Jesús como Rescatador y Redentor: Una imagen que debe desaparecer
De vez en cuanto, las ramas secas del pasado tienen que ser podadas,
para que nueva vida tenga la oportunidad de brotar. Respecto al «relato
sobre Jesús», esa poda es vital y urgente. No todas las imágenes utilizadas
para explicar a Jesús merecen sobrevivir. El candidato más obvio para
ser eliminado, desde mi punto de vista, a lo mejor es también la más
antigua de todas las interpretaciones de Jesús. Me refiero a aquella
imagen de Jesús como «el divino rescatador».
Esta imagen nos viene en dos formas.
Primero, aparece en la retórica del tradicional predicador evangélico, para
quien, dado el tiempo limitado de un sermón, era casi imprescindible utilizar
ciertos clichés. En las cadencias verbales que caían tan fácilmente de los
labios del predicador, se escuchan estas bien conocidas palabras: «Jesús murió
por mis pecados. Él derramó su sangre preciosa en la cruz de Calvario por
mi salvación. Yo he sido lavado en la sangre del Cordero. Por el sacrificio
de Jesús, yo he sido salvado. La mancha del pecado en mi alma ha sido limpiada».
Tal vez las palabras no son exactas,
pero los temas presentes en este punto de vista nos son muy familiares.
En segundo lugar, está la mucho más sofisticada
retórica de la teología académica a lo largo de los tiempos. Los líderes pensantes
cristianos, actuando dentro de su propia forma de ver la vida, han gastado
siglos desarrollando lo que ellos denominan «la teología de la cruz», como
un ingrediente esencial de la historia de Jesús. Del proceso han resultado
muchas variaciones sobre el tema, consideradas como la creencia central del
cristianismo: la doctrina de expiación. Esta doctrina implica cosas tales
como: una visión particular del sentido de creación, la caída de la vida humana
en algo que se llama «pecado original», y la obra salvadora de Jesús con el
resultante rescate. Se ha dicho que esta obra de Jesús ha producido la «reconciliación»
entre Dios y la vida humana, y esto es lo que la doctrina de expiación celebra.
El lenguaje sobre pecado original y expiación
proviene de círculos cristianos que lo han elaborado durante tanto tiempo,
que ha venido a adquirir el status de «mantra» sagrado. Esto quiere decir
que no se puede cuestionarlo, y que su estructura básica no precisa más explicación.
Cuando se dan nuevas circunstancias, simplemente se ajusta, nunca se reconsidera.
No obstante, bajo un examen más atento, estos conceptos sagrados nos tienden
a imponer una visión de vida humana que ya no es operativa; una comprensión
teística de Dios articulada en una forma que es casi repulsiva; una visión
mágica de Jesús que viola nuestra razonamiento; y la necesidad práctica de
que la Iglesia dé por supuesta la culpabilidad, como un requisito para conversión.
No hace falta ser un genio para concluir que esta visión sobre Dios y sobre
Jesús, igual que esta manera de entender la Iglesia, no podrán durar mucho
tiempo.
La mentalidad de «Jesús-como-rescatador»
ha llegado a impregnar tanto la autocomprensión del cristianismo que apenas
es posible pensar el cristianismo sin ella. Tal vez ésta es la razón por la
que un inmediato colapso de este sistema religioso parece ahora algo tan obvio.
La mayor parte del contenido de esta creencia-tradición ha sido organizada
de forma que esté al servicio de esa visión de la redención. El sentido del
bautismo presupone la redención. El culto principal eucarístico de la Iglesia,
con frecuencia llamado «el sacrificio de la misa», re-presenta en forma litúrgica
esta visión redentora de Jesús. Todo el cuerpo de la Biblia, tradicionalmente,
ha sido leído e interpretado de manera que apoye esta comprensión particular
de Jesús como redentor. Lo proclama la presencia de la cruz o el crucifijo
como símbolo principal de cristianismo. Es un argumento circular al cual cuesta
entrar, y no obstante, esta misma «circularidad» le ha dado la coherencia
misma del drama cristiano en su conjunto, tal como lo hemos venido a conocer.
Los varios elementos presentes en este punto de vista son fáciles de esquematizar.
Voy a indicarlos con claridad y así subirlos a nuestra conciencia. Solamente
entonces, pienso yo, será posible arrancarlos de cuajo para que nazca vida
nueva, una vida no estrangulada por esta arcaica perspectiva.
La Biblia comienza con la historia de
creación. El texto afirma que fue una creación perfecta, más, una creación
terminada. Cuando Dios miró todo lo que Dios ha hecho, la narración proclama
que Dios lo declaró bueno y luego descansó de sus labores divinas.
El colmo de esa acción creadora llegó
cuando Dios hizo el hombre y la mujer y los instaló como administradores de
toda la creación. Adán y Eva, continúa la narración, vivían dentro de la perfección
del mundo de Dios, llamado el Jardín de Edén, donde ellos gozaban de una relación
perfecta con su creador. Dios proveía a todas sus necesidades. Había alimento
y agua en abundancia. Dios paseaba con estas criaturas humanas en comunión
perfecta en el fresco del atardecer. Sin embargo, según el texto, unas fronteras
fueron establecidas en este paraíso. A la primera familia humana le fue concedido
acceso a todo lo del jardín, menos a una cosa: el árbol del conocimiento del
bien y del mal, que estaba en el centro del jardín. La fruta de este árbol
fue «la fruta prohibida». Las criaturas humanas no debían comer de la fruta
de este árbol, puesto que, se había dicho, si comieran, se abrirían sus ojos
y llegarían a conocer lo bueno y lo malo. Éste fue un mito fascinante, y durante
la mayor parte de la historia cristiana, se lo ha entendido de forma absolutamente
literal (Gn 2,5 – 3,24).
Por supuesto, «fruta prohibida» es algo
que tiene una atracción tremenda para la mente humana. Según la narración
bíblica, Adán y Eva primeramente miraban al árbol y su fruta. Luego se dieron
una vuelta alrededor del mismo, saboreando fantasías sobre la fruta, hasta
que el deseo llegó a ser irresistible. Por fin, escuchando la voz de la tentación
encarnada en una serpiente, y racionalizando lo que profundamente querrían
hacer, no hicieron caso de la prohibición y comieron de la fruta del árbol
que había sido puesto fuera de su alcance. Dios fue desobedecido. La perfección
de la creación fue arruinada. La vida humana cayó en el pecado.
Según la historia bíblica, los efectos
de esta caída fueron inmediatos y permanentes. Los ojos de Adán y Eva se abrieron.
Se vieron a sí mismos como individuos separados de Dios. Sentían culpa y vergüenza.
Cubrieron su desnudez con delantales de hojas del higo. Cuando Dios vino a
pasearse con Adán y Eva esa tarde, ellos ya no lo miraban como su creador,
fuente de su vida, sino como el juez que señaló su culpa. Así, se escondieron
de la divinidad entre los arbustos del Jardín de Paraíso. Se interrumpió la
comunión. La reacción humana inevitable fue un cohibido egocentrismo.
Cuando Dios halló estas criaturas escondidas
en el monte, la realidad de la caída llegó a ser obvia. Se montó un juicio
divino que puso en evidencia la pauta fija de conducta humana de excusarse
a sí mismo y echar la culpa a otros. Los seres humanos, en su estado caído,
ni siquiera eran capaces de aceptar la responsabilidad de sus propias acciones.
Adán echó la culpa a Eva y a Dios. Dijo que Eva había sido la causa de su
caída, pero que había sido Dios quien hizo a Eva. Fue un argumento fascinante.
Por su parte, Eva echó la culpa a la serpiente. Acto seguido vino el castigo.
La primera familia fue exiliada del Jardín
de Edén. Se perdió el paraíso. Según contó la historia, desde ese momento
en adelante, la vida pasó ser una lucha. Por toda eternidad, la serpiente
iba a reptar sobre su barriga y a comer polvo. La mujer iba a sentir dolores
de parto mientras aumentaba la familia humana. El hombre iba a tener que ganarse
la vida con el sudor de su frente en una eterna lucha para sobrevivir. Y al
fin, todos tendrían que morir. La inmortalidad que les habían pertenecido
como criaturas hechas a la imagen de Dios, se terminó. Mortalidad ahora iba
a ser el destino universal de todos los manchados por el pecado primordial
de Adán y Eva. Un ángel con espada en mano ahora quedó puesto en la entrada
del Jardín de Edén para asegurar para siempre que los miembros de la familia
humana quedaran fuera de este paraíso. La vida humana iba a ser vivida en
lucha, dolor y muerte ahí, por el Este de Edén.
Por este pecado de los primeros seres
humanos, se afirmó que toda vida humana posterior, nacería en pecado y sufriría
la muerte como la consecuencia final del pecado humano. La universalidad de
la mortalidad humana fue aceptada como señal de la universalidad del pecado
humano. El pecado original fue un pecado que abarcó a todo. Toda vida tenía
necesidad de redención. Toda vida reclamaba un redentor. Éste llegó a ser
la pieza central de la historia cristiana, como ha sido proclamado tradicionalmente.
Según estos argumentos, Dios puso en
marcha el proceso de redención escogiendo un pueblo particular por medio del
cual Dios iba a desarrollar el proceso de salvación. Sólo que no se explicó
el motivo por el que Dios tuvo que hacer esto a lo largo de varios miles de
años... como cuando se dice «es que, así es».
La historia cristiana de redención ha
sido relatada en los términos de este mito. Según el texto, la salvación empezó
en una escala muy diminuta, con la vocación de Abrahán (Gn 12,1-3). Los descendientes
de Abrahán iban a ser un pueblo más numeroso que las estrellas de los cielos
o los granitos de arena en la playa del mar (Gn 22,17). No obstante cuando
esa nación se desarrolló sufrió las mismas dificultades demográficas que todas.
Isaac fue escogido con preferencia sobre
Ismael. Jacob fue escogido con preferencia sobre Essaú. Judá y José fueron
escogidos en vez del primogénito Rubén (Cro 5,1.3). Por medio de José, este
pueblo fue a vivir en Egipto para evitar una gran escasez. Con el tiempo cayeron
la esclavitud. La historia de salvación, no obstante, empezaría de nuevo más
tarde, después de unos cuatrocientos años, con Moisés y el éxodo.
En cuanto salieron de su esclavitud,
el pueblo fue guiado por Dios, por medio de Moisés, hasta el Monte de Sinaí.
La ley de Dios, llamada la Torah, fue entregada al pueblo (Ex 19-20). La ley
iba a ser un maestro escolar para devolver este pueblo caído al estado de
gracia. La esperanza de una redención final de su caída fue creciendo, con
la creencia de que si un hijo especial de Israel pudiera, durante el espacio
de 24 horas, guardar cada requisito de la Torah, llegaría el Reino de Dios
y se establecería un nuevo Jardín del Edén en el cual el mandato de Dios siempre
sería obedecido.
Así, la ley fue siendo aceptada como
la salida de Israel del estado caído y pecaminoso de la vida humana. Ningún
hijo de Israel guardó la ley perfectamente durante veinticuatro horas, y así,
la búsqueda de una salvación seguía y seguía en la historia.
En el mundo antiguo se desarrolló un
sistema sacrificial para ayudar superar este supuesto abismo entre las criaturas
caídas y el Santo Dios. Israel formaba parte de este sistema sacrificial.
Israel desarrolló en su vida litúrgica un día llamado Yom Kippur, dedicado
al sentido humano de ser pecaminoso, instituido también con el fin de ser
la ocasión de implorar reconciliación o redención. Dos rituales marcaron este
día. Uno fue la confesión pública de los pecados del pueblo, que fueron cargados
ceremonialmente en el lomo de un cabrito. Así, cargado con los pecados del
pueblo, este cabrito, llamado «el chivo expiatorio», fue llevado al desierto,
y junto con el chivo la gente creía que también desaparecieron los pecados
del pueblo que ahora se quedó purificado y con sus pecados expiados (Lv 16).
El segundo ritual de Yom Kippur era la
ofrenda sacrificial del cordero de la expiación (Lv 23,26-32). Este cordero
ritual fue minuciosamente descrito para asegurarse que fuese físicamente perfecto.
No se aceptaban rasguños, ni máculas ni huesos quebrados. Vida humana, tan
alienada de Dios, tan profundamente caída en el pecado, tendría que aparecer
frente a Dios bajo el símbolo de algo perfecto. Un ejemplar físicamente perfecto
cumplió en parte con esa estipulación. El cordero también era «infrahumano»
y por eso incapaz de ser inmoral, puesto que moralidad requiere la posibilidad
de escoger el mal. Así que se ofreció a Dios una víctima moralmente perfecta,
físicamente perfecta pero todavía infrahumana, para la expiación, para la
reparación de los pecados del pueblo. Se presumió, que por ser humano, uno
era pecador. Luego Pablo puso esta presunción por escrito: «todos pecaron
y están privados de la gloria de Dios» (Rm 3,23). De este modo, la entrega
de la ley y el proceso del culto sacrificial fueron pasos intermedios que
los seres humanos adoptaron para atender la presumida y desesperada pecaminosidad
del pueblo. Ser humano era, por definición, ser malo, haber caído y estar
en necesidad de ser rescatado, redimido.
El movimiento profético de Israel fue
considerado, por estos primeros líderes cristianos, un aspecto más de la eterna
tentativa de Dios por llamar a la creación caída a regresar a aquella perfección
que había sido el propósito de su actividad creadora. Los profetas eran voces
carismáticas a favor de Dios, que surgieron fuera de la estructura de poder
existente, para desafiar a la gente a convertirse al camino de la rectitud.
Por lo general los profetas fracasaron en su misión, pero lucharon fuertemente
para lograr su propósito. Como es el destino de la mayor parte de los profetas,
fueron apreciados solamente mucho tiempo después de haber muerto. Profetas
que solían ser o exiliados o asesinados, pero que sus mensajes impactaban
y eran anotados y leídos y re-leídos durante muchos años (Mt 23,27; Lc 13,34).
Cuando los profetas dejaron de recordar a la gente la necesidad de volver
a su destino del Jardín de Edén, Dios les dijo que al menos indicaran el tiempo
que finalmente iba a llegar en el que la redención por fin acontecería y la
salvación sería alcanzada definitivamente.
Gracias a la convicción de que los humanos
son pecaminosos y precisan de redención, culpabilidad y la religión están
tan estrechamente unidas en la historia del mundo occidental. La fuerza de
la religión de Occidente siempre ha descansado en la habilidad de gente religiosa
de entender y manipular aquel sentido de insuficiencia humana que se expresa
como culpabilidad. Este sistema religioso supone que la meta de la vida es
ser completo, libre, y estar en armonía con el creador, fuente de la vida.
Es precisamente esto lo que hace tan fuerte el sentido de alienación.
En aquel tiempo antiguo, se consideró
casi universalmente que la fuente de la vida era un ente sobrenatural externo,
un ser capaz de ver todo y conocer todo, como si fuera un papá o una mamá.
Éste era el Dios que «conoce los secretos del corazón» (Sal 44,21). En la
presencia de esta deidad personal y juzgante, los seres humanos, sabiendo
que no eran lo que habían sido creados para ser, trataban de esconderse, y
con el tiempo se llegó a suponer que la habilidad de escondernos era un aspecto
de nuestra humanidad. Nos escondemos de Dios, de uno y de otro, y hasta de
nuestros mismos. Puesto que ser humano era ser malo, también ser humano era
esconderse. Era humano fingir. Los líderes religiosos, durante siglos, aprendieron
que para controlar el comportamiento del pueblo, era preciso exacerbar estos
sentimientos de culpabilidad. Así, se construyeron imperios religiosos a base
de ayudar gente convivir con, y en algún grado superar sus sentimientos de
culpabilidad. Confesión, penitencias, actos de supererogación y misas por
los difuntos fueron sólo algunas de las muchas palancas de culpabilidad incorporadas
en la impresa cristiana que ha llegado a dominar el mundo occidental.
El golpe de gracia
que permitió al poder eclesiástico triunfar, se dio cuando la penetrante culpabilidad
humana de insuficiencia y fracaso se conectó con la universal realidad humana
del deseo, en particular del deseo sexual. Esa conexión fue principalmente
un logro cristiano. A partir de ahí, en cualquier momento en que aparecía
el deseo sexual, la culpabilidad era abrumadora. Se llegó a definir santidad
como asexualidad. Se condenó el deseo que personas enamoradas sentían el uno
para el otro. Se hizo que las mujeres se sintieran culpables por ser mujeres,
que se sintieran culpables si estaban con la menstruación, que se sintieran
culpables si ellas habían amado a un hombre, culpables si se casaron, culpables
si tuvieron niños... Sólo hubo una mujer virtuosa, y fue una virgen madre.
Se logró que hombres se sintieran culpables por tener deseos sexuales, culpables
por tener poder, culpables por amar a una mujer. El sistema era universal.
El sexo era malo. Y el sexo era universal. Ergo, el mal era universal. Se
dijo que así era la herencia de Adán. Nosotros éramos criaturas caídas con
necesidad de rescate. Así era el entendimiento común que dio forma y figura
al mensaje de la religión de Occidente en general y del cristianismo en particular.
¿Cómo superar la culpabilidad? ¿Cómo reparar nuestra humanidad quebrantada?
¿Cómo rescatar la vida humana de su caída? El cristianismo se organizó para
contestar estas preguntas.
La experiencia de Jesús fue captada desde
esta perspectiva mental. El enlace entre nuestro sentido de insuficiencia
y el papel de Jesús, se produjo en seguida, y apareció antes de que muriera
la primera generación de cristianos. El primer paso de este proceso fue ver
la muerte de Jesús en términos de pecado y salvación. Por el tiempo que Pablo
escribió a los Corintios, a mediados de los años cincuenta, aquel paso ya
había sido dado. Pablo dijo que Cristo murió «por nuestros pecados» (1 Cor.
15,3). De algún modo, nuestros pecados requirieron su muerte. El fue un sacrificio
hecho en favor nuestro.
En el primer Evangelio que fue escrito
figura palabra «rescate» (Marcos 10,45). La vida de Jesús fue «dada como rescate
para muchos». Este evangelio de Marcos, probablemente siguiendo la sugerencia
de Pablo, fue el primero en enmarcar la narración de los detalles de la muerte
de Jesús dentro del contexto de la Pascua, con el fin que Jesús fuera inmediatamente
identificado con el cordero pascual, sacrificado para quebrantar el poder
de la muerte. Aquella historia escrita en el libro del Éxodo formó el centro
de la liturgia judaica en el momento en que nacía la nación. Dios había hecho
posible que escaparan de la esclavitud, enviando el ángel de la muerte para
matar a los primogénitos en todo el país de Egipto. Los judíos se salvaron
de esta matanza cuando sacrificaron el cordero pascual y untaron las jambas
de sus casas con la sangre de este cordero. En la reinterpretación de este
momento, la sangre del cordero pascual llegó a ser reemplazada por la sangre
de Jesús. Este nuevo cordero pascual había derramado su sangre en la cruz,
que ahora llegó a ser considerada como las jambas del mundo, quebrantando
así el poder del ángel de la muerte. Lo único que nosotros los seres humanos
teníamos que hacer, era presentarnos frente Dios por medio de la sangre de
este nuevo cordero pascual. La visión de Jesús como rescatador de la empresa
humana arrancó con gran impulso.
Por el tiempo que se escribió la Carta
a los Hebreos, ahí por los años ochenta, se completó el círculo. Esta carta
estableció firmemente en el pensamiento cristiano que Jesús, en su muerte,
ha sido la ofrenda perfecta, esperada por siglos en el ritual expiatorio del
Yom Kippur. Primero, Jesús era un perfecto espécimen humano. «Conserva todos
sus huesos, no será quebrantado ni uno solo» (Ex 12,46; Sal 34,21; Jn 19,36).
También él era «el sin pecado». Era el hijo perfecto de Israel que guardó
cada precepto de la Torah y había llegado al estado de perfección moral. Así
que su sacrificio hizo innecesario cualquier otro. El gran vacío que separaba
a Dios de la vida humana había sido vencido. Dios -se dijo- había enviado
su hijo para «pagar el precio de pecado», para ser el sacrificio perfecto,
para quebrar el dominio que el pecado y/o el diablo tenía sobre la vida humana.
Él había superado la caída y triturado el poder de la muerte. «Pues del mismo
modo que en Adán mueren todos, así también todos revivirán en Cristo» (1Cor
15,22), dijo Pablo de Jesús.
Mientras este entendimiento de la obra
redentora de Cristo iba siendo desarrollado en la historia cristiana, Agustín,
obispo de Hipona (354-430) y uno de las mentes teológicas más destacadas del
mundo de Occidente, preparó el escenario para una interpretación de Cristo
que iba a durar durante más de mil años. Él consolidó la relación entre Jesús
y el mundo caído, concretando la teoría de la expiación realizada por Jesús.
Para Agustín, Adán y Eva eran, literalmente,
los primeros seres humanos. Como consecuencia de su expulsión del paraíso,
la muerte llega a ser el precio que todos los seres humanos tenían que pagar
por su pecado. Agustín argumentó que la muerte no era natural sino punitiva,
un castigo. Por medio del acto sexual, el pecado de Adán había sido trasmitido
a todo ser humano. La conexión entre pecado y sexo quedó claramente establecida.
Todos los seres humanos estaban perdidos, incapaces de salvarse y destinados
a morir en su pecado. Esta universalidad de pecado era lo que Cristo había
quebrantado. Él había sufrido las consecuencias del pecado y había pagado
el rescate debido o a Dios -o al Diablo-, y roto el poder de la muerte sobre
la vida humana. Había arrancado el aguijón de la muerte, que era el pecado.
Había robado la victoria de la muerte. «¿Dónde está, oh muerte tu victoria?
¿Dónde está, oh muerte, tu aguijón?» Pablo continúa diciendo: «El aguijón
de la muerte es el pecado» (1Cor 15,55-56).
Mientras Agustín desarrollaba esta comprensión
teológica de la vida, la tradición del parto virginal asumió más importancia
para él. Para Agustín, las historias del parto virginal eran verdaderas literalmente,
y ese parto virginal era absolutamente necesario para la misma salvación.
Más aún, para Agustín, la salvación no hubiera sido posible si no hubiera
sido por el parto virginal.
El razonamiento que está por detrás de
esto está claro. El pecado de Adán se trasmitía sexualmente de padre a hijo.
El género humano nació ya de un Adán en pecado, pecado del que nadie podía
escapar. El salvador necesario para hacer la obra de redención, no podía ser
víctima del pecado de Adán. Esa preservación de Jesús del pecado humano, de
la caída, se logró, para Agustín, por medio del parto virginal. El pecado
de Adán no corrompió la humanidad de Jesús puesto que el Espíritu Santo fue
su padre. En realidad Jesús no había sido un hijo de Adán. Por aquel entonces,
se creía que la mujer no contribuía genéticamente, o materialmente, al desarrollo
del niño que nacía, sino que solamente alimentaba «la semilla» del varón hasta
que ésta llegara a su madurez. Así que el estado de «caída» de la humanidad
de la mujer, no entraba en consideración.
No obstante, con el paso de tiempo, cuando
se llegó a entender el papel de la mujer como genéticamente co-creadora, esta
consideración tuvo que ser revisada para que el mismo salvador no quedara
corrompido por el pecado de Adán vía su madre, quien también era hija de Adán.
Esto fue manejado en la tradición Católica en el siglo diecinueve con la doctrina
de la Concepción Inmaculada de la Santísima Virgen. Ella también fue preservada
milagrosamente de la corrupción del pecado de Adán. La intervención del poder
de Dios hizo imposible que en su concepción inmaculada la virgen pasara al
salvador los efectos del pecado de Adán. Así se logró asegurar la salvación.
Jesús, el sin pecado, quedó capacitado, por sus orígenes, para hacer el sacrificio
perfecto. Y haciéndolo quitó el pecado del mundo. Su sangre nos lavó a nosotros
los humanos. Por la sangre de Cristo fuimos salvados (Rm 5,9; Hb 9,12; 1Pe
1,19). Este fue el modo como la obra salvadora de Cristo fue entendida entre
los primeros cristianos.
Luego, otras mentes religiosas desarrollaron estos temas hacia nuevos niveles
de interpretación. Fue el tiempo en que las doctrinas de la expiación
y libros de la teología de la cruz empezaron a aparecer. En esta perspectiva
que se iba desarrollando en la joven iglesia, aunque ahora nos parece
terrible, la imagen de Dios empezó a incluir un sentido de rectitud
tal, que se consideró que debió exigir un sacrificio cruento. El texto
de la Epístola a los Hebreos (9,22) que decía «pues, según la Ley,
casi todas las cosas han de ser purificadas con sangre, y sin efusión
de sangre no hay remisión», fue empleado para justificar este punto
de vista. Entonces se dijo que Dios exigió esta ofrenda a Jesús. Se
aplicó a Jesús la imagen del Siervo Sufriente del Segundo Isaías:
«con sus cardenales hemos sido curados». Se dijo, que Dios el Padre
había descargado sobre el Hijo, la culpa de todos nosotros (Is 53,5-6).
En la tradición evangélica del siglo XIX, estos temas entraron en
los himnos cristianos y por eso cantamos sobre haber sido «lavados
en la sangre» o «salvados por la sangre de Jesús». Nuestros cantos
aún hablan de fuentes repletas con su sangre limpiadora... Cuando
predicadores han predicado sobre estos temas, han dicho y repetido
que «Dios clavó a su hijo en la cruz por nuestra salvación». Así,
las variaciones sobre este tema han seguido recorriendo toda la historia
cristiana.
Han sido raras las veces que los cristianos
hicieron una pausa para reconocer en qué clase de monstruo que habían transformado
a Dios. A un padre humano que, por cualquier motivo que fuere, clavara a su
hijo en una cruz, iría a la cárcel, por abuso infantil. Sin embargo, se siguió
diciendo eso de Dios, como si ese hecho lo hiciera más santo y más digno de
adoración.
Por detrás de todas estas imágenes, tenemos
que reconocer que estaba aquel sentido de la vida humana caída del objetivo
que le había sido marcado en la creación. El plan fundamental de salvación
fue la necesidad de superar esta caída, y devolver el mundo a la perfección
proyectada por Dios desde la creación. A Jesús, como Dios/hombre, le fue asignado
el papel de rescatador/salvador. Él pertenecía al Dios celestial que vivía
más allá de los cielos, así que él «bajó de los cielos» para nuestra salvación.
También era humano, y entró en la arena humana como salvador, no mancillado
por el pecado de Adán. A pesar de todo, aun siendo inocente, sufrió las consecuencias
de la caída de Adán, puesto que su papel era morir. En su muerte, él, como
el cordero pascual, rompió el poder de la muerte, y como los animales de Yom
Kippur, no solamente fue el sacrificio perfecto, sino que también quitó los
pecados del mundo. Jesús logró todo esto en su crucifixión, que fue entendida
como el momento sacrificador. Por supuesto, la resurrección fue el símbolo
de la aceptación por parte de Dios del sacrificio realizado en la cruz de
Calvario. Aceptando la ofrenda de esta muerte en la cruz, Dios preparó la
superación de aquella muerte, vía la resurrección. En conjunto era un sistema
teológico claro e ingenioso.
Para muchos de nosotros, esta visión
de cristianismo resulta difícil de aceptar o creer. Yo, personalmente, optaría
más por aborrecer, en vez de adorar, a una deidad que exigiera el sacrificio
de su hijo. Mas aún, a muchos otros niveles, todo este sistema teológico,
con sus raros presupuestos, ahora está completamente desenmarañado adentro
de nuestro mundo posmoderno y debe ser eliminado total y conscientemente del
cristianismo.
El proceso de desmantelamiento empezó
cuando nos dimos cuenta de que Adán y Eva no fueron los padres primitivos
y que toda vida no se derivó de ellos dos. La teoría de evolución convirtió
a Adán y Eva en leyendas, en el mejor de los casos. No fue fácil a las instituciones
religiosas aceptar la evolución, incluso hoy en día se oyen voces en partes
remotas del mundo resistiéndose. Estas voces nunca tendrán éxito. Es claro
que la vida human evolucionó en un proceso de unos 4.500 a 5.500 millones
de años. No hubo primeros padres, así que el acto primitivo de desobediencia
de nuestros supuestos primeros padres, no pudo haber afectado la entera raza
humana. De esta manera, el mito recibe un golpe mortal y el relato monolítico
de la salvación, construido por apologistas cristianos durante siglos, se
empezó a tambalear.
La primera línea de defensa, fue moverse
desde un Adán/Eva literal hacia un Adán/Eva simbólico, y del cuento literal
de la vida en el Jardín de Edén, hacia un cuento simbólico de la caída humana
de la perfección que Dios había pretendido para nosotros con la creación.
Los seres humanos, se dijo entonces,
por su propia naturaleza, están alienados de Dios. Ésta fue la nueva definición
del pecado original. No había sido una historia, primordial o no. Se trataba
más bien de la descripción de nuestro mismo ser. Era algo más bien ontológico.
Ello hizo que el pecado viniera a ser la universal condición humana. Sólo
los seres humanos fueron afectados por el pecado, porque sólo ellos recordaban
aquello para lo que habían sido creados. «Me has hecho solamente para ti -escribió
Agustín-, y nuestros corazones están inquietos hasta encontrar su descanso
en ti». Los animales no se sintieron incómodos bajo las condiciones de existencia.
No se resistían a la muerte, excepto a la muerte violenta o prematura. Para
ellos la muerte parecía algo natural, pero no para los creados a la imagen
de Dios.
El cuento de Adán/Eva, así, fue transformado
en una parábola sobre el sentido de la vida, destinada a Dios, pero vivida
en la alienación de Dios. Y esa alineación era el pecado original. La narración
de la caída llegó a ser así una narración sobre el amanecer de la auto-conciencia.
Fue una transición interesante, desde el literalismo hacia el simbolismo,
y salvó el mito por más o menos otro siglo.
No obstante, esta trasposición de sentido
no lo pudo salvar para siempre. En su prisa por transformar a Adán y Eva desde
una historia literal hacia un símbolo de la ontología humana, la mayor parte
de la gente, no cayó en la cuenta de que Darwin, con esta mentalidad posmoderna,
había hecho bastante más que simplemente desliteralizar a Adán y Eva: Darwin
había desafiado, y con éxito, el concepto de la bondad de la creación.
Pensar que la creación es buena implica
que la obra de creación está completa. Pero Darwin nos hizo concientes de
que creación, aun ahora, no está terminada. Todavía se siguen formando galaxias.
La vida humana también sigue evolucionando... De repente, toda la estructura
mitológica, en la cual y por la cual la figura de Cristo ha sido enmarcada,
ahora se vino abajo. ¿Qué es el pecado? No es, y nunca podría ser, la alineación
de perfección que Dios en la creación habría pretendido para nosotros, puesto
que no existe algo así como una creación perfecta. No hubo tal caída en pecado.
No obstante, en algún sentido todos los seres humanos seguimos estando involucrados
en la lucha para alcanzar nuestro propio, verdadero y profundísimo ser. Nosotros
los seres humanos, hemos emergido lenta pero firmemente, desde dentro de una
sopa evolutiva de billones de años. De ninguna manera hemos sido literalmente
creados a imagen de Dios. Así de sencillo: evolucionamos desde formas inferiores
de vida y finalmente hemos desarrollado una conciencia más alta. El propósito
de la creación no se cumplió necesariamente con el advenimiento de la vida
humana, puesto que la vida humana, como la conocemos nosotros, entró en la
historia hace muy poco.
Hoy en día existen muchas razones para
creer que nuestra especie, conocida como Homo sapiens, no es eterna. Hemos
ensuciado nuestro nido ambiental tan ampliamente, hemos sobre-poblado nuestro
planeta con tanta irresponsabilidad, hemos desarrollado armas de destrucción
masiva de tal tamaño que la misma supervivencia humana está lejos de estar
asegurada. Nosotros, los seres humanos, aparecemos como algo incidental, tanto
de cara al pasado como de cara al futuro de este planeta. Aparentemente, la
vida es completamente capaz de seguir adelante con o sin la participación
humana. No obstante, todos nuestros entendimientos básicos e interpretaciones
de la vida siguen suponiendo que el universo es radicalmente antropocéntrico.
Todos los sistemas religiosos mantienen que el sentido de la vida humana es
central para cualquiera otra consideración.
¿Qué posible sentido podría tener el
concepto de una primitiva caída de vida humana en el pecado, para aquellas
criaturas que sólo hace poco han evolucionado al escenario mundial, y no dan
evidencia que su estancia vaya a ser permanente? ¿Cómo puede darse una caída
al pecado si nunca había existido una perfección desde donde caer? ¿Qué clase
de deidad es ésa que exige a nosotros una ofrenda sacrificadora, con el fin
de superar un abismo que ahora nos damos cuenta de que no existe? ¿Quién se
sentiría atraído por la imagen de un salvador divino que con su autodestrucción
pagaría el precio del pecado? El entendimiento tradicional de la historia
de salvación y las diferentes teorías de expiación, todo se viene abajo en
este punto, incluso la interpretación que hemos puesto tradicionalmente sobre
la cruz del Calvario.
Todas estas interpretaciones nos fuerzan
a relacionarnos imágenes de una deidad externa que actuó como una figura autoritaria,
humana y caprichosa que se habría sentido insatisfecha con la conducta humana,
y que demandaría alguna forma de expiación. Nos imponen en una definición
de la vida humana como pecaminosa y caída. No obstante, aquella deidad externa
hoy se encuentra completamente muerta, y aquellas definiciones de vida humana
que nos exigían soñar con actos de expiación, sacrificios y cuentos de intervenciones
divinas, carecen hoy de todo sentido. Así que, la inmensa mayor parte del
tradicional «lenguaje sobre Cristo» ha llegado a ser ininteligible. Jesús,
como agente de Dios en la divina operación redentora, no es un Jesús que ejercerá
atracción ni resultará inteligible para los ciudadanos de este siglo.
Más bien, hemos evolucionado de nuestro
pasado evolutivo, y todavía estamos en proceso de formación. Nuestra falta
de integridad es una señal del equipaje que llevamos como sobrevivientes de
ese largo y difícil pasado. Somos los portadores de lo que un biólogo británico
ha llamado, «el gen de egoísmo». Cuando cualquiera de nosotros se encuentra
en una lucha para sobrevivir, aún nuestros instintos más altos vienen para
abajo y nuestro egocentrismo radical nos lleva a precipitarnos de nuevo en
una lucha de dientes y zarpas. Así de sencilla es la descripción de nuestro
ser. Eso es lo que quiere decir ser humano.
Un salvador que nos devuelva a nuestro
estado pre-caído es, por eso, una resto pre-darwiniano, y una estupidez pos-darwiniana.
Un redentor sobrenatural que entra a nuestro mundo caído para reparar la creación,
es un mito teístico. Así que, nos toca librar a Jesús del papel de rescatador
de redentor. Hasta tal extremo hemos sido sometidos por este malentendido,
que la mayor parte de nosotros no conocemos ningún otro modo de hablar de
él más que reduciéndole a un mero buen maestro o buen ejemplo. Si la experiencia
crística no hubiera sido nada más que eso, dudo que hubiera sobrevivido. No
obstante, el Jesús de quien el credo dice «que por nosotros los hombres y
por nuestra salvación bajó del cielo», sencillamente ya no dice nada a nuestro
mundo. Esos conceptos tendrán que ser arrancados y abandonados. Si la experiencia
crística es algo real, entonces tenemos que descubrir un nuevo modo de hablar
de ella.
Por ahora, yo sólo digo que esta vieja
y tradicional visión del Cristo está muerta como alternativa viable. No podremos
avanzar si esta convicción no se acepta. Ese mero hecho, por sí mismo, anuncia
el amanecer de un cambio amplio en el paisaje teológico.
John
Shelby SPONG,
Why Christianity Must Change or Die. A Bishop Speaks to Believers in Exile,
HarperSanFrancisco, 1998, chapter six, p. 83-99.
Traducción
de Justiniano Liebl.
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