Servicios Koinonía    Koinonia    Vd esta aquí: Koinonía> RELat > 301
 

 

De María conquistadora a María liberadora.
Mariología popular latinoamericana

Antonio GONZÁLEZ DORADO S.J.


 

INDICE

Prólogo

Introducción

1.—Teología de la Religiosidad popular
De la Teología a la Teología de la Religiosidad Popular
Génesis de la Teología Popular
Método de investigación de la Teología Popular

II.—¿Quién es la Virgen María?
La María de la Historia
La María de la fe pascual del Nuevo Testamento
La María de la Iglesia Magisterial y Teológica
La María de la Piedad de la Iglesia y de las Iglesias

III.—María «La Conquistadora» ante el mundo amerindio ...
Devoción mariana de los conquistadores
Configuración de la Virgen como «La Conquistadora»
Ambigüedad teológica de «La Conquistadora»
Ambigüedad de «La Conquistadora» frente al mundo amerindio

IV.—La incorporación de María en América Latina
La Guadalupana
La Virgen de Copacabana
Madre Libertadora

V.—María Madre en la Maternidad Popular Latinoamericana
Machismo y maternidad
Maternidad y opresión
Maternidad y cultura campesina
Maternidad latinoamericana

VI.—La María de América Latina
La María pascual y eclesial
La María de la Historia
La María de la piedad y de nuestra historia
Las expresiones de la piedad filial
Las celebraciones festivas y dolorosas
Ofrendas, mandas y promesas
La oración
¿Quién es María en la Religiosidad Popular?

VII—Análisis de la Teología Mariana Popular
Mariología en la óptica del oprimido en un ambiente machista
Maniqueísmo y opresión
Proyecciones en la mariología popular
Limitaciones de la mariología popular
¿Mariolatría?

VIII—De la Madre de los Oprimidos a la Madre de la liberación
Nueva historia y nuevo momento mariológico en América Latina
La situación opresión-liberación como nuevo lugar hermenéutico
María, Nuestra Madre de la Liberación
María, mujer antes que madre
María, la mujer de la historia frente al fatalismo
La María Cristológica frente al machismo
Liberación y Maternidad Universal

Conclusiones

ORACIÓN A MARíA,
Nuestra Señora de América

 
Virgen de la esperanza,
Madre de los pobres,
Señora de los que peregrinan:
óyenos.
Hoy te pedimos
por América Latina,
el continente que tú visitas
con los pies descalzos,
ofreciéndole la riqueza del niño
que aprietas en tus brazos.
Un niño frágil que nos hace fuertes,
un niño pobre que nos hace ricos,
un niño esclavo que nos hace libres.
Virgen de la Esperanza:
América despierta...
sobre sus cerros despunta la luz
de una mañana nueva.
Es el día de la salvación
que ya se acerca.
Señora de los que peregrinan:
Somos el pueblo de Dios
en América Latina.
Somos la Iglesia
que peregrina hacia la Pascua.
Nuestra Señora de América:
ilumina nuestra esperanza,
alivia nuestra pobreza,
peregrina con nosotros hacia el Padre.
Así sea.

Cardenal E. Pironio (Adaptación)

Introducción

América Latina, desde los primeros años de su Evangelización, ha abierto un original y autóctono capítulo en la devoción mariana de la Iglesia. Como ha afirmado Rubén Vargas Ugarte, «las imágenes más populares, las de más arraigo entre nosotros, aquellas cuyo culto no se ha interrumpido, antes bien, ha ido en aumento, son precisamente las de más genuina cepa americana, las más nuestras por su origen y por las circunstancias que han rodeado su desenvolvimiento. Bastaría citar nombres: Guadalupe, Zapopan, Oclotán, Izamal, Talpa, en México; Chiquinquirá, Las Lajas, en Colombia; Coromoto, en Venezuela; el Quinche, Guápulo, en el Ecuador; Cocharcas, Chapi y Charataco, en el Perú; Copacabana, Cotoca, en Bolivia; Andacollo, en Chile; Luján, Itatí, en la Argentina; Caacupé, en el Paraguay».1

En una reflexión más profunda, nuestros Obispos reunidos en Puebla afirmaban abiertamente que «el Evangelio encarnado en nuestros pueblos los congrega en una originalidad histórica cultural que llamamos América Latina». Y añadían: «Esa identidad se simboliza muy luminosamente en el rostro mestizo de María de Guadalupe, que se yergue al inicio de la Evangelización».2 Y Juan Pablo II intuye que María y «sus misterios pertenecen a la identidad propia de estos pueblos y caracterizan su piedad popular». 3

La Iglesia Latinoamericana se encuentra hoy en un nuevo y trascendente momento evangelizador del Continente, que se define como compromiso de una Evangelización Liberadora, cuya condición de posibilidad la sitúa en una preferencial identificación con el mundo de los pobres, en los que descubre un potencial evangelizador, dado que la interpelan constantemente, llamándola a la conversión, y la evangelizan testimonialmente porque muchos de ellos realizan en su vida los valores evangélicos de solidaridad, servicio, sencillez y disponibilidad para acoger el don de Dios.4

Son los pobres de América Latina los sujetos privilegiados que viven y mantienen las tradicionales culturas populares latinoamericanas. Es en ellos en los que se enraíza y florece preferentemente la denominada religión del pueblo o catolicismo popular.5 Y es del mismo mundo de los pobres de donde surge un clamor «claro, creciente, impetuoso y, en ocasiones, amenazante», pidiendo una liberación que no llega de ninguna parte. 6

Teniendo en cuenta estos dos hechos —la trascendencia de María en las culturas mestizas y en la historia de América Latina, y el nuevo momento de evangelización liberadora del continente desde el potencial evangelizador de los pobres—, parece normal que Puebla haya afirmado que «ésta es la hora de María, tiempo de un nuevo Pentecostés que ella preside con su oración, cuando, bajo el influjo del Espíritu Santo, inicia la Iglesia un nuevo tramo en su peregrinar».7

Para personas marcadas por el sello del secularismo e ignorantes de la verdad de nuestro pueblo latinoamericano, puede aparecer incluso como infantil y ridícula la afirmación de nuestros Obispos sobre María ante un proyecto pastoral de tanto alcance y tan lleno de dificultades ajenas al campo religioso. Quizás ignoran, perdidos en tecnicismos, la importancia primordial de la fe y de los símbolos para que un pueblo viva en una esperanza sacrificada y dinámica sin peligro de corrupción y de alienación. Y sobre todo, desde un punto de vista cristiano, desconocen que Jesucristo «asumió (la misma carne y sangre que) la de ellos, para con su muerte reducir a la impotencia al que tenía dominio sobre la muerte, es decir, al diablo, y liberar a todos los que por miedo a la muerte pasaban la vida entera como esclavos» (Hbr. 2, 14-15).

Mis reflexiones suponen la confianza en el universo integrado en la fe cristiana, y consiguientemente también en María, en orden a la verdadera liberación, pues «para que seamos libres nos liberó Cristo» (Gal. 5,1). Suponen mi fe en la María del Magnificat, incorporada e inculturada mestizamente al pueblo latinoamericano y, de una manera especial, a través de la religiosidad popular vivida preferentemente por los pobres. Suponen el deseo de conocer más profundamente a través de María al propio pueblo latinoamericano, para poder colaborar con él en su proyecto, obviando las manipulaciones foráneas y respetando el protagonismo que Dios le ha concedido en el desarrollo y construcción de su propia historia.

El objetivo de este estudio es un acercamiento crítico a la Teología Mariana que subyace en el catolicismo popular latinoamericano, con la finalidad de alcanzar un conocimiento más ajustado de la Virgen María en la que cree nuestro pueblo, y de conocer más profundamente al propio pueblo a través de las expresiones con las que ha recreado como latinoamericana a la Virgen María.

Al aproximarme al tema he encontrado tal cantidad de dificultades prácticas, teóricas y metodológicas que, en realidad, sólo me es posible apuntar un camino para ulteriores investigaciones.

En efecto, es abundante la bibliografía sobre la piedad mariana y sus manifestaciones en América Latina. Pero desconozco estudios sobre la teología autóctona subyacente a dicha piedad, quizás porque nunca se ha considerado al pueblo como teólogo o autor original de teología.

Queda abierta la pregunta de qué entendemos por teología del catolicismo popular, y de qué métodos podemos disponer para determinar sus afirmaciones y su sistema, dado que no se trata de una teología científicamente elaborada en tratados.

El problema se hace más complejo cuando advertimos que la religiosidad popular se origina en una relación vital entre el dato revelado y la cultura popular, y en América Latina nos encontramos ante un mosaico cultural, donde hallamos culturas tan diferentes como la azteca, la maya, la incaica, la guaraní, la afro americana, para sólo recordar las más conocidas y sobresalientes.

Por otra parte, la misma expresión de «la Virgen María», es de una gran complejidad. Lo que nos hace preguntarnos a qué Virgen María se refiere nuestro pueblo cuando la venera y la piensa en el misterio de su fe.

Para proceder con un cierto orden, expondré, en primer lugar, lo que entiendo por teología de la religiosidad popular y la metodología para llegar a su descubrimiento, y brevemente la complejidad que se encierra bajo el nombre de la Virgen María. Posteriormente procuraré desarrollar el proceso de incorporación de María en la historia y en la cultura de América Latina, para desembocar en un primer intento de síntesis de la teología mariana popular. Por último, someteré a crítica y discernimiento dicha mariología, apuntando algunas posibilidades de una ulterior evangelización de la misma. .

1

TEOLOGÍA DE LA RELIGIOSIDAD POPULAR

Propongo tres preguntas iniciales a las que voy a intentar responder brevemente: ¿Qué es Teología y hasta qué punto podemos hablar de una verdadera Teología Popular? ¿Cómo se genera y cristaliza la Teología Popular? ¿Qué caminos tenemos para poder llegar a la formulación de una Teología Popular y a su descubrimiento?

De la Teología a la Teología de la Religiosidad Popular

La célebre definición anselmiana presenta a la Teología como «fides quaerens intellectum» (la fe que busca entender).

La definición supone que la revelación se incorpora al hombre mediante la fe, constituyéndolo en creyente, pero al mismo tiempo quedando la misma fe y el dato revelado sometidos al dinamismo trascendental de la racionalidad y de la inteligibilidad, característico del ser humano. El hombre no sólo acepta la fe, sino que por su misma manera de ser, humaniza la fe, es decir, intenta expresarla como razonable e inteligible, estableciendo sus fundamentos, buscando su significado y organizándola de una forma coherente en sistema. Desde este punto de vista podemos afirmar que todo creyente, por el hecho de ser hombre, es simultáneamente teólogo.

Pero, en el fenómeno teológico se pueden distinguir, lo mismo que en los fenómenos no teológicos, dos fases: una precientífica e irrefleja —pero no, por ello, menos razonable e inteligible—, y Otra de articulación refleja y científica.

La teología científica, en sus diversos aspectos, es un momento segundo de la precientífica, y tiene, entre otras, una función crítica sobre ella. Son los teólogos profesionales sus elaboradores más caracterizados.

Pero anteriormente a la teología científica, y simultáneamente conviviendo con ella, se encuentra la teología precientífica.8 En efecto, no podemos olvidar el aspecto de totalidad y existencialidad que caracterizan al acto de fe, que compromete al hombre entero, quien dinámicamente se encuentra siempre abocado a comprender y coordinar sus conocimientos. La actividad y la vida humanas sólo son posibles en un contexto sistemático y vital, aunque el sistema sea irreflejo y, consiguientemente, precientífico. Este hecho nos pone en la perspectiva de la que denominaría Teología Popular del Pueblo Creyente, teología que apoya y sustenta a la religiosidad popular, y que se transparenta simbólicamente a través de ella.

En realidad, esta teología popular se articula y organiza a dos niveles diferentes. Uno es a un nivel estrictamente teológico, es decir, con relación a los datos revelados y religiosos, que constituyen al hombre como ser-creyente y como ser-religioso.

Pero no podemos olvidar que la fe y, consiguientemente, el correspondiente sistema teológico no se incorporan a un hombre exclusivamente creyente y religioso, sino que es además histórico, social y cultural, con sus correspondientes sistemas subyacentes. Por ese motivo, el sistema teológico se incorpora estructuralmente al macrosistema en el que se organiza vital, inteligible y armónicamente el devenir de una persona, de un grupo, de una comunidad o de un pueblo. La incorporación estructural implica no sólo una correlación sino también una compenetración significativa entre los diferentes sistemas —teológico, social, cultural, etc.—, que integral y unitariamente se unifican en el hombre racional e inteligible, que de esa manera logra superar la esquizofrenia.

Por ese motivo, los sistemas teológicos populares o precientíficos son muy complejos, diversos entre sí, y siempre necesitan una revisión crítica que posibilite una más profunda evangelización del propio sistema.

La complejidad de estos sistemas se origina porque el dato de la revelación en la fe tiende a explicarse y sistematizarse espontáneamente —no refleja y críticamente—, en el interior y en la globalidad del macrosistema estructural en el que vive el creyente.

Son muy diversos entre sí porque también lo son los macrosistemas en los que queda sembrada la fe. Es interesante el advertir el condicionamiento que estos diversos sistemas teológicos precientíficos ejercen incluso sobre el desarrollo de la misma teología científica, cuando ésta deja de ser meramente positiva y se transforma en especulativa, como puede advertirse en las marcadas diferencias de las teologías de las Iglesias Orientales y de las Occidentales.

Por último, los sistemas teológicos populares exigen una revisión crítica continua. En efecto, la formación de dichos sistemas se origina por una relación dinámica entre la fe y el macrosistema, al que simplificadamente vamos a calificar de «cultural». La fe se orienta a evangelizar a la cultura correspondiente, pero la cultura, a su vez, tiende a inculturar a la fe. Los resultados históricos de esta mutua influencia son muy variables. Las deficiencias en la vida y en las expresiones religiosas colectivas son, en muchas ocasiones, expresión de las contradicciones que subyacen al sistema teológico y al macrosistema popular. Los estudios presentados por Oronzo Giordano sobre la religiosidad popular en la Alta Edad Media, son un testimonio manifiesto de lo que estamos afirmando, y de la dificultad que supone el paso del sincretismo a la síntesis.

Una de las funciones del Magisterio, de la pastoral y de la teología científica es el descubrimiento de las contradicciones existentes en los sistemas teológicos populares y la orientación necesaria para que la fe, sin renunciar a su exigida inculturación, mantenga incontaminada su originalidad y su fuerza.

Ahora bien, la actitud crítica frente a los sistemas teológicos populares no puede quedar basada sobre los prejuicios del infantilismo, de la incultura y de la ignorancia del pueblo. En efecto, la misma historia de la Iglesia ha mostrado en muchas ocasiones la solidez de la fe popular, e incluso su capacidad de salvaguarda de la ortodoxia, como sucedió en el caso del arrianismo.

Establecidos el hecho y la legitimidad de la teología popular, es evidente que dicha teología se desarrolla sobre cada uno de los datos de la revelación y, consiguientemente, podemos preguntarnos cuál es la teología de nuestro pueblo sobre la Virgen María.

Génesis de la Teología Popular

Pero, para poder responder a esta pregunta, me parece necesario presentar primero el proceso genético de la que hemos denominado teología popular o cultura teológica popular —en el sentido fuerte de cultura—, como instrumento para establecer una metodología que nos permita el acercamiento a la teología mariana popular.

A mi juicio, la cultura teológica popular es el resultado de un proceso de asimilación de la fe por una persona o por una colectividad, en el que podemos distinguir dos momentos o dos niveles: uno histórico y otro socio-cultural.

En efecto, si la teología es «fides quaerens intellectum», la teología no es pensable sin la asimilación previa de la revelación a través de la fe, mediante la cual el hombre se constituye en creyente y, en nuestro caso, en cristiano.

El núcleo de esta fe es la aparición, mediante la evangelización, de Jesucristo muerto y resucitado, como Salvador del mundo (Jn. 4, 42) y de cada persona concreta (Lc. 1, 47), de tal manera que «la salvación no está en ningún otro, es decir, que bajo el cielo no tenemos los hombres otro diferente de él al que debamos invocar para salvarnos» (Act. 4, 12).

Jesucristo, como revelación de Dios, no es sólo la Cabeza de la Iglesia, sino también el sacramento de un amplio mundo invisible —el del Dios Trino, de la Virgen, de los Santos, etc.—, que se realiza y significa por la fe bajo la nota esencial y característica de la salvación, constituyéndose para el hombre en un universo invisible solidario, comunitario y sote iológico.

La asimilación de este universo soteriológico se realiza inicialmente en un determinado momento histórico, que adquiere en la persona características de acontecimiento con el advenimiento de la fe.

Lo característico de la fe cristiana es que manifiesta a Dios —y, consiguientemente, a todo el universo invisible en comunión con Dios—, en Cristo como «mi Salvador».

La actitud salvífica de Dios, manifestada en la fe, no es abstracta ni mítica, sino histórico-trascendente. Por eso, en unas ocasiones descubre y siempre profundiza la conciencia histórica del creyente de las opresiones internas y externas que padece y tienden a aniquilarlo. Incluso desarrolla una conciencia crítica manifestando que dichas opresiones no tienen su origen en un inevitable fatalismo —postura maniquea—, sino en causas concretas ligadas a la ignorancia o a la libertad, pero todas ellas articuladas en el universo del pecado.

Por ese motivo, es decir, por manifestarse la salvación de Dios en el contexto de una conciencia histórica situada, siendo siempre universal y la misma salvación de Dios, existencial-mente adquiere características distintas, de tal manera que una es la salvación ofrecida a Saulo perseguidor de los cristianos, otra la manifestada al atemorizado Pedro, y otra es la aparición salvífica para Esteban el protomártir.

Pero, en todos los casos, de tal manera el Dios Salvador se interioriza en el nuevo creyente que se constituye en «mi Salvador». Juzgo de extraordinaria importancia el análisis de esta dimensión posesiva, ya que ella determina de una manera trascendente el momento histórico de la asimilación de la fe por parte del creyente.

En efecto, el acto de fe, sin negar la dimensión universal de la salvación de Dios, establece una relación personal entre el creyente y Dios, por la cual Dios aparece no sólo como el Salvador, sino, más en concreto, corno su Salvador. Esto significa que Dios se percibe como poniéndose de parte del creyente frente al tentador y opresivo universo del pecado, ofreciéndole su auxilio —«el auxilio me viene del Señor» (Ps. 120, 2)-—, su ayuda, su solidaridad —«Yo seré vuestro Dios y vosotros seréis mi pueblo» (Lev. 26, 12).

Pero, cuando esta expresión se analiza a la luz del Magníficat, «mi espíritu se alegra en Dios mi Salvador» (Lc. 1, 47), la expresión adquiere profundidades y novedades insospechadas. Dios-Salvador es lo que se expresa con el nombre de Jesús. El Dios Salvador que aparece en la nueva fe cristiana de María, y en el que ella se alegra con esperanza, es Jesús, que es al mismo tiempo su Dios y su Hijo, es decir, el Dios Salvador filialmente incorporado en su familia. Por ese motivo, si, por una parte, María ha recibido la palabra trascendente y salvífica de Dios, por otra parte, María también lo engendra dándole carne, situándolo en una historia y en una cultura concretas, de tal manera que lo podrán llamar Nazareno, Galileo y Hebreo con toda razón. Se establece de esta manera en la fe nueva de María, en su fe novedosamente cristiana, la legítima tensión entre una soteriología universal y simultáneamente regional y familiar, lo que le permite afirmar, dentro de unas coordenadas bien establecidas y determinadas, que «auxilia a Israel su siervo, acordándose, como lo había prometido a nuestros padres, de la misericordia en favor de Abraham y de su descendencia por siempre»

(Lc. 1,54-55).

Las características tensionales de esta fe cristiana vuelven a aparecer en Pablo, el que afirmó que «es Cristo el que vive en mí» (Gal. 2, 20). En efecto, el mismo que afirma que «ya no hay más judío ni griego, siervo ni libre, varón ni mujer, dado que vosotros hacéis todos uno con Cristo Jesús» (Gal. 3, 28), es el mismo que manifiesta que se hizo judío con los judíos y no-judío con los no-judíos para ganarlos a todos a Cristo (1 Cor. 9,19-23).

Podemos concluir afirmando que cuando el verdadero acto de fe cristiana prende en una persona y, especialmente en un pueblo, hace que dicho pueblo no sólo celebre la salvación universal de Dios, sino que, al mismo tiempo, engendra al Dios Salvador, a Jesús —y a su invisible universo soteriológico—, en su historia, en su sociedad y en su cultura, reconociéndolo como miembro privilegiado de su familia, pudiendo afirmar con originalidad cristiana que el pueblo se regocija «en Jesús mi Salvador». Desde esta perspectiva podemos afirmar que la fe cristiana, reconociendo la igualdad y la fraternidad de todos los hombres en Cristo, sin embargo, es simultáneamente descolonizadora, reafirmante de la autoctonía, y promotora de evangélicas liberaciones históricas y regionales en el horizonte de la liberación integral, universal y trascendente, anunciada por las buenas noticias de Cristo. Este hecho se manifiesta especialmente en los fenómenos de la religiosidad popular, aunque con las limitaciones que posteriormente observaremos.

La palabra de Dios y, por tanto, el dato revelado, mientras no es aceptado por la fe, es observado desde fuera o con indiferencia escéptica (Act. 17, 16-33), o con incomprensión y rechazo agresivo (Act. 6, 8 — 8, 1). Pero una vez que es acogido por la fe en el pueblo —momento de asimilación histórica—, inmediatamente entra en simbiosis con el universo histórico-socio-cultural del mismo pueblo, iniciándose una segunda etapa de asimilación, lo que origina una religiosidad o catolicismo popular, como en nuestro caso, latinoamericano, en el que subyace una autóctona y popular teología o «cultura teológica. Es el momento en el que el nuevo Jesús autóctono —siendo siempre el mismo— comienza a generarse como hijo salvador de la nueva porción del Pueblo de Dios.

El desencadenamiento del proceso es natural y lógico si se tienen en cuenta dos aspectos: que Jesús aparece por la fe como Salvador del pueblo, y que el pueblo espontáneamente no tiene otra posibilidad de visualizarlo y expresarlo que desde su propio a priori historico-socio-cultural.

El fenómeno sería totalmente distinto si la figura de Jesús y de su universo invisible, dentro de un marcado enoteísmo, surgiera castrensemente como el Conquistador, el Vencedor, etc. En ese caso, por hipótesis, no ha surgido la fe cristiana, aunque puede aparentarse enmascarando otra fe totalmente distinta con signos cristianos. Es el hecho que aparece en ciertas comunidades afro americanas.

Cuando la asimilación de la fe es auténtica, inmediatamente se produce una traducción de la palabra evangelizadora al idioma del nuevo creyente. Pero, prescindiendo de los problemas que implica toda traducción, en este caso se trata de una nueva y original forma de expresar y proclamar la salvación de Dios. Así constataba Garcilaso que los indios «no contentos con oír a los sacerdotes los nombres y renombres que a la Virgen dan en la lengua latina y en la castellana, han procurado traducirlo en su lengua general, y añadir los que han podido por hablarle y llamarle en la propia... dícenle Mamanchic que es Señora y Madre nuestra; Coya, Reina; Ñusta, Princesa de sangre real; Zapay, Unica; Yurac Amancay, Azucena blanca; Chasca, Lucero del alba; Citoccoyllor, Estrella resplandeciente; Huarcapaña, Sin mancilla; Huc Hanac, Sin pecado; Mana Chancasca, No tocada, que es lo mismo que invioiata; Tazque, Virgen pura; Dios pa Maman, Madre de Dios. También dicen Pachacamacpa Maman que es Madre del Hacedor y sustentador del Universo. Dicen Huac Chucuyac, que es Amadora y bienhechora de pobres»11

Ya es interesante el advertir la propia observación de Garcilaso al indicar que, con relación al dato revelado, en este caso de María, los indios no sólo han traducido las expresiones oídas a su propia lengua, sino que además han procurado «añadir los que han podido por hablarle y llamarle en la propia».

Pero incluso el problema de la traducción es mucho más hondo de lo que podía sospechar el propio Garcilaso. En efecto, no podemos olvidar que una lengua es la expresión oral de una determinada cultura inscrita en las coordenadas de una ecología, de una sociedad y de una historia. En la lengua se refleja la cultura situada de un pueblo, y en ella misteriosamente se conserva hasta la más remota memoria de dicha cultura y de dicho pueblo. Cada una de sus palabras es un elemento de la propia estructura lingüística, que a su vez es otro elemento de la estructura global cultural a la que pertenece. Por ese motivo, la lengua es principio de identificación y de diferenciación de un pueblo, de tal manera que si mediante la traducción permite los fenómenos de comunión con otros pueblos, sin embargo, se resiste a los fenómenos de homogeneización y de uniformismo mediante su específica caracterización estructural y significativa, que suele denominarse el «genio de la lengua».

Cuando un pueblo, ante un nuevo hecho cultural —y en nuestro caso, ante el hecho de la fe—-, lo asimila y «traduce», lo que hace es incorporarlo a su propia cultura situada, ubicándolo en un nuevo sistema de relaciones y cargándolo cor significaciones autóctonas. La traducción no es ni neutra ni homogénea. Es la expresión lingüística del mismo hecho, pero desde una nueva perspectiva y desde un nuevo horizonte.

Baste, a manera de ejemplo, un caso típico del mundo guaraní: la referencia a la cruz. Para el misionero que llegaba al mundo guaraní, su concepción teológica de la cruz estaba profundamente ligada a una cultura occidental, en la que la cruz había sido el suplicio de los esclavos y derrotados. La cruz-suplicio se había transformado por Cristo en fuente de vida. El desconcierto de los misioneros, como testifica el P. Ruiz de Montoya, era el respeto con que dicho signo era acogido por los nativos, tanto que lo atribuyeron a una antigua predicación de Santo Tomás en América, que había dejado plantada una milagrosa cruz en Carabuco.12 Lo que desconocían los misioneros es que la cruz, es decir, el «Yvvrá joazá» —que posteriormente se españolizará en «kurusu»—, era de larga ascendencia en la mitología guaraní. Así, al comienzo del Mito de los Gemelos, se dice de Ñanderuvusú

—el padre primigenio—, que «Él trajo la eterna cruz de madera, la colocó en dirección Este, pisó encima y ya comenzó a hacer la tierra. La cruz eterna de madera quedaba hasta el día de hoy como soporte de la tierra. En cuanto El retire el soporte de la tierra, la tierra caerá».13 De esa manera, en el mundo guaraní la cruz aparecía como el sostén de la tierra creada por Ñanderuvusú. Es natural que esta nueva significación de la cruz quedara opacada para el misionero, pero no para el hombre guaraní, que encajaba una nueva realidad —la cruz de Cristo—, en una antigua y sagrada palabra cargada de profundas resonancias mitológicas. Se estaba iniciando, de esta manera, una nueva teología «cristiano-guaraní» sobre el misterio de la cruz, teología popular, ya que pasaba desapercibida para los propios nuevos responsables de la comunidad cristiana, los misioneros extranjeros.

Pero una lengua, como ya hemos apuntado anteriormente, no es más que el reflejo oral de una cultura situada en las coordenadas de una ecología, de una sociedad y de una historia. Consiguientemente, todo nuevo dato asimilado lingüísticamente por el pueblo, ha de quedar visualizado y encajado en el universo ecológico, histórico, social y cultural en el que vive el pueblo. Así hay que tener en cuenta todos sus factores culturales —sentido del trabajo y de la economía, de la familia, de la mujer, incluso del panteón primigenio—, para poder acercarse al nuevo sistema teológico precientífico que el pueblo elabora espontáneamente, y que se manifestará articuladamente en sus expresiones y manifestaciones religiosas, y en las formulaciones de la denominada sabiduría popular.14

Método de investigación de la Teología Popular

Establecida sumariamente la génesis de la religiosidad popular y de su teología subyacente, cabe preguntarse sobre el método a seguir para su determinación, bien a nivel de sistema global, bien parcial, como es en nuestro caso, en el que deseamos un acercamiento a la teología mariana popular de América Latina.

Creo que los pasos a seguir son paralelos a los del proceso genético.

Primero, habría que establecer las características de la evangelización y devoción marianas, realizadas inicialmente por los misioneros ante el pueblo que se pretendía evangelizar.

Segundo, determinar las características del momento histórico e incluso de la localización, en el que se produce la aceptación de la fe cristiana.

Tercero, realizar un análisis fenomenológico y estructural de la religiosidad o piedad popular, estableciendo las conclusiones teológicas que de ella se derivan.

Cuarto, determinar la relación entre dichas conclusiones y los factores de la cultura autóctona en la que se encuentran encuadrados.

A partir de dicho proceso se puede llegar a una primera configuración de la teología popular subyacente, para proceder posteriormente a un oportuno discernimiento.

2

¿QUIÉN ES LA VIRGEN MARIA?

Establecida la existencia de la «teología popular» —subyacente espontánea e irreflejamente al catolicismo popular y a la religiosidad o piedad popular—, antes de intentar diseñar la teología mariana precientífica del catolicismo popular latinoamericano, es necesario caer en la cuenta de la complejidad que encierra el término tan sencillo «la Virgen María», para podernos preguntar posteriormente a qué María se refiere nuestro pueblo cuando le expresa su devoción y su fe.

Podemos distinguir cuatro aspectos en la «Virgen María»:

la María de la historia, la María de la fe pascual neotestamentaria, la María de la Iglesia magisterial y científica —definida por actos del magisterio, y reflexionada por los teólogos—, y la María de la piedad de la Iglesia y de las Iglesias Particulares, que se abre en un inmenso abanico de denominaciones e historias diversificadas en casi todos los lugares del mundo.

La María de la Historia

María queda incorporada a la fe de la Iglesia por un hecho histórico sencillo y fundamental: por ser la madre de Jesús, la madre del Jesús de la historia, como se dice actualmente en las nuevas reflexiones exegéticas y teológicas. A ella alude 5. Pablo en un conocido e importante texto (Gal. 4, 4), aunque curiosamente sin designarla por su nombre, a pesar de que parece conocer por sus nombres a la familia y a los «hermanos de Jesús» (1 Cor. 9, 5; Gal. 1,19).

Los datos consignados en los Evangelios y en las Actas de los Apóstoles son elementales y coherentes con el conjunto de la vida de Jesús.

Es una mujer israelita, domiciliada en Nazaret y casada con un hombre llamado José (Mc. 6, 1-4; Lc. 4,16-22). Se habla de sus parientes, en repetidas ocasiones; se la reconoce como la madre de Jesús, pero llamativamente se subraya que José no era el padre natural de Jesús, no obstante las suspicacias sociales que podían suscitarse ante esta afirmación

(Mt. 1, 18-19).

El sector social al que pertenecía queda bien definido tanto por el lugar ordinario de su residencia —Nazaret—, como por el oficio del propio Jesús —tékton—, lo que en su día les hará decir a los vecinos del pueblo: «¿Qué saber le han enseñado a éste, para que tales milagros le salgan de las manos?» (Mc. 6, 2). María era una mujer de muy modesta condición, perteneciente al ambiente popular de su época.

Dentro de esa modestia social, aparece encuadrada tanto en el sistema político como en el socio-cultural de los tiempos de Jesús. Así se muestra cumpliendo las leyes imperiales (Lc. 2,1-5) y, como buena israelita, se desposa (Lc. 1,27; Mt. 1. 18), circuncida al niño al Octavo día (Lc. 2, 21), lo presenta en el templo con la oblación de los pobres (Lc. 2, 22-24), peregrina con su familia a Jerusalén con ocasión de las fiestas de la Pascua (Lc. 2, 41).

En el Evangelio se transparenta un cierto desconcierto de la María histórica frente a su hijo. Es un desconcierto que carece haberse iniciado en la misma infancia, dado que, como atestigua Lucas, con ocasión del acontecimiento en el templo, los padres «no comprendieron lo que quería decir (Jesús) (...). Su madre conservaba en su interior el recuerdo de todo aquello» (Lc. 2, 50-52). Durante los años de la vida pública, María se encontraba en medio de una familia, la familia de Jesús, que no entendía el nuevo camino emprendido por él, tanto que intentaban los parientes echarle mano «porque decían que no estaba en sus cabales» (Mc. 3,20-21. 31-35; Jn. 7, 3-5). María aparece silenciosa, acompañando a los parientes en la búsqueda de Jesús.

El Evangelio de Juan ha dejado el testimonio de que María, la madre de Jesús, acompañó a su hijo en su agonía y en su muerte al pie de la cruz (Jn. 19, 25).

Un último recuerdo de la María histórica ha quedado recogido en las Actas de los Apóstoles: la convivencia de María con los discípulos de Jesús, inmediatamente después de su muerte: «Todos ellos se dedicaban a la oración en común, junto con algunas mujeres, además de María la madre de Jesús y sus parientes» (Act. 1, 14). Ahí terminan los datos biográficos de María, de la María histórica. Datos sencillos, sobrios, coherentes, alejados de toda insinceridad.

La María de la fe pascual del Nuevo Testamento

Los modestos datos de la María de la historia aparecen incrustados en la María de la fe que nos presentan los documentos del Nuevo Testamento y, de una manera especial, los Evangelios. La María de la fe es otra dimensión de María, la de mayor trascendencia. Y la María de la fe del Nuevo Testamento se constituye en norma fundamental de referencia de toda la Mariología.

De hecho, el interés por María se organiza con ocasión del acontecimiento de la resurrección del Señor, dada la relación de maternidad entre María y Jesús. La madre del Jesús de Nazaret aparece también como la madre del Cristo Resucitado, quedando incorporada a un universo nuevo de fe, de realidad y de significaciones, lo que permite una nueva comprensión de la persona, de la maternidad y de la historia de María.

La María de la fe, y la teología neotestamentaria de la María de la fe, no originan una región autónoma mariana en las comunidades neotestamentarias. Forma parte de una globalidad, cuyo centro indiscutible es Jesucristo, aunque se encuentra conectada con El por un nexo privilegiado y único: el de la maternidad y filiación. Por ese motivo, es evidente que la nueva comprensión de María se realiza desde la perspectiva del Resucitado, de tal manera que el Cristo de la fe penetra vitalmente la realidad de su madre, la llena de significación «Pascual», originando el nacimiento de la María de la fe.

El fulcro sobre el que gravita la María de la fe es, a mi juicio, la nueva comprensión de la maternidad y del parentesco desde el Cristo Resucitado. Sin negar evidentemente la dimensión biológica y humana que supone la maternidad, sin embargo, la maternidad queda constituida esencialmente, con relación al Cristo, en oír y amar la palabra de Dios (Lc. 11, 28), y en cumplir la voluntad de Dios (Mc. 3, 35). De esta manera, la fe en el Cristo resucitado hace descubrir a la comunidad neotestamentaria en la madre de Jesús a la creyente María, pero no con una fe yuxtapuesta a su maternidad humana, sino invadiéndola en su raíz más profunda, llenándola de un nuevo significado, constituyéndola en la madre del Cristo, en su más pleno sentido. Aquí creo que nos encontramos con la clave para la interpretación de la María que aparece en los capítulos de Mateo (caps. 1-2) y Lucas (caps. 1-2) referentes a la infancia del Señor, y en los teológicos de Juan referentes a las bodas de Caná (2, 1-11), y a la escena de María al pie de la cruz (19, 25-27).

Tres pasajes merecen una mención especial: el de la Anunciación (Lc. 1,26-38), el de Magníficat (Lc. 1,46-55), y el de la Cruz (Jn. 19, 26-27).

En el pasaje de la Anunciación, María se muestra corno la creyente que acepta ser madre del Cristo, incluso por los sorprendentes caminos de la concepción virginal. Es la mujer elegida por Dios para una especialísima misión, corno los antiguos profetas, misión que consciente, libre y fiducialrnente acepta.

En el Magníficat se descubre toda la interioridad de María. Su maternidad mesiánica se traduce en una conciencia de ser especialmente salvada y liberada por Dios en su humillación, constituyéndose en la primera evangelizadora —no sólo en sentido cronológico, sino marcadamente cualitativo— de la liberación de Dios, por Cristo, de los humildes y de los hambrientos.

En la escena de la cruz, su maternidad personal del Cristo se introduce en la nueva casa fundada por su Hijo, la Iglesia, quedando aposentada en ella como Madre de la nueva familia, significada por Juan, que comienza a descubrirla como a su Madre: Madre de Jesús y Madre de los fieles, en la casa de su hijo, por ser la Madre del Cristo.

Es interesante el advertir que en ninguno de los tres pasajes se deforma la realidad histórica de María: doncella modesta de Nazaret en la Anunciación; prima visitando a su pariente Isabel en el Magníficat; y madre impotente del ajusticiado junto a la cruz. En la modestia de esa vida histórica se abre la María de la fe, la Madre del Cristo Resucitado.

Pero si la fe pascual de la primitiva Iglesia en todo momento sigue afirmando la modestia histórica de la María de la historia, al mismo tiempo asocia a la María Pascual al nuevo ámbito del Cristo Resucitado, Glorioso y Victorioso, que intercede por nosotros delante del Padre. Y la asocia de una manera exclusiva y justificada como Madre Pascual, con expresiones muy significativas, tanto en la narración de la Anunciación como en las bodas de Caná y en la escena del Calvario.

Aquí encontramos los fundamentos del posterior desarrollo de la fe mariana de la Iglesia.

La María de la Iglesia Magisterial y Teológica

Las afirmaciones sobre la María Pascual en el Nuevo Testamento se despliegan paulatinamente en amplitud y hondura en la fe católica de la Iglesia, originando los dogmas marianos que profundizan la Maternidad Pascual de María, y colaboran incluso en la comprensión del ser y del poder del Cristo Salvador Resucitado, ya que maternidad pascual es la plenitud de la fe y de la salvación, dado el nuevo concepto de maternidad inaugurado por Cristo en la comunidad neotestamentaria.

Así la maternidad de Jesús y la maternidad de Cristo llegan a la cumbre de su comprensión cuando en el Concilio de Éfeso (a. 431) se define a María, contra el reduccionismo nestoriano, como Madre cíe Dios, dejando definitivamente establecida en la fe de la Iglesia la unicidad de la persona divina de Cristo y la realidad de su ser histórico y humano contra todo tipo de docetismo ahistórico.

Desde los mismos testimonios neotestamentarios, la maternidad pascual de María aparece vinculada con su virginidad, que desde el siglo IV en la confesión de fe de Epifanio se cualifica expresamente a María como la Siempre-Virgen (Dz. 13), que se desdoblará desde el Sínodo de Letrán (a. 649) en los tres momentos, «antes, en y después del parto». Independientemente de la dimensión histórica de la maternidad-virginal de María, la fe de la Iglesia en dicha virginidad implica una profundización en el misterio de la maternidad fiducial y pascual de María, ya que la virginidad, en el contexto pascual en el que escribe Pablo, se define como un exclusivo preocuparse de los asuntos del Señor, para dedicarse a El en cuerpo y alma (1 Cor. 7, 32-34). Por eso María, en la fe de la Iglesia, es la Madre-Virgen, la Siempre-Virgen, o sencillamente la Virgen, en la que el sentido pascual de la virginidad se realiza por eminencia en su fe maternal.

Con lentitud de siglos se abre en la Iglesia la conciencia de la Concepción Inmaculada de María —definida por Pío IX en 1854—, y de su Asunción corporal en la gloria celeste —solemnemente declarada como dogma por Pío XII en 1950—. Son dos dogmas que localizan integralmente la existencia de la Virgen-Madre en el universo pascual del Cristo Resucitado, que permitirá posteriormente a Pablo VI proclamarla como Madre de la Iglesia, incorporada, sin duda, por su Hijo en la casa exclusivamente fundada por El, pero aposentada en ella como la Madre del Cristo-Fundador y de todos los miembros de la nueva familia.

La María de la fe de la Iglesia aparece, de esta manera, como el testigo cualificado de la actividad salvífica de Cristo en el mundo, transparencia evangelizadora del rostro maternal-misericordioso de Dios .—rahamim y hesed, dirá el hebreo—, tipo y modelo de la Iglesia y del cristiano, con la fuerza salvífica de quien, liberado por Cristo, continúa buscando con El a la oveja perdida, al mismo tiempo que se preocupa eficazmente de los hambrientos, de los desnudos, de los encarcelados y de los enfermos, conforme a las exigencias del mismo Jesús expresadas en el capítulo 25 de San Mateo. Pero, en la fe de la Iglesia, siempre hay una referencia fundamental a la María-Viva junto al Cristo-Vivo como miembro privilegiado y glorioso de su Cuerpo.

Las corrientes teológicas en Mariología han sido múltiples a través de la historia, pero principalmente se pueden considerar desde tres perspectivas, que modelan diversas imágenes de María.

En primer lugar, existen unas Mariologías Cristológicas y otras Eclesiológicas, según que María sea estudiada acentuando y subrayando su relación con Cristo o con la Iglesia.

En segundo lugar, aparecen las Mariologías Maximalistas y las Minimalistas. Las primeras se desarrollan bajo la fuerza del viejo adagio «de María numquam satis», mientras que las segundas, por diferentes motivos, quieren evitar la impresión de que «junto al camino, la obra y los títulos honoríficos de Jesucristo existen otro camino paralelo, otra obra y otros títulos honoríficos análogos propios de María», como decían los teólogos protestantes de la Universidad de Heidelberg en 1950, en su «Juicio Evangélico acerca de la proclamación del dogma de la asunción corporal de María».

Por último, se han desarrollado la Mariología de los Privilegios y la Mariología de la Misión-Servicio. La primera ha encontrado su lugar propicio en con textos de Cristiandad y en ambientes socialmente dominados por la aristocracia. La segunda corriente comienza a tomar su fuerza en un mundo pluralista en que la Iglesia, subrayando su original vocación de levadura misionera, se define a sí misma como «servidora» del mundo.

La María de la piedad de la Iglesia y de las Iglesias

Si la María de la Historia es única y con reducidos años de existencia durante el siglo 1, la María de la piedad de la Iglesia y de las Iglesias Particulares es múltiple y diversificada, con profundidad de siglos y con capacidad de multiplicarse novedosamente con una nueva imagen, con una nueva advocación o con una nueva devoción.

Cada María de la piedad de la Iglesia tiene su propia historia. Con frecuencia es una historia larga, compleja y que promueve una constelación específica de historias, como sucede con las advocaciones más tradicionales de Nuestra Señora del Carmen o de Nuestra Señora del Rosario, e incluso con advocaciones recientes, como son las de Lourdes y Fátima.

Cada una de estas Marías es una historia de la fe de los creyentes en María; pero, al mismo tiempo, siempre se expresa como una nueva historia de la María-Viva, que vive también en la fe de su pueblo.

Es fácil ahora comprobar la complejidad que se oculta detrás de ese nombre tan sencillo: «La Virgen María». Por ese motivo queda justificada nuestra pregunta sobre cuál de las Marías es la que subyace en la teología mariana popular de América Latina. Incluso, brevemente, hemos propuesto los puntos de referencia en orden a un discernimiento sobre la Virgen María de la religiosidad popular latinoamericana.

3

MARIA «LA CONQUISTADORA» ANTE EL

MUNDO AMERINDIO

María llega a América Latina por los descubridores y conquistadores portugueses y españoles.

Devoción mariana de los Conquistadores

Como ha afirmado Vargas Ugarte, «aunque es forzoso reconocer que muchos de los conquistadores españoles no estuvieron exentos de graves defectos, es incontestable que casi todos eran hombres de arraigada fe y además fervientes devotos de la Virgen María».15

La afirmación, desde nuestra temática y desde las actuales perspectivas en las que se mueve el historiador, es sugerente y nos abre a dos preguntas: ¿Cuál era la Virgen María que latía en la fe de los conquistadores? ¿Cómo aparecía esta Virgen María ante los ojos de los indígenas?

Conocida es la devoción a la Virgen tenida por Cristóbal Colón, en cuyo estandarte estaban impresas las imágenes de Jesús y de María, y que bautizó la segunda isla descubierta con el nombre de Concepción, y que en su segundo viaje erigió en Santo Domingo la primera iglesia levantada en América, consagrándola a Jesucristo y a su Madre Santísima.

Lo mismo nos consta de Hernán Cortés por los testimonios de Bernal Díaz del Castillo. El conquistador sólo llevaba sobre su pecho una cadena de oro con la imagen de Nuestra Señora, la Virgen Santa María, con su precioso hijo en los brazos. Rezaba las Horas todas las mañanas, oía la Misa y «tenía por su muy Abogada a la Virgen María». Cuenta el mismo cronista que, habiendo desembarcado en la isla de Cosumel, vieron en un templo una reunión religiosa de indios, y que les ordenaron «que quitasen de aquella casa aquellos sus ídolos..., que les llevarían al infierno sus almas y se les dio a entender otras cosas santas e buenas, e que pusiesen una imagen de Nuestra Señora que les dio Hernán Cortés e una cruz». No se atrevieron los indios a quitar sus falsos dioses, temiendo no les sucediese algún mal y propusieron a los españoles que los echasen ellos, persuadidos que luego les vendría algún castigo, y así mandó Hernán Cortés que los despedazasen y echasen a rodar por las gradas del templo abajo. «Luego mandó traer mucha cal, que había harta en aquel pueblo e indios albañiles y se hizo un altar muy limpio, donde pusiésemos la imagen de Nuestra Señora, e mandó a dos de nuestros carpinteros.., que hiciesen una cruz... la cual se puso en uno como humilladero que estaba cerca del altar e hizo misa el Padre que se decía Juan Díaz, y el papa (sacerdote de los ídolos) y todos los indios estaban mirando con atención» 16

Testimonios similares sobre la devoción a la Virgen tenida por conquistadores y misioneros de la época, se podrían prolongar indefinidamente, porque se trata de una nota común de aquellos hombres.

Configuración de la Virgen como «La Conquistadora»

Misioneros y conquistadores traían a la Virgen a las tierras de América con las características de la teología de la Contrarreforma, envuelta en la original religiosidad popular luso-hispánica, y expresada en imágenes y devociones de marcado cuño occidental.

Pero al llegar a las nuevas playas, María adquiere inmediatamente una nueva y original configuración, cuya expresión más típica, a mi juicio, y al mismo tiempo la más ambigua, será la de ser considerada como «La Conquistadora». Así se denominará ya en los primeros años y, concretamente en Guatemala, a la Virgen llevada por el mercedario Fray Bartolomé de Olmedo.17 Es el mismo nombre que el San Roque González daba a la imagen de la Virgen que llevaba en todas sus correrías apostólicas en medio del mundo guaraní, y que era un lienzo de la Inmaculada Concepción, que había pintado el Hermano Bernardo Rodríguez, y que se lo había regalado el Provincial P. Diego de Torres.18 Imagen de la Virgen de las Mercedes y lienzo de la Inmaculada, pero en ambos casos es la Conquistadora.

El nombre es sumamente significativo, porque con él se mostraba que la Virgen quedaba incorporada cualitativamente a la empresa hispánica en las nuevas tierras descubiertas, empresa de conquista, siguiendo la tradición medieval española de la «reconquista», y que los misioneros intentaran suavizar con la cualificación de «conquista espiritual».19

Sin duda que, dada la dimensión evangelizadora de la empresa hispánica, bajo el nombre de «La Conquistadora» se encubre para la Virgen el nombre de «La Evangelizadora», canalizando bajo esta denominación toda una nueva teología de María para los misioneros.

Pero la conquista, en su globalidad, no era tan pura y desinteresada como hubiese sido una empresa de mera evangelización.

Cierto que Alejandro VI instaba a los Reyes Católicos a enviar misioneros afirmando que «confío con la ayuda de Dios, en poder ya propagar ampliamente el sagrado nombre y el Evangelio de Jesucristo». Y el mismo Cristóbal Colón escribía a Isabel y Fernando diciendo que «espero que Dios mediante Vuestras Altezas, se resolverá pronto a enviarnos personas devotas y religiosas para reunir a la Iglesia tan vastas poblaciones y que las convertirán a la fe». Y el mismo León XIII, con ocasión del cuarto centenario del Descubrimiento, afirmaba de Cristóbal Colón que fue un hombre «cuyo principal propósito y el que más arraigado estaba en su alma no fue otro que abrir el camino al Evangelio por nuevas tierras y por nuevos mares».20

Pero la conquista fue simultáneamente económica, social, y política, por lo que en la época se hablaba de una conquista con la espada y con la cruz, con una característica mentalidad colonizadora, que en los primeros años incluso llegó a poner en duda la humanidad de los indígenas, tema que tuvo que ser resuelto en las aulas universitarias de Alcalá y de Salamanca. Un mismo misionero, como el P. Antonio Ruiz de Montoya, afirmará con toda claridad que «he vivido todo el tiempo en la provincia del Paraguay y como en el desierto en busca de fieras, de indios bárbaros, atravesando campos y trasegando montes en busca suya, para agregarlos al aprisco de la Iglesia Santa y al servicio de Su Majestad».21 E indicará que «aquellos indios que vivían a su antigua usanza en sierras, campos, montes y pueblos que cada uno montaba cinco o seis casas, han sido ya reducidos por nuestra industria a poblaciones grandes y de rústicos vueltos en políticos cristianos», de tal manera que «los redujo la diligencia de los Padres a poblaciones grandes y vida política y humana, a beneficiar algodón con que se vistan, etc.». 22 Y el P. Diego de Torres escribía «que estos indios, como todos sus antepasados, poco antes andaban como fieras en esos montes con las armas en la mano matando y destrozando sin conocimiento de Dios Nuestro Señor, más que si fueran bestias». 23

Es al frente de esta compleja conquista como aparece María en la fe de los conquistadores como la Conquistadora, originándose una ambigua teología mariana, si la analizamos desapasionadamente, y una imagen de María mucho más ambigua para el indígena que se sentía agredido por militares y misioneros «conquistadores».

Ambigüedad teológica de «La Conquistadora»

Lo que Bernal Díaz del Castillo afirmaba de la Virgen María con relación a las tropas de Hernán Cortés en la conquista de Méjico, podemos decir que fue la fe mariana de castellanos y portugueses durante todo el período colonial. Escribía el cronista: «Y ciertamente todos los soldados que pasamos con Cortés tenemos muy creído, e así es verdad, que la misericordia divina y Nuestra Señora la Virgen María siempre era con nosotros: por lo cual le doy muchas gracias».24

Esta fe la confirmaban con repetidos milagros, atribuidos a la Cruz y a la Virgen, realizados con ocasión de acciones militares y similares. Así se cuenta que en una difícil batalla, dirigida bajo las órdenes del Capitán Francisco de Cortés, en el año 1517, «el Capitán mandó sacar los estandartes reales y los enarboló, y fuera de esto, otro de damasco blanco y carmesí con una cruz en el reverso y una letra por orla que decía así: 'En esta vencí y el que me trajere, con ella vencerá', y por la otra parte estaba la imagen de la Concepción Limpísima de Nuestra Señora y con otra letra que decía: 'María, Mater Dei, ora pro nobis', y al descubrirla y levantarla en alto, hincados de rodillas, con lágrimas y devoción le suplicaron los afligidos españoles les librase de tantos enemigos y al instante se llenó el estandarte de resplandores y causó al ejército valor y valentía, y fueron marchando al son de las cajas y clarines y, llegando cerca del pueblo, los enemigos se repartieron por medio de dos bandas, la una se puso hacia la banda de la sierra y la otra hacia la mar que estaba cerca y los cogieron en medio... Los cristianos, sin hacer caso de sus bravezas, fueron adelantando con algún tiento y cuando llegaron bastante cerca de los enemigos, descubrieron los estandartes que traían, tremolándolos delante de la Cruz y la Virgen y... en esta ocasión el estandarte de Nuestra Señora se llenó de más resplandores y así como lo vieron los indios se juntaron y postrados, trajeron sus banderillas arrastrando y las pusieron a los pies del Padre Fray Juan de Villadiego, santísimo sacerdote y anciano que tenía en las manos el estandarte de la Cruz, a cuya mano siniestra iba el Capitán Francisco Cortés con toda su caballería. Treinta capitanes, caciques y señores de aquella provincia se rindieron a la cruz e imagen, por haberse llenado de resplandores sin otra arma alguna... Este suceso fue sábado del año 1517».25

El texto es de una densidad popular mariana extraordinaria. María aparece junto al estandarte de la cruz, siendo nombrada en segundo lugar. Queda diseñada teológicamente como la Madre de Dios e Inmaculada en su Concepción. Con relación a los españoles es Nuestra Señora y apoyo de los afligidos. Ella es la que ora delante de Dios y a la que se le reza con «lágrimas y devoción» en el momento de la dificultad. Ante la oración, ella responde en este caso con el milagro, y un milagro de tal categoría que por una parte «causó al ejército valor y valentía», y por otra, sin necesidad de lucha ni de armas, personalmente con sus resplandores derrota a los indios concediendo la victoria a los españoles.

Casos similares se encuentran continuamente en crónicas y relatos de la época,26 de tal manera que Fray Antonio de Santa María, recogiendo el sentir de sus contemporáneos, podía afirmar que «Nadie puede dudar que el triunfo de esta conquista se debe a la Reina de los Ángeles».

Pero, si volvemos la moneda, en la fe de los conquistadores aparece María «La Conquistadora» apoyando la globalidad de su empresa y de sus acciones, lo que nos sitúa en la ambigüedad teológica subyacente a La Conquistadora, a la que todos atribuyen el triunfo, que no fue abstracto sino bien concreto.

En efecto, no podemos olvidarnos que el resultado de dicho triunfo era la nueva situación creada para el mundo indígena y que ya denunciaba enérgicamente Fray Antonio de Montesinos en su célebre sermón del cuarto domingo de Adviento de 1511. 27

La Conquistadora aparece como Abogada y Apoyo de tropas creyentes, pero cuya deteriorada imagen, desde el punto de vista moral, era bien conocida y denunciada por los predicadores de la época, como hoy nos lo ha dado a conocer Julio Caro Baroja.28

Incluso, de una manera especial, no podemos olvidar la situación a la que quedó reducida la mujer indígena con ocasión de la conquista, y hasta la propia mujer hispana, como lo ha puesto de relieve José Oscar Beozzo.29

Siguiendo la dinámica del pensamiento de Vilma Moreira da Silva, hay que recordar que en algunos sectores de Occidente se estaba dando una explotación machista del culto a la Virgen María, al reducir el modelo mariano a la «feminidad ideal», en el sentido de la exaltación de algunas de las virtudes que se dicen «propias de la mujer», como la modestia, la aceptación, pasividad, resignación, sumisión, humildad, etc., reduciendo cultural y alienantemente la dimensión global 30 del ser femenino.

Es decir, la incrustación de María como Conquistadora por la fe de los propios conquistadores, en su ambiguo —e incluso, en muchas ocasiones, negativo— contexto histórico y cultural, es lo que origina la ambigüedad de la teología mariana de la Conquistadora.

Ambigüedad de «La Conquistadora» frente al mundo amerindio

Hoy que comenzamos a acostumbrarnos a hacer la lectura de la colonización de América no sólo desde la perspectiva de los conquistadores y vencedores —con la clásica óptica metropolitana—, sino también con los ojos de los vencidos —los amerindios y afro americanos—, el problema de la teología mariana de «La Conquistadora» y «a la que todos atribuyen el triunfo» se hace mucho más complicado.

En efecto, Bernal Díaz del Castillo escribe con entusiasmo cómo, refiriéndose a la Virgen, «los caciques dijeron que les parecía muy bien aquella Gran Tegleciguata (...), porque a las grandes señoras en su lengua llaman tegleciguatas».31 Y más adelante añade que «preguntando en cierta ocasión Moctezuma a sus guerreros cómo no habían podido vencer a unos pocos castellanos, siendo ellos tantos, le respondieron que no aprovechaban sus flechas ni buen pelear, porque una Gran Tegleciguata de Castilla venía delante de ellos y les ponía temor».32 El problema era mucho más complejo. Desde la perspectiva indígena se trataba de una guerra entre pueblos y dioses —en el contexto de mentalidades enoteístas—, como lo ha propuesto con finura Octavio Paz,33 con relación al mundo azteca.

La conciencia generalizada de los amerindios, como hoy comienza a comprobarse incluso documentalmente, era que se encontraba ante un mundo de invasores y enemigos protegidos por dioses extraños también enemigos. Bartomeu Meliá lo ha dejado claramente expuesto con relación al sector del mundo guaraní renuente a los pactos con los españoles con su subsecuente colonización. 34

En dicho contexto la Virgen «Conquistadora» debía aparecer para el agredido mundo amerindio como el símbolo y la fuerza de sus enemigos, y a la que se debía la causa de sus derrotas en una guerra evidentemente injusta.

Un dato muy significativo, desde esta perspectiva, son los acontecimientos que ocurrieron con ocasión del martirio de San Roque González de Santa Cruz.

La mentalidad de los indígenas aparece transparente en el discurso con el que Potirava concientiza de la nueva situación al cacique Ñeezú y al resto de los indígenas con ocasión de la llegada del misionero Roque González: «Ya ni siento mi ofensa ni la tuya; sólo siento la que esta gente advenediza hace a nuestro ser antiguo y a lo que nos ganaron las costumbres de nuestros padres. ¿Por ventura fue otro el patrimonio que nos dejaron sino nuestra libertad? ¿La misma naturaleza que nos eximió del gravamen de ajena servidumbre no nos hizo libres aun de vivir aligados a un sitio por más que lo elija nuestra elección voluntaria? (...) ¿No temes que estos que se llaman Padres disimulen con este título su ambición y hagan presto esclavos viles de los que llaman ahora hijos queridos? ¿Por ventura faltan ejemplos en el Paraguay de quién son los españoles, de los estragos que han hecho en nosotros, cebados más en ellos que en su utilidad? Pues ni a su soberbia corrigió nuestra humildad, ni a su ambición nuestra obediencia: porque igualmente esta nación procura su riqueza y las miserias ajenas. ¿Quién duda que los que nos introducen ahora deidades no conocidas, mañana, con el secreto imperio que da el magisterio de los hombres, introduzcan nuevas leyes o nos vendan infamemente, adonde sea castigo de nuestra incredulidad un intolerable cautiverio? ¿Estos que ahora con tanta ansia procuran despojarte de las mujeres de que gozas, por qué otra ganancia habían de intentar tan desvergonzada presunción, sino por el deseo de la presa de lo mismo que te quitan? ¿Qué les va a ellos, si no las quisieran para su antojo, en privarte de que sustentes tan numerosa familia? Y lo que es lo principal, ¿no sientes el ultraje de tu deidad y que con una ley extranjera y horrible deroguen a las que recibimos de nuestros antepasados; y que se deje por los vanos ritos cristianos los de nuestros oráculos divinos y por la adoración de un madero las de nuestras verdaderas deidades? ¿Qué es esto? ¿Así ha de vencer a nuestra paterna verdad una mentira extranjera? Este agravio a todos nos toca; pero en ti será el golpe más severo; y si ahora no lo desvías con la muerte de estos alevosos tiranos, forjarás las prisiones de hierro de tu propia tolerancia».35 Consecuencia de este discurso fue la muerte de los mártires, al mismo tiempo que los indígenas, simbólicamente, destrozaron la imagen de la Conquistadora, que siempre llevaba consigo el P. Roque González, designándola con dicho nombre. Los testimonios de la época afirman que cuando los soldados acudieron a castigar a los indios, encontraron el lienzo de la Virgen rasgado en dos partes.

Hechos similares se registraron en la muerte del P. Lizardi a manos de los chiriguanos. Como cuenta el P. Lozano, los indígenas destruyeron cuanto encontraron en la iglesia y «a una pintura de Nuestra Señora, inseparable compañera del P. Julián desde las misiones del Paraguay, la dividieron de alto a abajo». Igualmente derribaron de su hornacina a la imagen titular, arrancándole la cabeza y las manos? 36

4

LA INCORPORACIÓN DE MARIA

EN AMÉRICA LATINA

Desde la perspectiva tomada, podemos afirmar que fue difícil la llegada de la Virgen a las tierras americanas. Sin embargo, como ha constatado Virgilio Elizondo, «es un hecho innegable que la devoción a María es la característica del cristianismo latinoamericano más popular, persistente y original. Ella está presente en los propios orígenes del cristianismo del Nuevo Mundo. Desde el principio, la presencia de María confirió dignidad a los esclavizados, esperanza a los explotados y motivación para todos los movimientos de liberación. Igualmente, dejando a un lado su interpretación, no se puede negar el hecho de la devoción a María».37

En realidad, no hay duda que se produce un cambio que, en el lenguaje de hoy, podríamos expresarlo de María «La Conquistadora» a María «La Madre Liberadora». Más exactamente pasó a ser la Madre de los Oprimidos que no quedaron sin madre. Pero, ¿cómo se produce ese cambio? La respuesta a esta pregunta me parece de trascendental importancia para la comprensión de la teología mariana subyacente en la religiosidad popular latinoamericana, ya que siguiendo el pensamiento de Puebla, son esos momentos de cambio en los que se constituye la matriz religiosa y cultural del continente con el nuevo rostro mestizo de María. La cultura religiosa es la memoria de un pueblo, y punto clave para su comprensión es el momento en el que se origina.

Con relación a María, quiero detenerme a analizar tres momentos que considero privilegiados en su inserción latinoamericana: Guadalupe, Copacabana y la Virgen que aparece en los momentos de liberación del Continente con relación a las metrópolis en la época de la Independencia.

La Guadalupana

Cuando en 1531, el Obispo de México, Fray Juan de Zumárraga se encamina en devota procesión desde la ciudad de México hasta el Tepeyac con la tilma del indio Juan Diego, en la que aparecía impresa la imagen de la Virgen de Guadalupe, cuentan los testigos que una apiñada muchedumbre de indios la aclaman por su Madre y que no se cansaban de repetir: «¡Noble indita, noble indita, Madre de Dios! ¡Noble indita! ¡Toda nuestra!». 38 No se trataba de una anécdota piadosa y pasajera. Ha sido Arnold Toynbee quien ha señalado que, a su juicio, el nacimiento de esta nueva personalidad histórica que llamamos América Latina ocurrió en Guadalupe. Es la intuición que vuelve a recoger Puebla al afirmar que «el Evangelio encarnado en nuestros pueblos los congrega en una originalidad histórica cultural que llamamos América Latina. Esa identidad se simboliza muy luminosamente en el rostro mestizo de María de Guadalupe que se yergue al inicio de la Evangelización».39

Los acontecimientos de base se encuentran en el «Nican mopohua» escrito por Antonio Valeriano 40 hacia el año 1549 en Tlatelolco. El relato está escrito directamente en náhuatl, sobre papel hecho de pulpa de maguey como los antiguos códices aztecas. Los caracteres son latinos.

El estudio del documento nos permite asistir y comprender un momento privilegiado en el que se hace amerindia la fe en María y nos ofrece las bases para descubrir la primera teología popular latinoamericana sobre la Virgen María. En mis reflexiones posteriores, además de la utilización directa del documento, me apoyo en los valiosos estudios de Clodomiro Siller 41 y de Salvador Carrillo.42

En 1519 había ingresado Hernán Cortés en Méjico. En 1521 había logrado alcanzar la capital del imperio azteca. Diez años después se inician los acontecimientos de Guadalupe, en plena posguerra, como sentenciosamente marca el documento náhuatl con la expresión «se suspendió la guerra».

La situación era bien difícil para el mundo indígena. Políticamente, indígenas derrotados y humillados, amenazados por la viruela y por otras enfermedades importadas por el invasor. En las discusiones y pláticas tenidas por los doce primeros frailes llegados en 1524 con los indios principales y sus sabios, la conversación ha sido muy difícil y amarga para los indígenas que terminaron diciendo: «Déjennos ya morir, déjennos ya perecer, puesto que ya nuestros dioses han muerto (...). Y ciertamente no creemos aún (lo que nos decís), no lo tomamos por verdad (aun cuando) os ofendamos. Es ya bastante que hayamos perdido, que se nos haya quitado, que se nos haya impedido nuestro gobierno. Si en el mismo lugar permanecemos, sólo seremos prisioneros. Haced con nosotros lo que queráis». 43

Testigo y víctima de estas tragedias era el indio Juan Diego (1474-1548), llamado Cuauhtlatoatzin antes de la conquista. El texto insinúa que perteneció a los «caballeros águila» de los aztecas. Pero ha quedado reducido a un «pobre indio», con dificultades para tratar aun con los criados del Obispo, y que en el nuevo contexto hace que se defina a sí mismo diciendo que «yo soy un hombrecillo, soy un cordel, soy una escalerilla de tablas, soy cola, soy hoja, soy gente menuda».44 La Virgen misma lo designará como «el más pequeño de mis hijos», noxocoyouth, que equivale a oprimido, reducido o despreciado. Será este indio, símbolo de la nueva situación amerindia, el testigo privilegiado de las apariciones de la Virgen de Guadalupe en el cerro del Tepeyac, lugar de culto prehispánico y lugar de arranque de la fe cristiana en el mundo mestizo latinoamericano.

La teología mariana que aparece en el documento es plenamente tradicional, siempre en la perspectiva de la fe pascual, ya que la Virgen es denominada como «Señora del cielo». María misma se define a sí diciendo: «Yo soy la siempre Virgen Santa María, Madre del Verdadero Dios» (v. 22). Cuando Juan Diego explica la aparición, indica el texto «que en todo se descubría ser ella la Siempre Virgen, Santísima Madre del Salvador, Nuestro Señor Jesucristo» (v. 53). Y al exponer al Obispo el mensaje, Juan Diego sugiere que «ojalá que creyera su mensaje y la voluntad de la Inmaculada» (v. 51). Nos encontramos, por tanto, ante una sólida y completa mariología, tal como se había desarrollado en la fe de la Iglesia hasta el momento de las apariciones.

Pero lo importante es subrayar la óptica desde la que va a comenzar a elaborarse la nueva teología mariana popular en América Latina. A mi juicio, la clave hay que encontrarla en la dimensión de la Maternidad de María. Pero se trata de una maternidad muy concreta: es la maternidad con referencia al pueblo amerindio —aunque se extiende a todos— y que aparece en un momento bien concreto de su historia.

En efecto, es la misma María la que se manifiesta diciendo que «yo soy vuestra piadosa madre», pidiendo que se le construya una casa entre sus hijos, es decir, en la zona donde viven los indios alejados del México de los españoles y en un lugar lleno de resonancias indígenas como es en el cerro Tepeyac. Ahí es donde ella quiere «mostrar y dar todo mi amor». Juan Diego es el primer testigo de dicha maternidad al sentirse llamado por ella, en repetidas ocasiones, como «hijo mío».

No es una Madre extraña y extranjera sino perfectamente compenetrada con su cultura y con su idioma.

Así cuando se presenta como Madre de Dios, despliega este nombre en el panteón y teología aztecas y, como indica Siller, mostrándose como la madre de los antiguos dioses mexicanos.45 Todo el conjunto de las apariciones queda expresado en una rica simbología azteca, que sólo podía dominar en ese momento quien a ella pertenecía.

Se trata de una madre cercana y no dominadora. Es una hogareña, como lo advierte la anotación de que «estaba de pie». Los nobles dominadores (tanto aztecas, mayas o españoles) recibían a la gente sentados sobre tronos o petates, a los que los mayas llamaban pop, palabra que también significa «pueblo».

Es una madre que reconoce la dignidad de sus hijos, aunque éstos se encuentren humillados por los infortunios de la vida. Por eso le llama «Iuantzin Iuan Diegotzin». «Son palabras que siempre han sido traducidas como 'Juanito, Juan Dieguito', dándole al hecho una significación conmovedora de ternura maternal y de delicadeza. Pero en náhuatl la terminación tzin es también desinencia reverencial, es decir, se añade para significar reverencia y respeto. Por eso esta terminación, por ejemplo, en Tonantzin, la 'Madre de Dios', que nadie ha traducido en diminutivo». 46

Como buena madre, que quiere reconstruir la familia deshecha, se preocupa de la situación y necesidades de sus hijos: «Deseo vivamente que se me erija aquí una casa, para en ella mostrar y dar todo mi amor, compasión, auxilio y defensa, pues yo soy vuestra piadosa madre, a ti, a todos vosotros juntos los moradores de esta tierra y a los demás amadores míos que me invoquen y en mí confíen; oír allí sus lamentos, y remediar todas sus miserias, penas y dolores» (vv. 23-25). Pero es una madre que también participa de las dificultades de sus hijos, como lo ha intuido Juan Diego volviendo de su primera visita al Obispo, que le hace llamarla cariñosa y compasivamente: «Señora, la más pequeña de mis hijas, niña mía» (v. 35).

El diálogo con esta madre discurre familiar y cercano, sugerente. Juan Diego no tiene dificultad en decir a la Virgen que «iré a hacer tu voluntad; pero acaso no seré oído con agrado; o si fuere oído, quizás no se me creerá» (v. 46). Tiene confianza en que ella le dará la señal que se le pide, y le ruega a la madre que se la dé. Con ocasión de la enfermedad de su tío, el diálogo adquiere características muy familiares: «Niña mía, la más pequeña de mis hijas, Señora, ojalá estés contenta. ¿Cómo has amanecido? ¿Estás bien de salud, Señora y Niña Mía? Voy a causarte aflicción: sabe, Niña mía, que está muy malo un pobre siervo tuyo, mi tío; le ha dado la peste y está para morir. (...) Pero sí voy a hacerlo, volveré otra vez aquí, para ir a llevar tu mensaje. Señora y Niña mía, perdóname; tenme por ahora paciencia; no te engaño, hija mía la más pequeña; mañana vendré a toda prisa» (vv. 71-74).

Es una madre que se fía y le da encargos a sus hijos, prefiriéndolos a otras personas que socialmente pueden ser más importantes (vv. 35-48).

Pero es al mismo tiempo la madre fuerte y poderosa que sabe construir un nuevo hogar sobre las ruinas. Sana al tío enfermo, hace nacer rosas de Castilla en tiempo inadecuado, convence al mismo Obispo, y por medios pacíficos consigue la casa que necesita para la salvación de su hijos aztecas.

Por eso, Juan Diego la siente al mismo tiempo como Señora, Madre, Niña y la más pequeña de sus Hijas, con una obediencia y confianza absolutas. Le han convencido las palabras de la Guadalupana: «¿No estoy yo aquí que soy tu Madre? ¿No estás bajo mi sombra? ¿No soy yo tu salud? ¿No estás tú por ventura en mi regazo? ¿Qué más has menester?» (v. 76).

Las preguntas de María la incorporan definitivamente al ámbito hogareño-maternal, la configuran como la típica nantzin azteca, asimilando cuatro características fundamentales. Madre es «la que está aquí», en el lugar de la angustia y de la necesidad, y es la que nunca abandona. Madre es la que cobija bajo su sombra, es decir, la que tiene la verdadera autoridad, dado que en el mundo azteca se entendía la autoridad «como el que tiene gran circuito en hacer sombra... porque el mayor de todos los ha de amparar, chicos y grandes».47 Madre es el regazo protector en el que se está. Las cuatro preguntas terminan con una quinta que configura toda la mentalidad hogareña azteca: «¿Qué más has menester?». Lo que puede interpretarse diciendo: ¿Qué realidad hay más importante para un azteca que tener la propia madre?

Detrás de estos textos encontramos toda una pista para el conocimiento de la realidad y del rol de la madre en la cultura azteca. Pero al mismo tiempo, al quedar incorporada María como Madre en dicho pueblo, comenzamos a tener las primeras pistas de la nueva teología popular mariana que se origina en América Latina. La Conquistadora se ha transformado en la Nantzin, la Madre del mundo amerindio, y América comienza a considerar a la Virgen como su madre.

Las duras palabras de los doce primeros misioneros enviados por Adriano VI: «Nuestro Dios os ha comenzado a destruir y os acabará», y también: «Nuestro Dios es el que nos ayudó a venceros a vosotros y a vuestros dioses», eran negadas por María para afirmar: «Deseo vivamente que se me levante aquí una casa, para en ella mostrar mi amor, compasión, auxilio y defensa, pues yo soy vuestra piadosa madre». En realidad, como indica el texto del Nican Mopohua, «al llegar (el indio Juan Diego) al cerrillo llamado Tepeyacac, amanecía» (v. 3). Como se decía en el Popol Vuh, «cuando sólo había inmovilidad y silencio en la oscuridad y la noche... los dioses van a sacar a la luz el principio de la vida, el principio de la historia». 48

La Virgen de Copacabana

Creo que la Virgen de Copacabana es otro momento importante de la inserción histórica de María en América Latina. En efecto, nos dice Vargas Ugarte que «todos los que se han ocupado del Santuario de Copacabana, Fray Alonso Ramos Gavilán en la Historia del mismo, Fray Reginaldo Lizárraga, en su Descripción del Perú; las Cartas Anuas de la Compañía de Jesús, por no citar sino documentos de la época, reconocen que la imagen labrada por Tito Yupanqui y en él venerada, fue un medio de que se valió la providencia para atraer a los indios a la fe. Por ello escogió la Virgen, como trono de sus misericordias, una región de las más pobladas del Perú y en la cual se había encastillado sólidamente la idolatría. Hasta la venida de la imagen a las riberas del lago Titicaca, se había predicado, es cierto, el Evangelio a las poblaciones ribereñas, se habían establecido doctrinas, pero a juicio de los cronistas de entonces, aún persistían en ellas las prácticas idolátricas y su ingreso en la Iglesia de Cristo era, como decía el Virrey Toledo, aparente y casi forzado». 49

Es interesante atender a la observación que hacía el P. Antonio de Calancha, al decir, jugando con la etimología quechua, que, desde la llegada de la Virgen a aquel lugar, el santuario podía ser llamado con toda verdad Copacabana, pues «allí ven todos los fieles aquella preciosa piedra, María». 50 Modernamente Jacques Monast nos hablará de los misterios de la Virgen Kolla —representada por un simple paquete de tierra—, y de las relaciones existentes entre la Virgen María y la Pachamama.51 Es tema que nos volverá a recoger Enrique Dussel con la sugerencia de «cómo los evangelizadores tomaron cultos indígenas y los transformaron, aunque en parte».52 Teniendo en cuenta las advertencias que hacen estos autores, creo que el tema es mucho más complejo y en él encontramos una de las raíces de la teología mariana popular.

La Virgen de Copacabana es una imagen labrada por las manos de un indio, Francisco Tito Yupanqui, hacia los años de 1580, y que tras diversas dificultades fue recibida con toda veneración el 2 de febrero de 1583 «por un pequeño grupo de españoles y por una población entera de naturales».53

En la época precolombina ya existía un afamado santuario indígena en el lago Titicaca. Parece que el adoratorio original estaba en una isla cercana al pueblo de Copacabana y era una gran peña, de donde los indios, según la leyenda, vieron salir resplandeciente al sol tras varios días de densa oscuridad. Una vez conquistada la provincia del Collao, los Incas tomaron bajo su protección este santuario, levantaron un templo al sol junto a la piedra sagrada; en otra isla cercana edificaron un templo a la luna, construyeron palacios, moradas para los ministros de los santuarios y albergues para los peregrinos. Parece que eran muchos los peregrinos que venían a la piedra santa, a la que no podían acercarse con las conciencias manchadas y con las manos vacías.

La piedra sagrada preincaica quedó incorporada religiosamente en el complejo panteón incaico, entre cuyos dioses se encontraba la tierra misma con el nombre de Pachamama, cuyo culto era muy importante para la gran mayoría de la población que se dedicaba a la agricultura.54

Todavía queda en la región, de difícil agricultura, la conciencia de la Pachamama. Monast nos ha dejado el testimonio del indígena que le decía: «Ni al Padre eterno y a Santiago se le hacen sacrificios de acción de gracias por la fecundidad de la tierra. A la Pachamama, sí. Porque ella es como una madre; ella alimenta a sus hijos de sus frutos, ella es fecunda, ella es buena». Y justificando sus actos religiosos y hablando con ternura de la madre tierra, otro indígena le decía:

«Es a Dios a quien nosotros ofrecemos estos sacrificios, por eso no es idolatría. Nosotros le pedimos que nos perdone si nosotros hacemos sufrir a nuestra Madre trabajándola, sembrando y recogiendo». Y a una compañera de trabajo que se le derramó una bebida, la consuela una india diciéndole: «No te aflijas de tu suerte, mi pequeña, es la Madre-Tierra quien lo ha querido. Ella te devolverá el doble» 55

La Pachamama era, por tanto, el principio materno de identificación del mundo indígena, la madre telúrica, el seno maternal al que había que tratar con todo cariño, y del que dependía su vida. Pachamama tenía una representación insigne en la piedra sagrada que todo lo dominaba. El tema no es desconocido en la historia de las religiones como lo ha evidenciado Mircea Eliade en sus capítulos de «La tierra, la mujer y la fecundidad» y «La agricultura y los cultos de la fertilidad» 56

Creo que la Virgen de Copacabana se puede llamar un nuevo nacimiento original de María, dentro de este específico contexto amerindio. Los indígenas de Copacabana, al encontrarse con una imagen de la Virgen María tallada por las manos de un hijo de su pueblo, establecen espontáneamente la conexión entre María y la Pachamama, encontrando en ella el inicio de su salvación.

Nos encontramos de nuevo con el principio de la maternidad como clave de la nueva teología popular mariana en América Latina. Pero, si en el mundo azteca la maternidad va a ser comprendida en clave de «nantzin», madre hogareña, en el mundo aymará e incaico se interpretará en la nueva y original dimensión de madre-telúrica. Por ese motivo, cuando la fe se hace imagen, lo mismo la verán representada a la Virgen en una estatua o cuadro, que en una piedra sencilla o en un modesto paquete de tierra. Así también se explica la aparición de la Virgen a un pastor, contada por Dussel, que se reduce al encuentro de una «piedra bonita». 57

Es en la profundización del tema de la Pachamama y de sus relaciones con el indígena y de éste con ella, donde podemos hallar otra de las referencias de comprensión de la Virgen en nuestro continente. Lo interesante es caer en la cuenta que continuamos moviéndonos en el área de la maternidad, tal como era comprendida por el mundo amerindio.

Madre Libertadora

La devoción a la Virgen se fue desarrollando ampliamente durante los siglos de la colonia, pero con una progresiva matización americana, tanto para los criollos como para los mestizos e indígenas. Se iban desarrollando insensiblemente la conciencia y la fe de María como Madre de América Latina.

Esta conciencia se hace plena en los rudos y difíciles años de la Independencia política de las metrópolis y el surgir de las nuevas nacionalidades.

No es el momento de desarrollar este tema, ya tratado por otros. Bástenos recordar algunos ejemplos preclaros.

El General Belgrano, después de la batalla de Tucumán, en gratitud a la Virgen de las Mercedes, la nombra Generala del Ejército, haciendo constar en el parte de combate que la victoria era debida «a Nuestra Señora de las Mercedes, bajo cuya protección nos pusimos».

El General San Martín, antes de emprender el paso de los Andes, determinó elegir como Generala de su Ejército a la Virgen del Carmen, del convento de los Franciscanos de Mendoza, y como a tal le entregó su bastón de mando, en la solemne fiesta religiosa que con este motivo ordenó se celebrara.

En la independencia de Méjico, es conocida la figura del cura Hidalgo con los primeros insurgentes marchando al Santuario de Atotonilco y tomando de la sacristía un lienzo con la imagen de Nuestra Señora de Guadalupe, que la colocó en el asta de una lanza, y la enarboló como enseña delante de su ejército. Con ella y el grito de «Viva la Virgen de Guadalupe», emprende su marcha sobre San Miguel el Grande, hasta entrar en triunfo en Celaya, llevando siempre consigo el cuadro de Nuestra Señora.

Bolívar, en repetidas ocasiones, rinde honores a la Virgen. Y cuantas veces llegaba a Chiquinquirá, uno de sus primeros actos era postrarse ante la imagen de la Virgen Nuestra Señora.

Los patriotas de Quito, antes de lanzar el primer grito de rebelión, quisieron poner su empresa bajo la protección de María. Reunidos en los salones de Manuel Cañizares, se arrodillaron todos y rezaron una Salve a la Virgen de las Mercedes, a fin de que se dignase concederles el triunfo.58

Ha nacido de esta manera, durante los años de la Independencia, la fe en María como Madre Libertadora. Un nuevo punto de referencia para comprender la mariología popular latinoamericana.

5

MARIA MADRE EN LA MATERNIDAD

POPULAR LATINOAMERICANA

La centralidad que ocupa la Maternidad de María en los momentos históricos de la incorporación de la fe en América Latina, es un dato que pervive en la piedad popular y, consiguientemente, en la teología popular de nuestros pueblos. Sin duda que a María se la reconoce y afirma como la Madre de Dios y como la Madre de Cristo. Pero en su maternidad se subraya otra dimensión: María es Mi Madre y es Nuestra Madre. Es decir, se resalta de una manera especial la relación de maternidad y filiación entre María y el pueblo latinoamericano.

Esta relación afectiva y vital es fundamental para la configuración de la teología mariana en América Latina. En efecto, la mera relación materna de la Virgen con Dios fácilmente podría derivar en una concepción mítica y utópica de dicha maternidad. Pero al establecer la relación materna entre ella y nosotros, automáticamente la maternidad queda incorporada a la vivencia de la madre tenida por el «nosotros» concreto, real e histórico. Es en ese lugar privilegiado en el que van a quedar sembradas la devoción y la piedad a María y, por tanto, en el que se va a elaborar por el pueblo su propia teología de María, con su grandezas y con sus limitaciones. Siguiendo el movimiento evangélico, el pueblo admirado gritará una gran verdad: «¡Dichoso el vientre que te llevó y los pechos que te criaron! ». Jesús, recogiendo con alegría el tema, lo corrige, lo profundiza, lo evangeliza diciendo: «Mejor: ¡Dichosos los que escuchan el mensaje de Dios y lo cumplen! » (Lc. 11, 27-28).

Esto nos conduce a una aproximación de la comprensión y de la vivencia de la maternidad, de la madre, en la cultura latinoamericana.

Reconozco la complejidad del tema, dada la pluriculturalidad existente en el continente. Esta es la limitación inevitable de estas reflexiones. Pero al mismo tiempo hay ciertas dimensiones comunes que configuran en una cierta unidad al pueblo y a su cultura popular. Es en estas notas en las que me detengo y desde las que me sitúo para una comprensión de la maternidad ubicada en nuestro pueblo, suponiendo lógicamente todo tipo de posible excepciones, como sucede en cualquier ambiente cultural, sobre todo cuando está flanqueado por la presencia de la fe cristiana.

La cultura latinoamericana, y especialmente la cultura popular, a mi juicio, está marcada en el proceso de su historia por tres factores de la mayor importancia: el machismo, la opresión y la predominante experiencia campesina. Estos tres factores se encuentran simultáneamente afectados por un radical religioso. Desde estos tres factores pretendo llegar a una comprensión de la maternidad popular, teniendo en cuenta mis observaciones e investigaciones de campo.

Machismo y maternidad

El machismo es un antivalor cultural latinoamericano, que repetidamente se va denunciando durante los últimos años.

Implica una sobre valoración del varón en el contexto social. Específicamente supone una sobreestima simbólica de la genitalidad viril, que se traduce en una autonomía incontrolada, prepotente y dominante. Esto origina un ideal de varón, «el macho», al que se contrapone dialécticamente la mujer y, derivadamente, el homosexual. La mayor ofensa que se le podrá hacer a un varón será designarlo como afeminado o «maricón», expresión extraordinariamente compleja según el contexto en el que se haga.

Alrededor de este núcleo se constituye un «modelo» de varón que es plenamente aceptado y comprendido en su medio ambiente. He aquí algunas de sus características y manifestaciones.

«El macho» es estimado por su dureza y valentía. Se trata de una valentía que fácilmente degenera en agresividad y violencia, a la que tiene que estar preparado en cualquier momento. Por eso, un «machete» o una pistola constituyen siempre su mejor adorno. Su fortaleza para dominar la naturaleza bruta es uno de los signos de los que más se enorgullece. La prepotencia —en guaraní se dice «mbareté»— le da el prestigio de ser temido.

Pero simultáneamente, en «el macho» se desarrolla la sagacidad. Cree que para triunfar en la vida es también muy importante «ser vivo y letrado», de lo contrario sería tenido por «tonto». En la vida se llega más lejos «sabiendo caminar» que no habiendo adquirido una preparación convencional y adecuada. De ahí la importancia de tener muchos amigos y parientes poderosos.

La realeza de su autonomía la expresa en el derecho al desenfreno. Le gusta tener conversaciones «de hombres». Se gloría de poder beber y gastar lo que quiere, porque no está sometido a la pollera de su esposa. Su descontrol sexual le permite el honor de ser «mujeriego», y las mujeres tienen que comprender que los hombres «son así».

Su lugar normal no es el hogar sino fuera del hogar, entre sus amigos, en el trabajo o en la farra. Pero cuando llega al hogar se constituye en el rey, porque «en su familia se hace lo que él manda», y jamás se mezclará en actividades que «corresponden» al mundo femenino ni tendrá manifestaciones que juzgue mujeriles o maternas. Por eso se mantendrá dominador y con una característica rudeza sexual, al mismo tiempo que tiene conciencia de que todo se le debe. Pero cuando lo vea necesario, defenderá a los de su casa «como un macho», y de ninguna manera podrá aceptar la infidelidad de su esposa, lo que incluso lo caracterizará como celoso.

Los hijos son trabajo de la esposa. «El macho», sin embargo, tiene la preocupación de que los hijos varones lleguen a ser también «machos», y que las hijas lleguen a ser la madre ideal, que late en el fondo de su mundo cultural.

Al mismo tiempo, el macho es creyente. Pero sus manifestaciones piadosas son tímidas y limitadas, aunque participa en los momentos religiosos más solemnes, y gusta de llevar las andas en la procesión, y desea morir y ser enterrado como cristiano.

No es el momento para detenernos en el análisis de cómo surge este «modelo» de varón ni las razones de un proceso histórico que lo explican.

Lo que ciertamente rompe el machismo es el equilibrado y humano binomio varón-mujer. La exaltación machista del varón vacía a la mujer de sus valores, transformándola en símbolo negativo del varón y en objeto de las apetencias sexuales, prepotentes y dominantes del macho. La mujer, lo femenino es un antivalor o no-valor para el macho, pura negatividad.

Roto dicho binomio, las exigencias de equilibrio propias de toda cultura pretenden, en nuestro caso, salvar la dimensión femenina estableciendo un nuevo binomio original: «macho» (varón) — «mi o nuestra madre» (mujer). Así se recupera también valorativamente el binomio sociedad-hogar, binomio que incluye dos factores positivos y necesarios para el desarrollo de cualquier comunidad.

La maternidad y el hogar, en una cultura machista, es el «otro valor positivo», principalmente interpretado en la relación madre-hijos, más exactamente, «nuestra madre-mis hijos», ya que la mujer-madre, fuera de las relaciones del parentesco filial, puede volverse a constituir en presa y víctima de un machismo descontrolado.

«La madre», como valor positivo para los hijos, va a surgir dialécticamente como el negativo-positivo del «macho».

La madre se constituye en el símbolo del hogar, es el regazo amoroso y sufrido, en el que han de encontrarse todas las virtudes hogareñas. En ella brilla la fidelidad, la honestidad en todos sus aspectos, el ahorro, el orden, el cuidado y la atención.

Frente a la violencia machista, la madre es la que siempre termina comprendiendo y perdonando a los hijos. Si es la ayuda permanente en las necesidades ordinarias, es también la última solución y esperanza en las situaciones límites, cuando para el hombre derrotado ya está todo perdido. Ella ha de ser el testimonio de la piedad religiosa. Y hay una confianza en su sabiduría porque sólo dice la palabra que conviene a sus hijos.

Simultáneamente aparece como profundamente respetable, siendo tan cercana, dado que existe una conciencia de que la maternidad surge y se desarrolla en el seno del sufrimiento: víctima del esposo o del varón que la abandonó, víctima de la sociedad machista a la que pertenece. Por eso, en el fondo, se la considera con una fortaleza-resistente mayor que la del varón que, lógicamente en un ambiente machista, aparece como misteriosa y dotada de poderes desconocidos.

Así se explica la extraordinaria autoridad de la que queda dotada la madre en una sociedad machista, tanto que adquiere características de «matriarca», decidiendo en muchos momentos con su bendición y su palabra el futuro de sus hijos, incluso cuando ya son adultos. No resulta extraño, en ciertos lugares de América Latina, oír a una persona mayor, con un dejo de sentimiento y una conciencia de limitación grave, que es «huérfano» porque su madre ya no vive en ese momento: la desaparición de la madre es la desaparición del hogar, donde la familia se sentía reunida y segura.

Por eso a la madre, con frecuencia, se la idealiza y se la idoliza, se la mima, se la festeja. Es la compensación de la mujer en una cultura machista. De ahí la extraordinaria valoración que la mujer tiene de la fecundidad en tales ambientes, aunque a veces le cueste la vida. Ser madre es el ideal y la salvación de una existencia femenina.

Maternidad y opresión

Durante este siglo, a nivel de Iglesia, se ha concientizado la situación de opresión en la que vive nuestro continente y, sobre todo, la opresión a la que se encuentran sometidos los sectores más populares —y al mismo tiempo más mayoritarios—, de nuestra población, hecho que se ha visualizado con la teoría de las dependencias.

Si la opresión la conjugamos con la cultura machista, tendremos que afirmar que la mujer pobre en América Latina es la más oprimida de los oprimidos, la más pobre de los pobres. En efecto, ella no sólo padece las consecuencias generales de las estructuras generadoras de injusticia, sino que además, por encontrarse en un clima machista, tiene que padecer graves discriminaciones, tanto en el campo jurídico, como en el laboral y educacional. Más aún, muchas veces es agredida en su salud y en su fecundidad por interesadas campañas antinatalistas. Y además continúa siendo oprimida por los propios oprimidos, cuando en éstos prevalece la mentalidad machista.

Esta situación no es nueva en América Latina y ha comenzado a ser estudiada por diferentes autores.59

Pero nuestra pregunta es: ¿Qué significa la maternidad en América Latina en una situación de opresión? Podemos desdoblar nuestra pregunta cuestionándonos: ¿ Qué significa la maternidad para el opresor y el explotador? ¿Qué valoración tiene para el hijo oprimido? ¿Cómo la visualiza la propia mujer oprimida que es madre?

El tema es muy complejo y, personalmente, no conozco investigaciones realizadas en esta línea. Por ese motivo, sólo puedo apuntar intuiciones elementales con los datos y experiencias que poseo.

Si atendemos al mundo explotador, siguiendo la trayectoria de la historia, la maternidad oprimida se ha valorado de formas muy diferentes. En la época de la Colonia se advierte el interés en favor de la maternidad, dada la necesidad de brazos que pudieran atender a las minas y al campo. Actualmente, en general, más bien se advierte una actitud faraónica, como la que se describe en el libro del Éxodo. La maternidad aparece como un inconveniente para la mujer que se incorpora al mundo laboral, y como una amenaza de cara al futuro. Así se han generado los movimientos y organizaciones antinatalistas, de fuerte incidencia en América Latina. Pero en ambos casos, para el explotador, la maternidad es un instrumento para sus proyectos.

La relación de maternidad-filiación entre oprimida-oprimido es, sin duda, muy dolorosa y base de muchos sufrimientos, e incluso de conflictos, en muchas situaciones extremas, de los que todos somos testigos.

Pero creo que podemos afirmar simultáneamente que también para los oprimidos la madre es su seguridad, su consuelo y su esperanza, ya que intuyen en ella una capacidad de ayuda e incluso un posible desencadenamiento de energías liberadoras insospechadas. Bajo este aspecto, hoy admiramos con profundo respeto a las Madres de la Plaza de Mayo que reclamaban a sus hijos desaparecidos durante la dictadura militar argentina. Maternidad es para el oprimido testimonio de amor y de vida, y esperanza de ayuda y de liberación.

Maternidad y cultura campesina

La cultura del mundo campesino tradicional ha solido establecer una relación entre la madre y la tierra, como ya apuntamos anteriormente al hacer referencia a la Pachamama, presente en la cultura incaica y cuya influencia llegó a amplios sectores de América Latina.

La tendencia campesina de interpretar a la tierra como madre es casi universal. 60 En un himno homérico dedicado a Gaia se lee: «Cantaré la tierra, madre universal de sólidos cimientos, madre venerable que alimenta sobre su suelo a todo cuanto existe... A ti te corresponde dar la vida a los mortales y quitársela... ¡Feliz aquel a quien honras con tu benevolencia! Para él, la gleba de la vida está cargada de cosechas; en los campos prosperan sus rebaños y su casa se llena de riquezas». Y Esquilo la ensalzaba por ser la tierra la que «engendra todos los seres, los nutre y recibe luego de ellos el germen fecundo».61

Pero la maternidad-telúrica tiene unas características muy determinadas y concretas, configurando una maternidad específica. Entre ellas sobresalen las siguientes:

En primer lugar, se trata de una maternidad-virginal, aunque en conexión con el poder de Dios. Así aparece en un viejo conjuro anglosajón contra la esterilidad de los campos, en el que se decía: «Salve, Tierra, Madre de los hombres, que seas fértil en tu enlace con el dios y te llenes de frutos como lo hace el hombre». 62

En segundo lugar, mediante la maternidad de la tierra se establece una profunda solidaridad entre la tierra y el hombre. Ella es la que le ofrece todo lo que necesita para seguir viviendo, y es la que lo libera de su indigencia y de su necesidad. Por eso, se la tiene respeto y cariño. «Un profeta indio, Smohalla, de la tribu umatilla, aconsejaba a sus discípulos que no cavaran la tierra, porque es un pecado —decía— herir o cortar, desgarrar o arañar a nuestra madre común con los trabajos agrícolas».63 Con una postura de agricultor, es lo mismo que afirmaba el indígena americano de Copacabana: «Es a Dios a quien nosotros ofrecemos estos sacrificios, por eso no es idolatría. Nosotros le pedimos que nos perdone si nosotros hacemos sufrir a nuestra Madre trabajándola, sembrando y recogiendo». 64

La tercera característica de la maternidad-telúrica es que se trata de una maternidad ritual y casi-mágica. En efecto, el campesino agrícola tiene que intervenir de alguna manera en la fecundidad y generosidad de la madre-tierra. El tiene que sembrarla, cuidarla, atenderla. La generosidad de la madre-tierra, de alguna manera, depende de lo que el mismo campesino le entrega con sacrificio y generosidad. Pero al mismo tiempo, la generosidad de la tierra trasciende y supera el don y el sacrificio del campesino.

Por último, se trata de una maternidad cíclica, que se manifiesta en su plenitud en determinados tiempos privilegiados, tiempos en los que es posible obtener toda clase de bienes. Son momentos especialmente festivos, en los que «la gente sencilla quiere honrar a Dios, a Santa María, al patrono del pueblo: recurre a lo que sabe hacer, con arreglo a la tradición social, no a la dogmática. Bailes con raros atuendos, hogueras, enramadas, juegos, danzas».65

Al quedar establecida la conexión mujer-tierra por el lazo de la maternidad, si la maternidad femenina origina una comprensión específica de la tierra, las características de la maternidad-telúrica inciden también en la comprensión de la maternidad de la mujer, originándose una imagen telúrica de la maternidad.

Maternidad latinoamericana

Creo que, dentro de una aproximación, la maternidad popular latinoamericana, teniendo en cuenta sus raíces hispánicas y amerindias —y en determinados casos afro americanas—, ha de ser comprendida interiorizada en un espacio cultural triangular, cuyos horizontes quedan establecidos por el machismo, la opresión y la experiencia campesina. Cuando el pueblo dice «mi madre» o «nuestra madre» está haciendo una referencia concreta a esta original maternidad que, a su vez, constituye una pieza privilegiada de la estructura cultural a la que pertenece. No se refiere, por tanto, a una maternidad abstracta, sino a una maternidad en situación y subrayadamente personal de «nuestros hijos» a «nuestra madre».

Es en esta maternidad —y no en otra—, en la que aparece por la fe la maternidad de María. De ella dice el pueblo con alegría y esperanza que es «mi madre», «nuestra madre», con toda la resonancia cultural con la que un hijo latinoamericano lo dice de su propia madre. Es el momento en el que se realiza la síntesis teológica, mediante la cual el dato revelado culturalmente se hace cercano e inteligible al creyente. Como toda síntesis teológica, tiene sus posibilidades y sus limitaciones, sus aciertos y sus errores. Esto no es nada extraño porque ocurre incluso en las síntesis y sistemas teológicos estrictamente científicos y reflejos.

Sin embargo, conviene tener en cuenta que estas síntesis populares, por ser fundamentalmente vitales y experimentales, los elementos que la integran son dinámicos entre sí. Por ese motivo, el elemento revelado, debido a su energía evangelizadora, puede en un momento determinado desencadenar un proceso de evangelización de la cultura que lo acoge, purificándola y humanizándola. Pero también es posible el ocultamiento, e incluso la deformación progresiva del dato revelado por influencia de los antivalores de la cultura receptora.

Acabamos de establecer una hipótesis del centro de organización y sistematización de la teología mariana popular en América Latina: la maternidad vital e históricamente relacionada con el hijo —«Mi Madre», «Nuestra Madre»—, con las características notas de la madre latinoamericana. A continuación pretendo justificarla atendiendo a su forma de expresar a María y de relacionarse con ella. Posteriormente someteremos a análisis y discernimiento a dicha teología.

6

LA MARIA DE AMÉRICA LATINA

Tres notas son muy características de la piedad popular mariana en los ambientes latinoamericanos: a la Virgen se la exalta hasta límites insospechados; se la humaniza y acerca a la vida del pueblo; se la concreta y localiza en imágenes y espacios determinados. Este triple movimiento que, a mi juicio, nace por sentirla e interpretarla como «su madre», va a permitir una globalización de María en todas las dimensiones anteriormente apuntadas, cuando nos preguntábamos ¿quién es María?

La María Pascual y Eclesial

La exaltación de María en América Latina es tan resaltante y evidente que algunos teólogos y pastoralistas han llegado a denunciarla como «mariolatría», tema en el que nos detendremos posteriormente.

Lo que sí es evidente es que la maternidad vivida por los hijos en un ambiente machista tiende a la idealización de la madre, para la que se reserva en el corazón un lugar extraordinario, a la que se la adorna con todas las virtudes hogareñas, y en la que se reconoce autoridad y poderes casi omnipotentes. Esta actitud cultural favorece al descubrimiento y al subrayado de la Virgen Pascual y de la Iglesia.

Por ese motivo se la reconoce sin ninguna dificultad tan cercana a Dios, que con la expresión guadalupana se la denominará como la Señora del Cielo, y simbólicamente el pueblo verá con naturalidad el encontrarla en los grandes santuarios de América Latina y el revestirla con las mejores joyas y galas.

Tampoco tendrá dificultad el pueblo en aceptar todos los títulos con los que la honra la Iglesia, aunque no los entienda demasiado e incluso en ocasiones los confunda, dado que se formulan algunos en expresiones extrañas a su propia cultura.

Así la reconoce como Madre de Dios, incluso con formulaciones tan originales y significativas como cuando en el mundo guaraní se la denomina como «che Tupãsy», es decir, «Mi Madre de Dios». El juego lingüístico, en este caso, es curiosísimo. En el fondo late una doble maternidad unida en la misma persona: «Mi madre que es la Madre de Dios».

Reconocerla como Virgen se ha constituido en la expresión ordinaria con la que se la designa. Es el reconocimiento del triunfo de «nuestra madre» frente a la agresión machista, teniendo el privilegio de haber sido amorosamente fecundada por Dios de una forma similar a la de la madre-tierra.

El misterio de la Inmaculada Concepción de María es el que probablemente ha tenido mayor acogida en nuestro pueblo.66 El misterio, no siempre bien comprendido a nivel popular en sus estrictos límites dogmáticos, ha sido, sin embargo, expresado con un conjunto de palabras significativas. Así se habla de «la Limpia y Pura Concepción de la Virgen María». Se denomina a la Virgen como «La sin pecado» o «La sin mancha». En el Cuzco se la llamará «La Linda» y en Lima será «La Sola».67 También se hablará de «La Pura» o de «La Purísima» y de «La sin mancilla».

Si nos fijamos con detención, advertiremos que la Inmaculada Concepción —con la comprensión global del pueblo—, es el ideal de madre y de hogar que se opone al contexto real de un universo violento y mentiroso, cargado de todo tipo de maldades, en el que tiene que desenvolverse «el macho» y «el oprimido», para poder marchar adelante en la vida. Cuando «el macho» y «el oprimido» se sienten agotados en su trágico mundo real, vuelven a descubrir su profunda dimensión de hijos y retornan a «su madre» y «a su hogar», palabras prácticamente sinónimas. Es en la madre en la que descubren la ausencia del pecado, de la violencia y de la mentira. Por eso, ella será «La Linda» frente a «lo feo». Y sobre todo, será «La Sola», es decir, la única en la que surge otro mundo diferente. La imaginería, con la que es caracterizada la Inmaculada, ayuda a la visualización simbólica de esta realidad: colores predominantemente blancos y azules, quedando ausentes el agresivo rojo y la tristeza del negro; la figura de María, cándida y sencilla, pero pisando triunfadora un mundo rodeado por la fuerza venenosa de la víbora, símbolo del diablo. El pueblo puede afirmar con alegría: «Así es Mi Madre».

Tampoco el dogma de la Asunción ha tenido dificultad para la religiosidad popular latinoamericana. Nunca han visto en «su Madre María» la reducción funeraria popular y clásica de «la ánima». La Madre está viva —no finada ni difunta—, y consiguientemente vive en la totalidad de su ser humano, por eso se puede hablar y dialogar con ella en cualquier momento y en cualquier lugar, porque tiene una cierta omnipresencia. Pero al mismo tiempo que está viva, es la Señora o la Madre del Cielo, que habita transparentemente en el universo de Dios, de Jesucristo, de los ángeles y de los santos. La mayoría del pueblo no sabrá explicarnos lo que significa la Asunción, pero de hecho cree en la Asunción, porque la «madre viva», en la relación de filiación, es la mujer que se encuentra con Dios, lo que se manifiesta también en ser modelo y escuela de piedad.

Otros títulos de María son connaturales para el pueblo latinoamericano. María es «Nuestra Señora» —título supremo de autoridad—, como la madre es la verdadera señora de los hijos en el hogar-maternal del universo machista.

Pero toda esta configuración pascual y eclesial de «María-Mi Madre» está enclavada en el contexto de una teología mariana espontáneamente servicial. María es la protectora de sus hijos: es auxilio de pecadores y afligidos, consuelo de los tristes, apoyo de los inocentes, y de quien se puede esperar «el milagro» en las situaciones límites de la vida. Ella es siempre la última Esperanza, porque «nuestra madre» es siempre el último y seguro refugio, la última seguridad, la última esperanza —fundada en una intuición de una misteriosa omnipotencia materna— de los hijos y de las hijas que viven sumergidos en el doloroso mundo del machismo y de la opresión, y en un paisaje ancestralmente campesino donde todo se espera sólo de la madre-tierra.

La María de la Historia

Como ya indicamos anteriormente, uno de los factores para los hijos en América Latina, es que la maternidad, vivida en el contexto machista y oprimido, es sufrida y dolorosa. Esto provoca una admiración ante ella que la hace cercana, respetable, llena de autoridad, misteriosamente fuerte y, sobre todo, misericordiosa en el más ajustado sentido hebreo y bíblico.

Existe de esta manera en la cultura popular una sintonía espontánea para captar a la María histórica, a la María sufriente. Así María, en la fe del pueblo, queda profundamente humanizada, enraizada en la vida y en el mundo real, en la historia concreta, constituyéndose miembro privilegiado de la familia oprimida, en la que la madre es la más oprimida de los oprimidos, teniendo su propia y particular historia de pobreza y de opresión. Esta dimensión se desarrolla de tal manera en la expresión popular, que se ha repetido que el cristianismo latinoamericano más parece un cristianismo de crucifixión y Semana Santa que de resurrección.

Las dos escenas más características de la María histórica para la fe filial del pueblo son Belén y el Calvario. Recordemos un ejemplo de la poesía popular, denominada «Los dolores de la Virgen»:

Estar contigo es morir
estar contigo es penar;
con ti, ni ausente de ti
tampoco se puede estar.

Su Madre en cierta ocasión
a Jesús viendo sin techo
de sentir se le abrió el pecho
se enlutó su corazón.

El profeta Simeón
a ella le ha de advertir:
este Niño irá a morir
por salvar al pecador
y dirás en tu clamor
estar contigo es morir.

Muy grande dolor sentiste,
mirando al Mártir, Señora,
porque en tan amarga hora

te dieron partes muy tristes.
Qué amarga pena tuviste
que no te dejó ni hablar.
A Jesús viste pasar
con la cruz arrodillando
y en tu alma ibas pensando
estar contigo es penar.

Pero lo más triste fue
de ver a tu Hijo amado
en el madero enclavado
y agonizando de sed.
Fue grande tu padecer
de verlo morir así.
No te vayas ya de mí,
dijo la Virgen María,
que yo vivir no podría
con ti, ni ausente de ti.

Estando casi difunto
el Señor crucificado
con una lanza un soldado
abrió su costado al punto.
Ahora yo me pregunto
cuál sería aquel penar
de ver su cuerpo sangrar.
Aquella Virgen se dijo:
Sola y sin mi pobre hijo
tampoco se puede estar.

Ángel glorioso y bendito
Jesús tuvo que sufrir
pa' podernos redimir
y salvar a este angelito.
Por eso que hoy repito
que aquella lamentación
nos ganó la salvación
justo allá al pie de la cruz.
A la Virgen y a Jesús
demos hoy veneración .68

La reacción de los hijos, ante esta situación de la Virgen histórica, queda recogida en la estrofa de una canción de los estacioneros paraguayos:

Tristísima María
que lastima el corazón
no hay hombre que no llore
mirando por su dolor.69

La historia de María, de «nuestra Madre», se hace tan extraordinariamente realista que una de las representaciones preferidas del pueblo se realiza en la imagen de la Virgen de los Dolores. Y anualmente, en muchos lugares, se recuerdan los acontecimientos de la pasión y se acompaña a la Virgen en el entierro de su Hijo, cubriéndose toda la población de un ambiente de luto, similar al que se advierte en los hogares cuando se encuentran en una situación similar.

A veces, la historia de María se complementa con narraciones apócrifas, fuertemente coloreadas de localismos, en los que aparece que la Virgen es de la propia cultura de los narradores. Así es el cuento recogido por Ramiro Domínguez, y que se intitula: «La Virgen pobre, el Niño y la chipera», y en el que se dramatiza simultáneamente la tragedia de una María, Virgen-Madre y pobre con su hijo que tiene hambre y pide limosna una chipa para calmarla, y la fuerza shamánica de la pobreza maternal con los que le niegan la limosna y con los que se la dan.70

Lo más curioso es observar cómo el pueblo incorpora la dimensión histórica de María con la mayor naturalidad en la María pascual y gloriosa. El pueblo no se sorprende cuando oye que una imagen llora y sufre hoy por las actuales tragedias y desgracias en las que se encuentran sus hijos como en el caso de la Dolorosa de Quito. Si es su Madre, es natural que llore, y además en lo más profundo de la maternidad latinoamericana está siempre presente el misterio del dolor y del sufrimiento. El pueblo con su sencillez nos está remitiendo al misterio del Cristo Resucitado con las llagas incorporadas a su cuerpo, o al del Cordero Vivo y Degollado que nos presenta el libro del Apocalipsis.

La María de la piedad y de nuestra historia

La relación vital «hijo - mi madre» hace referencia necesariamente a una persona maternal con un rostro concreto, con un nombre propio y con una casa-hogar en la que habita y en la que recibe y acoge a sus hijos.

Refiriéndose a Colombia, Alonso Llano Ruiz ha escrito: «Se puede asegurar, sin lugar a equivocarse, que un 90 % de nuestras gentes del pueblo manifiestan su amor, su adhesión y su devoción a María Santísima a través de alguna advocación o de alguna imagen particular de la Virgen. Para algunos, esta advocación o imagen es el principal, si no el único, vínculo religioso que expresan. En ningún hogar falta la imagen de la Virgen y con frecuencia hay varias, comúnmente advocaciones que se han transmitido la familia de padres a hijos. Lo mismo se podría decir de los templos y capillas. No obstante la fama de advocaciones de santuarios lejanos a la propia población y que desde luego han echado fuertes raíces en el pueblo, la Virgen que más aviva el sentimiento religioso de éste, es la advocación mariana del santuario más cercano o la Virgen de su propia población».71 El mismo hecho se puede afirmar de todas las naciones latinoamericanas. Y aunque, en realidad, el fenómeno es universal a la Iglesia, sin embargo, es importante el subrayar la vivencia específica que lo genera en América Latina, estableciendo al mismo tiempo una conexión con el fenómeno católico que he denominado como «la María de la piedad de la Iglesia y de las Iglesias».

La imagen de la Virgen, cuadro o estatua, es fundamental en la teología popular latinoamericana. La imagen es donde se hace presente la madre y lo que permite unas relaciones humanas de cercanía, de visualización, y de contacto estrictamente interpersonal «individualizado». Mediante la imagen, la maternidad de María se hace «mía» afectiva e inmediatamente.

Esta relación materno filial con la imagen se hace tanto más estrecha y viva, si se tiene en cuenta la concepción predominante en el pueblo sobre «las imágenes» o «santos». Con una interpretación similar a la del mundo griego-oriental sobre el icono, la imagen no se reduce a una mera representación, sino que en ella se encuentra y hace presente de manera misteriosa la persona misma a la que representa. En la imagen se establece una cierta unidad entre la persona representada y la imagen, de tal forma que se originan relaciones humanas con ella. La imagen se constituye en la patrona y es especialmente milagrosa.

Por ese motivo la imagen no puede ser sustituida fácilmente, aunque se ofrezca un cuadro o estatua mejores artísticamente a cambio de una imagen tal vez de sólo pocos centímetros de tamaño y mal labrada. Esa persona-imagen es la madre cercana y milagrosa.

El origen de la imagen de la Virgen es siempre muy importante para vivir la experiencia maternal. En ocasiones se recuerda un origen estrictamente celestial; como es el caso de la Virgen de Guadalupe. Otras veces la imagen fue labrada por naturales del país, como ocurre con la Virgen de Copacabana y la Virgen de Caacupé.72 En otros casos la presencia de la Virgen en medio de su pueblo se atribuye a una decisión directa de la Virgen de establecerse entre sus hijos, como es el de la Virgen de Luján.73 Lo importante es que la imagen de María pertenece a la familia, como un miembro de la familia con larga tradición.74

No hay madre que no tenga nombre, un nombre que es familiar, íntimo, evocador, e incluso cargado de poder, con un sentido muy similar al que tiene el nombre en el mundo semítico. A veces es un nombre generalizado en la Iglesia, aunque siempre marcado por el posesivo «nuestra», como Nuestra Señora la Virgen del Carmen. Otras veces el nombre es un pequeño tratado teológico, como «La Pura y Limpia Concepción de Nuestra Señora de los Milagros de Caacupé». El nombre adquiere todavía más familiaridad cuando queda establecido por el lugar en el que habita la Virgen-Imagen: Zapopán, Chiquinquirá, Copacabana, Luján, etc.

La madre es la que tiene casa, que es la casa y el hogar de los hijos, una casa bien localizada y conocida. Así en el caso de María su casa será el modesto oratorio, la iglesia o el santuario, pero localizada en un ambiente y con unos límites bien definidos, en los que habitan sus hijos, y a los que los hijos recurren fácilmente en momentos de necesidad, de alegría, de conmemoraciones y de fiestas.

Además cada imagen-madre tiene su historia, una historia mezclada con la historia de los hijos. Son historias en las que se cuentan los sufrimientos y los triunfos comunes —siempre con el apoyo de la Madre—, en momentos de calamidad y de guerra. Se recuerdan olvidos que se tuvieron con la Madre, descuidando su casa o sus imágenes. Se tienen anotadas festividades importantes. Y sobre todo, nunca se olvidan los milagros y ayudas que la Madre prestó a sus hijos en la necesidad bien personal, bien colectiva. Es la historia de la maternidad de María con el grupo bien determinado y concreto que la llama «su Madre».

Las expresiones de la piedad filial

Las expresiones de la piedad filial con «su Madre María» nos pueden ayudar para configurar más exactamente la experiencia de maternidad vivida por los hijos y proyectada en la maternidad revelada de María.

Sólo me voy a fijar en tres de las expresiones que me parecen más relevantes y comunes: las celebraciones, los dones y promesas, y la oración.

Las celebraciones festivas y dolorosas

Las celebraciones de la Virgen tienen dos momentos privilegiados: la festividad patronal y la Semana Santa.

La festividad patronal es el equivalente al cumpleaños y al onomástico de la mamá, momento en el que ninguno de los hijos puede faltar. La celebración de la festividad de la Virgen se hace para muchos peregrinación porque es el momento, con la expresión paraguaya, en el que todos los hijos tienen que volver a «su valle» para encontrarse con la Madre. Es el día en el que se cumplen mandas y se llevan ofrendas, porque nadie puede presentarse ante la Madre en una fiesta de tal categoría con las manos vacías.

Es un día en el que los varones manifiestan con todo vigor su piedad llevando públicamente las andas procesionales en las que se encuentra la imagen: es el reconocimiento del valor de la maternidad para los varones en un mundo machista. En la fiesta de la Madre la sociedad se hace hogar.

Los actos religiosos se mezclan en estas celebraciones festivas con todas las expresiones culturales, sociales y tradicionales con las que el pueblo suele hacer sus fiestas profanas. Si la Virgen es la Señora del cielo, también es tan densamente humana y cercana que es la Madre del pueblo y de la comunidad. Por ese motivo, si no pueden faltar los actos religiosos, tampoco puede faltar otro tipo de expresiones de alegría y de fiesta. Así, en muchos lugares, el antiguo panteón amerindio vuelve a hacer acto de presencia folclóricamente. Y, en muchas ocasiones, la fiesta degenera con las típicas expresiones festivas del machismo, favorecidas por la manipulación de comerciantes foráneos o por dirigentes y autoridades ambiciosos y sin escrúpulos.

Las celebraciones de duelo —Semana Santa— tienen características bien diferentes. El respeto más absoluto ante la Madre es lo que suele dominar. Las representaciones realistas de la crucifixión, entierro, procesión de la Virgen Dolorosa, etc., prevalecen sobre los actos estrictamente litúrgicos, con simbolismos demasiado alejados de la mentalidad realista de nuestro pueblo. Pero es el momento de confesarse y de comulgar, de «oír misa», como se hace en la tradición consagrada para honrar y pedir por los difuntos. Pueblos y campos se visten de luto en estas celebraciones, lo mismo que se acostumbra en el hogar cuando alguien ha muerto.

Lo interesante, en ambos casos, es que se trata de verdaderas celebraciones, es decir, se trata de formas de comportamiento expresadas y vividas por toda la comunidad con motivo de un acontecimiento que hace relación a la Madre de la comunidad, la Virgen María. Por esa razón, en dichas celebraciones se integran y participan todos los miembros de la comunidad, olvidando cualquier tipo de diferencias y problemas. Prevalece el sentido de ser todos hijos de una Madre común, y ante la madre y las celebraciones de la madre sólo quedan los hijos, siendo olvidadas momentáneamente sus diferencias políticas, sociales, económicas, e incluso las rencillas existentes entre ellos.

Ofrendas, mandas y promesas

Una de las expresiones más características de la religiosidad popular es la ofrenda generosa a la Virgen, de tal manera que en ocasiones impresiona la generosidad del pobre, que fácilmente se abre con otros pobres más necesitados que ellos. En el pobre latinoamericano la generosidad prevalece sobre el criterio del ahorro y de la previsión. La ofrenda a la Virgen, principalmente en las celebraciones, es una expresión coherente con el sentido de filiación: el hijo no debe presentarse ante la madre con las manos vacías.

Mayor discusión se ha establecido por algunos pastores sobre el sentido de las promesas, que parecen quedar situadas en una relación de «do ut des». Sin embargo, el fenómeno no aparece tan extraño en una experiencia de maternidad-agrícola. El hijo de la madre-tierra no ignora que la generosidad y fecundidad de su madre depende del don y del sacrificio que previamente se le entrega a la tierra. Sin embargo, la pequeña generosidad campesina queda recompensada con una abundancia materna que garantiza su sobre vivencia. En el fondo late una profunda pedagogía materna: el don exige también una colaboración por parte del hijo, que no puede perezosamente cruzarse de brazos esperando la solución de sus problemas.

La oración

La piedad popular se expresa en oración y diálogo de los hijos con su madre.

Emplea para ello antiguos y tradicionales «rezos», entre los que sobresale el Rosario. En general, son oraciones labradas en un lenguaje solemne, marcando especialmente la dimensión de grandeza y autoridad de la Virgen.

Pero simultáneamente el pueblo dialoga con María. Como ha anotado el P. Alliende: «¿Por qué se tutea el pueblo con la Virgen? Porque son amigos y porque se parecen en muchas cosas. Hay una connaturalidad primaria, en una misma experiencia de la pobreza, del sacrificio, de la sencillez, de la acogida y de la hospitalidad».75 Y yo añadiría, la tutea porque es el hijo hablando con su madre, profundamente humana y cercana. Y por eso se la denominará con nombres bien familiares como «noble indita» o «La Mestiza». Incluso, como he podido comprobar en repetidas ocasiones, el diálogo-oración del pueblo con la Virgen su Madre es violento, cuando no consigue lo que pretende. Es la confianza en la Madre, con la que también a veces se discute. Pero en el fondo de la oración del pueblo creo que se encuentra lo que cantan unas coplillas populares:

Sois medicina del cielo
para toda enfermedad,
y en cualquier adversidad
sois nuestro amparo y consuelo.
Y pues mostráis tanto anhelo
para ser tan poderosa
Virgen Santa del Pueblito,
sed nuestra Madre amorosa.76

¿Quién es María en la Religiosidad Popular?

Creo que al final de este proceso podemos afirmar, sin lugar a dudas, que María en la teología popular latinoamericana es, ante todo, «Nuestra Madre», pero de tal manera que la persona que la encarna es la misma María que nos presenta la fe de la Iglesia con toda su complejidad y abarcando todas sus vertientes, pero en una síntesis original y propia, típicamente latinoamericana. Podemos afirmar que la Virgen María que llegó ambiguamente hasta las playas de nuestro continente con el título de «La Conquistadora», se hizo de tal manera latinoamericana que el pueblo la ha reconocido como a su Madre, y en todas sus manifestaciones religiosas se comporta con ella conforme a la experiencia que tiene de comportamiento con su propia madre en un hogar sufrido y matriarcal.

7

ANÁLISIS DE LA TEOLOGÍA MARIANA POPULAR

Es conocida la afirmación hecha por Puebla: «En pueblos de arraigada fe cristiana se han impuesto estructuras generadoras de injusticia», lo que muestra, entre otros aspectos, que «la fe no ha tenido fuerza para penetrar los criterios y decisiones de los sectores responsables del liderazgo ideológico y de las organizaciones de la convivencia social y económica de nuestros pueblos».77 Con un paralelismo bien marcado, el mismo documento nos afirmará que «la religiosidad popular, si bien sella la cultura de América Latina, no se ha expresado suficientemente en la organización de nuestras sociedades y estados. Por ello deja un espacio para lo que Su Santidad Juan Pablo II ha vuelto a denominar estructuras de pecado».78 Esto permite a los Obispos presentar la religiosidad popular como «un catolicismo popular debilitado».79 Por ese motivo, afirmando que la religiosidad popular «es una forma activa con la cual el pueblo se evangeliza continuamente a sí mismo»,80 se afirma también que «la religión del pueblo debe ser evangelizada siempre de nuevo»,81 señalando

específicamente algunas de las deformaciones que sufre la fe en la globalidad de la religiosidad popular.82

Las deformaciones que se dan en la religiosidad popular no se pueden hallar en el dato revelado, sino que su causa principal hay que encontrarla en la cultura que ha recibido a la fe. Así no resulta extraño que el mismo documento de Puebla centralice su atención evangelizadora del continente proponiendo que «la acción evangelizadora de nuestra Iglesia latinoamericana ha de tener como meta general la constante renovación y transformación evangélica de nuestra cultura. Es decir, la penetración por el Evangelio, de los valores y criterios que la inspiran, la conversión de los hombres que viven según esos valores y el cambio que, para ser más plenamente humanas, requieren las estructuras en que aquellos viven y se expresan». 83

Esto nos hace suponer que la piedad popular mariana en América Latina, con todos sus aciertos y valores positivos, ha de tener también las limitaciones de la religiosidad popular en la que se encuentra encuadrada. Y como apuntamos al principio, la teología popular mariana subyacente es el presupuesto de dichas limitaciones y deficiencias. Por ese motivo, abordamos en este momento un análisis crítico de la teología mariana popular, buscando cultural e históricamente las causas de dichas deficiencias y las limitaciones que imponen a la evangelización del continente las deficiencias de dicha teología. Estas mismas reflexiones, creo que nos ayudarán a configurar con mayor precisión la teología mariana latente en nuestro pueblo latinoamericano, y a conocer más profundamente al mismo pueblo.

Mariología en la óptica del oprimido en un ambiente machista

El acontecimiento extraordinario que se verificó en América Latina en su proceso de evangelización fue, como ya apuntamos anteriormente, la transformación de la Virgen «La Conquistadora», llevada en los estandartes de los conquistadores, en la Virgen María «Nuestra Madre», acogida y vivenciada fiducial y afectivamente por los derrotados, por los vencidos y, en último término, por los oprimidos, ya que el resultado de los triunfos hispánicos no originó una igualdad jurídica y real entre todos, sino una compleja estratificación social, cuyos extremos eran los centros metropolitanos y las comunidades amerindias con el explotado sector de los esclavos afro americanos. Entre estos dos extremos quedaron situados, también desigualmente, los criollos y las múltiples variedades del mestizaje.

Sin negar las dimensiones de la universalidad de la Maternidad de María, que nunca se ha negado en América Latina, sin embargo, las relaciones afectivas y filiales en el ámbito de la fe que se establecen entre la población latinoamericana y «Nuestra Madre», son relaciones entre María y los oprimidos —primero afro americanos y amerindios, posteriormente también mestizos y criollos—, constituyéndose como Madre de los Oprimidos, y como Madre incorporada a su familia, padeciendo también ella los efectos de la opresión. Asimilando terminología actual, podríamos hablar de María, Nuestra Madre del Cautiverio.

Pero se trata no de una opresión histórica, sino bien definida y concreta, en un amplio contexto machista y campesino, lo que influye en una configuración determinada de la maternidad, como ya indicamos anteriormente, que con relación al dato revelado de la Maternidad de María ofrece posibilidades teológicas de comprensión de dicha maternidad. Pero también incluye limitaciones y deformaciones teológicas, que ocultan e incluso tienden a anular determinadas energías y dimensiones soteriológicas de la maternidad mariana, que posteriormente se manifiestan en el modo de comportamiento de la piedad mariana y en el modo de interpretar la vida cristiana en un contexto de opresión.

Maniqueísmo y opresión

La maternidad experimentada por los oprimidos y en un mundo de opresión, es un dato privilegiado, pero sólo un dato de la estructura cultural, que ha sido definida por Oscar Lewis como «la cultura de la pobreza», entendida no como una subcultura de otra cultura superior, sino como una cultura propia, con su propio sistema de valores y de actitudes frente a la vida, de estilos de vida y de maneras de comprender el mundo. Y La maternidad de la cultura de la opresión, para poder ser comprendida en sus posibilidades y limitaciones, en su funcionalidades y disfuncionalidades, en sus valores y en su antivalores, ha de ser analizada en el conjunto de dicho universo cultural. Similarmente, la teología de la Maternidad de María existente en la «cultura de los pobres» ha de ser revisada desde la globalidad de tal cultura, y discernida a partir del dato de la revelación.

La cosmovisión de la cultura oprimida en América Latina, por motivos de orden probablemente histórico, está cualificada simultáneamente por el machismo y por la predominante experiencia campesina.

Dicha cosmovisión está sentida y visualizada en un universo dualista, con una división de espacios marcadamente maniquea —el hogar y la sociedad— y coloreada de un cierto fatalismo. Este mundo cultural en el que vive el oprimido tiene al mismo tiempo una intensa referencia a una constatable experiencia religiosa de la vida que se manifiesta medularmente en los propios oprimidos.

A continuación ensayo una comprensión de ambos espacios, para determinar posteriormente la relación que se establece culturalmente entre ellos.

El primero de estos espacios es la sociedad, en toda su complejidad económica, social y política, excluyendo el hogar. Es un espacio diabólico e inmoral desde la óptica del oprimido —y mucho más, teniendo en cuenta que toda opresión legítimamente es percibida como injusticia—, en el que el instrumento de la sobre vivencia y de la superación de la opresión es la lucha. Es el espacio que le corresponde al varón, ya que en una cultura machista, el rol de la lucha es propio del varón y no de la mujer.

El hombre fatalmente se encuentra proyectado dentro de dicho espacio social y en él inevitablemente tiene que vivir como «un macho». Es un espacio de guerra, en el que es inevitable la inmoralidad, tanto para la sobre vivencia como para el posible triunfo, porque hay que entablar la lucha con armas similares. Por eso el macho no solamente no se avergüenza de su inmoralidad «fatal» —conectada con el «fatalismo»— sino que incluso se gloría de ella entre compañeros y enemigos, aunque religiosamente le provoca una honda preocupación, como observaremos posteriormente.

Dentro de dicho mundo-social, el macho tiene que ser siempre duro, fuerte y violento, sagaz y astuto, factores que, oportunamente utilizados, son los que lo configuran como «poderoso». Es un mundo que se desarrolla con una propia escala de «valores». Es un mundo extraño a la afectividad y al sentimiento, al perdón y a la misericordia, al diálogo y a la verdad. Tres son los símbolos del macho: su genitalidad viril, su machete y su lengua, unas veces sagaz y otras violenta.

Es el sector cultural del mundo en el que tienden a valorarse las supersticiones —indicadores externos para poder proceder—, la suerte, la magia 85 y el mesianismo.

En dicho ambiente es en el que surgen y se consolidan, casi con un fatalismo absoluto, las estructuras sociales generadoras de injusticia, confundiendo la posible revolución con un cambio de personas —los vencedores— en los centros de control de dichas estructuras. El crecimiento de la persona se interpreta como crecimiento en el poder machista, y no como crecimiento en la capacidad y disponibilidad de servicio, dado que el servicio tiene una connotación prevalentemente negativa de servidumbre, bien de oprimido —servicio impuesto y explotado—, bien de colaboracionismo de los denominados sectores herodianos.

Frente a este espacio social, en el que trágicamente se debate el oprimido con una larga experiencia histórica, surge el espacio del hogar, espacio casi divino, piadoso, honesto, dinámicamente generado por la maternidad de «nuestra madre», la que, sin ser la «reina» —ya que en un ambiente machista el varón reclama incluso, y al menos, en el hogar el papel de rey—, es reconocida como el verdadero centro vital y como la responsable de la conservación del hogar.

En el hogar es donde se desarrolla el verdadero mundo afectivo, fundamentalmente en las relaciones madre-hijo. Es en él donde se encuentra el ambiente humano del perdón, de la comprensión y de la misericordia, porque la madre es la que comprende que en un mundo machista los varones —el esposo y los hijos— «tienen que ser así» y «son así» fatalmente, y ella es la que tiene que acoger a la hija cuando ha sido víctima del mundo machista en el que se vive. Es el mundo fundado en la honestidad y en la fidelidad de la madre, de tal manera que el valor mil veces perdonado por su esposa nunca perdonaría la infidelidad de la esposa porque no es lo mismo la infidelidad cuando se trata de varones o de mujeres: pertenecen a dos mundos diferentes.

Por eso el hogar es también el mundo de la piedad, donde Dios se manifiesta a través de la madre, que queda constituida en auténtica sacerdotisa en el mundo del machismo.

Entre estos dos espacios culturalmente se abre un verdadero abismo. El varón-machista orgullosamente afirma que él no entiende de las cosas del hogar, porque eso corresponde a la madre, y se vanagloria de la madre que tiene en su hogar. Pero simultáneamente establece la ignorancia de la madre sobre el mundo en el que tienen que vivir los varones. Lo único que exige el varón es que la madre comprenda y acepte que ese «otro mundo» tiene que ser así, y que no puede ser de otra manera. Por eso le pide que no opine y no se introduzca en él, y procura que sus hijas o sus hermanas queden replegadas en el hogar bajo la protección materna, dada la conciencia que tiene de que la mujer en la vida social no tiene ningún papel que desempeñar, al mismo tiempo que quede constituida en objeto de agresión del machismo.

Sin embargo, no obstante el abismo existente entre los dos mundos, se mantienen ciertas conexiones privilegiadas y compensatorias. Así, la madre representa el perdón para el «macho»; es el lugar donde se purifica de su consciente inmoralidad, aunque sabiendo que, por las exigencias del mundo en el que vive, fatalmente no puede cambiar. Se trata del perdón de la «comprensión» sin exigencias de conversión. Igualmente la madre es refugio, auxilio y ayuda. Es el lugar seguro de refugio para el perseguido, el derrotado y el herido. Incluso, se advierte que cuando el varón se hace viejo, la esposa adquiere una configuración maternal para el propio esposo. Es también auxilio y ayuda con las oraciones, y con los apoyos que puede prestar de tipo material cuando el varón tiene que abandonar la casa para volver a «su mundo». La madre es la que nunca abandona.

También la maternidad cumple otras dos funciones. Es la única capaz de provocar el reencuentro en el hogar de los hermanos enfrentados y divididos en la vida, aunque sean reencuentros transitorios con ocasión de celebraciones y duelos, o cuando tienen que arrastrar problemas graves que afectan a la totalidad de la familia. Y la madre siempre queda asociada, aunque manteniendo su específico papel, a las luchas de sus hijos. Esto lo comprende todo el mundo y lo respeta, porque es lo que tiene que hacer la madre.

Desde esta perspectiva, creo que podemos afirmar que la gran función de la madre es mantener y desarrollar la dimensión humana de los que no pueden renunciar a vivir en un mundo inhumano y duro.

Proyecciones en la mariología popular

Esta cosmovisión y maternidad culturales, de la «cultura de los oprimidos», queda proyectada evidentemente en la teología mariana popular de nuestros pueblos, explicando muchos fenómenos y hechos.

Apunto a continuación algunas notas de dicha mariología popular.

En primer lugar, sin negar la dimensión estrictamente fiducial, es una mariología básicamente afectiva y sentimental. Desarrolla la dimensión afectiva tan importante en el campo religioso, principalmente para fijar las dimensiones de identidad, pertenencia e incorporación. Por ese motivo es una mariología que desarrolla el sentido de pertenencia a la Iglesia y a la Iglesia Católica, ya que María se encuentra en el hogar de la Iglesia. Hay una conciencia popular que no se puede ser hijo de María sin ser hijo de la Iglesia y, consiguientemente, que es en la Iglesia en la que se encuentra la salvación-maternal que necesitan nuestros pueblos.

El perdón y la salvación «eterna» es un tema fuertemente ligado con la Maternidad de la Virgen en la mariología popular, siguiendo la línea establecida por el «Santa María». Pero, cuando se profundiza la observación, es fácil de advertir una discriminación en el perdón. Con relación a los pecados de la mujer, especialmente en el campo de la sexualidad y de la infidelidad, es un perdón que exige un reconocimiento del pecado y una «conversión» con el propósito de asemejarse a la Madre. Pero, en el caso de los varones, el problema parece distinto. El perdón es impartido en un clima de «comprensión», en el que se exige confesión del pecado pero no la conversión, dado que los «varones son así», «la vida es así» y el cambio es fatalmente imposible. De ahí la importancia que se da al perdón en el momento de la muerte, cuando ya no va a ser posible pecar posteriormente, y asegurando de esa manera la salvación. Me ha resultado muy significativa una oración a la Virgen del Carmen, en la que se termina diciendo: «Muestra en mí las maravillas de tu preciosísimo Hijo para que me perdone y traiga a mi alma hacia la verdadera penitencia cuando de este mundo salga».86 Podríamos afirmar que se trata de una marginación de la Maternidad de la Virgen del ser y de la vida social de los varones, un mundo en el que misteriosamente pierden su influjo las madres.

Pero queda muy marcada la maternidad de la Virgen como refugio, auxilio y ayuda ante cualquier necesidad, desembocando en muchas ocasiones hasta en el milagro, acontecimiento que siempre es esperado. Para desencadenar esta dimensión de la Maternidad de María, cuando no surge espontáneamente de la misma Virgen, tienen una gran importancia las oraciones, los rezos, las promesas y, con expresión típicamente colombiana, las «reliquias». «Se da este nombre en Colombia, sobre todo a los escapularios, medallas, estampas, cintas tocadas a las imágenes sagradas u objetos que han sido bendecidos por los sacerdotes. Entre las diversas clases de escapularios, aquel que el pueblo porta con más frecuencia es el del Carmen. Se lleva como signo de devoción y como cierto seguro de salvación. En este sentido no faltan quienes los usen como algo mágico, lo cual viene a ser supersticioso, pues se tiene la firme certeza de que por haberlo llevado durante la vida, obtendrá ipso facto el morir en gracia de Dios, ser librado de las penas del infierno, ser sacado del Purgatorio el sábado siguiente a la muerte y acceder a la salvación eterna». Y añade el autor: «El problema del uso supersticioso del escapulario está sobre todo en el hecho de que, a menudo, el llevarlo va acompañado de una vida licenciosa y a veces criminal». 87

El pueblo espera de la maternidad de María el ser auxiliado y ayudado en cualquiera de sus necesidades, mostrando en la mayoría de las ocasiones, por la modestia de sus peticiones, la pobreza y la opresión a la que se encuentra sometido. No falta la petición de apoyo para temas totalmente intranscendentes o incluso para afirmar su propio machismo.88 Y Pero, dentro de las deformaciones que a esta dimensión puede imprimir un no concientizado machismo, sobresale la cualidad auxiliadora de la maternidad, que quizá pueda justificar la rápida propagación entre el pueblo de la devoción salesiana a María Auxiliadora.

La capacidad unitiva de la maternidad es también resaltante en la mariología popular latinoamericana. En efecto, en las grandes celebraciones festivas de la Virgen, y en sus duelos, el pueblo reconoce que todos los hijos tienen entrada en el santuario y en la festividad, por encima de las diferencias políticas y sociales en las que puedan encontrarse incluso mortalmente comprometidos. La madre los reúne a todos. Y al mismo tiempo María adquiere la simbolización de toda la colectividad, sea de un minúsculo pueblecito sea de una gran nación. María, en esos momentos, los reúne y los simboliza superando todo tipo de diferencias.

Esta virtualidad de reunión y simbolización de los hijos existente en la maternidad de María percibida por el pueblo, unida a su misericordia y su fuerza auxiliadora, explica la fe de nuestros pueblos en la presencia de la Virgen en los momentos de catástrofes colectivas y en los de liberación, como ocurrió en el difícil y heroico período de la independencia política de las nacionalidades del continente.

Limitaciones de la mariología popular

A mi juicio, junto a las dimensiones positivas de la mariología subyacente en la piedad popular de nuestro pueblo, aparecen otras dimensiones limitativas e incluso negativas con relación al dato relevado de María. Son limitaciones teológicas que influyen operativamente en la debilidad del desarrollo de la vida cristiana y en el proceso de evangelización de nuestra cultura, y que incluso pueden ser manipuladas, inconsciente o conscientemente, en contra del mismo pueblo.

El primer problema que plantea la mariología popular es con relación a los problemas en los que vive la mujer dentro de una cultura machista. En efecto, en la mariología popular la Virgen queda situada y exaltada como «Nuestra Madre», constituyéndose como la Mujer-Ideal y como el ideal de mujer, pero quedando fijada en el binomio cultural, ya antes indicado, «Mi Madre - Macho».

Dentro de este binomio, el machismo actúa como un prisma que origina dos imágenes de lo femenino. La primera imagen es la de «Mi madre», en la que se concentra todo el valor de lo femenino; y la segunda la de «la mujer», que es la ausencia de valor y que incluso se constituye en objeto del atropello del macho.

La mariología popular subraya e idealiza enérgicamente la primera imagen, haciendo que la mujer continúe siendo valorada exclusivamente por la fecundidad realizada en hogar matrofilial. Aunque también colabora, dada la virginidad de María, a una valoración de la mujer virgen consagrada, a la que cariñosamente se la denomina como «hermanita».

Con esta imagen de María se exalta el valor de la fecundidad y las virtudes hogareñas, entre las que se apunta la paciencia que la mujer tiene que tener con relación al varón y a los sufrimientos que trae la vida consigo por los problemas de los hijos, incluso cuando son buenos, y por el modo de comportamiento de la sociedad.

Igualmente dicha mariología ilumina la relación hijo-madre, reforzando las obligaciones y el respeto del hijo con su madre, de tal manera que los pecados filiales adquieren una importancia especial en el pueblo, exigiendo la «conversión» para el perdón subsiguiente.

Sin embargo, esta mariología no extiende su foco de luz sobre la mujer en cuanto tal y sobre el varón en cuanto que no es hijo, quedando abandonados a su suerte cultural dentro de la cultura machista. Por ese motivo, no profundiza en la dimensión de la personalidad femenina, ni en su responsabilidad social, ni en las plurifuncionalidades positivas que la mujer puede desarrollar en la sociedad de una forma similar a la del varón. El valor de la mujer queda limitado al sector sexual-hogareño de madre o virgen.

Esta limitación de la mariología ha sido fuertemente manipulada en su beneficio por la sociedad machista en contra de la mujer, incluso sintiéndose confirmada por corrientes y documentos eclesiales poco críticos de la situación cultural de la mujer. Así a la mujer se la exalta cuando sistemáticamente se repliega de la sociedad al hogar para constituirse sólo en madre, y se la reduce a una pieza de posible utilización secundaria en el engranaje de la sociedad.89

De esta forma, la mariología popular limita la energía evangelizadora de María sobre la mujer,90 reduciéndola en su capacidad de recobrar el original binomio varón-mujer, y reteniendo a la mujer en su cautiverio de la oprimida de los oprimidos en un universo tradicionalista y machista.

El segundo problema que plantea la mariología popular es el de la capacidad de influencia de la piedad mariana en la transformación y progresiva humanización de la sociedad y del varón, dado el fenómeno constatado en América Latina de una fe que no logra equilibrarse en sus expresiones de piedad y de vida, de tal forma que de una manera simplificada, se ha denunciado el divorcio entre la fe y la vida.

No podemos olvidar que la mariología popular está establecida sobre el presupuesto de la distinción radical entre el hogar y la sociedad, distinción sustentada por una fuerte concepción maniquea.

Existe, sin duda, una distinción objetiva entre el hogar y la sociedad, de tal manera que el hogar no puede constituir-se en «modelo» de la compleja sociedad moderna, como ingenua y románticamente se indica en algunas corrientes principalmente eclesiales. Pero también es objetivo que tanto la sociedad como el hogar se han de desarrollar en exigencias de humanización y de relaciones humanas, aspecto que desconoce, entre otras, la cultura machista.

El presupuesto machista es que la mujer y la madre no tienen lugar en la sociedad, ni ellas conocen su juego, sino que sólo les queda el aceptarlo y el «comprender» que los varones y la sociedad tienen que ser así y no pueden ser de otra manera. Esto lógicamente repercute en la mariología popular.

A la Virgen se le reconocen ciertas compensaciones. Reúne a los hijos divididos en la sociedad en ciertos momentos, momentos en los que la sociedad deja de ser sociedad para transformarse toda ella en hogar, el hogar de María la Madre. Pero, después de esos momentos privilegiados, la sociedad continúa siendo sólo sociedad, en la que el varón tiene que actuar olvidando o poniendo entre paréntesis su dimensión de hijo. También es función de la Virgen y de la madre ayudar a los hijos y auxiliarlos en las dificultades que encuentran en la lucha cotidiana de una sociedad inhumana. Tiene que ayudarlos porque son sus hijos, pero aceptando que están actuando y seguirán actuando como machos, conforme a las leyes del machismo. Sólo se acepta una función más específicamente social de la madre en los momentos de catástrofe o de luchas liberadoras colectivas, como en la Independencia, cuando la sociedad, olvidada de sus divisiones internas, experimenta unas exigencias de solidaridad similares a las hogareñas.

Algunas veces he pensado si esta experiencia mariológica popular no está interviniendo en la elaboración de una eclesiología popular, en parte correcta y en parte incorrecta, dado que la Iglesia es el hogar de María. En efecto, el pueblo exige una Iglesia que es de todos los hijos y, consiguientemente, que ha de dar acogida a todos por encima de sus diferencias. Visualiza con toda claridad la dimensión de misericordia que le corresponde a la Iglesia con relación a los pecadores, los pobres, los abandonados. Pero tiende a rechazar la intervención pastoral en los problemas económicos, sociales y políticos que, con expresiones populares, «ni le corresponden» «ni entiende de ellos».

De alguna manera, la Iglesia, lo mismo que María, queda relegada a ser hogar religioso y piadoso, aunque simultáneamente se la pretende manipular por los distintos sectores de la sociedad, intentando que la Madre justifique sus posiciones, sin intervenir críticamente en ellas, dado el prestigio y el peso que supondría entre los hermanos divididos el poder afirmar que la Madre está en favor de una de las facciones. De esta manera nos encontramos ante las clásicas manipulaciones, de las que somos testigos en nuestros días, y que por Puebla se han denominado como falsas relecturas del Evangelio, unas veces realizadas por el marxismo, otras por la seguridad nacional, y también por las denominadas democracias formales. 91

Se trata, por tanto, de una mariología en la que la Virgen, Nuestra Madre, queda culturalmente limitada, ajena a los problemas de la sociedad —a excepción de ayudas «misericordiosas», que hagan un poco menos dura la situación fatal de sus hijos—; sin poder conseguir la valoración de la mujer en cuanto mujer y en su dimensión social; sin intervención directa en la marcha de la sociedad inhumana y machista. Y esa ausencia de María en la sociedad prácticamente se hace coincidente con la expulsión de la fe cristiana en el dinamismo de la sociedad. Es la confirmación, desde otro punto de vista, de la constatación hecha por Puebla: «La religiosidad popular, si bien sella la cultura de América Latina, no se ha expresado suficientemente en la organización de nuestras sociedades y estados. Por ello deja un espacio para lo que S. S. Juan Pablo II ha vuelto a denominar 'estructuras de pecado'. Así la brecha entre ricos y pobres, la situación de amenaza que viven los más débiles, las injusticias, las postergaciones y sometimientos indignos que sufren, contradicen radicalmente los valores de dignidad personal y de hermandad solidaria. Valores éstos que el pueblo latinoamericano lleva en su corazón como imperativos recibidos del Evangelio».92 En este aspecto, la semilla de la palabra de Dios sembrada en la fe del pueblo queda ahogada por los imperativos de una cultura, en la que se origina una deficiente teología mariana.

En síntesis: reconociendo los aciertos y valores positivos de la mariología popular latinoamericana, anteriormente señalados, creo que simultáneamente está marcada por ciertas limitaciones y riesgos que han de ser señalados, en la medida que afectan al mismo dato revelado de María, y, en la medida que lo afectan, tienden a disminuir, en una economía ordinaria, la energía soteriológica de la revelación del Padre en Jesucristo.

Entre dichas limitaciones hago sobresalir las siguientes. Es una mariología que limita la comprensión de la personalidad humana de María, zonificándola en la maternidad y en el hogar, lo que dificulta la función soteriológica del Evangelio a través de María sobre la mujer latinoamericana, a la que hemos definido como «la más oprimida entre los oprimidos».

Segunda limitación: la mariología popular queda establecida sobre una relación entre la madre y el varón, en la que el varón queda proyectado en dos imágenes bien diferentes:

la del hijo y la del macho. La relación de maternidad termina directamente sobre el varón-hijo, mientras que el macho-cultural tiene una conciencia oscura de que su machismo no tiene origen en la madre y concientiza que en ningún momento como macho puede estar «debajo de la pollera». Desde esta perspectiva, la mariología popular bloquea normalmente la intervención de la Virgen en el mundo del machismo. Eso implica una reducción también soteriológica hacia el momento de la muerte y la salvación escatológica celeste, ya que la vida de los varones no va a cambiar.

Esta doble limitación de la mariología dificulta el restablecimiento del binomio original y salvífico, en el proyecto de Dios, varón-mujer.

La tercera limitación viene dada por el no intervencionismo de la mujer e incluso de la madre, en el mundo de lo económico, social y político —a no ser en el plano subsidiario de la «misericordia»—, lo que tiende a limitar la intervención de la mujer y de la madre María en dicho campo. En el fondo es una amputación de lo social en la mariología, que se tiende a compensar con una hipertrofia de lo hogareño y de lo eclesial interpretado bajo el modelo de lo hogareño y maternal.

Estas limitaciones en la mariología popular originan riesgos muy peligrosos, y que han de tenerse en cuenta.

El primer riesgo es el de determinadas alienaciones padecidas por la mujer, por el varón o por la sociedad, originadas por el contexto cultural al que pertenecen, pero que pueden ser fijadas, racionalizadas y mantenidas por deformaciones mariológicas no concientizadas, más aún idealizadas por haber sido proyectadas sobre «Nuestra Madre», María, que por hipótesis es el modelo de la mujer.

El segundo riesgo es el de la manipulación de dicha mariología por sectores interesados, manipulación orientada a mantener un determinado «status quo», o a cambiar dicho «status quo» sin un auténtico proceso de conversión humana y evangélica.

Así lo encontramos en determinadas corrientes que, a base de exaltar a la Virgen Madre del Hogar de Nazaret, intentan replegar sistemáticamente a la mujer al solo mundo del hogar, adornada de todas las limitadas y limitadoras virtudes hogareñas.

Pero también aparece la manipulación de una limitación cultural mariológica cuando, recordando el cántico del Magníficat y los milagros de la Virgen de la Independencia, se pretende incorporar a la mujer a la transformación social, pero dentro de un esquema machista, en el que la mujer aparece como redimida porque se la puede fotografiar con una metralleta o con un machete entre sus manos, es decir, adornada con el adorno tradicional del macho.

¿Mariolatría?

Uno de los problemas que suelen agitarse con más frecuencia con relación a la mariología popular y práctica del catolicismo y, especialmente, del catolicismo latinoamericano, es el de la denominada «mariolatría». ¿Hasta qué punto, se preguntan muchos, no aparece la Virgen para el pueblo superior a Jesucristo e incluso como divinizada como una diosa femenina aliado de Dios?

En efecto, es fácil que se origine esta pregunta, observando determinadas prácticas y tipos de comportamiento. Así, en muchos sitios, el pueblo para ciertas cosas termina diciendo: «Si Dios lo quiere y la Virgen». En las necesidades parece que el recurso natural y espontáneo es directamente a la Virgen. Al pueblo le gusta encontrar en el lugar más céntrico de sus retablos a la imagen de la Virgen. E incluso se advierte en muchos lugares la atención preferencial a la Virgen sobre el Sagrario o el Tabernáculo.

Sin duda que pueden ponerse muchos ejemplos desconcertantes y que apoyarían la acusación. Más aún, no se puede negar que en determinadas zonas y lugares puede darse una ignorancia religiosa en la que se origine el fenómeno de la mariolatría.

Pero, desde mi punto de vista, todo indica que la cultura popular latinoamericana actúa en la mariología como un factor positivamente «antilátrico», delimitando con exactitud teológica el puesto que le corresponde a la María Pascual.

Establecido que la maternidad cultural latinoamericana es el lugar privilegiado en el que queda incorporado el dato revelado de María, originándose de esta manera nuestra mariología popular, es oportuno seguir configurando la imagen de dicha maternidad.

Aunque la maternidad, «mi madre-nuestra madre», ocupa el centro del hogar y de alguna manera es el foco de toda la familia, sin embargo no se trata de una maternidad aislada y con absoluta independencia. La madre siempre es entendida con relación al esposo-padre y a Dios.

Con relación al esposo-padre hay una conciencia familiar de que cuando éste se hace presente, él es «el rey», estableciendo un marcado desnivel con la madre. En un refrán popular se afirma que «en mi casa sólo canta el gallo». Es interesante que la esposa-madre con relación al varón-padre-esposo, en la cultura popular guaraní es designada como «che servijhá», «mi sierva» o «mi esclava». Independientemente de las marcadas características machistas que contiene esta expresión y que tanto dolor lleva en la práctica, sin embargo, es interesante el advertir que estamos ante la maternidad de una Sierva con relación al padre-esposo, aunque sea Señora de sus hijos. Las resonancias bíblicas son impresionantes, dado que María, la Madre, ante Dios se define a sí misma como «la esclava del Señor», sintiéndose llamada por su hijo, como Mujer o Señora.

Segundo punto. La maternidad en el mundo latinoamericano tiene también establecida una relación especial con Dios. La madre es piadosa y uno de los grandes índices de esta piedad es que ella es la que reza a Dios por sus hijos, cumpliendo un papel de mediadora e intercesora, aunque se trata de una intercesión privilegiada por tratarse de la oración y de la intercesión de la madre. Y el pueblo que cree en María Madre le reza para que ella interceda ante Dios, teniendo una seguridad tal en dicha intercesión que no duda que será oída por Él.

Teniendo en cuenta estos dos factores, la experiencia de la fe en María, vivida en la experiencia de la maternidad cultural latinoamericana, tiende a expresarse con una absoluta corrección teológica, y es desde este horizonte desde el que hay que interpretar ciertas manifestaciones piadosas que, en otro ambiente y desde otra perspectiva, serían ciertamente «latréuticas», pero que en nuestro contexto no marcan más que una hiperdulía similar a la que se ofrece a la propia madre.

Otro sería el tema de la forma de encarar la teología popular latinoamericana con relación a Dios y a Cristo Salvador, tema que en este momento no nos concierne. Pero un dato es cierto. Si la imagen de Dios puede resultar en muchos momentos lejana y dura, la imagen de la Virgen nuestra Madre se constituye en providencial hierofanía, mostrando a través de su rostro de madre el rostro materno de Dios con la acertada expresión propuesta por Leonardo Boff.93 Dios aparece como Madre Salvadora para el pueblo latinoamericano en la hierofanía del rostro de su Madre que es también nuestra Madre, ya que El es el que escucha el rezo de la Madre en favor de sus hijos.

8

DE LA MADRE DE LOS OPRIMIDOS

A LA MADRE DE LA LIBERACIÓN

Hasta este momento he intentado diseñar la teología popular mariana subyacente en las expresiones de la piedad mariana de América Latina. Es una teología que, aunque de alguna manera es sentida por todos los sectores sociales, sin embargo es vivida preferentemente por los pobres y sencillos, como ha indicado Puebla,~ de tal manera que la podríamos denominar la «mariología de los pobres y de los oprimidos». Se trata, como indiqué al principio de este trabajo, de una teología precientífica, espontánea y no formulada en proposiciones científicas, sino en el complejo lenguaje simbólico de la vida sellada por la fe.

Es una teología, como toda teología, con sus grandezas, con sus posibilidades, con sus limitaciones y con sus errores. Sin duda que los pobres son un lugar privilegiado en el que Dios se manifiesta. Pero víctimas de las estructuras, también en muchas ocasiones se encuentran oprimidos internamente por las limitaciones y errores de su propio universo cultural. Y es en ese universo en el que se encuentra por la fe la presencia de María, con todas sus posibilidades, pero simultáneamente cautiva en una mariología que asume las limitaciones de la cultura de los oprimidos.

Por ese motivo, si el análisis de la mariología popular latinoamericana nos permite comprender a María como la Madre de los Pobres y Oprimidos —incluyendo también bajo esta denominación la totalidad de América Latina—, también la podríamos llamar simultáneamente como Madre Cautiva o en el Cautiverio, ya que muchas de las virtualidades evangélicas y evangelizadoras de María tienden a ser desconocidas o bloqueadas por el propio contexto cultural, en el que María queda aprisionada por una mariología al mismo tiempo valiosa y deficiente.

Esta liberación de María del cautiverio, al que se encuentra sometida por las deficiencias de una mariología y de una cultura —liberación de María, que simultáneamente es liberación de sus hijos—, ha de realizarse con la energía y la fuerza del mismo dato revelado, capaz siempre de evangelizar a la misma mariología y a la cultura que lo ha recibido, concientizando salvíficamente al sujeto de dicha mariología y de dicha cultura, el pueblo latinoamericano, de las limitaciones y contradicciones opresivas de su propia cultura y de su propia teología.

Nueva historia y nuevo momento mariológico en América Latina

Pero el momento actual de América Latina es un momento providencial y de gracia, para iniciar también un nuevo momento de la mariología popular, ya que todo el continente se ha situado en una radical perspectiva soteriológica bajo el signo de la liberación?95

No es ésta la ocasión para desarrollar todo lo que significa este nuevo hito en la historia de América Latina, además de que ha sido tema ya tratado por muchos. Sólo me referiré a aquellos puntos que pueden tener una incidencia especial en la elaboración de la nueva mariología y que pueden ser útiles en el compromiso de una nueva evangelización ante las perspectivas de V Centenario del nacimiento de América Latina y de la civilización del amor del año 2.000, según la esperanza proclamada por Juan Pablo II.

La Iglesia, y la fe de la Iglesia, consciente de encontrarse en un continente que, con todos sus pecados y deficiencias, es casi globalmente Iglesia, ha asumido como propio este despertar humano del hombre, del pueblo y de toda América Latina que se expresa en un grito y una esperanza de liberación. Pero como Madre Evangelizadora, lo asume responsablemente, procurando que tanto el término del proyecto, como el camino que lleva hasta él y los propios hombres que han de realizarlo se encuentren profundamente cualificados de Evangelio, consciente de que en el Evangelio se encuentran la autenticidad y la energía originales de una verdadera y plena liberación.

Asumido el proyecto por la Iglesia, la fe ilumina y fortalece el significado de su objetivo, de su proceso y de su punto de arranque.

El objetivo de dicho proyecto, desde la perspectiva de la fe, se puede nombrar como «liberación evangélica o evangelizada», lo que implica que al término del proceso no quede traicionada la causa de los pobres.96

Este objetivo, formulado por la Iglesia, incluye tres aspectos complementarios: el estructural, el cultural y el religioso.

El primero supone la desaparición de estructuras generadoras de injusticia, que han de quedar sustituidas por otras estructuras generadoras de justicia.

El segundo implica «la renovación y transformación evangélica de nuestra cultura. Es decir, la penetración por el Evangelio de los valores y criterios que la inspiran, la conversión de los hombres que viven según esos valores y el cambio que, para ser más plenamente humanas, requieren las estructuras en que aquellos viven y se expresan».97 Este punto de la «renovación cultural» es fundamental, dado que las estructuras se concretan en el contexto de una cultura determinada, a cuyo servicio se encuentran, siendo al mismo tiempo manejadas por hombres que pertenecen a la misma cultura.

Por último, el tercer aspecto a conseguir en el horizonte de la «liberación evangélica y evangelizada» es el religioso, que en nuestro caso es el paso de una fe débil a una fe fuerte, y de una religiosidad popular ambigua a una religiosidad popular profundamente evangelizada. En efecto, no podemos olvidar que es desde la fe, y desde la fe en Jesucristo, en la pureza del dato revelado, donde se descubren toda la profundidad y exigencia de la dignidad de la persona humana y su dimensión trascendente con respecto a Dios. Es la fe, como posibilidad escatológica del hombre, la que denuncia al placer, a la riqueza y al poder cuando pretenden transformarse en «ídolos».

Es también la fe la que, desde las dimensiones de la esperanza y la caridad descubre, valora y significa el sacrificio, la pobreza activa y el servicio en la realización del hombre y de la comunidad humana. Y, por último, es la fe la que, con un sentido de profundo realismo, concientiza al hombre de la tentación y de la situación de pecado, de las que continuamente ha de ser salvado por el Dios que nos salva, abriéndonos a la trascendencia del Cristo glorioso.

Ahora bien, al término de este objetivo ha de llegarse a través de un proceso, proceso de «liberación», que ha de ser asumido primaria y principalmente con toda responsabilidad por el propio pueblo latinoamericano.

La Iglesia, desde su perspectiva de fe en el Evangelio, postula un dinamismo en el que se conjuguen complementariamente una «liberación humana y evangelizada» y una «evangelización liberadora».

El postulado de la dinámica de una «liberación humana y evangelizada» supone que no debe darse una discontinuidad entre el objetivo y el proceso mismo, rechazando los postulados maquiavélicos de que el «fin justifica los medios» y de que el «mal ha de ser vencido por el mal», lo que en el fondo implica dos preguntas, no siempre suficientemente contestadas: ¿Cuál es el fin? ¿Qué significa vencer el mal? De las respuestas a estas dos preguntas dependen los ideales de los comprometidos en el proceso de la liberación y la metodología empleada por ellos.

La «liberación humana y evangelizada» implica un rechazo de la violencia —interpretada como el uso de cualquier medio inhumano e inmoral y, en la medida de lo posible, antievangélico, en cuanto que el Evangelio llega más allá de las meras exigencias éticas—, y del «machismo», conforme al diseño cultural anteriormente presentado. Así la mujer queda también incorporada al proceso, asumiendo toda su responsabilidad y capacidad social, pero sin ceder a la manipulación de ser enmascarada como un macho, sino estableciendo el equilibrado binomio varón-mujer.

La «liberación humana y evangelizada» exige sujetos activos liberadores en proceso de conversión cultural y humana, conscientes del valor del «ser más» y del poder que se fundamenta sobre la fortaleza de la verdad, de la justicia, de la misericordia y del amor, incluso, en la medida de lo posible, con capacidad «martirial» como la de Mons. Oscar Romero o la de Ghandi.

La «liberación humana y evangelizada» es aquella que, para alcanzar sus objetivos, pone su confianza en la libertad interna mantenida en medio de la opresión, en el nivel de humanidad alcanzado por los hombres comprometidos, en el esfuerzo de superación y de progreso en la capacitación con espíritu de servicio. La «liberación humana y evangelizada» es la que, situada en el palenque de la lucha, no cede a la tentación de transformar a sus hombres en bestias o en machos, sino en promoverlos como más hombres y más humanos, consciente de la superioridad del hombre humanizado sobre el hombre bestializado.98

Junto a los diferentes movimientos seculares de «liberación», en la Iglesia se articula originalmente un proceso de «Evangelización liberadora», cuyo objetivo más específico es promover el paso de una fe débil a una fe fuerte, y de una religiosidad popular ambigua a una religiosidad popular profundamente evangelizada, lo que implica simultáneamente la evangelización de la cultura y de las culturas latinoamericanas, tomando como punto de partida la persona y teniendo siempre presentes las relaciones de las personas entre sí y con Dios. 99

Pero este proceso de «Evangelización liberadora», al mismo tiempo que mantiene como su función más específica el servicio a la fe en Jesucristo y en su Iglesia 100 y al crecimiento y maduración de la misma fe (Rom. 1, 17), tiene otras funciones que desarrollar desde la especificidad de la misma fe y del dato revelado. Entre ellas sobresalen: la confirmación evangélica y teológica de la legitimidad de «las exigencias de la promoción humana y de una liberación auténtica» 101; la concientización de la dinámica de pecado en la que se encuentran situadas las estructuras y la cultura, y la clarificación continua del objetivo al que se pretende llegar en el horizonte de las exigencias del Reino de Dios; la evangelización de los mismos procesos de liberación, dado que «la verdad del hombre exige que este combate se lleve a cabo por medios conformes a la dignidad de la persona humana»102; la promoción de la responsabilidad de «cristianos con vocación de santidad, sólidos en su fe, seguros en la doctrina propuesta por el Magisterio auténtico, firmes y activos en la Iglesia, cimentados en una densa vida espiritual.., perseverantes en el testimonio y acción evangélica, coherentes y valientes en sus compromisos temporales, constantes promotores de paz y justicia contra violencia u opresión, agudos en el discernimiento crítico de las situaciones e ideologías a la luz de las enseñanzas sociales de la Iglesia, confiados en la esperanza en el Señor» 103

El punto de arranque en este proceso, como condición de posibilidad del mismo proceso, desde la responsabilidad específica de la Iglesia, es el testimonio de una Iglesia en América Latina más evangelizada y más evangelizadora, como apuntaba Pablo VI en la Evangelii Nuntiandi.104 Puebla ha propuesto con claridad la Iglesia que se ha de modelar dentro de las exigencias de nuestra actual situación:

«La Iglesia evangeliza, en primer lugar, mediante el testimonio global de su vida. Así, en fidelidad a su condición de sacramento, trata de ser más y más el signo transparente o modelo vivo de la comunión de amor en Cristo que anuncia y se esfuerza por realizar. La pedagogía de la Encarnación nos enseña que los hombres necesitan modelos preclaros que los guíen. América Latina también necesita tales modelos».105 A continuación establece el tipo de modelo: «Cada comunidad eclesial debería esforzarse por constituir para el continente un ejemplo de modo de convivencia donde logren aunarse la libertad y la solidaridad. Donde la autoridad se ejerza con el espíritu del Buen Pastor. Donde se viva una actitud diferente frente a la riqueza. Donde se ensayen formas de organización y estructuras de participación, capaces de abrir camino hacia un tipo más humano de sociedad. Y, sobre todo, donde inequívocamente se manifieste que, sin una radical comunión con Dios en Jesucristo, cualquier otra forma de comunión puramente humana, resulta a la postre incapaz de sustentarse y termina fatalmente volviéndose contra el mismo hombre».106 E inmediatamente añade el documento que la Iglesia «debería ser la escuela donde se eduquen hombres capaces de hacer historia, para impulsar eficazmente con Cristo la historia de nuestros pueblos hacia el Reino».107 Este último tema lo desarrollará especialmente en los números 278 y 279.

Esta renovación profunda de la Iglesia, coherente con la situación actual de América Latina, exige también en su interior una «conversión» de su teología, de la teología y de la cultura populares en ella vividas, y, de un modo particular, de la mariología tanto científica como popular, siguiendo las orientaciones dadas por Pablo VI en la Marialis Cultus: «Quisiéramos notar —escribe el Papa—, que las dificultades a las que hemos aludido están en estrecha conexión con algunas connotaciones de la imagen popular y literaria de María, no con su imagen evangélica ni con los datos doctrinales determinados en el lento y serio trabajo de hacer explícita la palabra revelada; al contrario, se debe considerar normal que las generaciones cristianas que se han ido sucediendo en marcos socio-culturales diversos, al contemplar la figura y la misión de María —como Mujer nueva y perfecta Cristiana que resume en sí misma las situaciones más características de la vida femenina porque es Virgen, Esposa, Madre—, hayan considerado a la Madre de Jesús como 'modelo eximio' de la condición femenina y ejemplar 'limpidísimo' de vida evangélica, y hayan plasmado estos sentimientos según las categorías y los modos propios de su época. La Iglesia, cuando considera la larga historia de la piedad mariana, se alegra comprobando la continuidad del hecho cultural, pero no se vincula a los esquemas representativos de las varias épocas culturales ni a las particulares concepciones antropológicas subyacentes, y comprende cómo algunas expresiones del culto, perfectamente válidas en sí mismas, son menos aptas para los hombres pertenecientes a épocas y civilizaciones distintas».108

Incluso el mismo Pablo VI hace una advertencia de extraordinaria trascendencia para nuestro caso: «Ante todo, la Virgen María ha sido propuesta siempre por la Iglesia a la imitación de los fieles no precisamente por el tipo de vida que Ella llevó y, tanto menos, por el ambiente sociocultural en que se desarrollé, hoy día superado casi en todas partes, sino porque en sus condiciones concretas de vida Ella se adhirió total y responsablemente a la voluntad de Dios; porque acogió la palabra y la puso en práctica; porque su acción estuvo animada por la caridad y por el espíritu de servicio; porque, es decir, fue la primera y la más perfecta discípula de Cristo: lo cual tiene valor universal y permanente».109

La situación opresión-liberación como nuevo lugar hermenéutico

Teniendo en cuenta las claras orientaciones de Pablo VI en la Marialis Cultus, y la nueva situación de conciencia que se ha despertado en América Latina, podemos afirmar con Leonardo Boff que esta nueva situación, determinada por el binomio opresión-liberación, se constituye en un lugar hermenéutico del dato revelado «María»,110 pudiendo originar un nuevo momento de la mariología tanto científica como popular de América Latina: la mariología de María «Nuestra Madre Liberadora».

Este lugar hermenéutico puede ser vivido a dos niveles diferentes: a un nivel espontáneo, irreflejo y vivencial por el pueblo; y a un nivel también científico y reflejo por el teólogo. Según mi punto de vista, la nueva mariología latinoamericana se ha de realizar tanto por el pueblo como por el teólogo desde el mismo lugar hermenéutico, pero con una estrecha colaboración entre ambos.

En efecto, el pueblo en la medida en que, manteniendo su fe, concientice su nueva situación de «opresión-liberación», espontáneamente tenderá al descubrimiento de la Virgen como «Nuestra Madre Liberadora», asociándola a su proyecto de liberación, como ya se hizo en el período de la Independencia, cuando a la Virgen incluso se la nombré, en repetidas ocasiones, con los títulos militares de «Generala» o de «Mariscala». Es evidente que se trataba de una época en la que la liberación y el triunfo se simbolizaban militarmente en el poder de las armas y, desde esta perspectiva, la figura de María quedaba primariamente vinculada con los ejércitos.

Pero no podemos olvidarnos que nuestra cultura popular está fundamentalmente marcada por el triángulo anteriormente propuesto, «opresión-machismo-experiencia campesina», con todos los desequilibrios y contradicciones culturales que se originan, principalmente por el factor del machismo, y que peligrosamente han incidido en la propia mariología popular tradicional de nuestros pueblos. Estos mismos factores, no suficientemente criticados y renunciados, podrían seguir incidiendo peligrosamente en la génesis de la nueva mariología.

De ahí surge la importancia del trabajo del teólogo científico en su esfuerzo mariológico, teniendo en cuenta las «opresiones culturales» de las que ha de salvarse la mariología, y de las que también María evangelizadoramente quiere liberar a sus hijos. Así la teología científica vuelve a recobrar su función de «ciencia orgánica» en relación a la misión de la Iglesia, y, más en concreto, de la misión específica de la Iglesia en el hoy y en el futuro de América Latina, en el que han de encontrarse comprometidos todos los cristianos.

Maria, Nuestra Madre de la Liberación

Pienso que la nueva mariología, popular y científica, que ha de elaborarse en América Latina, simultáneamente ha de marcar la continuidad y la discontinuidad con la del pasado.

Ha de marcar la continuidad, porque detrás de la mariología se encuentra la realidad de la misma María que el Señor, de una manera providencial, ha querido incorporar a la Historia de la Salvación, y es la única María en la que creen nuestros pueblos. Pero además, porque continúa siendo plenamente válida en nuestra cultura latinoamericana la intuición primigenia de María como «Nuestra Madre», dato, por otra parte, coincidente con el texto bíblico: «Esa es tu madre» (Jn. 19, 27).

Pero se ha de establecer simultáneamente una discontinuidad, ya que vamos a encontrarnos con una María Evangelizadora que nos conduce a la liberación de muchos aspectos anteriormente olvidados, e incluso liberadora de determinadas formas de entender la liberación, formas que conllevan internamente la corrupción del mismo pueblo o que lo sujetan a nuevas cadenas de opresión.

Brevemente quiero apuntar algunos de estos aspectos, que todos se relacionan estructuralmente entre sí: María como Liberadora de la Mujer; María, liberadora del fatalismo y del inmanentismo social; María, liberadora de las cadenas del machismo; María, liberadora de la división de los hermanos por el misterio de su Maternidad Universal.

María, mujer antes que madre

La «maternidad-cultural» de la cultura popular, si salva de alguna manera a la mujer en la medida que se constituye en «nuestra madre», sin embargo socialmente no logra salvarla en cuanto es sólo mujer, de tal forma que, en el contexto machista, aparece como la más oprimida de los oprimidos, e incluso la oprimida de los mismos oprimidos. Y ahí es donde ha de comenzar la liberación de María, que como Madre también ha hecho la opción preferencial por los más pobres entre los pobres de sus hijos, que en este caso es la mujer.

Para ello es importante el concientizar que bíblica e históricamente María, antes que madre, fue mujer, y que fue precisamente su ser mujer la condición de posibilidad para realizar en la historia de la salvación la misión más importante que haya sido encomendada por Dios a ninguna criatura puramente humana.

Para un pueblo y un continente en situación de opresión es fácil concientizar que María, antes de ser madre, era una mujer de un pueblo, Israel, colonizado y ocupado militarmente por el Imperio Romano.111 Además pertenecía a la modesta clase artesanal de los que vivían en la Galilea y en un olvidado pueblo denominado Nazaret. Y «aunque la mujer nunca haya gozado de gran libertad en épocas anteriores, su situación es todavía peor en tiempos de Jesucristo. El judaísmo de entonces está más fuertemente marcado por la creciente importancia de los sacerdotes, rabinos y doctores de la ley, con el consecuente desprecio de las mujeres, reforzado por motivos religiosos. Se las excluía prácticamente de la vida religiosa del pueblo. Estaban dispensadas de varios preceptos, una vez que se las encuadraba en la despreciable trilogía:

mujeres, esclavos y niños. No contaban para nada en la sinagoga y en el templo, y participaban de los oficios desde un lugar separado, sin permiso para hablar. No tenían derecho a testimoniar en los tribunales ni a la instrucción. El rabino Eliezer Ben Hyrcano enseñaba que 'aquel que instruía su hija en la ley era un tonto'. Tampoco contaban en la cena pascual. Filón de Alejandría afirmaba que los esenios no se casaban porque el nivel espiritual de las mujeres era demasiado bajo».112

Sin embargo, María, siendo mujer en esos condicionamientos sociales, era una mujer simultáneamente religiosa y consciente de la situación real en la que se encontraba su pueblo, como se manifestará en el cántico del Magníficat.

Viviendo en esa situación contradictoria, se siente salvada por Dios: «Proclama mi alma la grandeza del Señor, se alegra mi espíritu en Dios mi Salvador, porque se ha fijado en la humillación de su esclava» (Lc. 1, 46-48), donde la palabra «humillación» tiene una incalculable densidad de referencias históricas y sociales.

La salvación de María, por el contexto, es evidente que está ligada a la misión histórica que Dios le ha encomendado a María, y que tiene su expresión en la maternidad mesiánica Pero se trata de una maternidad que transciende el hogar, inaugurando la época escatológica de la historia.

Más aún, con ocasión de una alabanza popular a la madre de Jesús, él mismo transciende el tema afirmando que lo importante es escuchar la palabra de Dios y ponerla por obra (Lc. 8, 21), independientemente del sexo al que pertenezca, como posteriormente afirmará el mismo Pablo en Gálatas, que es considerada como la carta magna de la fe cristiana (Gal. 3, 28). Queda transcendida, de esta manera, la mera sexualidad de la mujer, para descubrirla como persona con responsabilidades y posibilidades equivalentes al varón con relación a Dios, a la sociedad y a la historia. Así queda restituido por la fe, frente a los prejuicios sociales y culturales, el equilibrado binomio varón-mujer del día de la creación, cuando Dios hizo al «hombre», es decir, varón-mujer, a su imagen y semejanza, constituidos ambos con la misma dignidad humana.

María ha de aparecer como el símbolo que nos brinda la fe de la liberación de la mujer, oprimida en el contexto de un pecaminoso universo machista, restituyéndole su dignidad y su dimensión específicamente social, tanto en la comunidad religiosa como en la profana.

María, la mujer de la historia, frente al fatalismo

Otra característica de María, desde el lugar hermenéutico en el que América Latina se encuentra situada, es constituirse en demoledora del fatalismo típico de las culturas cíclicas campesinas, sometidas inevitablemente a los condicionamientos ecológicos y atmosféricos en los que viven. El mundo campesino, sensibilizado «fatalmente» por esta experiencia, tiende a proyectar el fatalismo cósmico sobre la sociedad y la historia, atribuyendo las situaciones en las que se encuentra o bien a un voluntarismo divino o bien a un poder maléfico superior a las posibilidades del hombre.

María, la mujer de la fe y la mujer pobre de Israel, muestra, en el cántico del Magníficat, una interpretación simultáneamente histórica y religiosa de la situación de la sociedad en la que vive el hombre, despertando una esperanza de liberación y rechazando toda concepción fatalista.

La experiencia de María es la experiencia de Israel, el Israel de Egipto, el Israel del exilio, el Israel sometido al Imperio Romano. La causa de la situación la encuentra María en el pecado, es decir, en la libertad corrompida y opresora de algunos hombres, a los que gráficamente describe con la trilogía soberbios-poderosos-ricos, trilogía de fuerte resonancia bíblica. Se trata de hombres que, olvidados de Dios, se han constituido a sí mismos como dioses en medio del pueblo, confiados en el poder de la violencia-homicida y del dinero, que tienen entre sus manos, y que son los ídolos a los que adoran y en los que tienen depositada su confianza. Dichos hombres son los que generan y mantienen a su alrededor un pueblo de hombres humillados y hambrientos.

La tentación de los humillados y hambrientos es la desesperanza fatalista. Pero María, desde su propia experiencia y desde la experiencia de la historia de su pueblo, cree que el pensamiento de Dios es diferente.113 Los humillados y hambrientos, pero «humildes y pobres», saben que frente a la libertad corrompida de los poderosos se encuentra la libertad salvífica de Dios, de quien pueden afirmar que El es «mi Salvador». Es una decisión salvífica de Dios que primero se concreta en el nacimiento de la esperanza en el corazón de los pobres —esperanza que se fundamenta en la confianza en el Señor—, y que se despliega históricamente, unas veces con la postura decidida de Moisés —un hijo del propio pueblo humillado—, y otras veces con el inesperado ataque realizado por Ciro —un extranjero, extraño al pueblo—, en contra de Nabucodonosor, que redundó en la salvación y liberación del pueblo de Dios.

María se abre con una clara conciencia de que la sociedad se construye y se cambia históricamente por el juego de la libertad de los hombres; son los hombres, y no otros poderes extraños, los que hacen la historia, porque el hombre es el protagonista de la historia. Pero al mismo tiempo, cree que la extraordinaria fortaleza y poder, con los que se suele mostrar la libertad corrompida por el pecado, internamente son débiles y se apoyan sobre pies de barro. La verdadera fortaleza se encuentra en el Dios Salvador que se manifiesta al oprimido, que es el Dios del Amor, el Dios de la Verdad, el Dios de la Justicia, el Dios de la Misericordia. Esas son las armas que aceptadas y articuladas en la libertad activa de los pobres, históricamente hacen caer a los opresores y abren la posibilidad de construir una nueva sociedad constituida y dirigida por «humildes y pobres». Es la sociedad de la María Liberadora.

La María Cristológica frente al machismo

Cuando la conciencia fatalista del mundo de los pobres se rompe y desaparece, transformándose por la fe en una conciencia histórica y abierta por la esperanza de la liberación, corre el riesgo, dentro de una cultura dominada por el machismo y por el pecado —pecado de la opresión introyectado en el oprimido—, de pretender alcanzar la liberación por el tradicional sistema machista y con los mismos medios en los que apoya su poder el pecado activamente opresor y generador de todo tipo de injusticias.

La María de la Evangelización Liberadora no debe quedar de nuevo cautiva dentro de una mariología popular en la que se hacen presentes viejas, tradicionales y deficientes categorías históricas y culturales. Consecuente con su propia misión, la María de la Liberación, ha de mostrar un nuevo camino a sus hijos diciendo: «Haced lo que El os diga» (Jn. 2, 5).

Esta palabra de María me parece de enorme importancia en nuestro lugar hermenéutico latinoamericano.

Es una palabra que desvía la atención del «poder milagroso» de Nuestra Madre, para centrarla en la misión trascendental e histórica que Dios ha encomendado a la Mujer-María. La importancia y la grandeza de María se encuentran en haber aceptado y puesto por obra la misión recibida por Dios, misión que trasciende al hogar y se pone al servicio de la historia de la salvación. En esta palabra vuelve a aparecer implícitamente que la validez en la historia no consiste en ser varón o mujer, sino en ser capaz de asumir la misión dada por Dios.

Al mismo tiempo, es una palabra que saca al hombre del mero pasivismo esperanzado en el milagro, forzándolo a que asuma su propia misión y responsabilidad, consciente de que Dios lo ha hecho protagonista de la historia.

Pero lo más importante de todo es advertir que la misión de María es centrar la atención de todos sus hijos en Cristo: «Haced lo que El os diga». Se trata de una mariología evangelizadoramente cristológica, tan necesaria en América Latina. La misión de María, desde su dimensión humana, es similar a la del Padre-Dios, ya que «tanto amó Dios (Padre) al mundo que dio a su Hijo único, para que tenga vida eterna y no perezca ninguno de los que creen en El. Porque Dios no mandó su Hijo al mundo para juzgar al mundo, sino para que el mundo por El se salve» (Jn. 3, 16-18).

La clave de María Liberadora está en mostrar a Cristo como el Hombre Nuevo para la construcción de un Mundo Nuevo, como el Modelo, como el Camino, como el único Salvador y Liberador, al que hay que oír, por encima de cualquier otra voz, para conseguir que en un mundo que se ha quedado sin vino —símbolo de la sangre y, consiguientemente, de la vida, y desde la fe, de la Vida de Dios—, pueda volver a tener la alegría y ci vino, porque «el vino alegra el corazón del hombre» (Ps. 103, 15).

La orientación cristológica de la mariología liberadora propone al Varón-Jesús como nuevo modelo y punto de arranque de la verdadera liberación, Varón que críticamente pretende liberar a la cultura latinoamericana del opresor machismo, inaugurando un modo nuevo de liberación y un nuevo estilo de liberadores: «Haced lo que El os diga».

El antimachismo de Cristo tiene dos aspectos bien marcados. El primero está relacionado con su concepción de la mujer, y con el modo de relacionarse con ella y de incorporarla activa y plenamente a su misión. Como ha escrito Vila Moreira, «en el contexto ideológico de su época, Cristo puede ser considerado un 'feminista', no por haber predicado explícitamente la liberación de la mujer, sino sobre todo por haber roto con tabúes vigentes, por haber sostenido la igualdad entre los dos sexos y haber tratado a la mujer como persona, a pesar de los condicionamientos sociales y religiosos» 114

El segundo aspecto del antimachismo de Cristo es mucho más radical y afecta intrínsecamente al proceso mismo de la liberación. En efecto, como ya indicamos anteriormente, el machismo se origina en un universo cultural dualista y maniqueo. Es en el sector de la sociedad dominado por el mal donde se produce el «valor» macho, como única posibilidad de enfrentar dicha realidad, asumiendo también, como únicos constitutivos del «valor-macho», la fuerza violenta y la sagacidad-mentirosa.

Frente a esta realidad, Jesús aparece como un varón distinto y nuevo en su misión salvífica y liberadora. En primer lugar, se despoja conscientemente del «machete», el clásico adorno del macho. Así le dice a Pilato: «Si mi reino fuese de este mundo —es decir, de esta cultura violenta y pecaminosa—, mis soldados habrían luchado para que no cayese en manos de los judíos» (Jn. 18, 36). Y no tiene soldados, es decir, violencia y poder del homicidio, por convencimiento, como se lo expresa a Pedro cuando le ordena guardar su machete: «Vuelve el machete a su sitio, que el que a hierro mata, a hierro muere. ¿Piensas que no puedo acudir a mi Padre? El pondría a mi lado ahora mismo más de doce legiones de ángeles» (Mt. 26, 52-53). Y no se trataba de frases simbólicas, ya que históricamente había renunciado a un caudillaje armado cuando las masas entusiasmadas quisieron proclamarlo como su rey (Jn. 6, 15).

Aunque recomienda la prudencia (Mt. 10, 17), sin embargo, de ninguna manera y en ninguna circunstancia admite la mentira o el engaño, porque El es «la Verdad» (Jn. 14, 6), y tiene por misión «ser testigo de la verdad, para eso nací y vine al mundo» (Jn. 18, 37). Y no tiene miedo a decir y a exigir: «Lo que os digo de noche, decidlo en pleno día, y lo que escucháis al oído, pregonadlo desde la azotea» (Mt. 10, 27).

La confianza soteriológica de Jesús está depositada en la fuerza de la verdad, de la justicia y del profundo y trascendente humanismo de la misión que el Padre le ha encomendado para la salvación del mundo. Por eso es el hombre libre, plenamente libre para realizar su misión: libre frente a los tabúes, los prejuicios e incluso frente a las leyes deshumanizadas de la época; libre para denunciar los abusos, la hipocresía y la corrupción; libre, desde su profunda comunión con Dios, para creer prácticamente en el valor y en la fuerza del hombre cuando se hace profundamente humano; libre para afirmar que nunca se tiene tanto poder como cuando se ama al enemigo (Mt. 5, 43-48), incluso con gestos bien determinados (Mt. 5, 38-42), pero denunciando simultáneamente su opresión y actuando al margen de sus leyes injustas cuando éstas quieren imponer en su conducta una deshumanización; libre para congregar a otros hombres que quieran participar de su misma misión y de su mismo estilo de vida.

Cierto que Jesús plantea una lucha por la liberación integral del mundo. Pero su originalidad está en que, para conseguir este objetivo, fiado en la fe en Dios y en el hombre —imagen y semejanza de Dios—, rechaza la lucha del hombre-macho contra el hombre-macho, para transformarla en el enfrentamiento entre el hombre-humano y el hombre-macho, sabiendo que el sólo plantear la lucha en estos términos ya es la primera victoria y la victoria —«Tened confianza, porque yo he vencido al mundo» (Jn. 16, 33)—, teniendo la esperanza, con la acertada expresión de Mesters, de que al final el opresor será destruido, y lo que quedará de él será el hermano, el compañero, el amigo.115

Esta evangelización de Jesús para conseguir un proceso de «liberación humana», frente a un mundo de opresión deshumanizada y machista, es escandalosa para un universo machista, al ver que en un hogar en el que no se tiene vino y hace falta el vino, se propone como solución llenar los recipientes con agua. En un universo machista la solución y el camino del «agua», parece una solución de locos, de inconscientes, incluso suicida. En efecto, es el suicidio o la anulación del machismo. Pero María, la Madre, dice con absoluta confianza: «Haced lo que El os diga», segura de que se producirá el milagro ante los incrédulos ojos de los hombres compenetrados con el machismo. No podemos olvidar que «en Caná de Galilea comenzó Jesús sus señales, manifestó su gloria, y sus discípulos creyeron más en El» (Jn. 2, 11).

El machismo, cuando se enfrenta ante la problemática de la vida, no obstante su confianza en la fuerza bruta y en la mentira, sobre todo en situaciones límites, suele desarrollarse dentro de la dialéctica del fatalismo y del mesianismo. La María Liberadora se enfrenta también con esta dialéctica mítica y ahistórica, enseñando la marcha de la historia de salvación y de liberación como un proceso, simultáneamente doloroso y de maduración. Así se muestra en el desarrollo teológico del Evangelio de San Juan. Entre el acontecimiento, «primer signo», de Caná de Galilea y la presencia del Resucitado ante María Magdalena, aparece el cuadro de la Madre junto a la cruz de Jesús (Jn. 19, 25).

Ante el mismo hecho hay dos claves diferentes de interpretación. En la clave del machismo se trata del hombre vergonzosamente derrotado, e ingenuamente vencido, porque no ha sabido plantear la lucha en el mismo terreno y con las mismas armas del enemigo. Para el machismo, la muerte de Cristo será un dato de que con su método no se puede luchar en «este mundo», y como símbolo se reduciría a ser signo de esperanza celestial y de perdón de los pecados para los que tienen que padecer la derrota, después de haber estado compenetrados con el estilo de vida de los que habitan en el mundo de los machos.

Desde la clave de María, la significación del hecho es totalmente distinta. Para ella, lo mismo que para el evangelista Juan, toma toda verdad y plenitud la leyenda escrita sobre el «ajusticiado»: «Jesús Nazareno, el Rey de los Judíos» (Jn. 19, 19). La fuerza bruta y las mentirosas intrigas políticas pueden asesinar a un hombre, con la cobertura incluso de haberlo «ajusticiado». Pero no pueden matar la fuerza de la verdad, de la justicia y del amor de un hombre que sólo quiso luchar con esos instrumentos, sin posibilidades de ser confundido con una bestia. Por eso, a la luz de María, el derrotado aparece como un Mártir que prueba al mundo «que hay culpa, inocencia y sentencia: primero, culpa porque no creen en mí; luego, inocencia, y la prueba es que me voy con el Padre (...); por último, sentencia, porque el jefe del orden presente ha salido condenado» (Jn. 16, 8-11). Más aún el proceso de salvación y de liberación iniciado por Jesús no ha terminado como un fracaso con la muerte de Jesús. El hecho lo ha comprobado María en la misma cima del Calvario junto al cadalso del asesinado. Nace una nueva generación de Cristos, cuando Jesús antes de morir le dice a su Madre señalando a Juan: «Mujer, ése es tu hijo» (Jn. 19, 26). Al mismo tiempo comienza a resquebrajarse el sólido mundo de la fuerza y de las traiciones: El capitán del pelotón de ejecución confiesa que «realmente, este hombre era inocente» (Le. 23, 47); el traidor reconoce que «he pecado, entregando a la muerte un inocente» (Mt. 27, 4); el juez acomodaticio repetirá incansablemente que no encuentra ningún cargo contra El (Jn. 18, 39/19, 4-6); el malhechor de oficio encuentra una nueva posibilidad de vivir: «Acuérdate de mí cuando estés en tu reino» (Le. 23, 42); e incluso los irreconciliables enemigos tienen que reconocer cuál es el ídolo al que adoran, siendo conscientes que es también el origen de su propia opresión: «No tenemos más rey que al César» (Jn. 19, 15), y después de haberlo visto muerto, todavía tienen miedo a la fuerza de la verdad del muerto, por lo que intentan vencerla inútilmente con las únicas armas que saben manejar, un piquete de soldados ante el sepulcro (Mt. 27, 65-66), dinero y mentiras (Mt. 28, 11-15). La Resurrección y el movimiento de salvación y de liberación, que purifican al hombre de pecado desde lo más profundo de su ser, se han iniciado en el mismo Calvario, y Jesús, con realismo histórico, le dice a sus seguidores: «En el mundo tendréis apreturas. Pero, ánimo, que yo he vencido al mundo» (Jn. 16, 33). Jesús ha descubierto que el mundo pecador y machista puede matar, puede asesinar, pero no puede derrotar a los «hijos de Dios». Aquí radica la alegría del cristiano cuando confiesa que Cristo ha resucitado, y si Cristo ha resucitado, también nosotros resucitaremos (1 Cor. 15, 12-34), si cumplimos la palabra de María:. «Haced lo que El os diga».

Liberación y Maternidad Universal

El nuevo lugar hermenéutico latinoamericano —el binomio vivencial opresión-liberación— desde el que, vivida la fe, da origen a la mariología de la liberación, dentro de sus profundas posibilidades para una mejor comprensión del Dios que nos salva, sin embargo corre fácilmente por tres riesgos que, a mi juicio, han de ser salvados por la misma María de la Liberación, en la medida que despliegue el sentido de su misión y vocación histórica y trascendente: la realización de su Maternidad Universal y trascendente.

No podemos olvidar que la liberación «designa, en primer lugar, una preocupación privilegiada, generadora, de compromiso por la justicia, proyectada sobre los pobres y las víctimas de la opresión».116 Más exactamente, liberación es el grito, el movimiento y la esperanza de los mismos pobres y oprimidos que pretenden ser respetados en su dignidad humana y que aspiran a la justicia dentro de la sociedad. Por ese motivo, el objetivo visible e inmediato de la liberación es la construcción de una sociedad justa en la que, desapareciendo las estructuras generadoras de injusticia, surjan estructuras nuevas promotoras de justicia y orientadas a respetar activamente la dignidad humana de toda la sociedad.

En un reciente documento de la Iglesia se nos afirmará que esta aspiración de liberación «que se expresa con fuerza, sobre todo en los pueblos que conocen el peso de la miseria y en el seno de los estratos desheredados» es uno de los principales signos de los tiempos; «traduce la percepción auténtica, aunque oscura, de la dignidad del hombre, creado a la imagen y semejanza de Dios, ultrajada y despreciada por múltiples opresiones culturales, políticas, raciales, sociales y económicas, que a menudo se acumulan»; y nace del mismo Evangelio al descubrir a los hombres su dignidad de hijos de Dios, y al sembrar la exigencia y la voluntad positiva de una vida fraterna, justa y pacífica, en la que cada uno encontrará el respeto y las condiciones de su desarrollo espiritual y material. Más aún, se nos dirá en dicho documento, que la levadura evangélica es uno de los factores que han contribuido al despertar de la conciencia de los oprimidos, y a promover que el hombre no quiera ya sufrir pasivamente el aplastamiento de la miseria ni la violación intolerable de su dignidad natural.117

Este es el lugar hermenéutico del pueblo para una comprensión nueva y original de su fe en Cristo Salvador y en la Virgen su Madre. Es un lugar trágicamente humano, noble, cargado de urgencias, promovido no sólo por el dolor, sino también por la levadura evangélica y. que se presenta con las características de uno de los principales signos de los tiempos. Esto da un conjunto de garantías para una nueva lectura de María como Madre Liberadora.

Pero como toda realidad humana y, mucho más, cuando dicha realidad adquiere las características de tragedia, corre, entre otros, tres riesgos desde el punto de vista de la fe.

El primero, es una valoración restrictiva y «neocatarista» con relación a los que se denominan los plenamente comprometidos con el proceso de liberación, marginando a los débiles y a los inútiles para la dinámica activa del proceso. Segundo riesgo, es el de concentrar de tal manera la atención en el cambio de la sociedad que se olvide e incluso se desespere del posible cambio de las personas. Y el tercero, es bloquearse obsesivamente en la problemática social y cultural olvidando o desvalorando la dimensión trascendente del hombre y de la historia. La caída en estos riesgos deformaría el sentido mismo de la liberación y lentamente la transformaría en otro tipo de opresión.

Estos riesgos pueden ser evitados por nuestro pueblo en la medida que descubra en María Liberadora, compartiendo su proyecto, la universalidad de su Maternidad. Una Maternidad Universal vivida dolorosamente en pleno conflicto, cuan-do sus hijos se enfrentan como oprimidos y opresores. Y una Maternidad Universal, feliz y en plenitud al término del proceso, pudiendo afirmar lo mismo que Jesús: «que ninguno se perdió, excepto el que tenía que perderse para que se cumpliera la Escritura» (Jn. 17, 12).

El primer riesgo apuntado es el del «neocatarismo» de los comprometidos, que puede degenerar en dictadura, en olvido, desprecio e incluso rechazo de los pobres ',' oprimidos «no concientizados».

En este aspecto me ha impresionado una anécdota contada por Mesters. El hecho ocurrió en Ceará en 1979. «Estábamos en un encuentro bíblico para agricultores. Al final del tercer día, ellos organizaron una reunión para debatir el problema del sufrimiento. Uno de ellos dijo así: 'Yo acepto cargar la cruz, pero sólo aquella que trae la liberación para el pueblo'. Doña Dalva respondió: 'Señor Raimundo, estoy de acuerdo. Pero, ¿cuál es la cruz que me trae la liberación para el pueblo? En la casa tengo un niño. Tuvo parálisis. Ahora está hecho un bobo. No camina ni habla. ¡Yo soy la que le cuido todo el tiempo! ¿Qué hago con este sufrimiento? ¿Trae liberación para el pueblo? ¿Hay lugar para mí en su comunidad? Y para mi niño, ¿hay lugar?' Raimundo no supo responder. (...) Dalva arrojó su sufrimiento en la cara de Raimundo y derrumbó las ideas que tan bien arregladas él tenía en su cabeza».118

La pregunta de Doña Dalva, la madre de un niño bobo, es de un dramatismo y de una profundidad que nos fuerza a una reflexión más a fondo de la comprensión de la realidad. En efecto, el peligro de los «comprometidos» es creer que los importantes son ellos, cuando lo verdaderamente importante, lo radicalmente importante es el sufrimiento del pueblo oprimido, como aparece con claridad en el libro del Éxodo: «He visto la aflicción de mi pueblo en Egipto y he oído los clamores que le arrancara su opresión, y conozco sus angustias. Y he bajado para librarle de las manos de los egipcios (...). El clamor de los hijos de Israel ha llegado hasta mí, y he visto la opresión que sobre ellos hacen pesar los egipcios. Ve, pues; yo te envío al Faraón para que saques a mi pueblo, a los hijos de Israel, de Egipto» (Ex. 3, 7-10). No son primariamente los comprometidos, en cuanto comprometidos, el pueblo de Dios, sino el pueblo sufriente y oprimido. Por eso Doña Dalva y su hijo bobo son miembros de la comunidad que delante de Dios dama por su liberación.

El comprometido, como Moisés, tiene importancia en la medida en la que, habiendo escuchado la palabra de Dios, pone su vida al servicio de los oprimidos. No son los oprimidos los que tienen que pertenecer a la comunidad del comprometido, sino el comprometido el que tiene que integrarse a la comunidad de los oprimidos.

Es más, la función que ha de realizar tiene que desarrollarla sin manipular a los oprimidos —transformándolos en propaganda de su proyecto—; con un ejercicio continuo de la misericordia en sus necesidades cotidianas e inmediatas; sin imponerles con su liderazgo una nueva opresión, un nuevo despotismo sobre el que ya están padeciendo todos los días. La función del comprometido es abrir al pueblo a una nueva esperanza, sin transformarlo deshumanizadamente en pieza útil para «su» proyecto.

«Los fuertes» sienten esta misma tentación frente a los «no concientizados», frente a los débiles, frente a los cobardes como Pedro. No quieren aceptar los efectos de la opresión en los oprimidos, que muchas veces se concreta en debilidad y en cobardía.

Sin embargo, la María Liberadora ha de aparecer ante todo como la Madre de los Oprimidos, como claramente lo muestra en el Calvario, y en el Cenáculo en la espera de Pentecostés (Act. 1, 12-14), sin oponer resistencias a que Pedro, el cobarde en la noche de la Pasión, tome el liderazgo de las propuestas. La Madre Liberadora nunca rompe la unidad entre los oprimidos, como tienden a hacerlo ciertas actitudes de comprometidos en nombre de una limitada «solidaridad», sino que la refuerza. Y la refuerza valorando a todo oprimido, sea cual sea su situación y su capacidad, y desarrollando simultáneamente con sus hijos oprimidos la misión histórica de la liberación y la de la misericordia en sus necesidades cotidianas. María enseña a conjugar simultáneamente la asistencia misericordiosa y la promoción liberadora, sin encontrar conflicto entre ambas vertientes. Por eso Ella es la gran evangelizadora y pedagoga de los «comprometidos» en la difícil y arriesgada misión que tienen que cumplir a ejemplo de Jesucristo.

El segundo riesgo del lugar hermenéutico es el de concentrar de tal manera la atención en la transformación de la sociedad que el movimiento de liberación se olvide e incluso, de alguna manera, desespere maniqueamente de la conversión de los opresores.

En la piedad mariana y popular latinoamericana, el desarrollo de la dimensión en María como Liberadora no puede oscurecer su cualidad de «refugio de los pecadores», que era la única esperanza dentro de una cultura machista, como anteriormente expusimos. El horizonte de la liberación establecido por María, sin disminuir la importancia de la transformación social, no queda bloqueado en esta transformación sino que cristianamente se prolonga hasta la conversión de los responsables y herodianos de dicha sociedad opresora.

Esta ampliación del horizonte puede parecer distractiva y utópica, apoyándose en las palabras del mismo Jesús: «¡Con qué dificultad entran los que tienen mucho en el Reino de Dios! Porque es más fácil que entre un camello por el ojo de una aguja a que entre un rico en el Reino de Dios» (Lc. 18, 24-25). Aunque inmediatamente añade: «Lo que el hombre no puede, lo puede Dios» (Lc. 18, 27).

María es testigo de un acontecimiento preclaro en la primitiva Iglesia: el perseguidor Saulo, que estuvo de acuerdo con el apedreamiento de Esteban, y que buscaba recursos para encarcelar a los cristianos, se transformó en Pablo, el punto de arranque para la difícil incorporación a Cristo del mundo de los gentiles. Ella era Madre de Saulo y de Pablo.

Pero para que esto sea posible es necesario convertir también de su desesperanza al temeroso y «experimentado» Ananías, y darle valor para que, arriesgando su vida, salga de su encierro, entre con audacia en la casa de Saulo y sea capaz de decirle: «Hermano Saulo, el Señor me ha enviado, Jesús, el que se apareció cuando venías por el camino, para que recobres la vista y te llenes de Espíritu Santo» (Act. 9. 17). Sólo desde esta perspectiva el proceso de liberación mantiene y potencia la fuerza de la lucha por la justicia, sin dejarse corromper por la tentación del odio y de la condenación desesperanzada del opresor. Es más, es entonces cuando la justicia alcanza su más profundo significado y vigor bíblicos, porque la justicia evangélica de Dios es causativa, es la que logra transformar y convertir a los injustos en justos. Es de esta manera como los liberadores pueden quedar liberados de la tentación del hermano de la parábola; «Mira: a mí, en tantos años como te sirvo sin desobedecer nunca una orden tuya, jamás me has dado un cabrito para comérmelo con mis amigos; y cuando ha venido ese hijo tuyo que se ha comido tus bienes con malas mujeres, matas para él el ternero cebado» (Lc. 15, 29). Los liberadores han de llenarse de los mismos sentimientos del Padre, de la Madre María: «Porque este hermano tuyo se había muerto y ha vuelto a vivir, se había perdido y se le ha encontrado» (Lc. 15, 32). Es otra manera de expresar la actitud de gran Liberador, Cristo: «Padre, perdónalos porque no saben lo que hacen» (Lc. 23, 28-46).

El tercer riesgo del lugar hermenéutico es la caída en la mera inmanencia, olvidando en las graves preocupaciones de cada día, la dimensión trascendente de la historia y del hombre.

También la María Liberadora se ha de enfrentar liberadoramente frente a este riesgo del lugar hermenéutico, dado que Ella es también la «Llena de Gracia», «Nuestra Señora de los Dolores» y la «Madre del Cielo».

Como la «Llena de Gracia» pretende liberar al oprimido en su esfuerzo de liberación del pelagianismo machista. Ella lo canta explícitamente: «Pues mirad, desde ahora me felicitarán todas las generaciones porque el Poderoso ha hecho tanto por mí; El es santo y su misericordia llega a sus fieles de generación en generación» (Lc. 1, 48-50). La energía de la maternidad liberadora de María no es obra de hombres es el milagro de la misericordia de Dios, es la presencia del mismo Dios Salvador en las entrañas de María. Porque Dios es Salvación y Liberación, la potencial maternidad de María se ha transformado en maternidad real y salvadora para toda la humanidad, dado que ella no era más que «la esclava humillada (Lc. 1, 48). Es la lección de María: el nacimiento de la aspiración a una liberación integral en el hombre oprimido, no nace sólo de su ser de hombre ni de su ser o no-ser de oprimido; es también gracia de Dios y presencia de Dios despertando nueva vida en un seno estéril despreciado por los poderosos y, a veces, por los propios oprimidos. Más aún, los oscuros latidos de una liberación, que se sienten en ese agonizante seno de mundo oprimido, se siguen produciendo porque en el no-ser del oprimido están presentes la imagen y la semejanza de Dios, y no hay opresión que pueda hacer desaparecer del hombre más humillado y aplastado esa «imagen y semejanza» con la que Dios lo ha sellado, y que se abre en lo que Medellín y Puebla han expresado como el clamor de los pobres.

La María Liberadora no puede renunciar en América Latina a su título de «Nuestra Señora de los Dolores». Con este título la María Liberadora salva otra dimensión de la trascendencia, especialmente para los que, comprometidos en el proceso de la liberación, tienen que pasar su vida por circunstancias similares a las de Jesús y María. María en el Calvario, lo mismo que Jesús, es oprimida pero Señora. El Señorío, la Libertad Suprema tienen que ser reconocidos por los hombres, pero ni los dan los hombres, ni son capaces de quitarlos, aunque puedan aplastarlos. Sólo el hombre puede hacerse esclavo a sí mismo. Nadie puede quitarle a un hombre su capacidad de amar y de perdonar al que lo aplasta, su capacidad de mantenerse fiel a su fe, a su misión y a su compromiso. Es la experiencia de la Liberadora en el Calvario. Cuando los hombres son capaces de vivir su vida de esta manera en medio de la opresión, aparecen de tal manera identificados con Jesús, que de ellos también puede decirse que vivieron «para liberar a todos los que por miedo a la muerte pasaban la vida entera como esclavos» (Hbr. 2, 15). La degradación de la tortura puede ser transcendida y vencida por el Señorío del Martirio.

Pero, sobre todo, la María de la Liberación es y siempre será para la fe del pueblo latinoamericano la «Madre del Cielo». Es decir, María es también la realidad personal trashistórica, pero viva, que está en el Cristo Glorioso intercediendo por nosotros. Es la realidad de una maternidad universal que espera reunir a todos sus hijos en la morada de Dios, cuando «Dios en persona estará con ellos y será su Dios. El enjugará las lágrimas de sus ojos, ya no habrá muerte ni luto, ni llanto ni dolor, pues lo de antes ha pasado» (Ap. 21, 3-4). Este es el horizonte definitivo y último, irrenunciable para el creyente. Esta dimensión trascendente y gloriosa de la Maternidad Universal de María es la que libera a la historia, tanto global como personal, de su intrínseca debilidad agónica condenada a la muerte —sea que dicho hecho se aceptara con desesperación o con estoicismo—, vigorizándola desde dentro con una profunda fuerza sacramental que la abre a la trascendencia definitiva de Cristo en Dios. Es la que permite al creyente y al grupo humano que se ha esforzado por el mejoramiento de la historia, pero que, no obstante dicho esfuerzo de liberación, siempre tiene que abandonarla imperfecta, inacabada y amenazada de nueva destrucción, poder decir con confianza: «Padre, en tus manos encomiendo mi espíritu» (Lc. 23, 46) y «Protege Tú mismo a los que me has confiado» (Jn. 17, 11). Y es esta fe y este horizonte los que dan el coraje, desde la caridad, de luchar con el enemigo opresor para convertirlo en el hermano y amigo, en el hijo de Dios, con el que se espera vivir en comunión de resurrección, cuando desaparezcan definitivamente las tinieblas de nuestra historia. Ella es la que permite continuar siempre en el esfuerzo y en la lucha sin entreguismos ni derrotismos, a ejemplo de Jesucristo.

La superación de estos tres riesgos del lugar hermenéutico, que posibilita la María de la Liberación establece el sentido profundo y cristiano de la liberación. No se trata sólo de un proceso puramente mecánico en el que se desechan viejas piezas para cambiarlas por otras, y en el que se reajustan mecanismos de un reloj que se ha vuelto loco. Es un proceso humano, movido por Dios, generativo y vital, en el que se busca que la globalidad de la sociedad —tanto desde el punto de vista estructural, como cultural— marcada por la orientación homicida del pecado (1 Jn. 3, 7-12) se purifique y transforme en una sociedad fiel al Espíritu de Dios que es vivo y vivificante (1 Cor. 15, 45). Es un proceso de «conversión» de todos los hombres oprimidos y opresores —«porque ninguno es inocente, ni uno solo» (Rom. 3, 10), y «si afirmamos no tener pecado, nosotros mismos nos extraviamos y, además, no llevamos dentro la verdad» (1 Jn. 1, 8)—, pero que ha de realizarse mediante parto doloroso. porque cuando «una mujer va a dar a luz siente angustia porque ha llegado su hora; pero, en cuanto da a luz al niño, ni se acuerda del apuro, por la alegría de que un hombre haya venido al mundo» (Jn. 16, 21). El doloroso parto de María, la mujer oprimida junto a la Cruz, dio a luz un Cristo resucitado y una Iglesia en marcha, en la que, como un símbolo del mundo nuevo, surgía la primera comunidad cristiana descrita, no obstante sus defectos, con entusiasmo en las Actas de los Apóstoles (Act. 4, 42-47). Es el primer capítulo de la historia de la liberación cristiana, que se constituye en norma de referencia obligada para cualquier otra situación.

Conclusiones

Llego al final de mi trabajo, en el que me proponía como objetivo una primera aproximación a la mariología popular subyacente bajo el catolicismo popular de nuestro pueblo latinoamericano, con el deseo de poder someter dicha mariología a una crítica estrictamente teológica, que pueda ayudar al nuevo proceso de evangelización y liberación del continente ante el V Centenario del nacimiento de América Latina.

Brevemente expongo las conclusiones a las que he llegado a través de mi estudio.

1. Subyacente al catolicismo popular de nuestro pueblo latinoamericano hay que afirmar la existencia de una auténtica teología popular.

2. El fenómeno es común a toda «religiosidad popular», y en nuestro caso se confirma después de haber seguido el método propuesto para proceder a su investigación y determinación.

3. En la historia de la mariología popular latinoamericana se pueden distinguir tres etapas diferentes: La Mariología de la Conquistadora que llega con los barcos de los españoles; La Mariología de «Nuestra Madre de los Oprimidos», que providencialmente se inaugura en Guadalupe; la Mariología de «Nuestra Madre de la Liberación», que comienza a perfilarse durante estos años.

Entre la Mariología de «Nuestra Madre de los Oprimidos» y la de «Nuestra Madre de la Liberación», puede considerarse un capítulo importante y que iniciaría una transición, la de «Nuestra Madre Libertadora», característica de los años de la independencia política del continente y del nacimiento de las nacionalidades.

4. En todas estas mariologías aparece como una constante la fe en la María de la revelación, aunque expresada en mariologías más o menos deficientes, según los casos.

5. La Mariología de la Conquistadora, de fuertes resonancias para los propios conquistadores, sin embargo es una mariología agresiva para el mundo amerindio, negativa para iniciar un proceso de evangelización.

6. Sorprendentemente, con el acontecimiento de Guadalupe, la Mariología de la Conquistadora queda superada, originándose una nueva mariología popular, principalmente a nivel del mundo amerindio, que progresivamente va a totalizar a América Latina, y que podemos titular como la Mariología de Nuestra Madre de los Oprimidos.

A partir del acontecimiento de Guadalupe se abre en constelación una serie de fenómenos similares, aunque muy diferentes en sus formas de presentarse, como es el caso de Copacabana y el de Caacupé.

7. El núcleo de comprensión y sistematización de esta teología popular creo que hay que situarlo en el binomio profundamente afectivo «Nuestra Madre-Hijos», en el interior de un triángulo cultural determinado por la trilogía «opresión-machismo-experiencia campesina (con marcado sello fatalista)».

Dichos condicionamientos culturales e históricos, en los que se elabora esta mariología, facilitan la incorporación completa de María, y culturalmente tienden a rechazar una «mariolatría» en sentido estricto.

Pero simultáneamente tienden a reducir la funcionalidad de María a «Refugio de los Pecadores» y «Consuelo de los Afligidos», sin lograr romper la antivaloración de la mujer, el machismo y el fatalismo subyacente en la cultura. Más aún, se trata de una mariología que se presta a ser manipulada por diferentes sectores.

8. Dentro de dicha estructura mariológica, forzada por acontecimientos históricos, surge la María Libertadora, sobre cuya fe se fundan las nuevas nacionalidades, pero manteniendo a María cautiva en el interior de las limitaciones de la tradicional mariología popular.

9. La nueva situación del pueblo y del continente, determinada por la tensión opresión-liberación, se constituye en lugar hermenéutico para una comprensión más profunda de la María revelada por la fe, abriendo las posibilidades de la Mariología de la Liberación.

10. Dicho lugar hermenéutico, por no ser ahistórico, está sujeto a tres riesgos fundamentales que condicionarían de no ser atendidos, a la María de la Liberación a un nuevo cautiverio mariológico. Pero felizmente nos encontramos muy a los comienzos del fenómeno, de tal manera que la María Liberadora que nace de dicho lugar hermenéutico puede fácilmente iluminar liberadoramente los mismos riesgos inherentes a este lugar.

11. La teología de la María Liberadora no sólo se proyecta en la dinámica de la transformación de unas estructuras, sino, al mismo tiempo, a la liberación de las deficiencias de la cultura popular tradicional, promoviendo desde la fe un proceso de conversión total.

12. La Mariología de la Liberación ayuda a profundizar en la misma realidad de la liberación, recuperando desde la fe la profundidad y la trascendencia del término y del fenómeno perteneciente a la Historia de la Salvación.

13. La Mariología de la Liberación, con todas sus posibilidades y virtualidades, no se elabora con una discontinuidad con el pasado, sino asumiendo los datos tradicionales de la teología popular en una nueva perspectiva, pero siempre quedando centralizada la novedad del sistema sobre el núcleo «Nuestra Madre».

Quiero terminar estas conclusiones afirmando mi convencimiento de que la nueva mariología popular latinoamericana tiende a desarrollarse en su originalidad, autoctonía y audacia asumiendo en el nuevo contexto la primitiva mariología de la Virgen de Guadalupe. Es una mariología que se abre enérgicamente hacia el futuro, apoyada siempre sobre sus más legítimas raíces. Para los pobres y los oprimidos, para todas las naciones y para el continente, siguen resonando las palabras de la Guadalupana: «Deseo vivamente que se me erija aquí una casa, para en ella mostrar y dar todo mi amor, compasión, auxilio y defensa, pues yo soy vuestra piadosa madre, a ti, a todos vosotros juntos, los moradores de esta tierra y a los demás amadores míos que me invoquen y en mí confíen; oír allí sus lamentos, y remediar todas sus miserias, penas y dolores». Y cuando el pueblo se angustia y duda, vuelve a decirle la Virgen: «Oye y ten entendido, hijo mío el más pequeño, que es nada lo que te asusta y aflige; no se turbe tu corazón; no temas esa enfermedad, ni otra alguna enfermedad y angustia ¿No estoy yo aquí que soy tu Madre? ¿No estás bajo mi sombra? ¿No soy tu salud? ¿No estás por ventura en mi regazo? ¿Qué más has menester?».

Presencia Teológica, Sal Terrae, Santander 1988

 


1.__ VARGAS UGARTE, Rubén, Historia del culto de María en Ibero América y de sus imágenes y santuarios más celebrados, T. 1. Madrid 1956, p. XX. En el mismo autor es interesante ver la abundante toponimia mariana existente en América Latina, pp. 81 ss.
2.__PUEBLA n. 446. En adelante citaré a Puebla con la sigla P.

3.__AAS LXXI, p. 228.

4.__ P. n. 1147.

5,__ P. nn. 447 y 444.

6 .__P. nn. 89 y 88.

7 .__P. n. 303.

8 .__Normalmente el término «Teología» se reserva para la denorninada Teología Científica. Creo que, sin embargo, es legítimo aplicarlo también a lo que otros denominarían como «cultura teológica popular», teniendo en cuenta que la cultura, incluso popular, es por su misma naturaleza también sistemática, significativa y fundada, aunque lo sea de una forma precientífica, espontánea e irrefleja. por lo que no se le puede denominar científica.

9.__ ORONZO, Giordano, Religiosidad popular en la Alta Edad Media, Madrid 1983; CARO BAROJA, Julio, Las /ormas complejas de la vida religiosa. Religión, sociedad y carácter en la España de los siglos XVI y XVII, Madrid 1978.

10.__ KLOPPENBURG, Boaventura, «Los-afro-brasileños y la umbanda», y ALMEIDA CINTRA, Raimundo, «Cultos afro-brasileños». en AA. VV., Los grupos Afroamcricanos. Aproxiniaciones y pastoral. Bogota 1980, pp. 178-212. Véase también SUSNIK, Branislava. El rol de los indígenas en la formación y en la vivencia del Paraguay. Asunción 1982, pp. 181-196.

11.__ GARCILASO, Comentarios Reales, 2.° P., L. I. Cap. XXV, citado por VARGAS UGARTE, O. c., pp. 55-56.

12.__ RUIZ DE MONTOYA, Antonio, Conquista espiritual hecha por los religiosos de la Compañía de Jesús en las Provincias de Paraguay, Uruguay y Tape, Bilbao 1892, p. 110.

13.__ NIMUENDAJU-UNKEL, Curt, Los mitos de la creación y de destrucción del mundo como fundamentos de la religión de Los apa pokuva-guarani, Lima 1978. pp. 155 y 179.

14.__ MONTECINO AGUIRRE, Sonia, «Mulher mapuche e cristianismo: Re1aboraçao religiosa e resisténcia étnica», en AA. VV.. A mulher pobre na história da Igreja latinoamericana, Sao Paulo 1984, pp. 186-199. Se trata de un estudio muy sugerente dentro de la línea apuntada.

15.__ VARGAS UGARTE, O. c., p. 10.

16.__ BERNAL DIAZ DEL CASTILLO, Historia de los sucesos de la Conquista de la Nueva España, Cp. XXIV, citado por VARGAS UGARTE, Oc., pp. 11-12.

17.__ VARGAS UGARTE, O. e., pp. 43 y 15.

18.__ RUIZ DE MONTOYA, Antonio, Conquista espiritual hecha por los religiosos de la Compañía de Jesús en las Provincias de Paraguay, Uruguay y Tape, Bilbao 1892, Cap. 58; VARGAS UGARTE, O. c., pp. 50-51.

19.__ Así denomina muy significativamente Antonio Ruiz de Montoya la empresa jesuítica de las reducciones, teniendo en cuenta que el libro estaba escrito para el Rey de España, mostrando el malestar existente por el comportamiento de los españoles, pero sin cuestionar la conquista misma, dado que expresamente dirá el autor que los jesuitas pretendían hacer de los indígenas cristianos y súbditos de Su Majestad el Rey. Sobre el concepto de «conquista» y su contenido específico en América, véase SUSNIK, Branislava, El rol de los indígenas en la formación y vivencia del Paraguay, Asunción 1982, pp. 61-68.

20.__ Las citas están tomadas de VARGAS UGARTE, O. c., pp. 3-9.

21.__ RUIZ DE MONTOYA, Antonio, Conquista espiritual hecha por los religiosos de la Compañía de Jesús..., Bilbao 1892, p. 14.

22.__ RUIZ DE MONTOYA, Antonio, O. e., pp. 14 y 29.

23.__ Bonaer., Doc. VI, p. 31.

24.__ BERNAL DIAZ DEL CASTILLO, Historia de los sucesos de la Conquista de la Nueva España, Cap. XCIV, citado por VARGAS UGARTE, O. c., p. 13.

25.__ En VARGAS UGARTE, O. c., p. 14, está la cita de la «Crónica Miscelánea de Jalino», escrita por Fr. Antonio de Tello.

26.__ VARGAS UGARTE, ~. c., pp. 18-27.

27.__ STEHLE, E., Testigos de la fe en América Latina, Estella 1982, p. 17.

28.__ CARO BAROJA, Julio, Las formas complejas de la vida religiosa. Religión, sociedad y carácter de la España de los siglos XVI y XVII, Madrid 1978, pp. 415-444.

29.__ BEOZZO, José Oscar, «A mulher indigena e a Igreja na situaçao escravista do Brasil colonial», en AA. VV., A mulher pobre na história da Igreja latino-americana, Sao Paulo 1984, pp. 70-93.

30.__ MOREIRA DA SILVA, Vilma, «La mujer en la teología. Reflexión bíblico-teológica» en AA. VV., Mujer latinoamericana. Iglesia y teología, México 1981, pp. 155-156. BOFF, Leonardo, El rostro materno de Dios, Madrid 1981, pp. 35-46.

31.__ BERNAL DIAZ DEL CASTILLO, Historia de los sucesos de la Conquista de la Nueva España, Cap. XXXVI, citado por VARGAS UGARTE, O. c., p. 13.

32.__ BERNAL DIAZ DEL CASTILLO, Historia de los sucesos de la Conquista de la Nueva España, Cap. XCIV, citado por VARGAS UGARTE, O. c., p. 13.

33.__ MUÑOZ BATISTA, Jorge, «Octavio Paz: Nuestras raíces culturales», en AA. VV., Iglesia y cultura latinoamericana, Bogotá 1984, pp. 27-46.

34.__ MELIÁ, Bartomeu, «O Guaraní reduzido», en AA. VV., Das reduçoes latinoamericanas as lutas indigenas actuais, Sao Paulo 1982, pp. 228-24 1. Véase también DUSSEL, Enrique, «La historia de la Iglesia en América Latina», PUEBLA 18 (1982) 165-192.

35.__ BLANCO, José María, Historia documentada de la vida y gloriosa muerte de los Padres Roque González de Santa Cruz, Alonso Rodríguez y Juan del Castillo, de la Compañía de Jesús del Caaró e Ijuhí, Buenos Aires 1929, pp. 525-526.

36.__ LOZANO, Pedro, Relación de la vida y virtudes del Ven. Mártir P. Julián de Lizardi, de la Compañía de Jesús de la Provincia del Paraguay, Madrid 1862. Véase también MELIA, Bartomeu, «Roque González en la cultura indígena», en AA. VV., Roque González de Santa Cruz, Colonia y Reducciones del Paraguay de 1600, Asunción 1975, pp. 105-129.

37.__ ELIZONDO, Virgilio, «María e os pobres: um modelo de ecumenismo evangelizador», en AA. VV., A mulher pobre na história da Igreja latino-americana, Sao Paulo 1984, p. 22.

38.__ VARGAS UGARTE, O. c., p. 164.

39.__ P. n. 446.

40.__ Antonio Valeriano (1520-1605) era un indígena de raza tepaneca pura. Fue alumno del Colegio de Santa Cruz, donde existían colegiales expertos en tres lenguas, latina, española e indiana. De él dice Fray Bernardino de Sahagún, que «el general y más sabio fue Antonio Valeriano, vecino de Atzopotzalco» (Historia General de Nueva España, T. 1., Prólogo, p. 5, publicada en 1569). Valeriano tenía once años cuando fueron las apariciones, y veintiocho a la muerte de Juan Diego.

41.__ SILLER, Clodomiro L., «Anotaciones y comentarios al Nican Mopohua» y «El método de la evangelización en el Nican Mopohua», en ESTUDIOS INDIGENAS VIII, 2 (1981) 217-274 y 275-309. Véase también HOORNAERT, Eduardo, «La evangelización según la tradición guadalupana», en AA. VV., María en la Pastoral Popular, Bogotó 1976, pp. 89-110. HOORNAERT, Eduardo, Guadalupe. Evangelización y dominación, Lima 1975.

42.__ CARILLO, Salvador, El mensaje teológico de Guadalupe, México 1982. Véase también LAYAFE, J., Quetzalcóatl y Guadalupe, México 1983, pp. 293-407.

43.__ Texto citado por MIRANDA, Francisco, en «Presupuestos históricos de la religiosidad popular en México», en AA. VV., Iglesia y religiosidad popular en América Latina, Bogotá 1977, pp. 163-165.

44.__ Para el significado de estos términos véase en SILLER, Gbdomiro, «Anotaciones y comentarios al Nican Mopohua», ESTUDIOS 1NDIGENAS VIII, 2 (1981) 242.

45.__ SILLER, Clodomiro, Idem, p. 232. Los indígenas llamaban a la Virgen Tonatzin, que en el panteón azteca correspondía a la Madre de los dioses. La aplicación de este nombre a la Virgen creó tendencias muy divergentes entre los misioneros. Sobre este tema véase LAFAYE, J., Quetzalcóatl y Guadalupe. La formación de la conciencia nacional en México, México 1983, pp. 295-303, 312-318.

46.__ SILLER, Clodomiro, Idem, p. 227.

47.__ SILLER, Clodomiro, Idem, p. 257. La cita que hace es de Fray Bernardino de Sahagún.

48.__ SILLER, Clodomiro, Idem, p. 224. Para la interpretación de Octavio Paz al acontecimiento guadalupano, véase MUÑOZ BATISTA, Jorge, «Octavio Paz: Nuestras raíces culturales», en AA. VV., Iglesia y cultura latinoamericana, Bogotá 1985, pp. 58-62. VAZQUEZ, Guillermo, «El Popol-Vuh y el Génesis. Estudio comparativo», MYSTERIUM, 100-101 (1971) 3-26.

49.__ VARGAS UGARTE, O. e., p. 56.

50.__ CALANCHA, Antonio de la, y TORRES, Bernardo, Crónicas agustinianas del Perú, Madrid 1972, p. 115.

51.__ MONAST, Jacques, L'univers religieux des Aymaras de Bouvie, Ottawa 1965, pp. 51-54.

52.__ DUSSEL, E. y ESANDI, María Mercedes, El catolicismo popular en Argentina, Buenos Aires 1970, pp. 99-118.

53.__ SANCHEZ ARJONA, Rodrigo, La religiosidad popular católica de Perú, Lima 1981, p.¶ 117.

54.__ MARZAL. Manuel, «La cristalización del sistema religioso andino», en AA. VV., Iglesia y religiosidad popular en América Latina, Bogotá 1977, pp. 142-146; también MARZAL, M., El sincretismo iberoamericano, Lima 1985, pp. 22-30, 114-129.

55.__ MONAST, Jacques, L'univers religieux des Aymaras de Bouvie, Ottawa 1965, p. 52.

56.__ ELIADE, Mircea, Tratado de historia de las religiones, T. II, Madrid 1974, pp. 11-35 y 109-141.

57.__ DUSSEL, E. y ESANDI, María Mercedes, El catolicismo popular en Argentina. Histórico, Buenos Aires 1970, pp. 100-101.

58.__ Todos los datos están tomados de VARGAS UGARTE, O. c., pp. 102-115.

59.__ AA. VV., Mujer latinoamericana. Iglesia y Teología, México 1981 y AA. VV., A mulher pobre na história da Igreja latino-americana, Sao Paulo 1981.

60.__ WEBER, Max, Wirtschaft und Gesselschajt, Tübingen 1922. pp. 267-296.

61.__ Textos citados por ELIADE, Mircea, Tratado de historia de las religiones, 1. II, Madrid 1974, p. 83.

62.__ Idem, p. 29.

63.__ Idem, p. 18.

64.__ MONAST, Jacques, L'universt religieux des Aymaras de Bolivie, Ottawa, 1965, p. 52.

65.__ CARO BAROJA, Julio, Las Formas complejas de la vida religiosa, Madrid 1978, p. 353.

66.__ VARGAS UGARTE, O. c., pp. 116-160.

67.__ VARGAS UGARTE, O. c., p. 123.

68.__ JORDA, Miguel, «La sabiduría de un pueblo», Santiago de Chile 1975, pp. 173-174.

69.__ ORTIZ, Diego, «Cancionero religioso popular», en AA. VV., La religiosidad popular paraguaya. Aproximación a los valores del pueblo, Asunción 1981, p. 121.

70.__ DOMINGUEZ, Ramiro, «Creencias populares en el contexto de la religiosidad paraguaya», en AA. VV., La religiosidad popular paraguaya. Aproximación a los valores del pueblo, Asunción 1981, pp. 12-13.

71.__ LLANO RUIZ, Alonso, Orientación de la religiosidad popular en Colombia, Medellín 1981, p. 107.

72.__ MAIZ, Fidel, La Virgen de los Milagros, Asunción 1892. SCARELCA, Antonio, La Virgen de los Milagros de Caacupé, Buenos Aires 1933. GUILLEN ROA, Miguel Ángel, La Virgen de Caacupé. Su historia y su leyenda, Asunción 1966.

73.__ PRESAS, Juan Antonio, Luján, la ciudad mariana del país. Buenos Aires 1982; y Nuestra señora de Luján (1630-1730), Buenos Aires 1980.

74.__ En ocasiones el origen de las imágenes queda envuelto en leyenda. Sobre el valor de estas leyendas véase ALLIENDE, Joaquín, «María es una Iglesia popular y misionera», en AA. VV., María en la pastoral popular, Bogotá 1976, pp. 62-64.

75.__ ALLIENDE, O. c., p. 75.

76.__ VARGAS UGARTE, O. c., p. 236.

77.__ .__P. n. 434.

78.__ P. n. 452.

79.__ P. n. 461.

80.__ P. n. 450.

81.__ P. n. 457.

82.__ P. n. 456.

83.__ P. n. 3.

84.__ LEWIS, Oscar, Los hijos de Sánchez, autobiografía de una familia mexicana, México 1964.

85.__ Sobre este tema me encontré en Colombia con un curioso librito popular, cargado ambiguamente de oraciones y fórmulas mágicas, sin paginación, sin autor, publicado en Barcelona sin fecha, con el título de «El verdadero Opalsky el Mago». En su introducción se lee: «Contenido en secretos: Para hacerse amar. Para descubrir tesoros ocultos. Para que no falte dinero en el bolsillo. Para pescar en abundancia. Para averiguar cosas ocultas y lejanas. Para conseguir fácilmente mujeres. Para todos los peligros. Para ganar en las peleas. Para ganar en el juego. Modo de embrujar y desembrujar». Un libro típico del mundo machista.

86.__ Oración tomada del librito El verdadero Opalsky el Mago.

87.__ LLANO RUIZ, Alonso, Orientación de la religiosidad popular en Colombia, Medellín 1981, p. 113.

88.__ Durante mucho tiempo me preocupó el tema de la petición a los santos para conseguir cosas, que desde nuestra perspectiva son francamente inmorales. Creo que encontré la solución: Dentro de una cultura existe siempre un ideal de hombre —en la nuestra la del «macho»—, para el que ha sido educado el niño y que constituye el verdadero «valor» en el interior de dicha cultura. Consiguientemente, la petición está hecha desde esta perspectiva, y el «cielo» tiene que ayudar a conseguir el «ideal humano», ideal en el que se encuentra la «salvación» del sujeto.

89.__ BIDEGAIN DE URAN, Ana María, «Sexualidade, vida religiosa e situaçao da mulher na America Latina», en AA. VV., A mulher pobre ha historia da Igreja latino-americana, São Paulo 1984, pp. 53-69; y CASTRO DE EDWARS, Pepita y EDWARDS, Manuel, «Hacia una nueva sexualidad liberadora», en AA. VV., Mujer latinoamericana. Iglesia y teología, México 1981, pp. 59-72.

90.__ MOREIRA DA SILVA, Vilma, «La mujer en la teología. Reflexión bíblico-teológica», en AA. VV., La mujer latinoamericana, México 1981, pp. 151-153.

91.__ P. nn. 535-561.

92.__ P. n. 452.

93.__ BOFE, Leonardo, El rostro materno de Dios, Madrid 1981.

94.__ P. n. 447.

95.__ P. nn. 480-506.

96.__ Sagrada Congregación para la Doctrina de la Fe, «Instrucción sobre algunos aspectos de la Teología de la Liberación», Roma 1984, Introducción y Cap. IX n. 10.

97.__ P. n. 395.

98.__ ALVAREZ BOLADO, Alfonso, «Mundialidad de las relaciones y Teología de la Liberación», SAL TERRAE 2 (1985) 83-98.

99.__ PABLO VI, Evangelii Nuntiandi, n. 20.

100.__ PABLO VI, Ev. Nunt. nn. 27-29.

101.__ «Instrucción sobre Teología de la Liberación», Cap. XI, n. 5.

102 «Instrucción sobre Teología de la Liberación», Cap. Xl, n. 7.

103.__ JUAN PABLO II, «Alocución a los laicos», AAS LXXI, p 216.

104.__ PABLO VI, Ev. Nunt. n. 13.

105.__ P. a. 272.

106.__ P. n. 273.

107.__ P. n. 274.

108.__ PABLO VI, Marialis Cultus, Roma 1974, nn. 36 y 34.

109.__ PABLO VI, Marialis Cultus, n. 35.

110.__ BOFF, Leonardo, El rostro materno de Dios, Madrid 1981, pp. 221-223.

111.__ THEISSEN, Gerd, Sociología del movimiento de Jesús, Santander 1979, pp. 63-65.

112.__ MOREIRA DA SILVA, Vilma, «La mujer en la teología», en AA. VV. Mujer latinoamericana, México 1981, p. 150. AUBERT, J. M., La mujer. Antifeminismo y cristianismo, Barcelona, pp. 16-21. MARUCCI, C., «La donna e i ministeri nella Biblia e nella Tradizione», RASSEGNA DI TEOLOGIA 3 (1976) 279-280.

113.__ MESTERS, Carlos, La misión del pueblo que sufre, Bogota 1983, pp. 102-103.

114.__ MOREIRA VILMA, art. citado, p. 151. BOFF, Leonardo, El rostro materno de Dios, Madrid 1981, pp. 82-84.

115.__ MESTERS, Carlos, La misión del pueblo que sufre, Bogotá 1983, p. 102.

116.__ «Instrucción sobre Teología de la Liberación». Cap. III, n. 3.

117.__ Idem, Cap. I, nn. 1-4.

118.__ MESTERS, Carlos, La misión del pueblo que sufre, Bogotá 1983, pp. 71-72.

{referencia}




  Portal Koinonía | Bíblico | RELaT | LOGOS | Biblioteca General | Información | Martirologio Latinoamericano
Página de Mons. Romero | Página de Pedro Casaldáliga | Jornadas Afroindoamericanas | Agenda Latinoamericana