI a. C. añade: "Esta descripción
de la India en el tiempo de Buda, como una tierra de alimentos abundantes, es
la que algunos lectores pueden encontrar sorprendente, ya que comúnmente se
cree en Occidente que la India tiene un "secular problema de pobreza y de
hambre", para mencionar un dicho reciente que refleja este tipo de
ignorancia. El hambre generalizada de los campesinos indígenas, que invadieron la
ciudad de Calcuta en la hambruna de Bengala de 1943, es relativamente un
fenómeno moderno. En 1943 la razón estuvo por una parte en los problemas de
distribución, pero la razón principal fue la baja productividad de la
agricultura india a finales del período británico. Bajo el dominio británico
fue desarrollado un sistema de propiedad de tierras que llevó a la inseguridad
de la tenencia de la tierra entre los cultivadores inquilinos, a la división y
subdivisión de parcelas de tierra, haciendo que la agricultura viniera a ser
poco rentable. Los cultivadores cayeron en manos de abusivos usureros y
prestamistas. En esta situación, tuvieron pocas oportunidades de aumentar la
productividad de la tierra. Por otra parte, el aumento de la tasa de población
podría haber sido menos grave en sus efectos si la India hubiese sido capaz de
desarrollarse industrialmente como los países occidentales habían hecho, o como
fue capaz de hacerlo Japón, libre del dominio extranjero. El desarrollo
industrial de la India se limitaba a unas pocas empresas que eran compatibles
con intereses económicos británicos –ferrocarriles, minería de carbón para
suministrar el combustible, una pequeña industria del hierro esencialmente para
el mismo fin, yute y molienda de algodón, cuyo desarrollo se vio limitado por
los intereses de Dundee y sus rivales de Lancashire, algo de refinación de
azúcar, cristalería y fósforos–. La Revolución Industrial que se necesita para
aliviar por igual la pobreza galopante y la creciente población de la India, no
fue permitida hasta que la India independiente se embarcó en el primero de sus
planes quinquenales en 1951 "(El
Buda, Penguin Books, Londres 1976, pp. 304s).
[18] Romesh Dutt, The
Ecnomic History of India
,
vol. I, Routledge & Kegan Paul, Londres 1906, 2ª ed., p. x.
[19] Matilda Joslyn Gage, Women,
Church and State, Arno Press, Nueva York 1972, (2ª ed. 1983),
p. 274, dice que "está calculado a partir de registros históricos que
nueve millones de personas fueron condenadas a muerte por brujería a partir de
1484, durante un periodo de trescientos años, sin contar el gran número de
personas que fueron sacrificadas en los siglos anteriores bajo la misma acusación"
(citado por Mary Daly, Gin/Ecology, Beacon
Press, Boston 1978, p . 183).
[20] En su historia acerca del delito de blasfemia,
Leonard Levy recuerda que "el cruzado se consideraba indigno de redimir la
Tierra Santa de los musulmanes hasta que matara a un judío; en la mentalidad
del cruzado, vengar a Cristo matando judíos le obtenía la remisión de sus
pecados... Durante la Cruzada de los
Pastores, en 1251, casi todos los judíos en el sur de Francia fueron
masacrados" (Treason against God,
Schocken Books, New York 1981, p. 115). Véase también Rosemary Radford Ruether, Faith and Fratricide, Seabury Press,
New York 1979).
[21] También se encuentra, aunque en formas
discretas y ambiguas, en escritores originales como Karl Rahner, Edward
Schillebeeckx y Hans Küng. Sobre la cristología de Rahner, ver mi Problems of Religous Pluralism,
Macmillan, London, y San Martin's Press, New York 1985), cap. 4.
[22] Theologica Germanica, cap. 10.
[23] Cfr. John Downing, "Jesus
and Martyrdom”, Journal of Theological Studies, 14
(1963).
[24] Ver especialmente mi
Problems of Religous Pluralism, Macmillan, London, y San Martin's
Press, New York 1985.
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