Repensar la resurrección.
La fe en común en la diferencia de las interpretaciones
Andrés TORRES
QUEIRUGA
Este texto es el epílogo del libro de Andrés TORRES
QUEIRUGA, «Repensar la resurrección» (Trotta, Madrid
2003), que trata de hacer un resumen del propio libro. No hemos corregido
las huellas de este su carácter de epílogo ni sus referencias
a páginas anteriores del libro. Agradecemos al autor y a la
editorial su gentileza, y recomendamos a los lectores su lectura completa
Llegados al final de un largo y sinuoso recorrido, no sobra intentar
poner en claro su resultado fundamental. Un resultado que, como el
enunciado del título trata de indicar, presenta un carácter claramente
dialéctico. Por un lado, la reflexión ha procurado moverse siempre
dentro de aquella precomprensión común de la que, de un modo u otro,
parten todos los que se ocupan de la resurrección (por eso dan por
supuesto que tratan del mismo asunto). Por otro, ha sido en todo momento
consciente de que lo en apariencia “común” está ya siempre —y por
fuerza— traducido conforme a los patrones de las interpretaciones
concretas. La presentada en este libro es una de ellas. Por
eso se ha esforzado en todo momento por moverse dentro de la fe
común y al mismo tiempo no ha ocultado nunca su libertad para
elaborar su peculiar propuesta dentro de la diferencia teológica.
Hacerlo con la responsabilidad exigida por un tema tan serio ha complicado,
no sé si más de lo necesario, la exposición, oscureciendo tal vez
tanto la intención como el contenido preciso del mismo resultado.
Ahora, con el conjunto a la vista, resulta más fácil percibir tanto
la marcha del proceso reflexivo como su estructura global y sus líneas
principales. De hecho, la impresión de conjunto, unida a un repaso
del índice sistemático, sería tal vez suficiente, y conviene tenerlo
delante. El epílogo trata únicamente de mostrar de manera todavía
más simplificada las preocupaciones y los resultados fundamentales.
1. La tarea actual
1.1 Lo común de la fe
Preocupación básica ha sido en todo momento insistir en la comunidad
e identidad fundamental de l referente común que las distintas
teologías tratan de comprender y explicar, pues eso hace más evidente
el carácter secundario y relativo de las diferencias teóricas[1]. Algo que puede aportar serenidad a la discusión
de los resultados, reconociendo la legitimidad del pluralismo
y limando posibles tentaciones de dogmatismo.
Fue ya una necesidad en las primeras comunidades cristianas. Porque,
aunque, como bien reflejan los escritos paulinos, también en ellas
había fuertes discusiones, no por eso deja de percibirse un amplio
fondo común, presente tanto en las distintas formulaciones como en
las expresiones litúrgicas y en las consecuencias prácticas. Esa necesidad
se acentúa en la circunstancia actual, tan marcada por el cambio y
el pluralismo , pues también hoy la comunidad cristiana vive, y necesita
vivir, en la convicción de estar compartiendo la misma fe . Tal vez
hoy por hoy, más que a una visión teológica unitaria, sólo
sea posible aspirar a la comunidad de un “aire de familia”; pero,
mantenido en el respeto dialogante, eso será suficiente para que las
“muchas mansiones” teóricas no oculten la pertenencia a la casa común
(cf. Jn 14, 2).
Hace tiempo lo había expresado insistiendo en la necesidad de “recuperar
la experiencia de la resurrección”[2], ese humus común, rico y vivencial, previo a
las distintas teorías en que desde sus comienzos la comunidad cristiana
ha ido expresando su fe . Tal experiencia se manifestó fundamentalmente
como una doble convicción de carácter vital, transformador
y comprometido. Respecto de Jesús, significa que la muerte
en la cruz no fue lo último, sino que a pesar de todo sigue vivo,
él en persona; y que, aunque de un modo distinto, continúa presente
y actuante en la comunidad cristiana y en la historia humana. Respecto
de nosotros, significa que en su destino se ilumina el nuestro,
de suerte que en su resurrección Dios se revela de manera plena y
definitiva como “el Dios de vivos ”, que, igual que a Jesús, resucita
a todos los muertos ; en consecuencia, la resurrección pide y posibilita
un estilo específico de vida que, marcada por el seguimiento de Jesús,
es ya “vida eterna”.
1.2 La inevitable diversidad de la teología
Afirmado esto, todo lo demás es secundario, pues lo dicho marca lo
común de la fe . La teología viene luego, con sus
diferencias inevitables y, en principio, legítimas, mientras se esfuercen
por permanecer dentro de ese ámbito, versando sobre “lo mismo”, de
manera que las diferencias teóricas no rompan la comunión de lo creído
y vivido.
Eso sitúa y delimita la importancia del trabajo teológico, pero no
lo anula en modo alguno ni, por tanto, lo exime de su responsabilidad.
Porque toda experiencia es siempre experiencia interpretada
en un contexto determinado, y sólo dentro de él resulta significativa
y actualizable. La apuesta consiste en lograr una interpretación correcta,
que recupere para hoy la experiencia válida para siempre. Pero el
cambio puede hacerse mal , anulando la verdad o la integridad de la
experiencia; o puede hacerse de modo insuficiente, dificultándola
e incluso impidiéndola: no entrando ni dejando entrar — según la advertencia
evangélica— en su comprensión y vivencia actual. Y lo cierto es que
la ruptura moderna ha supuesto un cambio radical de paradigma , de
suerte que obliga a una reinterpretación muy profunda. Esta situación
aumenta lo delicado y aun arriesgado de la tarea; pero por lo mismo
la hace también inesquivable, so pena de hacer absurdo e increíble
el misterio de la resurrección.
El trabajo de reinterpretación precisa ir en tres direcciones distintas,
aunque íntimamente solidarias: una apunta hacia la dilucidación histórico-crítica
del origen, explicitación y consolidación de la experiencia
; otra, hacia el intento de lograr alguna comprensión de su contenido,
es decir, del ser de la resurrección y del modo como se realiza; finalmente,
otra intenta dilucidar las consecuencias, tanto para la vida
en la historia como para el destino más allá de la muerte . De suyo,
la última dirección es las más importante, pero, dado que la conmoción
del cambio se produjo sobre todo en las dos primeras, ellas son las
que han ocupado mayor espacio en la discusión teológica. Tampoco en
este estudio ha sido posible escapar a ese “desequilibrio”, aunque
se ha intentado compensarlo en lo posible.
2. La génesis de la fe en la resurrección
El cambio cultural se manifestó en dos fenómenos principales. El
primero fue el fin de la lectura literal de los textos, que, haciendo
imposible tomarlos como un protocolo notarial de lo acontecido, ha
obligado a buscar su sentido detrás del tenor inmediato de la letra.
El segundo consistió en el surgimiento de una nueva cosmovisión, que
ha obligado a leer la resurrección en coordenadas radicalmente distintas
a las presupuestas en su versión original.
En la nueva comprensión de la génesis influyó e influye sobre todo
el primero. Porque el fin del fundamentalismo forzó un cambio
profundo en la lectura y al mismo tiempo ha proporcionado los meDios
para llevarlo a cabo. Los ha proporcionado no sólo porque, al romper
la esclavitud de la letra, abría la posibilidad de nuevos significados,
sino también porque, al introducirla en la dinámica viva de la historia
de la revelación , la cargaba de un realismo concreto y vitalmente
significativo. Lo cual vale tanto para el Antiguo como para el Nuevo
Testamento.
2.1 La resurrección en el Antiguo Testamento
Ha sido, en efecto, importante recordar el Antiguo Testamento y remontarse
de algún modo al duro aprendizaje que supuso. Con sus dos caminos
principales. El primero (que tal vez debiera haber recibido una atención
aun mayor) remite a la vivencia de la profunda comunión con Dios.
Comunión que, sin negar la aspereza de la vida terrena y sin tener
todavía claridad acerca del más allá de la misma, permitió intuir
que su amor es “fuerte como la muerte ” (Cant 8, 6). Por eso la conciencia
de la fidelidad divina fue capaz de dar sentido a la terrible ambigüedad
de la existencia, tal como aparece, por ejemplo, en el salmo 73: “Mi
cuerpo y mi corazón se consumirán, pero Dios es para siempre mi roca
y mi suerte” (v. 26). El segundo camino pasa por la aguda experiencia
de contraste entre el sufrimiento del justo y la intolerable
injusticia de su fracaso terreno. Como se anuncia con claridad ya
en los Cantos del Siervo y se formula de manera impresionante con
los mártires de la lucha macabea (cf. 2 Mac 7), sólo la idea de resurrección
podía conciliar el amor fiel de Yavé con el incomprensible sufrimiento
del justo.
Un fruto importante de este recuerdo es que los largos siglos sin
creencia clara en el otro mundo enseñan, en vivo, que la auténtica
fe en la resurrección no se consigue con una rápida evasión al más
allá, sino que se forja en la fidelidad de la vida real y en la autenticidad
de la relación con Dios. Además es muy probable que en esos textos
encontrase Jesús un importante alimento para su propia experiencia
; y, con seguridad, ahí lo encontraron los primeros cristianos para
su comprensión del destino del Crucificado.
2.2 La resurrección de Jesús en el Nuevo Testamento
Esa herencia preciosa pasó al Nuevo Testamento como presupuesto fundamental,
que no debe olvidarse, porque constituía el marco de vivencia y comprensión
tanto para Jesús como para la comunidad. La fe en la resurrección
de los muertos estaba ya presente en la vida y en la predicación del
Nazareno: la novedad que introduce la confesión de la suya, se realiza
ya dentro de esta continuidad radical.
En este sentido , no es casual, y desde luego resulta esencial, la
atención renovada a su vida para comprender la génesis y
el sentido de la profunda reconfiguración que el Nuevo Testamento
realiza en el concepto de resurrección heredado del Antiguo. La vida
de Jesús y lo creído y vivido en su compañía constituyeron sin lugar
a dudas una componente fundamental del suelo nutricio donde echó raíces
lo novedoso y específico de la experiencia pascual.
Dos aspectos sobre todo tuvieron una enorme fuerza de revelación
y convicción. En primer lugar, la conciencia del carácter “escatológico”
de la misión de Jesús, que adelantaba y sintetizaba en su persona
la presencia definitiva de la salvación de Dios en la historia : su
destino tenía el carácter de lo único y definitivo. En estrecha dialéctica
con él, está, en segundo lugar, el hecho terrible de la crucifixión
, que parecía anular esa presencia. La durísima “experiencia de contraste
” entre, por un lado, la propuesta de Jesús, garantizada por su bondad,
su predicación y su conducta, y, por otro, su incomprensible final
en la mors turpissima crucis, constituía una “disonancia
cognoscitiva ” de tal magnitud, que sólo con la fe en la resurrección
podía ser superada (un proceso que, a su manera, había adelantado
ya el caso de los Macabeos ).
El hecho de la huída y ocultamiento de los discípulos fue, con toda
probabilidad, históricamente cierto; pero su interpretación como traición
o pérdida de la fe constituye una “dramatización” literaria, de carácter
intuitivo y apologético, para demostrar la eficacia de la resurrección.
En realidad, a parte de lo injusta que resulta esa visión con unos
hombres que lo habían dejado todo en su entusiasmo por seguir a Jesús,
resulta totalmente inverosímil. Algo que se confirma en la historia
de los grandes líderes asesinados, que apunta justamente en la dirección
contraria, pues el asesinato del líder auténtico confirma la fidelidad
de los seguidores: la fe en la resurrección , que los discípulos ya
tenían por tradición, encontró en el destino trágico de Jesús su máxima
confirmación, así como su último y pleno significado. Lo expresó muy
bien, por boca de Pedro, el kerygma primitivo: Jesús no podía
ser presa definitiva de la muerte , porque Dios no podía consentir
que su justo “viera la corrupción” (cf. Hch 2, 24-27).
2.3 Lo nuevo en la resurrección de Jesús
La conjunción de ambos factores —carácter definitivo y experiencia
de contraste — hizo posible la revelación de lo nuevo en
la resurrección de Jesús : él está ya vivo, sin tener que
esperar al final de los tiempos (que en todo caso empezarían con él);
y lo está en la plenitud de su persona, ya sin el menor asomo
de una existencia disminuida o de sombra en el sheol . Lo
que se esperaba para todos (al menos para los justos) al final de
los tiempos, se ha realizado en él, que por eso está ya exaltado y
plenificado en Dios. Y desde esa plenitud —única como único es su
ser— sigue presente en la comunidad, reafirmando la fe y relanzando
la historia .
Tal novedad no carecía, con todo, de ciertos antecedentes en el Antiguo
Testamento y en el judaísmo intertestamentario (piénsese en las alusiones
a los Patriarcas, a Elías o al mismo Bautista ); y, aunque menos,
tampoco era totalmente ajena al entorno religioso medio-oriental y
helenístico, con Dioses que mueren y resucitan o con personajes que
se hacen presentes después de muertos . De todos modos, el carácter
único de la persona y la misión de Jesús, hizo que, por la seguridad
de su vivencia, por su concreción histórica y por su carácter plena
e individualizadamente personal, la fe en su resurrección supusiese
un avance definitivo en la historia de la revelación . De nadie se
había hablado así: nunca, de ninguna persona se había proclamado con
tal claridad e intensidad su estar ya vivo, plenamente “glorificado”
en Dios y presente a la historia.
Los textos, leídos críticamente, no permiten una reconstrucción exacta
del proceso concreto por el que se llegó a esta visión específica.
Lo claro es el resultado. Y de los textos resulta que esa convicción
firme, esa fe en la resurrección actual de Jesús y en la permanencia
de su misión se gestó y se manifestó en vivencias extraordinarias
de su nuevo modo de presencia real, que, en aquel ambiente cargado
de una fortísima emotividad religiosa, los protagonistas interpretaron
como “apariciones ”. En todo caso, como tales fueron narradas a
posteriori en el Nuevo Testamento, en cuanto explicitación catequética
y teológica del misterio que se intentaba transmitir. En ese mismo
marco se forjaron también las narraciones acerca de la “tumba vacía
”.
El carácter teológico de las narraciones es lo decisivo: ahí se expresa
su intención y radica su enseñanza; a través de ellas se nos entrega
el objeto de la fe . Dada su composición por escritores que, fuera
del caso de Pablo (tan peculiar en muchos aspectos), no habían sido
testigos directos, sino que escriben basados en recuerdos y relatos
ajenos, entre cuatro y siete décadas más tarde, no pueden considerarse
sin más como descripciones de acontecimientos fácticos, tal
como los narrarían, por ejemplo, un cronista o un historiador actuales.
De suerte que la interpretación más concreta de lo sucedido fácticamente
constituye una delicada y compleja tarea hermenéutica , que ha de
tener en cuenta el distinto marco cultural y los nuevos instrumentos
de lectura crítica . Circunstancia que resulta decisiva a la hora
de interpretar el modo de la resurrección y del ser mismo del Resucitado.
3. El modo y el ser de la resurrección
3.1 Consideraciones previas
De entrada, conviene insistir una vez más en que el problema se mueve
ahora en un nivel distinto del anterior: allí se describía
lo fundamental de la experiencia , aquí se intenta una mayor clarificación
conceptual. Como queda dicho y repetido a lo largo de toda la obra,
lo intentado en este nivel no pretende nunca cuestionar la verdad
del anterior, y las discrepancias en él no tienen por qué significar
una ruptura de la unidad de fe expresada en el primero. Pertenecen
más bien al inevitable y legítimo pluralismo teológico.
Si antes influía sobre todo la caída del fundamentalismo , ahora
es el cambio cultural el que se deja sentir como prioritario.
Cambio en la visión del mundo, que, desdivinizado, desmitificado y
reconocido en el funcionamiento autónomo de sus leyes, obliga
a una re-lectura de los datos. Piénsese de nuevo en el ejemplo de
la Ascensión : tomada a la letra, hoy resulta simplemente absurda.
Cambio también en la misma teología que, justamente por efecto de
esos dos factores, se halla en una situación nueva, sobre todo —tal
como queda indicado al principio (1.6)— por lo que respecta a la concepción
de la creación , la revelación y la cristología . La acción de
Dios no se concibe bajo un patrón intervencionista y “milagroso”,
que no responde a la experiencia ni religiosa ni histórica y que amenazaría
la trascendencia divina. La revelación no es un “dictado”
milagroso y autoritario que deba tomarse a la letra. Y la cristología
no busca lo peculiar de Jesús en su apartamiento sobre-naturalista,
sino en su plena realización de lo humano: la cristología como realización
plena de la antropología , la divinidad en la humanidad.
En este sentido , resulta hoy de suma importancia tomar en serio
el carácter trascendente de la resurrección, que
es incompatible, al revés de lo que hasta hace poco se pensaba con
toda naturalidad, con datos o escenas sólo propios de una experiencia
de tipo empírico: tocar con el dedo al Resucitado, verle venir sobre
las nubes del cielo o imaginarle comiendo, son pinturas de innegable
corte mitológico, que nos resultan sencillamente impensables.
Como resultado, no es la exégesis de detalle la que acaba decidiendo
la interpretación final, sino la coherencia del conjunto.
Esa exégesis es necesaria, y gracias a ella estamos donde estamos.
Pero sus resultados llevan sólo al modo peculiar como los hagiógrafos
interpretaban la resurrección con los meDios de su cultura.
Ahora toca justamente hacer lo mismo con los meDios de la nuestra.
Por eso no se trata únicamente de que las discusiones exegéticas de
los puntos concretos acaben muchas veces en tablas: “no se puede refutar
esto, pero tampoco se puede probar lo contrario”; sino que es la entera
visión de conjunto la que se mueve en busca de una nueva “figura”
de la comprensión. Esta figura es la que, en definitiva, convence
o no convence, según resulte significativa y “realizable” en la cultura
actual o aparezca como incomprensible desde sus legítimas preguntas
o incompatible con sus justas exigencias.
Finalmente, también ahora conviene ir por pasos, de lo más claro
a lo más discutible. Lo cual además tiene dos ventajas importantes:
permite ver el avance ya realizado, que en realidad es enorme; y puede
ayudar a descubrir la verdadera dirección del cambio que se está produciendo.
El sentido histórico bien administrado no sólo aporta serenidad a
la discusión, sino que de ordinario aumenta la lucidez para percibir
el futuro.
3.2 El “sepulcro vacío
No es exageración optimista hablar de lo enorme del cambio ya acontecido.
Entre un manual preconciliar y un tratamiento actual, incluso de los
más conservadores, la distancia es astronómica, tanto en lo cuantitativo
del espacio dedicado, como en lo cualitativo del modo de ver la resurrección.
Desde luego, ya nadie confunde la resurrección con la revivificación
o vuelta a la vida de un cadáver . Ni por tanto se la pone en paralelo
ni, menos, se la confunde con las “resurrecciones” narradas no sólo
en la Biblia, atribuidas a Eliseo, a Jesús o a Pablo (que, por otra
parte, casi nadie toma a la letra), sino también en la cultura del
tiempo, como en el caso de Apolonio de Tiana. La resurrección de Jesús
, la verdadera resurrección, significa un cambio radical en la existencia,
en el modo mismo de ser: un modo trascendente, que supone
la comunión plena con Dios y escapa por definición a las leyes que
rigen las relaciones y las experiencias en el mundo empírico.
Por eso ya no se la comprende bajo la categoría de milagro
, pues en sí misma no es perceptible ni verificable empíricamente.
Hasta el punto de que, por esa misma razón, incluso se reconoce de
manera casi unánime que no puede calificarse de hecho histórico
. Lo cual no implica, claro está, negar su realidad, sino insistir
en que es otra realidad: no mundana, no empírica, no apresable
o verificable por los meDios de los sentidos, de la ciencia o de la
historia ordinaria.
Puede afirmarse que estas ideas constituyen hoy un bien común de
la teología . Pero sucede que el estado de “transición entre paradigmas”
que caracteriza la situación actual no siempre permite ver con claridad
las consecuencias: afirmado el principio nuevo, se sigue operando
muchas veces con los conceptos y presupuestos viejos. Algo claro y
hasta sorprendente cuando un mismo autor, después de reconocer de
manera expresa que la resurrección no es un milagro , se aplica a
matizarlo diciendo que no es un milagro “espectacular” (como si de
alguien se dijese que está muerto, pero sólo “un poco” muerto). Pasa
sobre todo con los problemas del sepulcro vacío y las apariciones
. Con desigual intensidad, sin embargo.
En el caso del sepulcro vacío se han dado más pasos. Exegéticamente
no es posible decidir la cuestión, pues, en puro análisis histórico,
hay razones serias tanto para la afirmación como para la negación.
Pero se ha producido un cambio importante, en el sentido de que son
ya muchos los autores que no hacen depender la fe en la resurrección
de la postura que se adopte al respecto: se reconoce que pueden creer
en ella tanto los que piensan que el sepulcro ha quedado vacío como
los que opinan lo contrario.
La opción por tanto depende, en definitiva, del marco teológico en
que se encuadra. Y la verdad es que, superadas las adherencias imaginativas
que representan al Resucitado como vuelto a una figura (más o menos)
terrena, y tomado en toda su seriedad el carácter trascendente de
la resurrección, la permanencia o no del cadáver pierde su relevancia.
El resultado vivencial y religioso es el mismo en ambos casos. Una
realidad personal tan identificada con Dios, cuya presencia se puede
vivir simultáneamente en una aldea de África o en una metrópoli europea,
que no es visible ni tangible: en una palabra, una realidad que está
totalmente por encima de las leyes del espacio y del tiempo, no puede
guardar ninguna relación material con un cuerpo espacio-temporal.
Más aún, tal relación no parece resultar pensable, pues la desaparición
del cadáver debería obedecer o a una aniquilación (lo cual anularía
sin más la relación) o a una transformación tan cualitativamente diversa
que parece anular igualmente toda posibilidad de relación (ninguna
ley mundana vale para la persona resucitada). Tan invisible e intangible
es el Resucitado para quien afirma que el sepulcro quedó vacío, como
para quien afirma lo contrario.
Esto es importante, porque lo que, en el fondo y con toda legitimidad
, pretende salvaguardar la afirmación de la tumba vacía es la
identidad del Resucitado; que es también lo que se busca
expresar con el simbolismo de la “resurrección de la carne ”. Pero,
aparte de que ni siquiera en la vida mundana puede considerarse sin
más el cuerpo como el verdadero soporte de la identidad, puesto que
sus componentes se renuevan continuamente, parece claro que la preservación
de la identidad ha de buscarse en el ámbito de categorías estrictamente
personales. Aunque estamos en una de las más arduas cuestiones de
la antropología , lo fundamental es que la identidad se construye
en el cuerpo, pero no se identifica con él. Lo que el cuerpo vivo
ha significado en esa construcción se conserva en la personalidad
que en él y desde él se ha ido realizando; no se ve qué podría aportar
ahí la transformación (?) del cuerpo muerto, del cadáver .
El cómo sucede esto constituye, sin duda —y para cualquier
concepción—, un oscurísimo misterio, puesto que, por definición, está
más allá de las leyes mundanas. Sólo cabe barruntarla mediante una
“lógica de la simiente ”: ¿quién podría, de no comprobarlo a posteriori,
ver como posible la continuidad entre la bellota y el roble? Ya lo
dijera san Pablo: “se siembra corrupción, resucita incorrupción; se
siembra vileza, resucita gloria; se siembra debilidad, resucita fortaleza;
se siembra un cuerpo natural, resucita un cuerpo espiritual ” (1 Cor
15, 42-44).
Por otra parte, rota la linealidad literal de las narraciones , resulta
muy difícil, si no imposible, interpretar con un mínimo de coherencia
el supuesto contrario. ¿Qué sentido podría tener el tiempo cronológico
en que el cadáver permanecería en la tumba, para ser “revivificado”
en un momento ulterior? ¿Qué tipo de identidad personal sería la del
Resucitado mientras espera la “revivificación ” del cadáver
? ¿Qué significaría esa mezcla de vida trascendente y espera cronológico-mundana?
En cambio, dentro de la irreductible oscuridad del misterio, todo
cobra coherencia cuando se piensa la muerte como un tránsito,
como un “nuevo nacimiento ”, en el que la persona “muere hacia el
interior de Dios”; algo así como si del “útero” mundano la persona
se alumbrase hacia su vida definitiva: “llegado allí, seré verdaderamente
persona”, dijo san Ignacio de Antioquía. Y el Cuarto Evangelio ve
en la cruz la “hora” definitiva, en la que la “elevación” (hýpsosis
) es simultáneamente muerte física en lo alto de la cruz y “glorificación”
en el seno del Padre. Morir es ya resucitar: resurrección-en-la-muerte.
3.4 Las apariciones
En realidad, al menos en la medida en que las apariciones se toman
como percepción sensible (sea cual sea su tipo, su claridad o su intensidad)
del cuerpo del Resucitado, el problema es estrictamente paralelo al
anterior. Porque de ese modo no sólo se vuelve a interpretar necesariamente
la resurrección como “milagro ”, sino que se presupone algo contradictorio:
la experiencia empírica de una realidad trascendente.
Pero aquí la percepción del problema no ha cambiado tanto como en
el caso anterior; de suerte que muchos que no hacen depender la fe
en la resurrección de la admisión del sepulcro vacío , sí lo hacen
respecto de las apariciones. La razón es también distinta: si antes
preocupaba la preservación de la identidad del Resucitado, ahora se
cree ver en las apariciones el único medio de garantizar la objetividad
y la realidad misma de la resurrección.
Pero esa impresión sólo es válida, si permanece prisionera de la
antigua visión , sobre todo en dos puntos fundamentales. El primero,
seguir tomando la actuación de las realidades trascendentes bajo la
pauta de las actuaciones mundanas, que interferirían en el funcionamiento
de la realidad empírica y que, por tanto, se podrían percibir mediante
experiencias de tipo sensible. El segundo, conservar un concepto extrinsecista
y autoritario de revelación , como verdades que se le “dictarían”
al revelador y que los demás deben aceptar sólo porque “él dice que
Dios se lo dijo”. Dado lo complejo y delicado de la cuestión, unha
aclaración fundamentada debe remitir al detalle de lo explicado en
el texto. Aquí es preciso limitarse a unas indicaciones someras.
La primera, recordar que la experiencia puede ser real sin ser
empírica; o, mejor, sin que su objeto propio tenga sobre ella
un efecto empírico directo. Se trata de experiencias cuyo objeto propio
(no empírico) se experimenta en realidades empíricas. El
caso mismo de Dios resulta paradigmático. Ya la Escritura dice que
“nadie puede ver a Dios” (cf. Éx 33, 20), y, sin embargo, la humanidad
lo ha descubierto desde siempre. Ese es el verdadero significado de
las “pruebas” de su existencia: responden a un tipo de experiencias
con realidades empíricas —sentimiento de contingencia, belleza del
mundo, injusticia irreparable de las víctimas ...— en las
que se descubre la existencia de Dios, pues sólo contando con
ella pueden ser comprendidas en toda su verdad .
Esto hace que tales experiencias resulten tan peculiares y difíciles.
Pero ese es su modo de ser, y no cabe otra alternativa. Por
eso son tan chocantes posturas como las de Hanson, pretendiendo que,
para que él creyese en su existencia, Dios tendría que aparecérsele
empíricamente, visible y hablando como un Júpiter tonante, registrable
en vídeo y en magnetófono. Bien mirado, eso no sólo sería justamente
la negación de su trascendencia , sino incluso, como ha argüido Kolakowski,
constituiría una contradicción lógica. Y por lo mismo, pretender para
Dios un tipo de experiencia empírica, como en el caso de la famosa
“parábola del jardinero” de Anthony Flew, es el modo de hacer imposible
la (de)mostración su existencia.
Muchos teólogos que se empeñan en exigir las apariciones sensibles
para tener pruebas empíricas de la resurrección, no acaban
de comprender que eso es justamente ceder a la mentalidad empirista
, que no admite ningún otro tipo de experiencia significativa y verdadera.
Paradójicamente, con su aparente defensa están haciendo imposible
su aceptación para una conciencia actual y justamente crítica
. Por lo demás el mismo sentido común, si supera la larga herencia
imaginativa, puede comprender que “ver” u “oír” algo o a alguien que
no es corpóreo sería sencillamente falso, igual que lo sería tocar
con la mano un pensamiento. Y una piedad que tome en serio la fe en
el Resucitado como presente en toda la historia y la geografía humana
—“donde están dos o tres, reunidos en mi nombre allí estoy yo en medio
de ellos” (Mt 18, 20)—, no puede pensar para él un cuerpo
circunscribible y perceptible sensorialmente.
(Y nótese que cuando se intenta afinar, hablando, por ejemplo, de
“visiones intelectuales” o “influjos especiales” en el espíritu de
los testigos , ya se ha reconocido que no hay apariciones
sensibles. Y, una vez reconocido eso, seguir empeñados en mantener
que por lo menos vieron “fenómenos luminosos” o “percepciones sonoras”,
es entrar en un terreno ambiguo y teológicamente no fructífero, cuando
no insano. Esto no niega la veracidad de los testigos —si fueron ellos
quienes contaron eso, y no se trata de constructos simbólicos posteriores—,
ni tampoco que el exegeta pueda discutir si histórico-críticamente
se llega o no a ese dato. Lo que está en cuestión es si lo
visto u oído empíricamente por ellos es el Resucitado o son
sólo mediaciones psicológicas —semejantes, por ejemplo, a las producidas
muchas veces en la experiencia mística o en el duelo por seres queridos—
que en esas ocasiones y para ellos sirvieron para vivenciar
su presencia trascendente, y tal vez incluso ayudaron a descubrir
la verdad de la resurrección. Pero repito eso no es ver u oír
al Resucitado; si se dieron, fueron experiencia sensibles en las
que descubrieron o vivenciaron su realidad y su presencia).
Con esto enlaza la segunda indicación: la revelación puede descubrir
la verdad sin ser un dictado milagroso. Basta pensar que tal
fue el caso para la misma resurrección en el Antiguo Testamento :
lejos de ser un dictado, obedeció a una durísima conquista, apoyada
en la interpretación de experiencias concretas, como la desgracia
del justo o el martirio de los fieles; experiencias que sólo contando
con la resurrección podían ser comprendidas. Así se descubrió —se
reveló— la resurrección que alimentó la fe de los (inmediatos) antepasados
y de los contemporáneos de Jesús. Resurrección real, porque
responde a una experiencia reveladora, que no por no ser empírica
dejó de llevar a un descubrimiento objetivo.
Lo que sucede es que la novedad de la resurrección de Jesús
, en lugar de ser vista como una profundización y revelación definitiva
dentro de la fe bíblica, tiende a concebirse como algo aislado y sin
conexión alguna con ella. Por eso se precisa lo “milagroso”, creyendo
que sólo así se garantiza la novedad. Pero, repitámoslo, eso obedece
a un reflejo inconsciente de corte empirista . No acaba de percibirse
que, aunque no haya irrupciones milagrosas , existe realmente una
experiencia nueva causada por una situación inédita, en
la que los discípulos y discípulas lograron descubrir
la realidad y la presencia del Resucitado. La revelación consistió
justamente en que comprendieron y aceptaron que esa situación sólo
era comprensible porque estaba realmente determinada por
el hecho de que Dios había resucitado a Jesús, el cual estaba vivo
y presente de una manera nueva y trascendente. Manera no empírica,
pero no por menos sino por más real: presencia del Glorificado y Exaltado.
Si la resurrección no fuese real, todo perdería para ellos su sentido
. Sin la resurrección, Cristo dejaría de ser él y su mensaje quedaría
refutado. Dios permanecería en su lejanía y en su silencio frente
a la terrible injusticia de su muerte . Y ellos se sentirían abandonados
a sí mismos, perdidos entre su angustia real y una esperanza tal vez
para siempre decepcionada. Todo cobró, en cambio, su sentido cuando
descubrieron que Jesús había sido constituido en “Hijo de Dios con
poder” (Rm 1, 4) y que Dios se revelaba definitivamente como “el que
da vida a los muertos ” (1 Cor 15, 17-19).
Esto no pretende, claro está, ser un “retrato” exacto del proceso
, sino únicamente desvelar su estructura radical. Estructura universalizable,
que sigue siendo fundamentalmente la misma para nosotros y que por
eso, cuando se nos desvela gracias a la ayuda “mayéutica ” de la interpretación
apostólica, puede resultarnos significativa y —en su modo específico—
“verificable”. Creemos porque “hemos oído” (fides ex auditu:
Rm 10, 17); pero también porque, gracias a lo oído, nosotros mismos
podemos “ver” (cf. Jn 4, 42, episodio de la Samaritana y sus paisanos).
Tal es el realismo de la fe , cuando se toma en serio y no, según
diría Kant, como algo puramente “estatutario”. No, por tanto, un mero
aceptar “de memoria”, afirmando a, lo mismo que se podría
afirmar b o c; sino afirmar porque la propia y entera
vida se siente interpretada, interpelada, comprometida y salvada por
eso que se cree.
3.5 “Primogénito de los muertos
Esto último, contextualizado por lo dicho en los puntos anteriores,
permite un paso ulterior, creo que de suyo natural, pero que de entrada
puede resultar sorprendente, puesto que se aparta de lo que espontáneamente
se viene dando por supuesto. Como siempre sucede en la revelación
, lo que se descubre estaba ya ahí. Se descubre gracias a que una
circunstancia especial, por su “estrañeza” (oddness, en la
terminología de I. T. Ramsey), despierta la atención del “profeta”
o revelador, haciéndolo “caer en la cuenta”: “¡El Señor estaba en
este lugar, y yo no lo sabía!” (Gén 18, 16).
Mostrémoslo con algún ejemplo, que no precisa ser literal en todos
sus detalles. Dios ha estado siempre al lado de las víctimas contra
la opresión injusta; pero fue la peculiar circunstancia de Egipto
la que permitió a la genialidad y fidelidad religiosa de Moisés “caer
en la cuenta” de esa presencia. Pero eso no significa que Dios haya
empezado a ser liberador cuando lo descubrió Moisés. A pesar de eso,
hubo un comienzo real, no un simple “como si” teórico, pues
la nueva conciencia abrió nuevas posibilidades reales para
la acogida humana y por tanto para la penetración de la acción liberadora
del Señor en la historia ). Lo mismo —para acercarnos más a nuestro
caso—sucede con la paternidad divina. Cuando Jesús en su peculiar
experiencia (con todo lo que ella implicaba) logró verla, vivirla
y proclamarla con definitiva e insuperable claridad, no es que esa
paternidad “empezase” entonces: Dios era y es desde siempre “padre/madre”
para todo hombre y mujer. Sucede únicamente que a partir de Jesús
se revela con claridad, tansformando realmente la vida humana,
puesto que desde entonces la filiación puede vivirse de manera más
profunda y consecuente .
Con la resurrección sucede lo mismo. En Jesús se reveló en plenitud
definitiva lo que Dios estaba siendo desde siempre: el “Dios de vivos
”, como dijo el mismo Jesús; “el que resucita a los muertos ”, como
gracias a su destino re-formularon los discípulos la fe que ya tenían
en la resurrección, confirmándola y profundizándola con fuerza definitiva.
Esta comprensión supone ciertamente un cambio en la visión teológica;
pero resulta perfectamente coherente con el experimentado por la cristología
en general, que, como queda dicho, ha aprendido a ver la singularidad
de Jesús no en el apartamiento de lo humano, sino en su plena revelación
y realización. Por eso con esta visión no se anula, sino que se confirma
la confesión de la fe : Cristo sigue siendo “el primogénito de los
muertos ” (Ap 1, 15), sólo que no en el sentido cronológico de primero
en el tiempo, sino como el primero en gloria, plenitud y excelencia,
como el revelador definitivo, el modelo fundante y el “pionero de
la vida” (Hch 3, 15). De ahí esa reciprocidad íntima, auténtica perichoresis,
que Pablo proclama entre su resurrección y la nuestra: si él no ha
resucitado, tampoco nosotros; si nosotros no, tampoco él (1 Cor 15,
12-14).
Realmente, cuando se superan los innumerables clichés imaginativos
con que una lectura literalista ha ido poblando la conciencia teológica,
se comprende que esta visión es la más natural y, sobre todo, la más
coherente con un Dios que, habiendo creado por amor, no ha dejado
nunca a sus hijos e hijas entregados al poder de la muerte . Por eso
la humanidad, aunque no haya podido descubrir esta plenitud de revelación
hasta la llegada de Jesús, lo ha presentido y a su modo lo ha sabido
siempre, expresándolo de mil maneras. Pero de esto hablaremos después.
4. Las consecuencias
Una de las maneras más eficaces de verificar la verdad de una teoría
consiste en examinar sus consecuencias. En ellas se despliegan su
verdadero significado y su fuerza de convicción. Respecto de la resurrección
vale la pena mostrarlo brevemente en tres frentes principales.
4.1 Resurrección e inmortalidad
El aislamiento que el estudio de la resurrección ha sufrido respecto
del proceso de la revelación bíblica fue todavía mayor respecto de
la tradición religiosa en general. En gran medida se ha querido asegurar
su especificidad, acentuando la diferencia. Pero realmente la resurrección
pertenece por su propia naturaleza a un plexo religioso fundamental
y en cierto modo común a todas las religiones : la idea de inmortalidad
. Respecto de esta no es algo aparte, sino un modo específico de tematizarla
y de vivirla.
Porque es natural que cada religión interprete la verdad común en
el marco específico de su propia religiosidad. La bíblica, desde el
Antiguo Testamento , la ve sobre todo dentro de su fundamental acento
personalista: por un lado, desde la relación con un Dios cuyo
amor fiel rescata del poder de la muerte , llamando a la comunión
consigo y, por otro, desde una antropología unitaria, que no piensa
en la salvación de sólo una parte de la persona. El Nuevo Testamento
hereda esta tradición, llevándola a su culminación gracias al enorme
impacto de la experiencia crística.
Ahí radica su originalidad, y es comprensible el énfasis que se ha
puesto en ella. Sin embargo, el mejor camino para asegurarla y ofrecerla
como aportación a los demás no es el de acentuar la diferencia hasta
romper la continuidad fundamental. Tal ha sucedido sobre todo al insistir
en su diferencia con la idea griega de inmortalidad . Diferencia
real, puesto que los griegos configuraban el fondo común dentro de
su propio marco religioso y filosófico. Pero no contraposición radical
y totalmente incompatible, ni mucho menos. Ya históricamente sería
falso, pues es bien sabido que en la etapa decisiva de la configuración
de esta verdad la Biblia recibió un fuerte impulso del mundo helenístico
(que por su mayor dualismo antropológico hacía más fácil vencer la
apariencia de que todo acaba con la muerte ). Además, como hemos visto,
en la misma Biblia no siempre era tan neta y abrupta la distinción,
y hay en ella textos que hablan como los griegos o simplemente mezclan
ambas concepciones.
Cuando se comprende la resurrección de Jesús como la revelación definitiva
de lo que “el Dios de vivos ” hace con todas las personas de todos
los tiempos, resulta más fácil ver la comunidad radical. La resurrección
de Jesús de Nazaret representa algo específico y constituye una aportación
irreductible; pero es así, sobre todo, gracias a que en él se nos
ha revelado en plenitud lo ya se había revelado a su modo en las demás
religiones : que Dios resucita ya, sin esperar a un fin del
mundo, y resucita plenamente, es decir, en íntegra identidad
personal (que ni es sólo el “alma ” ni está a la espera de ser completada
con el “cuerpo ” rescatado de su estado de cadáver ).
Eso no vacía sin más de significado la expectación de una “resurrección
al final de los tiempos”. Significado verdadero e importante, pero
no en el sentido mitológico de una reunión final de la humanidad en
el “valle de Josafat”, sino en el de una esperanza de comunión plena.
La comunidad de los resucitados , en efecto, no está completa y clausurada
en sí misma, desinteresada de la historia . Mientras esta no se cierre,
mientras quede alguien en camino, hay una expectación e incompletud
real, una comunión de presencia dinámica hasta que culmine el proceso
por el que, con toda la humanidad reunida, “Dios será todo en todos”
(1 Cor 15, 28).
Lo decisivo es que esta visión cristiana no tiene por qué ser presentada
como algo aislado y excluyente, sino como una concreción de la verdad
común. Esto es muy importante para un tiempo en el que el diálogo
de las religiones ha cobrado una relevancia trascendental . La
resurrección bíblica no renuncia a la propia riqueza, sino que la
ofrece como aportación a la búsqueda común. Y, al mismo tiempo, comprende
que hay aspectos en los que también ella puede enriquecerse con la
aportación específica de las demás religiones. Se ha intentado muchas
veces con la transmigración y existen intentos interesantes
desde las religiones africanas y amerindias. En
todo caso, lo decisivo es el reconocimiento de la fraternidad a través
de la fe en este misterio y del diálogo en la búsqueda de su mejor
comprensión.
4.2 Resucitados con Cristo
Hasta aquí hemos insistido sobre todo en la primera de las preguntas
kantianas : qué podemos saber de la resurrección. Ahora cumple
decir algo de la segunda: qué debemos hacer desde la fe en
ella. Se trata de su dimensión más inmediatamente práctica, con dos
aspectos fundamentales.
1. El primero es el problema del mal . La cruz lo hace visible
en todo su horror; la resurrección muestra la respuesta que desde
Dios podemos vislumbrar.
La cruz , en efecto, permite ver de modo casi intuitivo que el mal
resulta inevitable en un mundo finito, pues Dios sólo podría eliminarlo
a costa de destruir su propia creación , interfiriendo continuamente
en ella y anulándola en su funcionamiento: para librar a Jesús del
patíbulo, tendría que suprimir la libertad de los que lo condenaron
o suspender las leyes naturales para que los instrumentos no lo dañasen
o las heridas no le causasen la muerte ... Además, si lo hacía con
él, ¿por qué no con las demás víctimas de la tortura, de la guerra,
de las catástrofes, de las enfermedades...? Pero entonces ¿qué sería
del mundo? Equivaldría simple y llanamente a su anulación. Comprender
esta inevitabilidad fue tal vez la “última lección ” que Jesús tuvo
que aprender en la cruz (cf. Hbr 5, 7), pues su tradición religiosa
lo inclinaba seguramente a pensar que Dios intervendría en el último
momento para librarlo.
La vivencia del Abbá y la fidelidad a la misión le permitieron
comprender que Dios no nos abandona jamás y que —como había descubierto
el libro de Job— la desgracia no es un signo de su ausencia, sino
una forzosidad causada por la finitud del mundo o por la malicia de
la libertad finita. Pero también —más allá de Job— que por eso mismo
Dios está siempre a nuestro lado, acompañándonos cuando nos hiere
el mal y apoyándonos en la lucha contra él; sobre todo, asegurando
nuestra confianza en que el mal no tiene la última palabra, aunque
no siempre resulte fácil verlo, principalmente cuando la muerte parece
darle el triunfo definitivo. Los evangelistas intuyen esta dialéctica,
cuando se atreven a poner en los labios de Jesús, por un lado, el
grito de la interrogación angustiada: “Dios mío, Dios mío, ¿por qué
me has abandonado?” (Mc 15, 34; Mt 27, 46); y, por otro, las palabras
de la entrega confiada: “en tus manos pongo mi vida” (Lc 23, 46).
Por parte de Dios, la resurrección fue la respuesta: es
la respuesta. Gracias a la fidelidad de Jesús, paradójicamente para
nosotros resulta más fácil de comprender: lo que para él fue una dura
conquista, nosotros podemos acogerlo ya en la claridad de la fe .
Y también, sacar las consecuencias teológicas. Por un lado, el carácter
trascendente de la resurrección no permite esperar “milagros
” divinos, sino que convoca a la praxis histórica, colaborando con
Dios en su lucha contra el mal : es el único encargo —el “mandamiento
nuevo”— que nos deja Cristo. Pero, por otro, su carácter
real y definitivo es lo único que nos permite responder a la terrible
pregunta por las víctimas , que, muertas, nada pueden esperar
de soluciones desde la historia : sólo la resurrección puede ofrecer
una salida a “la nostalgia de que el verdugo no triunfe definitivamente
sobre su víctima”.
Basta con pensar en la importancia de este tema en la teología de
la liberación y en su repercusión en el diálogo con la teoría crítica
, de Horkheimer a Habermas, para percatarse de la importancia de esta
consecuencia.
2. El segundo aspecto —la vida eterna— enlaza con este.
Quien resucita es el Crucificado: su vida, la vida últimamente real
y auténtica, no es rota por el terrible trauma de la muerte , sino
que es acogida y potenciada —glorificada— por el Dios que resucita
a los muertos . No se trata de una vida distinta y superpuesta, sino
de su única vida, ahora revelada en la hondura de sus latencias y
realizada en la plenitud de sus potencias (para usar la terminología
de Ernst Bloch). La resurrección ni es una “segunda” vida ni una simple
“prolongación” de la presente (lo cual, como muchos han visto, sería
un verdadero horror, un auténtico infierno ), sino el florecimiento
pleno de esta vida, gracias al amor poderoso de Dios.
Es importante insistir en esto, pues incluso algunos teólogos caen
aquí en una interpretación reductora, arguyendo que la resurrección
implicaría una devaluación de la vida terrena. Todo lo contrario,
bien entendida, supone su máxima potenciación. La Escritura misma
lo ve, sobre todo en el Cuarto Evangelio, hablando de vida eterna.
Una vida que ya ahora, reconociéndose radicada de manera irrompible
en el mismo ser divino, confiere un valor literalmente infinito a
todo su ser y a todos sus logros: “ni siquiera un vaso de agua quedará
sin recompensa” (cf. Mc 9,41; Mt 10, 42).
Por eso la esperanza de la resurrección no significa una escapada
al más allá, sino una radical remisión al más acá, al cultivo auténtico
de la vida y al compromiso del trabajo en la historia . Fue lo que,
frente al abuso de los “entusiastas ” —que creyéndose ya
resucitados despreciaban esta vida, sea en la renuncia ascética, sea
en el abuso libertino—, comprendió la primera comunidad cristiana.
Tal fue con seguridad el motivo principal por el que se escribieron
los evangelios : recordar el que el Resucitado es el Crucificado,
que su resurrección se gestó en su vida de amor, fidelidad y entrega.
La vida eterna, la que se encontrará a sí misma plenamente realizada
en la resurrección, es la misma que, igual que Cristo, se vive aquí
y ahora en toda radicalidad, la que se gesta en el seguimiento
. Por eso se retomó, como modelo y llamada, la concreción de su vida
histórica: viviendo como él, resucitaremos como él.
4.3 Jesús, “el primogénito de los difuntos ”
Y queda la tercera pregunta: qué nos es dado esperar desde
la fe en la resurrección . En realidad, ya queda dicho lo fundamental.
Pero hay dos puntos que importa subrayar, pues la problemática tradicional
suele dejarlos demasiado en la sombra. También en esta tercera pregunta
sigue siendo Jesús el modelo para adentrarse en la respuesta.
En primer punto se refiere a él mismo. Hablar de Jesús como primogénito
de los difuntos , en lugar de primogénito de los “muertos
”, puede sonar de entrada un tanto extraño, incluso fuerte. A pesar
de que las palabras son sinónimas, el hábito apaga la radicalidad
del significado en la primera, mientras que la variación puede avivarla
en la segunda. Porque se trata de percibir que, efectivamente, Jesús,
el Cristo, cumple la perfecta definición cristiana de un difunto:
alguien que ha muerto biológicamente, pero que en la identidad radical
de su ser vive plenamente en Dios. Lo cual nos lleva a la cuestión
descuidada, no tanto en la práctica cuanto en la teoría teológica,
de nuestra relación actual con él.
Su desaparición de la visibilidad mundana pone esa relación en una
situación peculiar. No es como la que mantenían los discípulos , que
podían verle, oírle y tocarle. Pero tampoco puede reducirse al mero
recuerdo de un personaje histórico, ni a verlo como una figura imaginaria.
La resurrección dice que Cristo está vivo hoy y que por tanto la suya
es una presencia real, con la que sólo tiene sentido una
relación actual. No le vemos, pero él nos ve; no le tocamos,
pero le sabemos presente, afectando nuestras vidas y afectado por
ellas. Por eso podemos hablar con él en la oración y colaborar con
él en el amor y el servicio: “a mí me lo hacéis”. En este sentido,
el recuerdo, cuidando de que no quede reducido a mero recuerdo,
puede ayudar como mediación imaginativa para la presencia. Según el
tópico kantiano: la presencia “llena” el recuerdo, que sin él pudiera
parecer “ciega”.
No es una relación fácil, porque rompe los esquemas ordinarios de
las relaciones humanas; pero es viva y eficaz, como muestra toda la
historia de la vida cristiana. Problema importante, que preocupó de
manera intensa a nuestros místicos clásicos[3], pero que sin duda debiera recibir
una atención más expresa por parte de la teología actual .
Esto nos lleva al segundo punto: la relación con los difuntos
. La visión que hemos tratado de elaborar muestra con toda claridad
que lo decisivo para su comprensión es que encuentra su modelo fundante
en la relación que tenemos con Jesús, el Cristo. Y eso significa que
también con ellos existe una relación de presencia real y actual,
de comunión e intercambio. A eso apunta el misterio, precioso, de
la comunión de los santos —de todos, no sólo los que están
en los altares. Un misterio que también precisa ser pensado teológicamente,
para evitar deformaciones —por ejemplo, la de utilizarlos como “intercesores”,
como si ellos nos fuesen más cercanos o favorables que Dios o Dios
necesitase ser “convencido” por ellos— y, sobre todo, para situarlo
en su verdadera fecundidad: como ánimo y compañía, como la presencia
de múltiples espejos donde se refleja la infinita riqueza de los atributos
divinos, como solidaridad con ellos en la historia .
Un caso de especial importancia es el repensamiento de la liturgia
funeraria , muchas veces tan terriblemente deformada, y aun comercializada
a causa de su instrumentalización como “sufragio”, cual si Dios necesitase
que lo aplacásemos para que sea “piadoso” con los difuntos . Por fortuna,
en Jesús, sobre todo en la celebración de la Eucarístía, tenemos el
modelo luminoso. Igual que en su caso, salvada claro está el carácter
específico y único de su ser, también respecto de ellos lo que ante
todo hacemos es “celebrar su muerte y resurrección”: como acción de
gracias al Dios de la vida, como ejercicio comunitario y especialmente
intenso de la comunión viva y actual, como solidaridad con el dolor
de los allegados, como ánimo para la vida y, de manera muy especial,
como alimento de nuestra fe —siempre precaria, siempre amenazada—
en la resurrección.
Hay incluso un aspecto que permite recuperar, ahora sin deformaciones,
nuestra solidaridad efectiva con ellos. Toda muerte es una interrupción
y por eso todo difunto deja inacabamientos en la tierra: sean positivos,
de obras emprendidas y no terminadas, de iniciativas que esperan conntinuidad;
sean negativos, de daños hechos y no reparados, de deudas no saldadas.
Pues bien, aquí sí que puede existir un verdadero “ayudar” a los difuntos
: prolongando con amor su obra auténtica o reparando en lo posible
aquello que de defectuoso y negativo hayan dejado tras de sí.
Como se ve, hai aquí una riqueza enorme, que podría hacer de la celebración
cristiana de la muerte una honda celebración de la Vida y una fuente
extraordinaria de esperanza .
7. Consideración final
Al comienzo de la obra, valiéndome de unas palabras de Spinoza, rogaba
al lector que esperase al final para hacerse un juicio sobre la misma.
Ha llegado el momento, y en ese sentido quisiera hacer algunas advertencias
importantes. Pienso sobre todo en aquellos lectores o lectoras que,
tal vez poco habituados a los resultados de la exégesis crítica y
de la hermenéutica teológica, hayan podido quedar inquietos o desconcertados
ante ciertos resultados de los aquí propuestos.
La primera es recordar una vez más que se trata de un trabajo teológico,
que, por lo tanto, se ofrece siempre con un confesado exponente de
propuesta hipotética. El cantus firmus de la fe se difracta
en variaciones que intentan expresarlo lo mejor posible, pero que
no pueden pretender identificarse con él; conscientes incluso de que
algunas veces pudieran deformarlo. Con distintos grados, claro está:
por eso más de una vez he distinguido de manera expresa lo que me
parecía común, o prácticamente común, y lo que era propuesta más minoritaria
o novedosa. En todo caso, la presentación se ha hecho siempre exponiendo
las razones en las que se apoyaba, ofreciéndose así al diálogo
, abierta a la crítica e incluso a la posible refutación —siempre,
naturalmente, que se haga también con razones— y desde luego, dispuesta
a la colaboración en la búsqueda conjunta de la verdad .
Lo que así ha resultado es una visión global. El
propósito, por tanto, no se ha reducido a la exposición aislada de
puntos concretos, sino, como insinúa el título, a un repensamiento
del conjunto. Como tal ha de considerarse, tratando de interpretar
cada parte a la luz de la totalidad y dentro de la perspectiva global
adoptada. Una perspectiva que, como reiteradamente se ha puesto de
manifiesto, quiere tomar muy en serio el cambio de paradigma cultural
introducido por la Modernidad —lo que en modo alguno significa someterse
acríticamente a él— y que se ha esforzado por mantener con claridad
y rigor la consecuencia de los supuestos adoptados. Todo resulta así
discutible; pero, por lo mismo, todo tiene también derecho a ser entendido
en su marco propio y en su intencionalidad específica.
Soy muy consciente, y lo he avisado desde el principio, de que, si
esto no se tiene en cuenta, el libro puede dar la impresión de una
teología demasiado “iDiosincrásica”, como dirían los anglosajones,
o incluso de un apartarse del camino común en algunos puntos importantes.
Pero también es cierto que, cuando se capta bien la perspectiva adoptada
y el marco intelectual dentro del que se coloca, todo, o casi todo,
adquiere una clara coherencia y una fuerza espontánea de convicción.
Esa, aparte de mi propia experiencia , es al menos la impresión de
muchas personas que han acompañado esta reflexión y de aquellas que,
honrándome con su amistad, han leído el manuscrito. Al lector corresponde
decidir, libre y críticamente, cuál de los dos campos le parece el
más justo y acertado.
A esto ha de unirse una observación de hondo calado hermenéutico
y que cada vez juzgo más importante. Pudiera parecer —y alguna vez
se me ha achacado— que este tipo de tratamiento sigue demasiado el
cliché de la crítica racionalista. Nada más lejos
no sólo de mi intención , sino también de la realidad. La crítica
racionalista, situándose fuera del trabajo propiamente teológico,
tiende a identificar fe y teología ; de suerte que, al detectar los
fallos o la inadecuación cultural de ésta, cree estar descalificando
aquella. En cambio, lo que aquí se ha pretendido es una consideración
desde dentro, que, distinguiendo con cuidado entre fe y teología,
busca ciertamente el máximo rigor posible en la crítica de los conceptos
teológicos , pero con el preciso propósito de lograr una mejor, más
significativa y más actualizada comprensión y vivencia de la fe.
Se comprenderá mejor lo que intento decir, aludiendo a un problema
más general, e incluso tal vez más hondo, de la relación entre la
teología y la filosofía . Hace ya bastante tiempo lo he señalado hablando
de la contraposición entre el “síndrome Morel ” y el “síndrome Galot
” (tomando, naturalmente, las expresiones en sentido objetivo, sin
pretender en modo alguno entrar en juicios personales)[4]. Ambos señalan dos posibilidades en cierta manera extremas, que
hacen imposible una verdadera interfecundación.
Georges Morel, desde el costado filosófico, ha confrontado una filosofía
exquisitamente cultivada con una teología tradicional simplemente
recibida y prácticamente aceptada como tal. El resultado fue la percepción
de una incompatibilidad cultural que acabó llevándole al abandono
del cristianismo: tal como interpretaba teológicamente algunos
puntos fundamentales de la fe , le resultaron incomprensibles e inaceptables[5].
Jean Galot, por su parte, desde el costado teológico, ha orientado
su dedicación a la teología sin una verdadera preocupación de actualización
cultural y filosófica. El resultado fue una desconfianza exacerbada
ante toda renovación, viendo herejías en (casi) cualquier intento
de verdadera actualización[6].
Aunque resulta siempre osado emitir un juicio sobre problemas de
este calibre, me atrevo a pensar que en ambos casos ha habido el mismo
fallo de enfoque[7]. Han partido de una especie de “sacralización”
de los conceptos teológicos recibidos, como si fuesen inamovibles
y de ellos dependiese absolutamente la fe . No tuvieron en cuenta,
al menos en medida suficiente, ni la maior dissimilitudo
del Lateranense IV (cuando hablamos de Dios la desemejanza entre nuestros
conceptos y su realidad es mayor que la desemejanza) ni el principio
tomasiano de que “el término del acto de fe no es el concepto, sino
la cosa misma” (actus autem credentis non terminatur
ad enuntiabile sed ad rem: 2-2, q. 1. a. 2. ad 2).
Los conceptos teológicos son constructos que, sin dejar
de ser verdaderos, no lo son nunca de manera adecuada, y por eso precisan
estar en continua revisión, sobre todo cuando los cambios culturales
dejan al descubierto su inadecuación especialmente fuerte en un nuevo
contexto . Pero, si se los sacraliza, en lugar de poner los recursos
filosóficos al servicio de su renovación y transformación, se propende
o bien a abandonarlos (caso de Morel) o bien a fosilizarlos, sin posibilidad
de actualización (caso de Galot). La realidad es que personalmente
tengo la impresión de que en ambos casos se pierde toda oportunidad
de renovación teológica.
No estoy seguro, desde luego, de lo acertado del diagnóstico. Pero
al menos, aun en caso de que esté equivocado, sirve para expresar
la intención de esta obra: en su modesta medida trata de poner sus
modestísimos conocimientos filosóficos al servicio de la fe
en la resurrección mediante el “repensamiento” de los conceptos
teológicos en que se expresa. Ese servicio representa, en definitiva,
la finalidad última de la teología y constituye por lo mismo un criterio
decisivo de su acierto o desacierto. Ha sido una preocupación de la
obra, y a la hora de emitir un juicio conviene que el lector lo tenga
en cuenta, examinando si la visión así adquirida ayuda a hacer que
la fe en la resurrección resulte hoy algo más culturalmente
significativa y más religiosamente vivenciable.
[1] A esta preocupación alude también
W. Pannenberg, cuando afirma: “Después de que se ha descrito así de
manera provisional la realidad (Sachverhalt) fundamental
que tiene por contenido el anuncio cristiano de la resurrección, pueden
ser tratados los problemas vinculados con ella y que precisan de mayor
clarificación” (Systematische Theologie 2, Göttingen 1991,
387).
[2] Me refiero al cap. V de mi libro
Repensar la Cristología, 157-178, que había sido adelantado
en Recuperar la experiencia de la resurrección: Sal Terrae 70 (1982) 196-208. Naturalmente, el tiempo transcurrido
desde la primera redacción no ha pasado en vano: ahora he introducido
algunas modificaciones significativas. Pero, en definitiva, puedo
afirmar que esta obra cumple lo allí anunciado.
[3] Cf. S. Castro, La experiencia
de Jesucristo, foco central de la mística, en F. Ruiz (ed.),
Experiencia y pensamiento en san Juan de la Cruz, Madrid
1990, 169-193; J. Martín Velasco, El fenómeno místico. Estudio
comparado, Madrid 1999, 220-231, con la bibl. fundamental.
[4] Cf. A. Torres Queiruga, Problemática
actual en torno a la encarnación: Communio 1 (1979), 45-65; también
en Repensar la Cristología,
229-235; cf 70-72. 132.
[5] En La revelación de
Dios en la realización del hombre, cit., 316-317 (orig. gall.,
273-275), trato de mostarlo en un ejemplo concreto.
[6] En su artículo La filiation divine du Christ. Foi et interprétation:
Greg 58 (1977) 239-275, en p. 257, descalifica como negando
la divinidad de Cristo no sólo a la teología holandesa (de entonces),
sino también a autores como J. I. González Faus, J. Sobrino
y X. Pikaza; llega incluso a aplicar la sospecha a O. González de
Cardedal.
[7] Merecería también la pena estudiar
el caso, muy distinto, de Hans Urs von Balthasar. Su preocupación
y su estudio fueron fundamentalmente teológicos, sólo que en su caso,
acompañados de una enorme y reconocida competencia filosófica. Pero,
a pesar del respeto que impone su obra, no puedo evitar la sospecha
de que, de manera creciente, fue dando cada vez más por supuesta e
indiscutible la validez de la teología tal como estaba formulada;
de suerte que, en lugar de aplicar su genio a renovarla, propendió
a poner su enorme saber filosófico a apuntalarla e inmunizarla frente
a los desafíos de la historia. Eso explicaría su progresivo talante
apologético y su oposición, por veces claramente injusta, a importantes
y muy responsables intentos de renovación teológica.
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