De María
conquistadora a María liberadora.
Mariología popular latinoamericana
Antonio GONZÁLEZ
DORADO S.J.
INDICE
Prólogo
Introducción
1.—Teología de la Religiosidad popular
De la Teología a la Teología de la Religiosidad Popular
Génesis de la Teología Popular
Método de investigación de la Teología Popular
II.—¿Quién es la Virgen María?
La María de la Historia
La María de la fe pascual del Nuevo Testamento
La María de la Iglesia Magisterial y Teológica
La María de la Piedad de la Iglesia y de las Iglesias
III.—María «La Conquistadora» ante el mundo amerindio
...
Devoción mariana de los conquistadores
Configuración de la Virgen como «La Conquistadora»
Ambigüedad teológica de «La Conquistadora»
Ambigüedad de «La Conquistadora» frente al mundo amerindio
IV.—La incorporación de María en América Latina
La Guadalupana
La Virgen de Copacabana
Madre Libertadora
V.—María Madre en la Maternidad Popular Latinoamericana
Machismo y maternidad
Maternidad y opresión
Maternidad y cultura campesina
Maternidad latinoamericana
VI.—La María de América Latina
La María pascual y eclesial
La María de la Historia
La María de la piedad y de nuestra historia
Las expresiones de la piedad filial
Las celebraciones festivas y dolorosas
Ofrendas, mandas y promesas
La oración
¿Quién es María en la Religiosidad Popular?
VII—Análisis de la Teología Mariana Popular
Mariología en la óptica del oprimido en un ambiente machista
Maniqueísmo y opresión
Proyecciones en la mariología popular
Limitaciones de la mariología popular
¿Mariolatría?
VIII—De la Madre de los Oprimidos a la Madre de la
liberación
Nueva historia y nuevo momento mariológico en América Latina
La situación opresión-liberación como nuevo lugar hermenéutico
María, Nuestra Madre de la Liberación
María, mujer antes que madre
María, la mujer de la historia frente al fatalismo
La María Cristológica frente al machismo
Liberación y Maternidad Universal
Conclusiones
ORACIÓN A MARíA,
Nuestra Señora de América
Virgen de la esperanza,
Madre de los pobres,
Señora de los que peregrinan:
óyenos.
Hoy te pedimos
por América Latina,
el continente que tú visitas
con los pies descalzos,
ofreciéndole la riqueza del niño
que aprietas en tus brazos.
Un niño frágil que nos hace fuertes,
un niño pobre que nos hace ricos,
un niño esclavo que nos hace libres.
Virgen de la Esperanza:
América despierta...
sobre sus cerros despunta la luz
de una mañana nueva.
Es el día de la salvación
que ya se acerca.
Señora de los que peregrinan:
Somos el pueblo de Dios
en América Latina.
Somos la Iglesia
que peregrina hacia la Pascua.
Nuestra Señora de América:
ilumina nuestra esperanza,
alivia nuestra pobreza,
peregrina con nosotros hacia el Padre.
Así sea.
Cardenal E. Pironio (Adaptación)
Introducción
América Latina, desde los primeros años de su Evangelización, ha
abierto un original y autóctono capítulo en la devoción mariana de
la Iglesia. Como ha afirmado Rubén Vargas Ugarte, «las imágenes más
populares, las de más arraigo entre nosotros, aquellas cuyo culto
no se ha interrumpido, antes bien, ha ido en aumento, son precisamente
las de más genuina cepa americana, las más nuestras por su origen
y por las circunstancias que han rodeado su desenvolvimiento. Bastaría
citar nombres: Guadalupe, Zapopan, Oclotán, Izamal, Talpa, en México;
Chiquinquirá, Las Lajas, en Colombia; Coromoto, en Venezuela; el Quinche,
Guápulo, en el Ecuador; Cocharcas, Chapi y Charataco, en el Perú;
Copacabana, Cotoca, en Bolivia; Andacollo, en Chile; Luján, Itatí,
en la Argentina; Caacupé, en el Paraguay».1
En una reflexión más profunda, nuestros Obispos reunidos en Puebla
afirmaban abiertamente que «el Evangelio encarnado en nuestros pueblos
los congrega en una originalidad histórica cultural que llamamos América
Latina». Y añadían: «Esa identidad se simboliza muy luminosamente
en el rostro mestizo de María de Guadalupe, que se yergue al inicio
de la Evangelización».2
Y Juan Pablo II intuye que María y «sus misterios pertenecen a la
identidad propia de estos pueblos y caracterizan su piedad popular».
3
La Iglesia Latinoamericana se encuentra hoy en un nuevo y trascendente
momento evangelizador del Continente, que se define como compromiso
de una Evangelización Liberadora, cuya condición de posibilidad la
sitúa en una preferencial identificación con el mundo de los pobres,
en los que descubre un potencial evangelizador, dado que la interpelan
constantemente, llamándola a la conversión, y la evangelizan testimonialmente
porque muchos de ellos realizan en su vida los valores evangélicos
de solidaridad, servicio, sencillez y disponibilidad para acoger el
don de Dios.4
Son los pobres de América Latina los sujetos privilegiados que viven
y mantienen las tradicionales culturas populares latinoamericanas.
Es en ellos en los que se enraíza y florece preferentemente la denominada
religión del pueblo o catolicismo popular.5
Y es del mismo mundo de los pobres de donde surge un clamor «claro,
creciente, impetuoso y, en ocasiones, amenazante», pidiendo una liberación
que no llega de ninguna parte. 6
Teniendo en cuenta estos dos hechos —la trascendencia de María en
las culturas mestizas y en la historia de América Latina, y el nuevo
momento de evangelización liberadora del continente desde el potencial
evangelizador de los pobres—, parece normal que Puebla haya afirmado
que «ésta es la hora de María, tiempo de un nuevo Pentecostés que
ella preside con su oración, cuando, bajo el influjo del Espíritu
Santo, inicia la Iglesia un nuevo tramo en su peregrinar».7
Para personas marcadas por el sello del secularismo e ignorantes
de la verdad de nuestro pueblo latinoamericano, puede aparecer incluso
como infantil y ridícula la afirmación de nuestros Obispos sobre María
ante un proyecto pastoral de tanto alcance y tan lleno de dificultades
ajenas al campo religioso. Quizás ignoran, perdidos en tecnicismos,
la importancia primordial de la fe y de los símbolos para que un pueblo
viva en una esperanza sacrificada y dinámica sin peligro de corrupción
y de alienación. Y sobre todo, desde un punto de vista cristiano,
desconocen que Jesucristo «asumió (la misma carne y sangre que) la
de ellos, para con su muerte reducir a la impotencia al que tenía
dominio sobre la muerte, es decir, al diablo, y liberar a todos los
que por miedo a la muerte pasaban la vida entera como esclavos» (Hbr.
2, 14-15).
Mis reflexiones suponen la confianza en el universo integrado en
la fe cristiana, y consiguientemente también en María, en orden a
la verdadera liberación, pues «para que seamos libres nos liberó Cristo»
(Gal. 5,1). Suponen mi fe en la María del Magnificat, incorporada
e inculturada mestizamente al pueblo latinoamericano y, de una manera
especial, a través de la religiosidad popular vivida preferentemente
por los pobres. Suponen el deseo de conocer más profundamente a través
de María al propio pueblo latinoamericano, para poder colaborar con
él en su proyecto, obviando las manipulaciones foráneas y respetando
el protagonismo que Dios le ha concedido en el desarrollo y construcción
de su propia historia.
El objetivo de este estudio es un acercamiento crítico a la Teología
Mariana que subyace en el catolicismo popular latinoamericano, con
la finalidad de alcanzar un conocimiento más ajustado de la Virgen
María en la que cree nuestro pueblo, y de conocer más profundamente
al propio pueblo a través de las expresiones con las que ha recreado
como latinoamericana a la Virgen María.
Al aproximarme al tema he encontrado tal cantidad de dificultades
prácticas, teóricas y metodológicas que, en realidad, sólo me es posible
apuntar un camino para ulteriores investigaciones.
En efecto, es abundante la bibliografía sobre la piedad mariana y
sus manifestaciones en América Latina. Pero desconozco estudios sobre
la teología autóctona subyacente a dicha piedad, quizás porque nunca
se ha considerado al pueblo como teólogo o autor original de teología.
Queda abierta la pregunta de qué entendemos por teología del catolicismo
popular, y de qué métodos podemos disponer para determinar sus afirmaciones
y su sistema, dado que no se trata de una teología científicamente
elaborada en tratados.
El problema se hace más complejo cuando advertimos que la religiosidad
popular se origina en una relación vital entre el dato revelado y
la cultura popular, y en América Latina nos encontramos ante un mosaico
cultural, donde hallamos culturas tan diferentes como la azteca, la
maya, la incaica, la guaraní, la afro americana, para sólo recordar
las más conocidas y sobresalientes.
Por otra parte, la misma expresión de «la Virgen María», es de una
gran complejidad. Lo que nos hace preguntarnos a qué Virgen María
se refiere nuestro pueblo cuando la venera y la piensa en el misterio
de su fe.
Para proceder con un cierto orden, expondré, en primer lugar, lo
que entiendo por teología de la religiosidad popular y la metodología
para llegar a su descubrimiento, y brevemente la complejidad que se
encierra bajo el nombre de la Virgen María. Posteriormente procuraré
desarrollar el proceso de incorporación de María en la historia y
en la cultura de América Latina, para desembocar en un primer intento
de síntesis de la teología mariana popular. Por último, someteré a
crítica y discernimiento dicha mariología, apuntando algunas posibilidades
de una ulterior evangelización de la misma. .
1
TEOLOGÍA DE LA RELIGIOSIDAD POPULAR
Propongo tres preguntas iniciales a las que voy a intentar responder
brevemente: ¿Qué es Teología y hasta qué punto podemos hablar de una
verdadera Teología Popular? ¿Cómo se genera y cristaliza la Teología
Popular? ¿Qué caminos tenemos para poder llegar a la formulación de
una Teología Popular y a su descubrimiento?
De la Teología a la Teología de la Religiosidad Popular
La célebre definición anselmiana presenta a la Teología como «fides
quaerens intellectum» (la fe que busca entender).
La definición supone que la revelación se incorpora al hombre mediante
la fe, constituyéndolo en creyente, pero al mismo tiempo quedando
la misma fe y el dato revelado sometidos al dinamismo trascendental
de la racionalidad y de la inteligibilidad, característico del ser
humano. El hombre no sólo acepta la fe, sino que por su misma manera
de ser, humaniza la fe, es decir, intenta expresarla como razonable
e inteligible, estableciendo sus fundamentos, buscando su significado
y organizándola de una forma coherente en sistema. Desde este punto
de vista podemos afirmar que todo creyente, por el hecho de ser hombre,
es simultáneamente teólogo.
Pero, en el fenómeno teológico se pueden distinguir, lo mismo que
en los fenómenos no teológicos, dos fases: una precientífica e irrefleja
—pero no, por ello, menos razonable e inteligible—, y Otra de articulación
refleja y científica.
La teología científica, en sus diversos aspectos, es un momento segundo
de la precientífica, y tiene, entre otras, una función crítica sobre
ella. Son los teólogos profesionales sus elaboradores más caracterizados.
Pero anteriormente a la teología científica, y simultáneamente conviviendo
con ella, se encuentra la teología precientífica.8
En efecto, no podemos olvidar el aspecto de totalidad y existencialidad
que caracterizan al acto de fe, que compromete al hombre entero, quien
dinámicamente se encuentra siempre abocado a comprender y coordinar
sus conocimientos. La actividad y la vida humanas sólo son posibles
en un contexto sistemático y vital, aunque el sistema sea irreflejo
y, consiguientemente, precientífico. Este hecho nos pone en la perspectiva
de la que denominaría Teología Popular del Pueblo Creyente, teología
que apoya y sustenta a la religiosidad popular, y que se transparenta
simbólicamente a través de ella.
En realidad, esta teología popular se articula y organiza a dos niveles
diferentes. Uno es a un nivel estrictamente teológico, es decir, con
relación a los datos revelados y religiosos, que constituyen al hombre
como ser-creyente y como ser-religioso.
Pero no podemos olvidar que la fe y, consiguientemente, el correspondiente
sistema teológico no se incorporan a un hombre exclusivamente creyente
y religioso, sino que es además histórico, social y cultural, con
sus correspondientes sistemas subyacentes. Por ese motivo, el sistema
teológico se incorpora estructuralmente al macrosistema en el que
se organiza vital, inteligible y armónicamente el devenir de una persona,
de un grupo, de una comunidad o de un pueblo. La incorporación estructural
implica no sólo una correlación sino también una compenetración
significativa entre los diferentes sistemas —teológico, social, cultural,
etc.—, que integral y unitariamente se unifican en el hombre racional
e inteligible, que de esa manera logra superar la esquizofrenia.
Por ese motivo, los sistemas teológicos populares o precientíficos
son muy complejos, diversos entre sí, y siempre necesitan una revisión
crítica que posibilite una más profunda evangelización del propio
sistema.
La complejidad de estos sistemas se origina porque el dato de la
revelación en la fe tiende a explicarse y sistematizarse espontáneamente
—no refleja y críticamente—, en el interior y en la globalidad del
macrosistema estructural en el que vive el creyente.
Son muy diversos entre sí porque también lo son los macrosistemas
en los que queda sembrada la fe. Es interesante el advertir el condicionamiento
que estos diversos sistemas teológicos precientíficos ejercen incluso
sobre el desarrollo de la misma teología científica, cuando ésta deja
de ser meramente positiva y se transforma en especulativa, como puede
advertirse en las marcadas diferencias de las teologías de las Iglesias
Orientales y de las Occidentales.
Por último, los sistemas teológicos populares exigen una revisión
crítica continua. En efecto, la formación de dichos sistemas se origina
por una relación dinámica entre la fe y el macrosistema, al que simplificadamente
vamos a calificar de «cultural». La fe se orienta a evangelizar a
la cultura correspondiente, pero la cultura, a su vez, tiende a inculturar
a la fe. Los resultados históricos de esta mutua influencia son muy
variables. Las deficiencias en la vida y en las expresiones religiosas
colectivas son, en muchas ocasiones, expresión de las contradicciones
que subyacen al sistema teológico y al macrosistema popular. Los estudios
presentados por Oronzo Giordano sobre la religiosidad popular en la
Alta Edad Media, son un testimonio manifiesto de lo que estamos afirmando,
y de la dificultad que supone el paso del sincretismo a la síntesis.
Una de las funciones del Magisterio, de la pastoral y de la teología
científica es el descubrimiento de las contradicciones existentes
en los sistemas teológicos populares y la orientación necesaria para
que la fe, sin renunciar a su exigida inculturación, mantenga incontaminada
su originalidad y su fuerza.
Ahora bien, la actitud crítica frente a los sistemas teológicos populares
no puede quedar basada sobre los prejuicios del infantilismo, de la
incultura y de la ignorancia del pueblo. En efecto, la misma historia
de la Iglesia ha mostrado en muchas ocasiones la solidez de la fe
popular, e incluso su capacidad de salvaguarda de la ortodoxia, como
sucedió en el caso del arrianismo.
Establecidos el hecho y la legitimidad de la teología popular, es
evidente que dicha teología se desarrolla sobre cada uno de los datos
de la revelación y, consiguientemente, podemos preguntarnos cuál es
la teología de nuestro pueblo sobre la Virgen María.
Génesis de la Teología Popular
Pero, para poder responder a esta pregunta, me parece necesario presentar
primero el proceso genético de la que hemos denominado teología popular
o cultura teológica popular —en el sentido fuerte de cultura—, como
instrumento para establecer una metodología que nos permita el acercamiento
a la teología mariana popular.
A mi juicio, la cultura teológica popular es el resultado de un proceso
de asimilación de la fe por una persona o por una colectividad, en
el que podemos distinguir dos momentos o dos niveles: uno histórico
y otro socio-cultural.
En efecto, si la teología es «fides quaerens intellectum», la teología
no es pensable sin la asimilación previa de la revelación a través
de la fe, mediante la cual el hombre se constituye en creyente y,
en nuestro caso, en cristiano.
El núcleo de esta fe es la aparición, mediante la evangelización,
de Jesucristo muerto y resucitado, como Salvador del mundo (Jn. 4,
42) y de cada persona concreta (Lc. 1, 47), de tal manera que «la
salvación no está en ningún otro, es decir, que bajo el cielo no tenemos
los hombres otro diferente de él al que debamos invocar para salvarnos»
(Act. 4, 12).
Jesucristo, como revelación de Dios, no es sólo la Cabeza de la Iglesia,
sino también el sacramento de un amplio mundo invisible —el del Dios
Trino, de la Virgen, de los Santos, etc.—, que se realiza y significa
por la fe bajo la nota esencial y característica de la salvación,
constituyéndose para el hombre en un universo invisible solidario,
comunitario y sote iológico.
La asimilación de este universo soteriológico se realiza inicialmente
en un determinado momento histórico, que adquiere en la persona características
de acontecimiento con el advenimiento de la fe.
Lo característico de la fe cristiana es que manifiesta a Dios —y,
consiguientemente, a todo el universo invisible en comunión con Dios—,
en Cristo como «mi Salvador».
La actitud salvífica de Dios, manifestada en la fe, no es abstracta
ni mítica, sino histórico-trascendente. Por eso, en unas ocasiones
descubre y siempre profundiza la conciencia histórica del creyente
de las opresiones internas y externas que padece y tienden a aniquilarlo.
Incluso desarrolla una conciencia crítica manifestando que dichas
opresiones no tienen su origen en un inevitable fatalismo —postura
maniquea—, sino en causas concretas ligadas a la ignorancia o a la
libertad, pero todas ellas articuladas en el universo del pecado.
Por ese motivo, es decir, por manifestarse la salvación de Dios en
el contexto de una conciencia histórica situada, siendo siempre universal
y la misma salvación de Dios, existencial-mente adquiere características
distintas, de tal manera que una es la salvación ofrecida a Saulo
perseguidor de los cristianos, otra la manifestada al atemorizado
Pedro, y otra es la aparición salvífica para Esteban el protomártir.
Pero, en todos los casos, de tal manera el Dios Salvador se interioriza
en el nuevo creyente que se constituye en «mi Salvador». Juzgo
de extraordinaria importancia el análisis de esta dimensión posesiva,
ya que ella determina de una manera trascendente el momento histórico
de la asimilación de la fe por parte del creyente.
En efecto, el acto de fe, sin negar la dimensión universal de la
salvación de Dios, establece una relación personal entre el creyente
y Dios, por la cual Dios aparece no sólo como el Salvador, sino, más
en concreto, corno su Salvador. Esto significa que Dios se
percibe como poniéndose de parte del creyente frente al tentador y
opresivo universo del pecado, ofreciéndole su auxilio —«el auxilio
me viene del Señor» (Ps. 120, 2)-—, su ayuda, su solidaridad —«Yo
seré vuestro Dios y vosotros seréis mi pueblo» (Lev. 26, 12).
Pero, cuando esta expresión se analiza a la luz del Magníficat, «mi
espíritu se alegra en Dios mi Salvador» (Lc. 1, 47), la expresión
adquiere profundidades y novedades insospechadas. Dios-Salvador es
lo que se expresa con el nombre de Jesús. El Dios Salvador que aparece
en la nueva fe cristiana de María, y en el que ella se alegra con
esperanza, es Jesús, que es al mismo tiempo su Dios y su Hijo, es
decir, el Dios Salvador filialmente incorporado en su familia. Por
ese motivo, si, por una parte, María ha recibido la palabra trascendente
y salvífica de Dios, por otra parte, María también lo engendra dándole
carne, situándolo en una historia y en una cultura concretas, de tal
manera que lo podrán llamar Nazareno, Galileo y Hebreo con toda razón.
Se establece de esta manera en la fe nueva de María, en su fe novedosamente
cristiana, la legítima tensión entre una soteriología universal y
simultáneamente regional y familiar, lo que le permite afirmar, dentro
de unas coordenadas bien establecidas y determinadas, que «auxilia
a Israel su siervo, acordándose, como lo había prometido a nuestros
padres, de la misericordia en favor de Abraham y de su descendencia
por siempre»
(Lc. 1,54-55).
Las características tensionales de esta fe cristiana vuelven a aparecer
en Pablo, el que afirmó que «es Cristo el que vive en mí» (Gal. 2,
20). En efecto, el mismo que afirma que «ya no hay más judío ni griego,
siervo ni libre, varón ni mujer, dado que vosotros hacéis todos uno
con Cristo Jesús» (Gal. 3, 28), es el mismo que manifiesta que se
hizo judío con los judíos y no-judío con los no-judíos para ganarlos
a todos a Cristo (1 Cor. 9,19-23).
Podemos concluir afirmando que cuando el verdadero acto de fe cristiana
prende en una persona y, especialmente en un pueblo, hace que dicho
pueblo no sólo celebre la salvación universal de Dios, sino que, al
mismo tiempo, engendra al Dios Salvador, a Jesús —y a su invisible
universo soteriológico—, en su historia, en su sociedad y en su cultura,
reconociéndolo como miembro privilegiado de su familia, pudiendo afirmar
con originalidad cristiana que el pueblo se regocija «en Jesús mi
Salvador». Desde esta perspectiva podemos afirmar que la fe cristiana,
reconociendo la igualdad y la fraternidad de todos los hombres en
Cristo, sin embargo, es simultáneamente descolonizadora, reafirmante
de la autoctonía, y promotora de evangélicas liberaciones históricas
y regionales en el horizonte de la liberación integral, universal
y trascendente, anunciada por las buenas noticias de Cristo. Este
hecho se manifiesta especialmente en los fenómenos de la religiosidad
popular, aunque con las limitaciones que posteriormente observaremos.
La palabra de Dios y, por tanto, el dato revelado, mientras no es
aceptado por la fe, es observado desde fuera o con indiferencia escéptica
(Act. 17, 16-33), o con incomprensión y rechazo agresivo (Act. 6,
8 — 8, 1). Pero una vez que es acogido por la fe en el pueblo —momento
de asimilación histórica—, inmediatamente entra en simbiosis con el
universo histórico-socio-cultural del mismo pueblo, iniciándose una
segunda etapa de asimilación, lo que origina una religiosidad o catolicismo
popular, como en nuestro caso, latinoamericano, en el que subyace
una autóctona y popular teología o «cultura teológica. Es el momento
en el que el nuevo Jesús autóctono —siendo siempre el mismo— comienza
a generarse como hijo salvador de la nueva porción del Pueblo de Dios.
El desencadenamiento del proceso es natural y lógico si se tienen
en cuenta dos aspectos: que Jesús aparece por la fe como Salvador
del pueblo, y que el pueblo espontáneamente no tiene otra posibilidad
de visualizarlo y expresarlo que desde su propio a priori historico-socio-cultural.
El fenómeno sería totalmente distinto si la figura de Jesús y de
su universo invisible, dentro de un marcado enoteísmo, surgiera castrensemente
como el Conquistador, el Vencedor, etc. En ese caso, por hipótesis,
no ha surgido la fe cristiana, aunque puede aparentarse enmascarando
otra fe totalmente distinta con signos cristianos. Es el hecho que
aparece en ciertas comunidades afro americanas.
Cuando la asimilación de la fe es auténtica, inmediatamente se produce
una traducción de la palabra evangelizadora al idioma del nuevo creyente.
Pero, prescindiendo de los problemas que implica toda traducción,
en este caso se trata de una nueva y original forma de expresar y
proclamar la salvación de Dios. Así constataba Garcilaso que los indios
«no contentos con oír a los sacerdotes los nombres y renombres que
a la Virgen dan en la lengua latina y en la castellana, han procurado
traducirlo en su lengua general, y añadir los que han podido por hablarle
y llamarle en la propia... dícenle Mamanchic que es Señora
y Madre nuestra; Coya, Reina; Ñusta, Princesa de sangre
real; Zapay, Unica; Yurac Amancay, Azucena blanca; Chasca,
Lucero del alba; Citoccoyllor, Estrella resplandeciente; Huarcapaña,
Sin mancilla; Huc Hanac, Sin pecado; Mana Chancasca,
No tocada, que es lo mismo que invioiata; Tazque, Virgen pura;
Dios pa Maman, Madre de Dios. También dicen Pachacamacpa
Maman que es Madre del Hacedor y sustentador del Universo. Dicen
Huac Chucuyac, que es Amadora y bienhechora de pobres»11
Ya es interesante el advertir la propia observación de Garcilaso
al indicar que, con relación al dato revelado, en este caso de María,
los indios no sólo han traducido las expresiones oídas a su
propia lengua, sino que además han procurado «añadir los que
han podido por hablarle y llamarle en la propia».
Pero incluso el problema de la traducción es mucho más hondo de lo
que podía sospechar el propio Garcilaso. En efecto, no podemos olvidar
que una lengua es la expresión oral de una determinada cultura inscrita
en las coordenadas de una ecología, de una sociedad y de una historia.
En la lengua se refleja la cultura situada de un pueblo, y en ella
misteriosamente se conserva hasta la más remota memoria de dicha cultura
y de dicho pueblo. Cada una de sus palabras es un elemento de la propia
estructura lingüística, que a su vez es otro elemento de la estructura
global cultural a la que pertenece. Por ese motivo, la lengua es principio
de identificación y de diferenciación de un pueblo, de tal manera
que si mediante la traducción permite los fenómenos de comunión con
otros pueblos, sin embargo, se resiste a los fenómenos de homogeneización
y de uniformismo mediante su específica caracterización estructural
y significativa, que suele denominarse el «genio de la lengua».
Cuando un pueblo, ante un nuevo hecho cultural —y en nuestro caso,
ante el hecho de la fe—-, lo asimila y «traduce», lo que hace es incorporarlo
a su propia cultura situada, ubicándolo en un nuevo sistema de relaciones
y cargándolo cor significaciones autóctonas. La traducción no es ni
neutra ni homogénea. Es la expresión lingüística del mismo hecho,
pero desde una nueva perspectiva y desde un nuevo horizonte.
Baste, a manera de ejemplo, un caso típico del mundo guaraní: la
referencia a la cruz. Para el misionero que llegaba al mundo guaraní,
su concepción teológica de la cruz estaba profundamente ligada a una
cultura occidental, en la que la cruz había sido el suplicio de los
esclavos y derrotados. La cruz-suplicio se había transformado por
Cristo en fuente de vida. El desconcierto de los misioneros, como
testifica el P. Ruiz de Montoya, era el respeto con que dicho signo
era acogido por los nativos, tanto que lo atribuyeron a una antigua
predicación de Santo Tomás en América, que había dejado plantada una
milagrosa cruz en Carabuco.12
Lo que desconocían los misioneros es que la cruz, es decir, el «Yvvrá
joazá» —que posteriormente se españolizará en «kurusu»—, era de larga
ascendencia en la mitología guaraní. Así, al comienzo del Mito de
los Gemelos, se dice de Ñanderuvusú
—el padre primigenio—, que «Él trajo la eterna cruz de madera, la
colocó en dirección Este, pisó encima y ya comenzó a hacer la tierra.
La cruz eterna de madera quedaba hasta el día de hoy como soporte
de la tierra. En cuanto El retire el soporte de la tierra, la tierra
caerá».13 De esa manera,
en el mundo guaraní la cruz aparecía como el sostén de la tierra creada
por Ñanderuvusú. Es natural que esta nueva significación de la cruz
quedara opacada para el misionero, pero no para el hombre guaraní,
que encajaba una nueva realidad —la cruz de Cristo—, en una antigua
y sagrada palabra cargada de profundas resonancias mitológicas. Se
estaba iniciando, de esta manera, una nueva teología «cristiano-guaraní»
sobre el misterio de la cruz, teología popular, ya que pasaba desapercibida
para los propios nuevos responsables de la comunidad cristiana, los
misioneros extranjeros.
Pero una lengua, como ya hemos apuntado anteriormente, no es más
que el reflejo oral de una cultura situada en las coordenadas de una
ecología, de una sociedad y de una historia. Consiguientemente, todo
nuevo dato asimilado lingüísticamente por el pueblo, ha de quedar
visualizado y encajado en el universo ecológico, histórico, social
y cultural en el que vive el pueblo. Así hay que tener en cuenta todos
sus factores culturales —sentido del trabajo y de la economía, de
la familia, de la mujer, incluso del panteón primigenio—, para poder
acercarse al nuevo sistema teológico precientífico que el pueblo elabora
espontáneamente, y que se manifestará articuladamente en sus expresiones
y manifestaciones religiosas, y en las formulaciones de la denominada
sabiduría popular.14
Método de investigación de la Teología Popular
Establecida sumariamente la génesis de la religiosidad popular y
de su teología subyacente, cabe preguntarse sobre el método a seguir
para su determinación, bien a nivel de sistema global, bien parcial,
como es en nuestro caso, en el que deseamos un acercamiento a la teología
mariana popular de América Latina.
Creo que los pasos a seguir son paralelos a los del proceso genético.
Primero, habría que establecer las características de la evangelización
y devoción marianas, realizadas inicialmente por los misioneros ante
el pueblo que se pretendía evangelizar.
Segundo, determinar las características del momento histórico e incluso
de la localización, en el que se produce la aceptación de la fe cristiana.
Tercero, realizar un análisis fenomenológico y estructural de la
religiosidad o piedad popular, estableciendo las conclusiones teológicas
que de ella se derivan.
Cuarto, determinar la relación entre dichas conclusiones y los factores
de la cultura autóctona en la que se encuentran encuadrados.
A partir de dicho proceso se puede llegar a una primera configuración
de la teología popular subyacente, para proceder posteriormente a
un oportuno discernimiento.
2
¿QUIÉN ES LA VIRGEN MARIA?
Establecida la existencia de la «teología popular» —subyacente espontánea
e irreflejamente al catolicismo popular y a la religiosidad o piedad
popular—, antes de intentar diseñar la teología mariana precientífica
del catolicismo popular latinoamericano, es necesario caer en la cuenta
de la complejidad que encierra el término tan sencillo «la Virgen
María», para podernos preguntar posteriormente a qué María se refiere
nuestro pueblo cuando le expresa su devoción y su fe.
Podemos distinguir cuatro aspectos en la «Virgen María»:
la María de la historia, la María de la fe pascual neotestamentaria,
la María de la Iglesia magisterial y científica —definida por actos
del magisterio, y reflexionada por los teólogos—, y la María de la
piedad de la Iglesia y de las Iglesias Particulares, que se abre en
un inmenso abanico de denominaciones e historias diversificadas en
casi todos los lugares del mundo.
La María de la Historia
María queda incorporada a la fe de la Iglesia por un hecho histórico
sencillo y fundamental: por ser la madre de Jesús, la madre del Jesús
de la historia, como se dice actualmente en las nuevas reflexiones
exegéticas y teológicas. A ella alude 5. Pablo en un conocido e importante
texto (Gal. 4, 4), aunque curiosamente sin designarla por su nombre,
a pesar de que parece conocer por sus nombres a la familia y a los
«hermanos de Jesús» (1 Cor. 9, 5; Gal. 1,19).
Los datos consignados en los Evangelios y en las Actas de los Apóstoles
son elementales y coherentes con el conjunto de la vida de Jesús.
Es una mujer israelita, domiciliada en Nazaret y casada con un hombre
llamado José (Mc. 6, 1-4; Lc. 4,16-22). Se habla de sus parientes,
en repetidas ocasiones; se la reconoce como la madre de Jesús, pero
llamativamente se subraya que José no era el padre natural de Jesús,
no obstante las suspicacias sociales que podían suscitarse ante esta
afirmación
(Mt. 1, 18-19).
El sector social al que pertenecía queda bien definido tanto por
el lugar ordinario de su residencia —Nazaret—, como por el oficio
del propio Jesús —tékton—, lo que en su día les hará decir a los vecinos
del pueblo: «¿Qué saber le han enseñado a éste, para que tales milagros
le salgan de las manos?» (Mc. 6, 2). María era una mujer de muy modesta
condición, perteneciente al ambiente popular de su época.
Dentro de esa modestia social, aparece encuadrada tanto en el sistema
político como en el socio-cultural de los tiempos de Jesús. Así se
muestra cumpliendo las leyes imperiales (Lc. 2,1-5) y, como buena
israelita, se desposa (Lc. 1,27; Mt. 1. 18), circuncida al niño al
Octavo día (Lc. 2, 21), lo presenta en el templo con la oblación de
los pobres (Lc. 2, 22-24), peregrina con su familia a Jerusalén con
ocasión de las fiestas de la Pascua (Lc. 2, 41).
En el Evangelio se transparenta un cierto desconcierto de la María
histórica frente a su hijo. Es un desconcierto que carece haberse
iniciado en la misma infancia, dado que, como atestigua Lucas, con
ocasión del acontecimiento en el templo, los padres «no comprendieron
lo que quería decir (Jesús) (...). Su madre conservaba en su interior
el recuerdo de todo aquello» (Lc. 2, 50-52). Durante los años de la
vida pública, María se encontraba en medio de una familia, la familia
de Jesús, que no entendía el nuevo camino emprendido por él, tanto
que intentaban los parientes echarle mano «porque decían que no estaba
en sus cabales» (Mc. 3,20-21. 31-35; Jn. 7, 3-5). María aparece silenciosa,
acompañando a los parientes en la búsqueda de Jesús.
El Evangelio de Juan ha dejado el testimonio de que María, la madre
de Jesús, acompañó a su hijo en su agonía y en su muerte al pie de
la cruz (Jn. 19, 25).
Un último recuerdo de la María histórica ha quedado recogido en las
Actas de los Apóstoles: la convivencia de María con los discípulos
de Jesús, inmediatamente después de su muerte: «Todos ellos se dedicaban
a la oración en común, junto con algunas mujeres, además de María
la madre de Jesús y sus parientes» (Act. 1, 14). Ahí terminan los
datos biográficos de María, de la María histórica. Datos sencillos,
sobrios, coherentes, alejados de toda insinceridad.
La María de la fe pascual del Nuevo Testamento
Los modestos datos de la María de la historia aparecen incrustados
en la María de la fe que nos presentan los documentos del Nuevo Testamento
y, de una manera especial, los Evangelios. La María de la fe es otra
dimensión de María, la de mayor trascendencia. Y la María de la fe
del Nuevo Testamento se constituye en norma fundamental de referencia
de toda la Mariología.
De hecho, el interés por María se organiza con ocasión del acontecimiento
de la resurrección del Señor, dada la relación de maternidad entre
María y Jesús. La madre del Jesús de Nazaret aparece también como
la madre del Cristo Resucitado, quedando incorporada a un universo
nuevo de fe, de realidad y de significaciones, lo que permite una
nueva comprensión de la persona, de la maternidad y de la historia
de María.
La María de la fe, y la teología neotestamentaria de la María de
la fe, no originan una región autónoma mariana en las comunidades
neotestamentarias. Forma parte de una globalidad, cuyo centro indiscutible
es Jesucristo, aunque se encuentra conectada con El por un nexo privilegiado
y único: el de la maternidad y filiación. Por ese motivo, es evidente
que la nueva comprensión de María se realiza desde la perspectiva
del Resucitado, de tal manera que el Cristo de la fe penetra vitalmente
la realidad de su madre, la llena de significación «Pascual», originando
el nacimiento de la María de la fe.
El fulcro sobre el que gravita la María de la fe es, a mi juicio,
la nueva comprensión de la maternidad y del parentesco desde el Cristo
Resucitado. Sin negar evidentemente la dimensión biológica y humana
que supone la maternidad, sin embargo, la maternidad queda constituida
esencialmente, con relación al Cristo, en oír y amar la palabra de
Dios (Lc. 11, 28), y en cumplir la voluntad de Dios (Mc. 3, 35). De
esta manera, la fe en el Cristo resucitado hace descubrir a la comunidad
neotestamentaria en la madre de Jesús a la creyente María, pero no
con una fe yuxtapuesta a su maternidad humana, sino invadiéndola en
su raíz más profunda, llenándola de un nuevo significado, constituyéndola
en la madre del Cristo, en su más pleno sentido. Aquí creo que nos
encontramos con la clave para la interpretación de la María que aparece
en los capítulos de Mateo (caps. 1-2) y Lucas (caps. 1-2) referentes
a la infancia del Señor, y en los teológicos de Juan referentes a
las bodas de Caná (2, 1-11), y a la escena de María al pie de la cruz
(19, 25-27).
Tres pasajes merecen una mención especial: el de la Anunciación (Lc.
1,26-38), el de Magníficat (Lc. 1,46-55), y el de la Cruz (Jn. 19,
26-27).
En el pasaje de la Anunciación, María se muestra corno la creyente
que acepta ser madre del Cristo, incluso por los sorprendentes caminos
de la concepción virginal. Es la mujer elegida por Dios para una especialísima
misión, corno los antiguos profetas, misión que consciente, libre
y fiducialrnente acepta.
En el Magníficat se descubre toda la interioridad de María. Su maternidad
mesiánica se traduce en una conciencia de ser especialmente salvada
y liberada por Dios en su humillación, constituyéndose en la primera
evangelizadora —no sólo en sentido cronológico, sino marcadamente
cualitativo— de la liberación de Dios, por Cristo, de los humildes
y de los hambrientos.
En la escena de la cruz, su maternidad personal del Cristo se introduce
en la nueva casa fundada por su Hijo, la Iglesia, quedando aposentada
en ella como Madre de la nueva familia, significada por Juan, que
comienza a descubrirla como a su Madre: Madre de Jesús y Madre de
los fieles, en la casa de su hijo, por ser la Madre del Cristo.
Es interesante el advertir que en ninguno de los tres pasajes se
deforma la realidad histórica de María: doncella modesta de Nazaret
en la Anunciación; prima visitando a su pariente Isabel en el Magníficat;
y madre impotente del ajusticiado junto a la cruz. En la modestia
de esa vida histórica se abre la María de la fe, la Madre del Cristo
Resucitado.
Pero si la fe pascual de la primitiva Iglesia en todo momento sigue
afirmando la modestia histórica de la María de la historia, al mismo
tiempo asocia a la María Pascual al nuevo ámbito del Cristo Resucitado,
Glorioso y Victorioso, que intercede por nosotros delante del Padre.
Y la asocia de una manera exclusiva y justificada como Madre Pascual,
con expresiones muy significativas, tanto en la narración de la Anunciación
como en las bodas de Caná y en la escena del Calvario.
Aquí encontramos los fundamentos del posterior desarrollo de la fe
mariana de la Iglesia.
La María de la Iglesia Magisterial y Teológica
Las afirmaciones sobre la María Pascual en el Nuevo Testamento se
despliegan paulatinamente en amplitud y hondura en la fe católica
de la Iglesia, originando los dogmas marianos que profundizan la Maternidad
Pascual de María, y colaboran incluso en la comprensión del ser y
del poder del Cristo Salvador Resucitado, ya que maternidad pascual
es la plenitud de la fe y de la salvación, dado el nuevo concepto
de maternidad inaugurado por Cristo en la comunidad neotestamentaria.
Así la maternidad de Jesús y la maternidad de Cristo llegan a la
cumbre de su comprensión cuando en el Concilio de Éfeso (a. 431) se
define a María, contra el reduccionismo nestoriano, como Madre
cíe Dios, dejando definitivamente establecida en la fe de la Iglesia
la unicidad de la persona divina de Cristo y la realidad de su ser
histórico y humano contra todo tipo de docetismo ahistórico.
Desde los mismos testimonios neotestamentarios, la maternidad pascual
de María aparece vinculada con su virginidad, que desde el siglo IV
en la confesión de fe de Epifanio se cualifica expresamente a María
como la Siempre-Virgen (Dz. 13), que se desdoblará desde el Sínodo
de Letrán (a. 649) en los tres momentos, «antes, en y después del
parto». Independientemente de la dimensión histórica de la maternidad-virginal
de María, la fe de la Iglesia en dicha virginidad implica una profundización
en el misterio de la maternidad fiducial y pascual de María, ya que
la virginidad, en el contexto pascual en el que escribe Pablo, se
define como un exclusivo preocuparse de los asuntos del Señor, para
dedicarse a El en cuerpo y alma (1 Cor. 7, 32-34). Por eso María,
en la fe de la Iglesia, es la Madre-Virgen, la Siempre-Virgen, o sencillamente
la Virgen, en la que el sentido pascual de la virginidad se realiza
por eminencia en su fe maternal.
Con lentitud de siglos se abre en la Iglesia la conciencia de la
Concepción Inmaculada de María —definida por Pío IX en 1854—, y de
su Asunción corporal en la gloria celeste —solemnemente declarada
como dogma por Pío XII en 1950—. Son dos dogmas que localizan integralmente
la existencia de la Virgen-Madre en el universo pascual del Cristo
Resucitado, que permitirá posteriormente a Pablo VI proclamarla como
Madre de la Iglesia, incorporada, sin duda, por su Hijo en la casa
exclusivamente fundada por El, pero aposentada en ella como la Madre
del Cristo-Fundador y de todos los miembros de la nueva familia.
La María de la fe de la Iglesia aparece, de esta manera, como el
testigo cualificado de la actividad salvífica de Cristo en el mundo,
transparencia evangelizadora del rostro maternal-misericordioso de
Dios .—rahamim y hesed, dirá el hebreo—, tipo y modelo de la Iglesia
y del cristiano, con la fuerza salvífica de quien, liberado por Cristo,
continúa buscando con El a la oveja perdida, al mismo tiempo que se
preocupa eficazmente de los hambrientos, de los desnudos, de los encarcelados
y de los enfermos, conforme a las exigencias del mismo Jesús expresadas
en el capítulo 25 de San Mateo. Pero, en la fe de la Iglesia, siempre
hay una referencia fundamental a la María-Viva junto al Cristo-Vivo
como miembro privilegiado y glorioso de su Cuerpo.
Las corrientes teológicas en Mariología han sido múltiples a través
de la historia, pero principalmente se pueden considerar desde tres
perspectivas, que modelan diversas imágenes de María.
En primer lugar, existen unas Mariologías Cristológicas y otras Eclesiológicas,
según que María sea estudiada acentuando y subrayando su relación
con Cristo o con la Iglesia.
En segundo lugar, aparecen las Mariologías Maximalistas y las Minimalistas.
Las primeras se desarrollan bajo la fuerza del viejo adagio «de María
numquam satis», mientras que las segundas, por diferentes motivos,
quieren evitar la impresión de que «junto al camino, la obra y los
títulos honoríficos de Jesucristo existen otro camino paralelo, otra
obra y otros títulos honoríficos análogos propios de María», como
decían los teólogos protestantes de la Universidad de Heidelberg en
1950, en su «Juicio Evangélico acerca de la proclamación del dogma
de la asunción corporal de María».
Por último, se han desarrollado la Mariología de los Privilegios
y la Mariología de la Misión-Servicio. La primera ha encontrado su
lugar propicio en con textos de Cristiandad y en ambientes socialmente
dominados por la aristocracia. La segunda corriente comienza a tomar
su fuerza en un mundo pluralista en que la Iglesia, subrayando su
original vocación de levadura misionera, se define a sí misma como
«servidora» del mundo.
La María de la piedad de la Iglesia y de las Iglesias
Si la María de la Historia es única y con reducidos años de existencia
durante el siglo 1, la María de la piedad de la Iglesia y de las Iglesias
Particulares es múltiple y diversificada, con profundidad de siglos
y con capacidad de multiplicarse novedosamente con una nueva imagen,
con una nueva advocación o con una nueva devoción.
Cada María de la piedad de la Iglesia tiene su propia historia. Con
frecuencia es una historia larga, compleja y que promueve una constelación
específica de historias, como sucede con las advocaciones más tradicionales
de Nuestra Señora del Carmen o de Nuestra Señora del Rosario, e incluso
con advocaciones recientes, como son las de Lourdes y Fátima.
Cada una de estas Marías es una historia de la fe de los creyentes
en María; pero, al mismo tiempo, siempre se expresa como una nueva
historia de la María-Viva, que vive también en la fe de su pueblo.
Es fácil ahora comprobar la complejidad que se oculta detrás de ese
nombre tan sencillo: «La Virgen María». Por ese motivo queda justificada
nuestra pregunta sobre cuál de las Marías es la que subyace en la
teología mariana popular de América Latina. Incluso, brevemente, hemos
propuesto los puntos de referencia en orden a un discernimiento sobre
la Virgen María de la religiosidad popular latinoamericana.
3
MARIA «LA CONQUISTADORA» ANTE EL
MUNDO AMERINDIO
María llega a América Latina por los descubridores y conquistadores
portugueses y españoles.
Devoción mariana de los Conquistadores
Como ha afirmado Vargas Ugarte, «aunque es forzoso reconocer que
muchos de los conquistadores españoles no estuvieron exentos de graves
defectos, es incontestable que casi todos eran hombres de arraigada
fe y además fervientes devotos de la Virgen María».15
La afirmación, desde nuestra temática y desde las actuales perspectivas
en las que se mueve el historiador, es sugerente y nos abre a dos
preguntas: ¿Cuál era la Virgen María que latía en la fe de los conquistadores?
¿Cómo aparecía esta Virgen María ante los ojos de los indígenas?
Conocida es la devoción a la Virgen tenida por Cristóbal Colón, en
cuyo estandarte estaban impresas las imágenes de Jesús y de María,
y que bautizó la segunda isla descubierta con el nombre de Concepción,
y que en su segundo viaje erigió en Santo Domingo la primera iglesia
levantada en América, consagrándola a Jesucristo y a su Madre Santísima.
Lo mismo nos consta de Hernán Cortés por los testimonios de Bernal
Díaz del Castillo. El conquistador sólo llevaba sobre su pecho una
cadena de oro con la imagen de Nuestra Señora, la Virgen Santa María,
con su precioso hijo en los brazos. Rezaba las Horas todas las mañanas,
oía la Misa y «tenía por su muy Abogada a la Virgen María». Cuenta
el mismo cronista que, habiendo desembarcado en la isla de Cosumel,
vieron en un templo una reunión religiosa de indios, y que les ordenaron
«que quitasen de aquella casa aquellos sus ídolos..., que les llevarían
al infierno sus almas y se les dio a entender otras cosas santas e
buenas, e que pusiesen una imagen de Nuestra Señora que les dio Hernán
Cortés e una cruz». No se atrevieron los indios a quitar sus falsos
dioses, temiendo no les sucediese algún mal y propusieron a los españoles
que los echasen ellos, persuadidos que luego les vendría algún castigo,
y así mandó Hernán Cortés que los despedazasen y echasen a rodar por
las gradas del templo abajo. «Luego mandó traer mucha cal, que había
harta en aquel pueblo e indios albañiles y se hizo un altar muy limpio,
donde pusiésemos la imagen de Nuestra Señora, e mandó a dos de nuestros
carpinteros.., que hiciesen una cruz... la cual se puso en uno como
humilladero que estaba cerca del altar e hizo misa el Padre que se
decía Juan Díaz, y el papa (sacerdote de los ídolos) y todos los indios
estaban mirando con atención» 16
Testimonios similares sobre la devoción a la Virgen tenida por conquistadores
y misioneros de la época, se podrían prolongar indefinidamente, porque
se trata de una nota común de aquellos hombres.
Configuración de la Virgen como «La Conquistadora»
Misioneros y conquistadores traían a la Virgen a las tierras de América
con las características de la teología de la Contrarreforma, envuelta
en la original religiosidad popular luso-hispánica, y expresada en
imágenes y devociones de marcado cuño occidental.
Pero al llegar a las nuevas playas, María adquiere inmediatamente
una nueva y original configuración, cuya expresión más típica, a mi
juicio, y al mismo tiempo la más ambigua, será la de ser considerada
como «La Conquistadora». Así se denominará ya en los primeros años
y, concretamente en Guatemala, a la Virgen llevada por el mercedario
Fray Bartolomé de Olmedo.17
Es el mismo nombre que el San Roque González daba a la imagen de la
Virgen que llevaba en todas sus correrías apostólicas en medio del
mundo guaraní, y que era un lienzo de la Inmaculada Concepción, que
había pintado el Hermano Bernardo Rodríguez, y que se lo había regalado
el Provincial P. Diego de Torres.18
Imagen de la Virgen de las Mercedes y lienzo de la Inmaculada,
pero en ambos casos es la Conquistadora.
El nombre es sumamente significativo, porque con él se mostraba que
la Virgen quedaba incorporada cualitativamente a la empresa hispánica
en las nuevas tierras descubiertas, empresa de conquista, siguiendo
la tradición medieval española de la «reconquista», y que los misioneros
intentaran suavizar con la cualificación de «conquista espiritual».19
Sin duda que, dada la dimensión evangelizadora de la empresa hispánica,
bajo el nombre de «La Conquistadora» se encubre para la Virgen el
nombre de «La Evangelizadora», canalizando bajo esta denominación
toda una nueva teología de María para los misioneros.
Pero la conquista, en su globalidad, no era tan pura y desinteresada
como hubiese sido una empresa de mera evangelización.
Cierto que Alejandro VI instaba a los Reyes Católicos a enviar misioneros
afirmando que «confío con la ayuda de Dios, en poder ya propagar ampliamente
el sagrado nombre y el Evangelio de Jesucristo». Y el mismo Cristóbal
Colón escribía a Isabel y Fernando diciendo que «espero que Dios mediante
Vuestras Altezas, se resolverá pronto a enviarnos personas devotas
y religiosas para reunir a la Iglesia tan vastas poblaciones y que
las convertirán a la fe». Y el mismo León XIII, con ocasión del cuarto
centenario del Descubrimiento, afirmaba de Cristóbal Colón que fue
un hombre «cuyo principal propósito y el que más arraigado estaba
en su alma no fue otro que abrir el camino al Evangelio por nuevas
tierras y por nuevos mares».20
Pero la conquista fue simultáneamente económica, social, y política,
por lo que en la época se hablaba de una conquista con la espada y
con la cruz, con una característica mentalidad colonizadora, que en
los primeros años incluso llegó a poner en duda la humanidad de los
indígenas, tema que tuvo que ser resuelto en las aulas universitarias
de Alcalá y de Salamanca. Un mismo misionero, como el P. Antonio Ruiz
de Montoya, afirmará con toda claridad que «he vivido todo el tiempo
en la provincia del Paraguay y como en el desierto en busca de fieras,
de indios bárbaros, atravesando campos y trasegando montes en busca
suya, para agregarlos al aprisco de la Iglesia Santa y al servicio
de Su Majestad».21
E indicará que «aquellos indios que vivían a su antigua usanza en
sierras, campos, montes y pueblos que cada uno montaba cinco o seis
casas, han sido ya reducidos por nuestra industria a poblaciones grandes
y de rústicos vueltos en políticos cristianos», de tal manera que
«los redujo la diligencia de los Padres a poblaciones grandes y vida
política y humana, a beneficiar algodón con que se vistan, etc.».
22 Y el P. Diego de Torres escribía «que estos
indios, como todos sus antepasados, poco antes andaban como fieras
en esos montes con las armas en la mano matando y destrozando sin
conocimiento de Dios Nuestro Señor, más que si fueran bestias».
23
Es al frente de esta compleja conquista como aparece María en la
fe de los conquistadores como la Conquistadora, originándose una ambigua
teología mariana, si la analizamos desapasionadamente, y una imagen
de María mucho más ambigua para el indígena que se sentía agredido
por militares y misioneros «conquistadores».
Ambigüedad teológica de «La Conquistadora»
Lo que Bernal Díaz del Castillo afirmaba de la Virgen María con relación
a las tropas de Hernán Cortés en la conquista de Méjico, podemos decir
que fue la fe mariana de castellanos y portugueses durante todo el
período colonial. Escribía el cronista: «Y ciertamente todos los soldados
que pasamos con Cortés tenemos muy creído, e así es verdad, que la
misericordia divina y Nuestra Señora la Virgen María siempre era con
nosotros: por lo cual le doy muchas gracias».24
Esta fe la confirmaban con repetidos milagros, atribuidos a la Cruz
y a la Virgen, realizados con ocasión de acciones militares y similares.
Así se cuenta que en una difícil batalla, dirigida bajo las órdenes
del Capitán Francisco de Cortés, en el año 1517, «el Capitán mandó
sacar los estandartes reales y los enarboló, y fuera de esto, otro
de damasco blanco y carmesí con una cruz en el reverso y una letra
por orla que decía así: 'En esta vencí y el que me trajere, con ella
vencerá', y por la otra parte estaba la imagen de la Concepción Limpísima
de Nuestra Señora y con otra letra que decía: 'María, Mater Dei, ora
pro nobis', y al descubrirla y levantarla en alto, hincados de rodillas,
con lágrimas y devoción le suplicaron los afligidos españoles les
librase de tantos enemigos y al instante se llenó el estandarte de
resplandores y causó al ejército valor y valentía, y fueron marchando
al son de las cajas y clarines y, llegando cerca del pueblo, los enemigos
se repartieron por medio de dos bandas, la una se puso hacia la banda
de la sierra y la otra hacia la mar que estaba cerca y los cogieron
en medio... Los cristianos, sin hacer caso de sus bravezas, fueron
adelantando con algún tiento y cuando llegaron bastante cerca de los
enemigos, descubrieron los estandartes que traían, tremolándolos delante
de la Cruz y la Virgen y... en esta ocasión el estandarte de Nuestra
Señora se llenó de más resplandores y así como lo vieron los indios
se juntaron y postrados, trajeron sus banderillas arrastrando y las
pusieron a los pies del Padre Fray Juan de Villadiego, santísimo sacerdote
y anciano que tenía en las manos el estandarte de la Cruz, a cuya
mano siniestra iba el Capitán Francisco Cortés con toda su caballería.
Treinta capitanes, caciques y señores de aquella provincia se rindieron
a la cruz e imagen, por haberse llenado de resplandores sin otra arma
alguna... Este suceso fue sábado del año 1517».25
El texto es de una densidad popular mariana extraordinaria. María
aparece junto al estandarte de la cruz, siendo nombrada en segundo
lugar. Queda diseñada teológicamente como la Madre de Dios e Inmaculada
en su Concepción. Con relación a los españoles es Nuestra Señora y
apoyo de los afligidos. Ella es la que ora delante de Dios y a la
que se le reza con «lágrimas y devoción» en el momento de la dificultad.
Ante la oración, ella responde en este caso con el milagro, y un milagro
de tal categoría que por una parte «causó al ejército valor y valentía»,
y por otra, sin necesidad de lucha ni de armas, personalmente con
sus resplandores derrota a los indios concediendo la victoria a los
españoles.
Casos similares se encuentran continuamente en crónicas y relatos
de la época,26 de
tal manera que Fray Antonio de Santa María, recogiendo el sentir de
sus contemporáneos, podía afirmar que «Nadie puede dudar que el triunfo
de esta conquista se debe a la Reina de los Ángeles».
Pero, si volvemos la moneda, en la fe de los conquistadores aparece
María «La Conquistadora» apoyando la globalidad de su empresa y de
sus acciones, lo que nos sitúa en la ambigüedad teológica subyacente
a La Conquistadora, a la que todos atribuyen el triunfo, que no fue
abstracto sino bien concreto.
En efecto, no podemos olvidarnos que el resultado de dicho triunfo
era la nueva situación creada para el mundo indígena y que ya denunciaba
enérgicamente Fray Antonio de Montesinos en su célebre sermón del
cuarto domingo de Adviento de 1511. 27
La Conquistadora aparece como Abogada y Apoyo de tropas creyentes,
pero cuya deteriorada imagen, desde el punto de vista moral, era bien
conocida y denunciada por los predicadores de la época, como hoy nos
lo ha dado a conocer Julio Caro Baroja.28
Incluso, de una manera especial, no podemos olvidar la situación
a la que quedó reducida la mujer indígena con ocasión de la conquista,
y hasta la propia mujer hispana, como lo ha puesto de relieve José
Oscar Beozzo.29
Siguiendo la dinámica del pensamiento de Vilma Moreira da Silva,
hay que recordar que en algunos sectores de Occidente se estaba dando
una explotación machista del culto a la Virgen María, al reducir el
modelo mariano a la «feminidad ideal», en el sentido de la exaltación
de algunas de las virtudes que se dicen «propias de la mujer», como
la modestia, la aceptación, pasividad, resignación, sumisión, humildad,
etc., reduciendo cultural y alienantemente la dimensión global 30
del ser femenino.
Es decir, la incrustación de María como Conquistadora por la fe de
los propios conquistadores, en su ambiguo —e incluso, en muchas ocasiones,
negativo— contexto histórico y cultural, es lo que origina la ambigüedad
de la teología mariana de la Conquistadora.
Ambigüedad de «La Conquistadora» frente al mundo amerindio
Hoy que comenzamos a acostumbrarnos a hacer la lectura de la colonización
de América no sólo desde la perspectiva de los conquistadores y vencedores
—con la clásica óptica metropolitana—, sino también con los ojos de
los vencidos —los amerindios y afro americanos—, el problema de la
teología mariana de «La Conquistadora» y «a la que todos atribuyen
el triunfo» se hace mucho más complicado.
En efecto, Bernal Díaz del Castillo escribe con entusiasmo cómo,
refiriéndose a la Virgen, «los caciques dijeron que les parecía muy
bien aquella Gran Tegleciguata (...), porque a las grandes señoras
en su lengua llaman tegleciguatas».31
Y más adelante añade que «preguntando en cierta ocasión Moctezuma
a sus guerreros cómo no habían podido vencer a unos pocos castellanos,
siendo ellos tantos, le respondieron que no aprovechaban sus flechas
ni buen pelear, porque una Gran Tegleciguata de Castilla venía delante
de ellos y les ponía temor».32
El problema era mucho más complejo. Desde la perspectiva indígena
se trataba de una guerra entre pueblos y dioses —en el contexto de
mentalidades enoteístas—, como lo ha propuesto con finura Octavio
Paz,33 con relación
al mundo azteca.
La conciencia generalizada de los amerindios, como hoy comienza a
comprobarse incluso documentalmente, era que se encontraba ante un
mundo de invasores y enemigos protegidos por dioses extraños también
enemigos. Bartomeu Meliá lo ha dejado claramente expuesto con relación
al sector del mundo guaraní renuente a los pactos con los españoles
con su subsecuente colonización. 34
En dicho contexto la Virgen «Conquistadora» debía aparecer para el
agredido mundo amerindio como el símbolo y la fuerza de sus enemigos,
y a la que se debía la causa de sus derrotas en una guerra evidentemente
injusta.
Un dato muy significativo, desde esta perspectiva, son los acontecimientos
que ocurrieron con ocasión del martirio de San Roque González de Santa
Cruz.
La mentalidad de los indígenas aparece transparente en el discurso
con el que Potirava concientiza de la nueva situación al cacique Ñeezú
y al resto de los indígenas con ocasión de la llegada del misionero
Roque González: «Ya ni siento mi ofensa ni la tuya; sólo siento la
que esta gente advenediza hace a nuestro ser antiguo y a lo que nos
ganaron las costumbres de nuestros padres. ¿Por ventura fue otro el
patrimonio que nos dejaron sino nuestra libertad? ¿La misma naturaleza
que nos eximió del gravamen de ajena servidumbre no nos hizo libres
aun de vivir aligados a un sitio por más que lo elija nuestra elección
voluntaria? (...) ¿No temes que estos que se llaman Padres disimulen
con este título su ambición y hagan presto esclavos viles de los que
llaman ahora hijos queridos? ¿Por ventura faltan ejemplos en el Paraguay
de quién son los españoles, de los estragos que han hecho en nosotros,
cebados más en ellos que en su utilidad? Pues ni a su soberbia corrigió
nuestra humildad, ni a su ambición nuestra obediencia: porque igualmente
esta nación procura su riqueza y las miserias ajenas. ¿Quién duda
que los que nos introducen ahora deidades no conocidas, mañana,
con el secreto imperio que da el magisterio de los hombres, introduzcan
nuevas leyes o nos vendan infamemente, adonde sea castigo de nuestra
incredulidad un intolerable cautiverio? ¿Estos que ahora con tanta
ansia procuran despojarte de las mujeres de que gozas, por qué otra
ganancia habían de intentar tan desvergonzada presunción, sino por
el deseo de la presa de lo mismo que te quitan? ¿Qué les va a ellos,
si no las quisieran para su antojo, en privarte de que sustentes tan
numerosa familia? Y lo que es lo principal, ¿no sientes el ultraje
de tu deidad y que con una ley extranjera y horrible deroguen
a las que recibimos de nuestros antepasados; y que se deje por los
vanos ritos cristianos los de nuestros oráculos divinos y por la adoración
de un madero las de nuestras verdaderas deidades? ¿Qué es esto?
¿Así ha de vencer a nuestra paterna verdad una mentira extranjera?
Este agravio a todos nos toca; pero en ti será el golpe más severo;
y si ahora no lo desvías con la muerte de estos alevosos tiranos,
forjarás las prisiones de hierro de tu propia tolerancia».35
Consecuencia de este discurso fue la muerte de los mártires, al mismo
tiempo que los indígenas, simbólicamente, destrozaron la imagen de
la Conquistadora, que siempre llevaba consigo el P. Roque González,
designándola con dicho nombre. Los testimonios de la época afirman
que cuando los soldados acudieron a castigar a los indios, encontraron
el lienzo de la Virgen rasgado en dos partes.
Hechos similares se registraron en la muerte del P. Lizardi a manos
de los chiriguanos. Como cuenta el P. Lozano, los indígenas destruyeron
cuanto encontraron en la iglesia y «a una pintura de Nuestra Señora,
inseparable compañera del P. Julián desde las misiones del Paraguay,
la dividieron de alto a abajo». Igualmente derribaron de su hornacina
a la imagen titular, arrancándole la cabeza y las manos?
36
4
LA INCORPORACIÓN DE MARIA
EN AMÉRICA LATINA
Desde la perspectiva tomada, podemos afirmar que fue difícil la llegada
de la Virgen a las tierras americanas. Sin embargo, como ha constatado
Virgilio Elizondo, «es un hecho innegable que la devoción a María
es la característica del cristianismo latinoamericano más popular,
persistente y original. Ella está presente en los propios orígenes
del cristianismo del Nuevo Mundo. Desde el principio, la presencia
de María confirió dignidad a los esclavizados, esperanza a los explotados
y motivación para todos los movimientos de liberación. Igualmente,
dejando a un lado su interpretación, no se puede negar el hecho de
la devoción a María».37
En realidad, no hay duda que se produce un cambio que, en el lenguaje
de hoy, podríamos expresarlo de María «La Conquistadora» a María «La
Madre Liberadora». Más exactamente pasó a ser la Madre de los Oprimidos
que no quedaron sin madre. Pero, ¿cómo se produce ese cambio? La respuesta
a esta pregunta me parece de trascendental importancia para la comprensión
de la teología mariana subyacente en la religiosidad popular latinoamericana,
ya que siguiendo el pensamiento de Puebla, son esos momentos de cambio
en los que se constituye la matriz religiosa y cultural del continente
con el nuevo rostro mestizo de María. La cultura religiosa es la memoria
de un pueblo, y punto clave para su comprensión es el momento en el
que se origina.
Con relación a María, quiero detenerme a analizar tres momentos que
considero privilegiados en su inserción latinoamericana: Guadalupe,
Copacabana y la Virgen que aparece en los momentos de liberación del
Continente con relación a las metrópolis en la época de la Independencia.
La Guadalupana
Cuando en 1531, el Obispo de México, Fray Juan de Zumárraga se encamina
en devota procesión desde la ciudad de México hasta el Tepeyac con
la tilma del indio Juan Diego, en la que aparecía impresa la imagen
de la Virgen de Guadalupe, cuentan los testigos que una apiñada muchedumbre
de indios la aclaman por su Madre y que no se cansaban de repetir:
«¡Noble indita, noble indita, Madre de Dios! ¡Noble indita! ¡Toda
nuestra!». 38 No se
trataba de una anécdota piadosa y pasajera. Ha sido Arnold Toynbee
quien ha señalado que, a su juicio, el nacimiento de esta nueva personalidad
histórica que llamamos América Latina ocurrió en Guadalupe. Es la
intuición que vuelve a recoger Puebla al afirmar que «el Evangelio
encarnado en nuestros pueblos los congrega en una originalidad histórica
cultural que llamamos América Latina. Esa identidad se simboliza muy
luminosamente en el rostro mestizo de María de Guadalupe que se yergue
al inicio de la Evangelización».39
Los acontecimientos de base se encuentran en el «Nican mopohua» escrito
por Antonio Valeriano 40
hacia el año 1549 en Tlatelolco. El relato está escrito directamente
en náhuatl, sobre papel hecho de pulpa de maguey como los antiguos
códices aztecas. Los caracteres son latinos.
El estudio del documento nos permite asistir y comprender un momento
privilegiado en el que se hace amerindia la fe en María y nos ofrece
las bases para descubrir la primera teología popular latinoamericana
sobre la Virgen María. En mis reflexiones posteriores, además de la
utilización directa del documento, me apoyo en los valiosos estudios
de Clodomiro Siller 41
y de Salvador Carrillo.42
En 1519 había ingresado Hernán Cortés en Méjico. En 1521 había logrado
alcanzar la capital del imperio azteca. Diez años después se inician
los acontecimientos de Guadalupe, en plena posguerra, como sentenciosamente
marca el documento náhuatl con la expresión «se suspendió la guerra».
La situación era bien difícil para el mundo indígena. Políticamente,
indígenas derrotados y humillados, amenazados por la viruela y por
otras enfermedades importadas por el invasor. En las discusiones y
pláticas tenidas por los doce primeros frailes llegados en 1524 con
los indios principales y sus sabios, la conversación ha sido muy difícil
y amarga para los indígenas que terminaron diciendo: «Déjennos ya
morir, déjennos ya perecer, puesto que ya nuestros dioses han muerto
(...). Y ciertamente no creemos aún (lo que nos decís), no lo tomamos
por verdad (aun cuando) os ofendamos. Es ya bastante que hayamos perdido,
que se nos haya quitado, que se nos haya impedido nuestro gobierno.
Si en el mismo lugar permanecemos, sólo seremos prisioneros. Haced
con nosotros lo que queráis». 43
Testigo y víctima de estas tragedias era el indio Juan Diego (1474-1548),
llamado Cuauhtlatoatzin antes de la conquista. El texto insinúa que
perteneció a los «caballeros águila» de los aztecas. Pero ha quedado
reducido a un «pobre indio», con dificultades para tratar aun con
los criados del Obispo, y que en el nuevo contexto hace que se defina
a sí mismo diciendo que «yo soy un hombrecillo, soy un cordel, soy
una escalerilla de tablas, soy cola, soy hoja, soy gente menuda».44
La Virgen misma lo designará como «el más pequeño de mis hijos», noxocoyouth,
que equivale a oprimido, reducido o despreciado. Será este indio,
símbolo de la nueva situación amerindia, el testigo privilegiado de
las apariciones de la Virgen de Guadalupe en el cerro del Tepeyac,
lugar de culto prehispánico y lugar de arranque de la fe cristiana
en el mundo mestizo latinoamericano.
La teología mariana que aparece en el documento es plenamente tradicional,
siempre en la perspectiva de la fe pascual, ya que la Virgen es denominada
como «Señora del cielo». María misma se define a sí diciendo: «Yo
soy la siempre Virgen Santa María, Madre del Verdadero Dios» (v. 22).
Cuando Juan Diego explica la aparición, indica el texto «que en todo
se descubría ser ella la Siempre Virgen, Santísima Madre del Salvador,
Nuestro Señor Jesucristo» (v. 53). Y al exponer al Obispo el mensaje,
Juan Diego sugiere que «ojalá que creyera su mensaje y la voluntad
de la Inmaculada» (v. 51). Nos encontramos, por tanto, ante una sólida
y completa mariología, tal como se había desarrollado en la fe de
la Iglesia hasta el momento de las apariciones.
Pero lo importante es subrayar la óptica desde la que va a comenzar
a elaborarse la nueva teología mariana popular en América Latina.
A mi juicio, la clave hay que encontrarla en la dimensión de la Maternidad
de María. Pero se trata de una maternidad muy concreta: es la maternidad
con referencia al pueblo amerindio —aunque se extiende a todos— y
que aparece en un momento bien concreto de su historia.
En efecto, es la misma María la que se manifiesta diciendo que «yo
soy vuestra piadosa madre», pidiendo que se le construya una casa
entre sus hijos, es decir, en la zona donde viven los indios alejados
del México de los españoles y en un lugar lleno de resonancias indígenas
como es en el cerro Tepeyac. Ahí es donde ella quiere «mostrar y dar
todo mi amor». Juan Diego es el primer testigo de dicha maternidad
al sentirse llamado por ella, en repetidas ocasiones, como «hijo mío».
No es una Madre extraña y extranjera sino perfectamente compenetrada
con su cultura y con su idioma.
Así cuando se presenta como Madre de Dios, despliega este nombre
en el panteón y teología aztecas y, como indica Siller, mostrándose
como la madre de los antiguos dioses mexicanos.45
Todo el conjunto de las apariciones queda expresado en una rica simbología
azteca, que sólo podía dominar en ese momento quien a ella pertenecía.
Se trata de una madre cercana y no dominadora. Es una hogareña, como
lo advierte la anotación de que «estaba de pie». Los nobles dominadores
(tanto aztecas, mayas o españoles) recibían a la gente sentados sobre
tronos o petates, a los que los mayas llamaban pop, palabra
que también significa «pueblo».
Es una madre que reconoce la dignidad de sus hijos, aunque éstos
se encuentren humillados por los infortunios de la vida. Por eso le
llama «Iuantzin Iuan Diegotzin». «Son palabras que siempre han sido
traducidas como 'Juanito, Juan Dieguito', dándole al hecho una significación
conmovedora de ternura maternal y de delicadeza. Pero en náhuatl la
terminación tzin es también desinencia reverencial, es decir,
se añade para significar reverencia y respeto. Por eso esta terminación,
por ejemplo, en Tonantzin, la 'Madre de Dios', que nadie ha
traducido en diminutivo». 46
Como buena madre, que quiere reconstruir la familia deshecha, se
preocupa de la situación y necesidades de sus hijos: «Deseo vivamente
que se me erija aquí una casa, para en ella mostrar y dar todo mi
amor, compasión, auxilio y defensa, pues yo soy vuestra piadosa madre,
a ti, a todos vosotros juntos los moradores de esta tierra y a los
demás amadores míos que me invoquen y en mí confíen; oír allí sus
lamentos, y remediar todas sus miserias, penas y dolores» (vv. 23-25).
Pero es una madre que también participa de las dificultades de sus
hijos, como lo ha intuido Juan Diego volviendo de su primera visita
al Obispo, que le hace llamarla cariñosa y compasivamente: «Señora,
la más pequeña de mis hijas, niña mía» (v. 35).
El diálogo con esta madre discurre familiar y cercano, sugerente.
Juan Diego no tiene dificultad en decir a la Virgen que «iré a hacer
tu voluntad; pero acaso no seré oído con agrado; o si fuere oído,
quizás no se me creerá» (v. 46). Tiene confianza en que ella le dará
la señal que se le pide, y le ruega a la madre que se la dé. Con ocasión
de la enfermedad de su tío, el diálogo adquiere características muy
familiares: «Niña mía, la más pequeña de mis hijas, Señora, ojalá
estés contenta. ¿Cómo has amanecido? ¿Estás bien de salud, Señora
y Niña Mía? Voy a causarte aflicción: sabe, Niña mía, que está muy
malo un pobre siervo tuyo, mi tío; le ha dado la peste y está para
morir. (...) Pero sí voy a hacerlo, volveré otra vez aquí, para ir
a llevar tu mensaje. Señora y Niña mía, perdóname; tenme por ahora
paciencia; no te engaño, hija mía la más pequeña; mañana vendré a
toda prisa» (vv. 71-74).
Es una madre que se fía y le da encargos a sus hijos, prefiriéndolos
a otras personas que socialmente pueden ser más importantes (vv. 35-48).
Pero es al mismo tiempo la madre fuerte y poderosa que sabe construir
un nuevo hogar sobre las ruinas. Sana al tío enfermo, hace nacer rosas
de Castilla en tiempo inadecuado, convence al mismo Obispo, y por
medios pacíficos consigue la casa que necesita para la salvación de
su hijos aztecas.
Por eso, Juan Diego la siente al mismo tiempo como Señora, Madre,
Niña y la más pequeña de sus Hijas, con una obediencia y confianza
absolutas. Le han convencido las palabras de la Guadalupana: «¿No
estoy yo aquí que soy tu Madre? ¿No estás bajo mi sombra? ¿No soy
yo tu salud? ¿No estás tú por ventura en mi regazo? ¿Qué más has menester?»
(v. 76).
Las preguntas de María la incorporan definitivamente al ámbito hogareño-maternal,
la configuran como la típica nantzin azteca, asimilando cuatro
características fundamentales. Madre es «la que está aquí», en el
lugar de la angustia y de la necesidad, y es la que nunca abandona.
Madre es la que cobija bajo su sombra, es decir, la que tiene la verdadera
autoridad, dado que en el mundo azteca se entendía la autoridad «como
el que tiene gran circuito en hacer sombra... porque el mayor de todos
los ha de amparar, chicos y grandes».47
Madre es el regazo protector en el que se está. Las cuatro preguntas
terminan con una quinta que configura toda la mentalidad hogareña
azteca: «¿Qué más has menester?». Lo que puede interpretarse diciendo:
¿Qué realidad hay más importante para un azteca que tener la propia
madre?
Detrás de estos textos encontramos toda una pista para el conocimiento
de la realidad y del rol de la madre en la cultura azteca. Pero al
mismo tiempo, al quedar incorporada María como Madre en dicho pueblo,
comenzamos a tener las primeras pistas de la nueva teología popular
mariana que se origina en América Latina. La Conquistadora se ha transformado
en la Nantzin, la Madre del mundo amerindio, y América comienza a
considerar a la Virgen como su madre.
Las duras palabras de los doce primeros misioneros enviados por Adriano
VI: «Nuestro Dios os ha comenzado a destruir y os acabará», y también:
«Nuestro Dios es el que nos ayudó a venceros a vosotros y a vuestros
dioses», eran negadas por María para afirmar: «Deseo vivamente que
se me levante aquí una casa, para en ella mostrar mi amor, compasión,
auxilio y defensa, pues yo soy vuestra piadosa madre». En realidad,
como indica el texto del Nican Mopohua, «al llegar (el indio Juan
Diego) al cerrillo llamado Tepeyacac, amanecía» (v. 3). Como se decía
en el Popol Vuh, «cuando sólo había inmovilidad y silencio
en la oscuridad y la noche... los dioses van a sacar a la luz el principio
de la vida, el principio de la historia». 48
La Virgen de Copacabana
Creo que la Virgen de Copacabana es otro momento importante de la
inserción histórica de María en América Latina. En efecto, nos dice
Vargas Ugarte que «todos los que se han ocupado del Santuario de Copacabana,
Fray Alonso Ramos Gavilán en la Historia del mismo, Fray Reginaldo
Lizárraga, en su Descripción del Perú; las Cartas Anuas de
la Compañía de Jesús, por no citar sino documentos de la época, reconocen
que la imagen labrada por Tito Yupanqui y en él venerada, fue un medio
de que se valió la providencia para atraer a los indios a la fe. Por
ello escogió la Virgen, como trono de sus misericordias, una región
de las más pobladas del Perú y en la cual se había encastillado sólidamente
la idolatría. Hasta la venida de la imagen a las riberas del lago
Titicaca, se había predicado, es cierto, el Evangelio a las poblaciones
ribereñas, se habían establecido doctrinas, pero a juicio de los cronistas
de entonces, aún persistían en ellas las prácticas idolátricas y su
ingreso en la Iglesia de Cristo era, como decía el Virrey Toledo,
aparente y casi forzado». 49
Es interesante atender a la observación que hacía el P. Antonio de
Calancha, al decir, jugando con la etimología quechua, que, desde
la llegada de la Virgen a aquel lugar, el santuario podía ser llamado
con toda verdad Copacabana, pues «allí ven todos los fieles aquella
preciosa piedra, María». 50
Modernamente Jacques Monast nos hablará de los misterios de la Virgen
Kolla —representada por un simple paquete de tierra—, y de las relaciones
existentes entre la Virgen María y la Pachamama.51
Es tema que nos volverá a recoger Enrique Dussel con la sugerencia
de «cómo los evangelizadores tomaron cultos indígenas y los transformaron,
aunque en parte».52
Teniendo en cuenta las advertencias que hacen estos autores, creo
que el tema es mucho más complejo y en él encontramos una de las raíces
de la teología mariana popular.
La Virgen de Copacabana es una imagen labrada por las manos de un
indio, Francisco Tito Yupanqui, hacia los años de 1580, y que tras
diversas dificultades fue recibida con toda veneración el 2 de febrero
de 1583 «por un pequeño grupo de españoles y por una población entera
de naturales».53
En la época precolombina ya existía un afamado santuario indígena
en el lago Titicaca. Parece que el adoratorio original estaba en una
isla cercana al pueblo de Copacabana y era una gran peña, de donde
los indios, según la leyenda, vieron salir resplandeciente al sol
tras varios días de densa oscuridad. Una vez conquistada la provincia
del Collao, los Incas tomaron bajo su protección este santuario, levantaron
un templo al sol junto a la piedra sagrada; en otra isla cercana edificaron
un templo a la luna, construyeron palacios, moradas para los ministros
de los santuarios y albergues para los peregrinos. Parece que eran
muchos los peregrinos que venían a la piedra santa, a la que no podían
acercarse con las conciencias manchadas y con las manos vacías.
La piedra sagrada preincaica quedó incorporada religiosamente en
el complejo panteón incaico, entre cuyos dioses se encontraba la tierra
misma con el nombre de Pachamama, cuyo culto era muy importante para
la gran mayoría de la población que se dedicaba a la agricultura.54
Todavía queda en la región, de difícil agricultura, la conciencia
de la Pachamama. Monast nos ha dejado el testimonio del indígena que
le decía: «Ni al Padre eterno y a Santiago se le hacen sacrificios
de acción de gracias por la fecundidad de la tierra. A la Pachamama,
sí. Porque ella es como una madre; ella alimenta a sus hijos de sus
frutos, ella es fecunda, ella es buena». Y justificando sus actos
religiosos y hablando con ternura de la madre tierra, otro indígena
le decía:
«Es a Dios a quien nosotros ofrecemos estos sacrificios, por eso
no es idolatría. Nosotros le pedimos que nos perdone si nosotros hacemos
sufrir a nuestra Madre trabajándola, sembrando y recogiendo». Y a
una compañera de trabajo que se le derramó una bebida, la consuela
una india diciéndole: «No te aflijas de tu suerte, mi pequeña, es
la Madre-Tierra quien lo ha querido. Ella te devolverá el doble» 55
La Pachamama era, por tanto, el principio materno de identificación
del mundo indígena, la madre telúrica, el seno maternal al que había
que tratar con todo cariño, y del que dependía su vida. Pachamama
tenía una representación insigne en la piedra sagrada que todo lo
dominaba. El tema no es desconocido en la historia de las religiones
como lo ha evidenciado Mircea Eliade en sus capítulos de «La tierra,
la mujer y la fecundidad» y «La agricultura y los cultos de la fertilidad»
56
Creo que la Virgen de Copacabana se puede llamar un nuevo nacimiento
original de María, dentro de este específico contexto amerindio. Los
indígenas de Copacabana, al encontrarse con una imagen de la Virgen
María tallada por las manos de un hijo de su pueblo, establecen espontáneamente
la conexión entre María y la Pachamama, encontrando en ella el inicio
de su salvación.
Nos encontramos de nuevo con el principio de la maternidad como clave
de la nueva teología popular mariana en América Latina. Pero, si en
el mundo azteca la maternidad va a ser comprendida en clave de «nantzin»,
madre hogareña, en el mundo aymará e incaico se interpretará en la
nueva y original dimensión de madre-telúrica. Por ese motivo, cuando
la fe se hace imagen, lo mismo la verán representada a la Virgen en
una estatua o cuadro, que en una piedra sencilla o en un modesto paquete
de tierra. Así también se explica la aparición de la Virgen a un pastor,
contada por Dussel, que se reduce al encuentro de una «piedra bonita».
57
Es en la profundización del tema de la Pachamama y de sus relaciones
con el indígena y de éste con ella, donde podemos hallar otra de las
referencias de comprensión de la Virgen en nuestro continente. Lo
interesante es caer en la cuenta que continuamos moviéndonos en el
área de la maternidad, tal como era comprendida por el mundo amerindio.
Madre Libertadora
La devoción a la Virgen se fue desarrollando ampliamente durante
los siglos de la colonia, pero con una progresiva matización americana,
tanto para los criollos como para los mestizos e indígenas. Se iban
desarrollando insensiblemente la conciencia y la fe de María como
Madre de América Latina.
Esta conciencia se hace plena en los rudos y difíciles años de la
Independencia política de las metrópolis y el surgir de las nuevas
nacionalidades.
No es el momento de desarrollar este tema, ya tratado por otros.
Bástenos recordar algunos ejemplos preclaros.
El General Belgrano, después de la batalla de Tucumán, en gratitud
a la Virgen de las Mercedes, la nombra Generala del Ejército, haciendo
constar en el parte de combate que la victoria era debida «a Nuestra
Señora de las Mercedes, bajo cuya protección nos pusimos».
El General San Martín, antes de emprender el paso de los Andes, determinó
elegir como Generala de su Ejército a la Virgen del Carmen, del convento
de los Franciscanos de Mendoza, y como a tal le entregó su bastón
de mando, en la solemne fiesta religiosa que con este motivo ordenó
se celebrara.
En la independencia de Méjico, es conocida la figura del cura Hidalgo
con los primeros insurgentes marchando al Santuario de Atotonilco
y tomando de la sacristía un lienzo con la imagen de Nuestra Señora
de Guadalupe, que la colocó en el asta de una lanza, y la enarboló
como enseña delante de su ejército. Con ella y el grito de «Viva la
Virgen de Guadalupe», emprende su marcha sobre San Miguel el Grande,
hasta entrar en triunfo en Celaya, llevando siempre consigo el cuadro
de Nuestra Señora.
Bolívar, en repetidas ocasiones, rinde honores a la Virgen. Y cuantas
veces llegaba a Chiquinquirá, uno de sus primeros actos era postrarse
ante la imagen de la Virgen Nuestra Señora.
Los patriotas de Quito, antes de lanzar el primer grito de rebelión,
quisieron poner su empresa bajo la protección de María. Reunidos en
los salones de Manuel Cañizares, se arrodillaron todos y rezaron una
Salve a la Virgen de las Mercedes, a fin de que se dignase concederles
el triunfo.58
Ha nacido de esta manera, durante los años de la Independencia, la
fe en María como Madre Libertadora. Un nuevo punto de referencia para
comprender la mariología popular latinoamericana.
5
MARIA MADRE EN LA MATERNIDAD
POPULAR LATINOAMERICANA
La centralidad que ocupa la Maternidad de María en los momentos históricos
de la incorporación de la fe en América Latina, es un dato que pervive
en la piedad popular y, consiguientemente, en la teología popular
de nuestros pueblos. Sin duda que a María se la reconoce y afirma
como la Madre de Dios y como la Madre de Cristo. Pero en su maternidad
se subraya otra dimensión: María es Mi Madre y es Nuestra Madre. Es
decir, se resalta de una manera especial la relación de maternidad
y filiación entre María y el pueblo latinoamericano.
Esta relación afectiva y vital es fundamental para la configuración
de la teología mariana en América Latina. En efecto, la mera relación
materna de la Virgen con Dios fácilmente podría derivar en una concepción
mítica y utópica de dicha maternidad. Pero al establecer la relación
materna entre ella y nosotros, automáticamente la maternidad queda
incorporada a la vivencia de la madre tenida por el «nosotros» concreto,
real e histórico. Es en ese lugar privilegiado en el que van a quedar
sembradas la devoción y la piedad a María y, por tanto, en el que
se va a elaborar por el pueblo su propia teología de María, con su
grandezas y con sus limitaciones. Siguiendo el movimiento evangélico,
el pueblo admirado gritará una gran verdad: «¡Dichoso el vientre que
te llevó y los pechos que te criaron! ». Jesús, recogiendo con alegría
el tema, lo corrige, lo profundiza, lo evangeliza diciendo: «Mejor:
¡Dichosos los que escuchan el mensaje de Dios y lo cumplen! » (Lc.
11, 27-28).
Esto nos conduce a una aproximación de la comprensión y de la vivencia
de la maternidad, de la madre, en la cultura latinoamericana.
Reconozco la complejidad del tema, dada la pluriculturalidad existente
en el continente. Esta es la limitación inevitable de estas reflexiones.
Pero al mismo tiempo hay ciertas dimensiones comunes que configuran
en una cierta unidad al pueblo y a su cultura popular. Es en estas
notas en las que me detengo y desde las que me sitúo para una comprensión
de la maternidad ubicada en nuestro pueblo, suponiendo lógicamente
todo tipo de posible excepciones, como sucede en cualquier ambiente
cultural, sobre todo cuando está flanqueado por la presencia de la
fe cristiana.
La cultura latinoamericana, y especialmente la cultura popular, a
mi juicio, está marcada en el proceso de su historia por tres factores
de la mayor importancia: el machismo, la opresión y la predominante
experiencia campesina. Estos tres factores se encuentran simultáneamente
afectados por un radical religioso. Desde estos tres factores pretendo
llegar a una comprensión de la maternidad popular, teniendo en cuenta
mis observaciones e investigaciones de campo.
Machismo y maternidad
El machismo es un antivalor cultural latinoamericano, que repetidamente
se va denunciando durante los últimos años.
Implica una sobre valoración del varón en el contexto social. Específicamente
supone una sobreestima simbólica de la genitalidad viril, que se traduce
en una autonomía incontrolada, prepotente y dominante. Esto origina
un ideal de varón, «el macho», al que se contrapone dialécticamente
la mujer y, derivadamente, el homosexual. La mayor ofensa que se le
podrá hacer a un varón será designarlo como afeminado o «maricón»,
expresión extraordinariamente compleja según el contexto en el que
se haga.
Alrededor de este núcleo se constituye un «modelo» de varón que es
plenamente aceptado y comprendido en su medio ambiente. He aquí algunas
de sus características y manifestaciones.
«El macho» es estimado por su dureza y valentía. Se trata de una
valentía que fácilmente degenera en agresividad y violencia, a la
que tiene que estar preparado en cualquier momento. Por eso, un «machete»
o una pistola constituyen siempre su mejor adorno. Su fortaleza para
dominar la naturaleza bruta es uno de los signos de los que más se
enorgullece. La prepotencia —en guaraní se dice «mbareté»— le da el
prestigio de ser temido.
Pero simultáneamente, en «el macho» se desarrolla la sagacidad. Cree
que para triunfar en la vida es también muy importante «ser vivo y
letrado», de lo contrario sería tenido por «tonto». En la vida se
llega más lejos «sabiendo caminar» que no habiendo adquirido una preparación
convencional y adecuada. De ahí la importancia de tener muchos amigos
y parientes poderosos.
La realeza de su autonomía la expresa en el derecho al desenfreno.
Le gusta tener conversaciones «de hombres». Se gloría de poder beber
y gastar lo que quiere, porque no está sometido a la pollera de su
esposa. Su descontrol sexual le permite el honor de ser «mujeriego»,
y las mujeres tienen que comprender que los hombres «son así».
Su lugar normal no es el hogar sino fuera del hogar, entre sus amigos,
en el trabajo o en la farra. Pero cuando llega al hogar se constituye
en el rey, porque «en su familia se hace lo que él manda», y jamás
se mezclará en actividades que «corresponden» al mundo femenino ni
tendrá manifestaciones que juzgue mujeriles o maternas. Por eso se
mantendrá dominador y con una característica rudeza sexual, al mismo
tiempo que tiene conciencia de que todo se le debe. Pero cuando lo
vea necesario, defenderá a los de su casa «como un macho», y de ninguna
manera podrá aceptar la infidelidad de su esposa, lo que incluso lo
caracterizará como celoso.
Los hijos son trabajo de la esposa. «El macho», sin embargo, tiene
la preocupación de que los hijos varones lleguen a ser también «machos»,
y que las hijas lleguen a ser la madre ideal, que late en el fondo
de su mundo cultural.
Al mismo tiempo, el macho es creyente. Pero sus manifestaciones piadosas
son tímidas y limitadas, aunque participa en los momentos religiosos
más solemnes, y gusta de llevar las andas en la procesión, y desea
morir y ser enterrado como cristiano.
No es el momento para detenernos en el análisis de cómo surge este
«modelo» de varón ni las razones de un proceso histórico que lo explican.
Lo que ciertamente rompe el machismo es el equilibrado y humano binomio
varón-mujer. La exaltación machista del varón vacía a la mujer de
sus valores, transformándola en símbolo negativo del varón y en objeto
de las apetencias sexuales, prepotentes y dominantes del macho. La
mujer, lo femenino es un antivalor o no-valor para el macho, pura
negatividad.
Roto dicho binomio, las exigencias de equilibrio propias de toda
cultura pretenden, en nuestro caso, salvar la dimensión femenina estableciendo
un nuevo binomio original: «macho» (varón) — «mi o nuestra madre»
(mujer). Así se recupera también valorativamente el binomio sociedad-hogar,
binomio que incluye dos factores positivos y necesarios para el desarrollo
de cualquier comunidad.
La maternidad y el hogar, en una cultura machista, es el «otro valor
positivo», principalmente interpretado en la relación madre-hijos,
más exactamente, «nuestra madre-mis hijos», ya que la mujer-madre,
fuera de las relaciones del parentesco filial, puede volverse a constituir
en presa y víctima de un machismo descontrolado.
«La madre», como valor positivo para los hijos, va a surgir dialécticamente
como el negativo-positivo del «macho».
La madre se constituye en el símbolo del hogar, es el regazo amoroso
y sufrido, en el que han de encontrarse todas las virtudes hogareñas.
En ella brilla la fidelidad, la honestidad en todos sus aspectos,
el ahorro, el orden, el cuidado y la atención.
Frente a la violencia machista, la madre es la que siempre termina
comprendiendo y perdonando a los hijos. Si es la ayuda permanente
en las necesidades ordinarias, es también la última solución y esperanza
en las situaciones límites, cuando para el hombre derrotado ya está
todo perdido. Ella ha de ser el testimonio de la piedad religiosa.
Y hay una confianza en su sabiduría porque sólo dice la palabra que
conviene a sus hijos.
Simultáneamente aparece como profundamente respetable, siendo tan
cercana, dado que existe una conciencia de que la maternidad surge
y se desarrolla en el seno del sufrimiento: víctima del esposo o del
varón que la abandonó, víctima de la sociedad machista a la que pertenece.
Por eso, en el fondo, se la considera con una fortaleza-resistente
mayor que la del varón que, lógicamente en un ambiente machista, aparece
como misteriosa y dotada de poderes desconocidos.
Así se explica la extraordinaria autoridad de la que queda dotada
la madre en una sociedad machista, tanto que adquiere características
de «matriarca», decidiendo en muchos momentos con su bendición y su
palabra el futuro de sus hijos, incluso cuando ya son adultos. No
resulta extraño, en ciertos lugares de América Latina, oír a una persona
mayor, con un dejo de sentimiento y una conciencia de limitación grave,
que es «huérfano» porque su madre ya no vive en ese momento: la desaparición
de la madre es la desaparición del hogar, donde la familia se sentía
reunida y segura.
Por eso a la madre, con frecuencia, se la idealiza y se la idoliza,
se la mima, se la festeja. Es la compensación de la mujer en una cultura
machista. De ahí la extraordinaria valoración que la mujer tiene de
la fecundidad en tales ambientes, aunque a veces le cueste la vida.
Ser madre es el ideal y la salvación de una existencia femenina.
Maternidad y opresión
Durante este siglo, a nivel de Iglesia, se ha concientizado la situación
de opresión en la que vive nuestro continente y, sobre todo, la opresión
a la que se encuentran sometidos los sectores más populares —y al
mismo tiempo más mayoritarios—, de nuestra población, hecho que se
ha visualizado con la teoría de las dependencias.
Si la opresión la conjugamos con la cultura machista, tendremos que
afirmar que la mujer pobre en América Latina es la más oprimida de
los oprimidos, la más pobre de los pobres. En efecto, ella no sólo
padece las consecuencias generales de las estructuras generadoras
de injusticia, sino que además, por encontrarse en un clima machista,
tiene que padecer graves discriminaciones, tanto en el campo jurídico,
como en el laboral y educacional. Más aún, muchas veces es agredida
en su salud y en su fecundidad por interesadas campañas antinatalistas.
Y además continúa siendo oprimida por los propios oprimidos, cuando
en éstos prevalece la mentalidad machista.
Esta situación no es nueva en América Latina y ha comenzado a ser
estudiada por diferentes autores.59
Pero nuestra pregunta es: ¿Qué significa la maternidad en América
Latina en una situación de opresión? Podemos desdoblar nuestra pregunta
cuestionándonos: ¿ Qué significa la maternidad para el opresor y el
explotador? ¿Qué valoración tiene para el hijo oprimido? ¿Cómo la
visualiza la propia mujer oprimida que es madre?
El tema es muy complejo y, personalmente, no conozco investigaciones
realizadas en esta línea. Por ese motivo, sólo puedo apuntar intuiciones
elementales con los datos y experiencias que poseo.
Si atendemos al mundo explotador, siguiendo la trayectoria de la
historia, la maternidad oprimida se ha valorado de formas muy diferentes.
En la época de la Colonia se advierte el interés en favor de la maternidad,
dada la necesidad de brazos que pudieran atender a las minas y al
campo. Actualmente, en general, más bien se advierte una actitud faraónica,
como la que se describe en el libro del Éxodo. La maternidad aparece
como un inconveniente para la mujer que se incorpora al mundo laboral,
y como una amenaza de cara al futuro. Así se han generado los movimientos
y organizaciones antinatalistas, de fuerte incidencia en América Latina.
Pero en ambos casos, para el explotador, la maternidad es un instrumento
para sus proyectos.
La relación de maternidad-filiación entre oprimida-oprimido es, sin
duda, muy dolorosa y base de muchos sufrimientos, e incluso de conflictos,
en muchas situaciones extremas, de los que todos somos testigos.
Pero creo que podemos afirmar simultáneamente que también para los
oprimidos la madre es su seguridad, su consuelo y su esperanza, ya
que intuyen en ella una capacidad de ayuda e incluso un posible desencadenamiento
de energías liberadoras insospechadas. Bajo este aspecto, hoy admiramos
con profundo respeto a las Madres de la Plaza de Mayo que reclamaban
a sus hijos desaparecidos durante la dictadura militar argentina.
Maternidad es para el oprimido testimonio de amor y de vida, y esperanza
de ayuda y de liberación.
Maternidad y cultura campesina
La cultura del mundo campesino tradicional ha solido establecer una
relación entre la madre y la tierra, como ya apuntamos anteriormente
al hacer referencia a la Pachamama, presente en la cultura incaica
y cuya influencia llegó a amplios sectores de América Latina.
La tendencia campesina de interpretar a la tierra como madre es casi
universal. 60 En un
himno homérico dedicado a Gaia se lee: «Cantaré la tierra, madre universal
de sólidos cimientos, madre venerable que alimenta sobre su suelo
a todo cuanto existe... A ti te corresponde dar la vida a los mortales
y quitársela... ¡Feliz aquel a quien honras con tu benevolencia! Para
él, la gleba de la vida está cargada de cosechas; en los campos prosperan
sus rebaños y su casa se llena de riquezas». Y Esquilo la ensalzaba
por ser la tierra la que «engendra todos los seres, los nutre y recibe
luego de ellos el germen fecundo».61
Pero la maternidad-telúrica tiene unas características muy determinadas
y concretas, configurando una maternidad específica. Entre ellas sobresalen
las siguientes:
En primer lugar, se trata de una maternidad-virginal, aunque en conexión
con el poder de Dios. Así aparece en un viejo conjuro anglosajón contra
la esterilidad de los campos, en el que se decía: «Salve, Tierra,
Madre de los hombres, que seas fértil en tu enlace con el dios y te
llenes de frutos como lo hace el hombre». 62
En segundo lugar, mediante la maternidad de la tierra se establece
una profunda solidaridad entre la tierra y el hombre. Ella es la que
le ofrece todo lo que necesita para seguir viviendo, y es la que lo
libera de su indigencia y de su necesidad. Por eso, se la tiene respeto
y cariño. «Un profeta indio, Smohalla, de la tribu umatilla, aconsejaba
a sus discípulos que no cavaran la tierra, porque es un pecado —decía—
herir o cortar, desgarrar o arañar a nuestra madre común con los trabajos
agrícolas».63 Con
una postura de agricultor, es lo mismo que afirmaba el indígena americano
de Copacabana: «Es a Dios a quien nosotros ofrecemos estos sacrificios,
por eso no es idolatría. Nosotros le pedimos que nos perdone si nosotros
hacemos sufrir a nuestra Madre trabajándola, sembrando y recogiendo».
64
La tercera característica de la maternidad-telúrica es que se trata
de una maternidad ritual y casi-mágica. En efecto, el campesino agrícola
tiene que intervenir de alguna manera en la fecundidad y generosidad
de la madre-tierra. El tiene que sembrarla, cuidarla, atenderla. La
generosidad de la madre-tierra, de alguna manera, depende de lo que
el mismo campesino le entrega con sacrificio y generosidad. Pero al
mismo tiempo, la generosidad de la tierra trasciende y supera el don
y el sacrificio del campesino.
Por último, se trata de una maternidad cíclica, que se manifiesta
en su plenitud en determinados tiempos privilegiados, tiempos en los
que es posible obtener toda clase de bienes. Son momentos especialmente
festivos, en los que «la gente sencilla quiere honrar a Dios, a Santa
María, al patrono del pueblo: recurre a lo que sabe hacer, con arreglo
a la tradición social, no a la dogmática. Bailes con raros atuendos,
hogueras, enramadas, juegos, danzas».65
Al quedar establecida la conexión mujer-tierra por el lazo de la
maternidad, si la maternidad femenina origina una comprensión específica
de la tierra, las características de la maternidad-telúrica inciden
también en la comprensión de la maternidad de la mujer, originándose
una imagen telúrica de la maternidad.
Maternidad latinoamericana
Creo que, dentro de una aproximación, la maternidad popular latinoamericana,
teniendo en cuenta sus raíces hispánicas y amerindias —y en determinados
casos afro americanas—, ha de ser comprendida interiorizada en un
espacio cultural triangular, cuyos horizontes quedan establecidos
por el machismo, la opresión y la experiencia campesina. Cuando el
pueblo dice «mi madre» o «nuestra madre» está haciendo una referencia
concreta a esta original maternidad que, a su vez, constituye una
pieza privilegiada de la estructura cultural a la que pertenece. No
se refiere, por tanto, a una maternidad abstracta, sino a una maternidad
en situación y subrayadamente personal de «nuestros hijos» a «nuestra
madre».
Es en esta maternidad —y no en otra—, en la que aparece por la fe
la maternidad de María. De ella dice el pueblo con alegría y esperanza
que es «mi madre», «nuestra madre», con toda la resonancia cultural
con la que un hijo latinoamericano lo dice de su propia madre. Es
el momento en el que se realiza la síntesis teológica, mediante la
cual el dato revelado culturalmente se hace cercano e inteligible
al creyente. Como toda síntesis teológica, tiene sus posibilidades
y sus limitaciones, sus aciertos y sus errores. Esto no es nada extraño
porque ocurre incluso en las síntesis y sistemas teológicos estrictamente
científicos y reflejos.
Sin embargo, conviene tener en cuenta que estas síntesis populares,
por ser fundamentalmente vitales y experimentales, los elementos que
la integran son dinámicos entre sí. Por ese motivo, el elemento revelado,
debido a su energía evangelizadora, puede en un momento determinado
desencadenar un proceso de evangelización de la cultura que lo acoge,
purificándola y humanizándola. Pero también es posible el ocultamiento,
e incluso la deformación progresiva del dato revelado por influencia
de los antivalores de la cultura receptora.
Acabamos de establecer una hipótesis del centro de organización y
sistematización de la teología mariana popular en América Latina:
la maternidad vital e históricamente relacionada con el hijo —«Mi
Madre», «Nuestra Madre»—, con las características notas de la madre
latinoamericana. A continuación pretendo justificarla atendiendo a
su forma de expresar a María y de relacionarse con ella. Posteriormente
someteremos a análisis y discernimiento a dicha teología.
6
LA MARIA DE AMÉRICA LATINA
Tres notas son muy características de la piedad popular mariana en
los ambientes latinoamericanos: a la Virgen se la exalta hasta límites
insospechados; se la humaniza y acerca a la vida del pueblo; se la
concreta y localiza en imágenes y espacios determinados. Este triple
movimiento que, a mi juicio, nace por sentirla e interpretarla como
«su madre», va a permitir una globalización de María en todas las
dimensiones anteriormente apuntadas, cuando nos preguntábamos ¿quién
es María?
La María Pascual y Eclesial
La exaltación de María en América Latina es tan resaltante y evidente
que algunos teólogos y pastoralistas han llegado a denunciarla como
«mariolatría», tema en el que nos detendremos posteriormente.
Lo que sí es evidente es que la maternidad vivida por los hijos en
un ambiente machista tiende a la idealización de la madre, para la
que se reserva en el corazón un lugar extraordinario, a la que se
la adorna con todas las virtudes hogareñas, y en la que se reconoce
autoridad y poderes casi omnipotentes. Esta actitud cultural favorece
al descubrimiento y al subrayado de la Virgen Pascual y de la Iglesia.
Por ese motivo se la reconoce sin ninguna dificultad tan cercana
a Dios, que con la expresión guadalupana se la denominará como la
Señora del Cielo, y simbólicamente el pueblo verá con naturalidad
el encontrarla en los grandes santuarios de América Latina y el revestirla
con las mejores joyas y galas.
Tampoco tendrá dificultad el pueblo en aceptar todos los títulos
con los que la honra la Iglesia, aunque no los entienda demasiado
e incluso en ocasiones los confunda, dado que se formulan algunos
en expresiones extrañas a su propia cultura.
Así la reconoce como Madre de Dios, incluso con formulaciones tan
originales y significativas como cuando en el mundo guaraní se la
denomina como «che Tupãsy», es decir, «Mi Madre de Dios». El
juego lingüístico, en este caso, es curiosísimo. En el fondo late
una doble maternidad unida en la misma persona: «Mi madre que es la
Madre de Dios».
Reconocerla como Virgen se ha constituido en la expresión ordinaria
con la que se la designa. Es el reconocimiento del triunfo de «nuestra
madre» frente a la agresión machista, teniendo el privilegio de haber
sido amorosamente fecundada por Dios de una forma similar a la de
la madre-tierra.
El misterio de la Inmaculada Concepción de María es el que probablemente
ha tenido mayor acogida en nuestro pueblo.66
El misterio, no siempre bien comprendido a nivel popular en sus estrictos
límites dogmáticos, ha sido, sin embargo, expresado con un conjunto
de palabras significativas. Así se habla de «la Limpia y Pura Concepción
de la Virgen María». Se denomina a la Virgen como «La sin pecado»
o «La sin mancha». En el Cuzco se la llamará «La Linda» y en Lima
será «La Sola».67
También se hablará de «La Pura» o de «La Purísima» y de «La sin mancilla».
Si nos fijamos con detención, advertiremos que la Inmaculada Concepción
—con la comprensión global del pueblo—, es el ideal de madre y de
hogar que se opone al contexto real de un universo violento y mentiroso,
cargado de todo tipo de maldades, en el que tiene que desenvolverse
«el macho» y «el oprimido», para poder marchar adelante en la vida.
Cuando «el macho» y «el oprimido» se sienten agotados en su trágico
mundo real, vuelven a descubrir su profunda dimensión de hijos y retornan
a «su madre» y «a su hogar», palabras prácticamente sinónimas. Es
en la madre en la que descubren la ausencia del pecado, de la violencia
y de la mentira. Por eso, ella será «La Linda» frente a «lo feo».
Y sobre todo, será «La Sola», es decir, la única en la que surge otro
mundo diferente. La imaginería, con la que es caracterizada la Inmaculada,
ayuda a la visualización simbólica de esta realidad: colores predominantemente
blancos y azules, quedando ausentes el agresivo rojo y la tristeza
del negro; la figura de María, cándida y sencilla, pero pisando triunfadora
un mundo rodeado por la fuerza venenosa de la víbora, símbolo del
diablo. El pueblo puede afirmar con alegría: «Así es Mi Madre».
Tampoco el dogma de la Asunción ha tenido dificultad para la religiosidad
popular latinoamericana. Nunca han visto en «su Madre María» la reducción
funeraria popular y clásica de «la ánima». La Madre está viva —no
finada ni difunta—, y consiguientemente vive en la totalidad de su
ser humano, por eso se puede hablar y dialogar con ella en cualquier
momento y en cualquier lugar, porque tiene una cierta omnipresencia.
Pero al mismo tiempo que está viva, es la Señora o la Madre del Cielo,
que habita transparentemente en el universo de Dios, de Jesucristo,
de los ángeles y de los santos. La mayoría del pueblo no sabrá explicarnos
lo que significa la Asunción, pero de hecho cree en la Asunción, porque
la «madre viva», en la relación de filiación, es la mujer que se encuentra
con Dios, lo que se manifiesta también en ser modelo y escuela de
piedad.
Otros títulos de María son connaturales para el pueblo latinoamericano.
María es «Nuestra Señora» —título supremo de autoridad—, como la madre
es la verdadera señora de los hijos en el hogar-maternal del universo
machista.
Pero toda esta configuración pascual y eclesial de «María-Mi Madre»
está enclavada en el contexto de una teología mariana espontáneamente
servicial. María es la protectora de sus hijos: es auxilio de pecadores
y afligidos, consuelo de los tristes, apoyo de los inocentes, y de
quien se puede esperar «el milagro» en las situaciones límites de
la vida. Ella es siempre la última Esperanza, porque «nuestra madre»
es siempre el último y seguro refugio, la última seguridad, la última
esperanza —fundada en una intuición de una misteriosa omnipotencia
materna— de los hijos y de las hijas que viven sumergidos en el doloroso
mundo del machismo y de la opresión, y en un paisaje ancestralmente
campesino donde todo se espera sólo de la madre-tierra.
La María de la Historia
Como ya indicamos anteriormente, uno de los factores para los hijos
en América Latina, es que la maternidad, vivida en el contexto machista
y oprimido, es sufrida y dolorosa. Esto provoca una admiración ante
ella que la hace cercana, respetable, llena de autoridad, misteriosamente
fuerte y, sobre todo, misericordiosa en el más ajustado sentido hebreo
y bíblico.
Existe de esta manera en la cultura popular una sintonía espontánea
para captar a la María histórica, a la María sufriente. Así María,
en la fe del pueblo, queda profundamente humanizada, enraizada en
la vida y en el mundo real, en la historia concreta, constituyéndose
miembro privilegiado de la familia oprimida, en la que la madre es
la más oprimida de los oprimidos, teniendo su propia y particular
historia de pobreza y de opresión. Esta dimensión se desarrolla de
tal manera en la expresión popular, que se ha repetido que el cristianismo
latinoamericano más parece un cristianismo de crucifixión y Semana
Santa que de resurrección.
Las dos escenas más características de la María histórica para la
fe filial del pueblo son Belén y el Calvario. Recordemos un ejemplo
de la poesía popular, denominada «Los dolores de la Virgen»:
Estar contigo es morir
estar contigo es penar;
con ti, ni ausente de ti
tampoco se puede estar.
Su Madre en cierta ocasión
a Jesús viendo sin techo
de sentir se le abrió el pecho
se enlutó su corazón.
El profeta Simeón
a ella le ha de advertir:
este Niño irá a morir
por salvar al pecador
y dirás en tu clamor
estar contigo es morir.
Muy grande dolor sentiste,
mirando al Mártir, Señora,
porque en tan amarga hora
te dieron partes muy tristes.
Qué amarga pena tuviste
que no te dejó ni hablar.
A Jesús viste pasar
con la cruz arrodillando
y en tu alma ibas pensando
estar contigo es penar.
Pero lo más triste fue
de ver a tu Hijo amado
en el madero enclavado
y agonizando de sed.
Fue grande tu padecer
de verlo morir así.
No te vayas ya de mí,
dijo la Virgen María,
que yo vivir no podría
con ti, ni ausente de ti.
Estando casi difunto
el Señor crucificado
con una lanza un soldado
abrió su costado al punto.
Ahora yo me pregunto
cuál sería aquel penar
de ver su cuerpo sangrar.
Aquella Virgen se dijo:
Sola y sin mi pobre hijo
tampoco se puede estar.
Ángel glorioso y bendito
Jesús tuvo que sufrir
pa' podernos redimir
y salvar a este angelito.
Por eso que hoy repito
que aquella lamentación
nos ganó la salvación
justo allá al pie de la cruz.
A la Virgen y a Jesús
demos hoy veneración .68
La reacción de los hijos, ante esta situación de la Virgen histórica,
queda recogida en la estrofa de una canción de los estacioneros paraguayos:
Tristísima María
que lastima el corazón
no hay hombre que no llore
mirando por su dolor.69
La historia de María, de «nuestra Madre», se hace tan extraordinariamente
realista que una de las representaciones preferidas del pueblo se
realiza en la imagen de la Virgen de los Dolores. Y anualmente, en
muchos lugares, se recuerdan los acontecimientos de la pasión y se
acompaña a la Virgen en el entierro de su Hijo, cubriéndose toda la
población de un ambiente de luto, similar al que se advierte en los
hogares cuando se encuentran en una situación similar.
A veces, la historia de María se complementa con narraciones apócrifas,
fuertemente coloreadas de localismos, en los que aparece que la Virgen
es de la propia cultura de los narradores. Así es el cuento recogido
por Ramiro Domínguez, y que se intitula: «La Virgen pobre, el Niño
y la chipera», y en el que se dramatiza simultáneamente la tragedia
de una María, Virgen-Madre y pobre con su hijo que tiene hambre y
pide limosna una chipa para calmarla, y la fuerza shamánica de la
pobreza maternal con los que le niegan la limosna y con los que se
la dan.70
Lo más curioso es observar cómo el pueblo incorpora la dimensión
histórica de María con la mayor naturalidad en la María pascual y
gloriosa. El pueblo no se sorprende cuando oye que una imagen llora
y sufre hoy por las actuales tragedias y desgracias en las que se
encuentran sus hijos como en el caso de la Dolorosa de Quito. Si es
su Madre, es natural que llore, y además en lo más profundo de la
maternidad latinoamericana está siempre presente el misterio del dolor
y del sufrimiento. El pueblo con su sencillez nos está remitiendo
al misterio del Cristo Resucitado con las llagas incorporadas a su
cuerpo, o al del Cordero Vivo y Degollado que nos presenta el libro
del Apocalipsis.
La María de la piedad y de nuestra historia
La relación vital «hijo - mi madre» hace referencia necesariamente
a una persona maternal con un rostro concreto, con un nombre propio
y con una casa-hogar en la que habita y en la que recibe y acoge a
sus hijos.
Refiriéndose a Colombia, Alonso Llano Ruiz ha escrito: «Se puede
asegurar, sin lugar a equivocarse, que un 90 % de nuestras gentes
del pueblo manifiestan su amor, su adhesión y su devoción a María
Santísima a través de alguna advocación o de alguna imagen particular
de la Virgen. Para algunos, esta advocación o imagen es el principal,
si no el único, vínculo religioso que expresan. En ningún hogar falta
la imagen de la Virgen y con frecuencia hay varias, comúnmente advocaciones
que se han transmitido la familia de padres a hijos. Lo mismo se podría
decir de los templos y capillas. No obstante la fama de advocaciones
de santuarios lejanos a la propia población y que desde luego han
echado fuertes raíces en el pueblo, la Virgen que más aviva el sentimiento
religioso de éste, es la advocación mariana del santuario más cercano
o la Virgen de su propia población».71
El mismo hecho se puede afirmar de todas las naciones latinoamericanas.
Y aunque, en realidad, el fenómeno es universal a la Iglesia, sin
embargo, es importante el subrayar la vivencia específica que lo genera
en América Latina, estableciendo al mismo tiempo una conexión con
el fenómeno católico que he denominado como «la María de la piedad
de la Iglesia y de las Iglesias».
La imagen de la Virgen, cuadro o estatua, es fundamental en la teología
popular latinoamericana. La imagen es donde se hace presente la madre
y lo que permite unas relaciones humanas de cercanía, de visualización,
y de contacto estrictamente interpersonal «individualizado». Mediante
la imagen, la maternidad de María se hace «mía» afectiva e inmediatamente.
Esta relación materno filial con la imagen se hace tanto más estrecha
y viva, si se tiene en cuenta la concepción predominante en el pueblo
sobre «las imágenes» o «santos». Con una interpretación similar a
la del mundo griego-oriental sobre el icono, la imagen no se reduce
a una mera representación, sino que en ella se encuentra y hace presente
de manera misteriosa la persona misma a la que representa. En la imagen
se establece una cierta unidad entre la persona representada y la
imagen, de tal forma que se originan relaciones humanas con ella.
La imagen se constituye en la patrona y es especialmente milagrosa.
Por ese motivo la imagen no puede ser sustituida fácilmente, aunque
se ofrezca un cuadro o estatua mejores artísticamente a cambio de
una imagen tal vez de sólo pocos centímetros de tamaño y mal labrada.
Esa persona-imagen es la madre cercana y milagrosa.
El origen de la imagen de la Virgen es siempre muy importante para
vivir la experiencia maternal. En ocasiones se recuerda un origen
estrictamente celestial; como es el caso de la Virgen de Guadalupe.
Otras veces la imagen fue labrada por naturales del país, como ocurre
con la Virgen de Copacabana y la Virgen de Caacupé.72
En otros casos la presencia de la Virgen en medio de su pueblo se
atribuye a una decisión directa de la Virgen de establecerse entre
sus hijos, como es el de la Virgen de Luján.73
Lo importante es que la imagen de María pertenece a la familia, como
un miembro de la familia con larga tradición.74
No hay madre que no tenga nombre, un nombre que es familiar, íntimo,
evocador, e incluso cargado de poder, con un sentido muy similar al
que tiene el nombre en el mundo semítico. A veces es un nombre generalizado
en la Iglesia, aunque siempre marcado por el posesivo «nuestra», como
Nuestra Señora la Virgen del Carmen. Otras veces el nombre es un pequeño
tratado teológico, como «La Pura y Limpia Concepción de Nuestra Señora
de los Milagros de Caacupé». El nombre adquiere todavía más familiaridad
cuando queda establecido por el lugar en el que habita la Virgen-Imagen:
Zapopán, Chiquinquirá, Copacabana, Luján, etc.
La madre es la que tiene casa, que es la casa y el hogar de los hijos,
una casa bien localizada y conocida. Así en el caso de María su casa
será el modesto oratorio, la iglesia o el santuario, pero localizada
en un ambiente y con unos límites bien definidos, en los que habitan
sus hijos, y a los que los hijos recurren fácilmente en momentos de
necesidad, de alegría, de conmemoraciones y de fiestas.
Además cada imagen-madre tiene su historia, una historia mezclada
con la historia de los hijos. Son historias en las que se cuentan
los sufrimientos y los triunfos comunes —siempre con el apoyo de la
Madre—, en momentos de calamidad y de guerra. Se recuerdan olvidos
que se tuvieron con la Madre, descuidando su casa o sus imágenes.
Se tienen anotadas festividades importantes. Y sobre todo, nunca se
olvidan los milagros y ayudas que la Madre prestó a sus hijos en la
necesidad bien personal, bien colectiva. Es la historia de la maternidad
de María con el grupo bien determinado y concreto que la llama «su
Madre».
Las expresiones de la piedad filial
Las expresiones de la piedad filial con «su Madre María» nos pueden
ayudar para configurar más exactamente la experiencia de maternidad
vivida por los hijos y proyectada en la maternidad revelada de María.
Sólo me voy a fijar en tres de las expresiones que me parecen más
relevantes y comunes: las celebraciones, los dones y promesas, y la
oración.
Las celebraciones festivas y dolorosas
Las celebraciones de la Virgen tienen dos momentos privilegiados:
la festividad patronal y la Semana Santa.
La festividad patronal es el equivalente al cumpleaños y al onomástico
de la mamá, momento en el que ninguno de los hijos puede faltar. La
celebración de la festividad de la Virgen se hace para muchos peregrinación
porque es el momento, con la expresión paraguaya, en el que todos
los hijos tienen que volver a «su valle» para encontrarse con la Madre.
Es el día en el que se cumplen mandas y se llevan ofrendas, porque
nadie puede presentarse ante la Madre en una fiesta de tal categoría
con las manos vacías.
Es un día en el que los varones manifiestan con todo vigor su piedad
llevando públicamente las andas procesionales en las que se encuentra
la imagen: es el reconocimiento del valor de la maternidad para los
varones en un mundo machista. En la fiesta de la Madre la sociedad
se hace hogar.
Los actos religiosos se mezclan en estas celebraciones festivas con
todas las expresiones culturales, sociales y tradicionales con las
que el pueblo suele hacer sus fiestas profanas. Si la Virgen es la
Señora del cielo, también es tan densamente humana y cercana que es
la Madre del pueblo y de la comunidad. Por ese motivo, si no pueden
faltar los actos religiosos, tampoco puede faltar otro tipo de expresiones
de alegría y de fiesta. Así, en muchos lugares, el antiguo panteón
amerindio vuelve a hacer acto de presencia folclóricamente. Y, en
muchas ocasiones, la fiesta degenera con las típicas expresiones festivas
del machismo, favorecidas por la manipulación de comerciantes foráneos
o por dirigentes y autoridades ambiciosos y sin escrúpulos.
Las celebraciones de duelo —Semana Santa— tienen características
bien diferentes. El respeto más absoluto ante la Madre es lo que suele
dominar. Las representaciones realistas de la crucifixión, entierro,
procesión de la Virgen Dolorosa, etc., prevalecen sobre los actos
estrictamente litúrgicos, con simbolismos demasiado alejados de la
mentalidad realista de nuestro pueblo. Pero es el momento de confesarse
y de comulgar, de «oír misa», como se hace en la tradición consagrada
para honrar y pedir por los difuntos. Pueblos y campos se visten de
luto en estas celebraciones, lo mismo que se acostumbra en el hogar
cuando alguien ha muerto.
Lo interesante, en ambos casos, es que se trata de verdaderas celebraciones,
es decir, se trata de formas de comportamiento expresadas y vividas
por toda la comunidad con motivo de un acontecimiento que hace
relación a la Madre de la comunidad, la Virgen María. Por esa razón,
en dichas celebraciones se integran y participan todos los miembros
de la comunidad, olvidando cualquier tipo de diferencias y problemas.
Prevalece el sentido de ser todos hijos de una Madre común, y ante
la madre y las celebraciones de la madre sólo quedan los hijos, siendo
olvidadas momentáneamente sus diferencias políticas, sociales, económicas,
e incluso las rencillas existentes entre ellos.
Ofrendas, mandas y promesas
Una de las expresiones más características de la religiosidad popular
es la ofrenda generosa a la Virgen, de tal manera que en ocasiones
impresiona la generosidad del pobre, que fácilmente se abre con otros
pobres más necesitados que ellos. En el pobre latinoamericano la generosidad
prevalece sobre el criterio del ahorro y de la previsión. La ofrenda
a la Virgen, principalmente en las celebraciones, es una expresión
coherente con el sentido de filiación: el hijo no debe presentarse
ante la madre con las manos vacías.
Mayor discusión se ha establecido por algunos pastores sobre el sentido
de las promesas, que parecen quedar situadas en una relación de «do
ut des». Sin embargo, el fenómeno no aparece tan extraño en una experiencia
de maternidad-agrícola. El hijo de la madre-tierra no ignora que la
generosidad y fecundidad de su madre depende del don y del sacrificio
que previamente se le entrega a la tierra. Sin embargo, la pequeña
generosidad campesina queda recompensada con una abundancia materna
que garantiza su sobre vivencia. En el fondo late una profunda pedagogía
materna: el don exige también una colaboración por parte del hijo,
que no puede perezosamente cruzarse de brazos esperando la solución
de sus problemas.
La oración
La piedad popular se expresa en oración y diálogo de los hijos con
su madre.
Emplea para ello antiguos y tradicionales «rezos», entre los que
sobresale el Rosario. En general, son oraciones labradas en un lenguaje
solemne, marcando especialmente la dimensión de grandeza y autoridad
de la Virgen.
Pero simultáneamente el pueblo dialoga con María. Como ha anotado
el P. Alliende: «¿Por qué se tutea el pueblo con la Virgen? Porque
son amigos y porque se parecen en muchas cosas. Hay una connaturalidad
primaria, en una misma experiencia de la pobreza, del sacrificio,
de la sencillez, de la acogida y de la hospitalidad».75
Y yo añadiría, la tutea porque es el hijo hablando con su madre, profundamente
humana y cercana. Y por eso se la denominará con nombres bien familiares
como «noble indita» o «La Mestiza». Incluso, como he podido comprobar
en repetidas ocasiones, el diálogo-oración del pueblo con la Virgen
su Madre es violento, cuando no consigue lo que pretende. Es la confianza
en la Madre, con la que también a veces se discute. Pero en el fondo
de la oración del pueblo creo que se encuentra lo que cantan unas
coplillas populares:
Sois medicina del cielo
para toda enfermedad,
y en cualquier adversidad
sois nuestro amparo y consuelo.
Y pues mostráis tanto anhelo
para ser tan poderosa
Virgen Santa del Pueblito,
sed nuestra Madre amorosa.76
¿Quién es María en la Religiosidad Popular?
Creo que al final de este proceso podemos afirmar, sin lugar a dudas,
que María en la teología popular latinoamericana es, ante todo, «Nuestra
Madre», pero de tal manera que la persona que la encarna es la misma
María que nos presenta la fe de la Iglesia con toda su complejidad
y abarcando todas sus vertientes, pero en una síntesis original y
propia, típicamente latinoamericana. Podemos afirmar que la Virgen
María que llegó ambiguamente hasta las playas de nuestro continente
con el título de «La Conquistadora», se hizo de tal manera latinoamericana
que el pueblo la ha reconocido como a su Madre, y en todas sus manifestaciones
religiosas se comporta con ella conforme a la experiencia que tiene
de comportamiento con su propia madre en un hogar sufrido y matriarcal.
7
ANÁLISIS DE LA TEOLOGÍA MARIANA POPULAR
Es conocida la afirmación hecha por Puebla: «En pueblos de arraigada
fe cristiana se han impuesto estructuras generadoras de injusticia»,
lo que muestra, entre otros aspectos, que «la fe no ha tenido fuerza
para penetrar los criterios y decisiones de los sectores responsables
del liderazgo ideológico y de las organizaciones de la convivencia
social y económica de nuestros pueblos».77
Con un paralelismo bien marcado, el mismo documento nos afirmará que
«la religiosidad popular, si bien sella la cultura de América Latina,
no se ha expresado suficientemente en la organización de nuestras
sociedades y estados. Por ello deja un espacio para lo que Su Santidad
Juan Pablo II ha vuelto a denominar estructuras de pecado».78
Esto permite a los Obispos presentar la religiosidad popular como
«un catolicismo popular debilitado».79
Por ese motivo, afirmando que la religiosidad popular «es una
forma activa con la cual el pueblo se evangeliza continuamente a sí
mismo»,80 se afirma
también que «la religión del pueblo debe ser evangelizada siempre
de nuevo»,81 señalando
específicamente algunas de las deformaciones que sufre la fe en la
globalidad de la religiosidad popular.82
Las deformaciones que se dan en la religiosidad popular no se pueden
hallar en el dato revelado, sino que su causa principal hay que encontrarla
en la cultura que ha recibido a la fe. Así no resulta extraño que
el mismo documento de Puebla centralice su atención evangelizadora
del continente proponiendo que «la acción evangelizadora de nuestra
Iglesia latinoamericana ha de tener como meta general la constante
renovación y transformación evangélica de nuestra cultura. Es decir,
la penetración por el Evangelio, de los valores y criterios que la
inspiran, la conversión de los hombres que viven según esos valores
y el cambio que, para ser más plenamente humanas, requieren las estructuras
en que aquellos viven y se expresan». 83
Esto nos hace suponer que la piedad popular mariana en América Latina,
con todos sus aciertos y valores positivos, ha de tener también las
limitaciones de la religiosidad popular en la que se encuentra encuadrada.
Y como apuntamos al principio, la teología popular mariana subyacente
es el presupuesto de dichas limitaciones y deficiencias. Por ese motivo,
abordamos en este momento un análisis crítico de la teología mariana
popular, buscando cultural e históricamente las causas de dichas deficiencias
y las limitaciones que imponen a la evangelización del continente
las deficiencias de dicha teología. Estas mismas reflexiones, creo
que nos ayudarán a configurar con mayor precisión la teología mariana
latente en nuestro pueblo latinoamericano, y a conocer más profundamente
al mismo pueblo.
Mariología en la óptica del oprimido en un ambiente machista
El acontecimiento extraordinario que se verificó en América Latina
en su proceso de evangelización fue, como ya apuntamos anteriormente,
la transformación de la Virgen «La Conquistadora», llevada en los
estandartes de los conquistadores, en la Virgen María «Nuestra Madre»,
acogida y vivenciada fiducial y afectivamente por los derrotados,
por los vencidos y, en último término, por los oprimidos, ya que el
resultado de los triunfos hispánicos no originó una igualdad jurídica
y real entre todos, sino una compleja estratificación social, cuyos
extremos eran los centros metropolitanos y las comunidades amerindias
con el explotado sector de los esclavos afro americanos. Entre estos
dos extremos quedaron situados, también desigualmente, los criollos
y las múltiples variedades del mestizaje.
Sin negar las dimensiones de la universalidad de la Maternidad de
María, que nunca se ha negado en América Latina, sin embargo, las
relaciones afectivas y filiales en el ámbito de la fe que se
establecen entre la población latinoamericana y «Nuestra Madre», son
relaciones entre María y los oprimidos —primero afro americanos y
amerindios, posteriormente también mestizos y criollos—, constituyéndose
como Madre de los Oprimidos, y como Madre incorporada a su familia,
padeciendo también ella los efectos de la opresión. Asimilando terminología
actual, podríamos hablar de María, Nuestra Madre del Cautiverio.
Pero se trata no de una opresión histórica, sino bien definida y
concreta, en un amplio contexto machista y campesino, lo que influye
en una configuración determinada de la maternidad, como ya indicamos
anteriormente, que con relación al dato revelado de la Maternidad
de María ofrece posibilidades teológicas de comprensión de dicha maternidad.
Pero también incluye limitaciones y deformaciones teológicas, que
ocultan e incluso tienden a anular determinadas energías y dimensiones
soteriológicas de la maternidad mariana, que posteriormente se manifiestan
en el modo de comportamiento de la piedad mariana y en el modo de
interpretar la vida cristiana en un contexto de opresión.
Maniqueísmo y opresión
La maternidad experimentada por los oprimidos y en un mundo de opresión,
es un dato privilegiado, pero sólo un dato de la estructura cultural,
que ha sido definida por Oscar Lewis como «la cultura de la pobreza»,
entendida no como una subcultura de otra cultura superior, sino como
una cultura propia, con su propio sistema de valores y de actitudes
frente a la vida, de estilos de vida y de maneras de comprender el
mundo. Y La maternidad de la cultura de la opresión, para poder ser
comprendida en sus posibilidades y limitaciones, en su funcionalidades
y disfuncionalidades, en sus valores y en su antivalores, ha de ser
analizada en el conjunto de dicho universo cultural. Similarmente,
la teología de la Maternidad de María existente en la «cultura de
los pobres» ha de ser revisada desde la globalidad de tal cultura,
y discernida a partir del dato de la revelación.
La cosmovisión de la cultura oprimida en América Latina, por motivos
de orden probablemente histórico, está cualificada simultáneamente
por el machismo y por la predominante experiencia campesina.
Dicha cosmovisión está sentida y visualizada en un universo dualista,
con una división de espacios marcadamente maniquea —el hogar y la
sociedad— y coloreada de un cierto fatalismo. Este mundo cultural
en el que vive el oprimido tiene al mismo tiempo una intensa referencia
a una constatable experiencia religiosa de la vida que se manifiesta
medularmente en los propios oprimidos.
A continuación ensayo una comprensión de ambos espacios, para determinar
posteriormente la relación que se establece culturalmente entre ellos.
El primero de estos espacios es la sociedad, en toda su complejidad
económica, social y política, excluyendo el hogar. Es un espacio diabólico
e inmoral desde la óptica del oprimido —y mucho más, teniendo en cuenta
que toda opresión legítimamente es percibida como injusticia—, en
el que el instrumento de la sobre vivencia y de la superación de la
opresión es la lucha. Es el espacio que le corresponde al varón, ya
que en una cultura machista, el rol de la lucha es propio del varón
y no de la mujer.
El hombre fatalmente se encuentra proyectado dentro de dicho espacio
social y en él inevitablemente tiene que vivir como «un macho». Es
un espacio de guerra, en el que es inevitable la inmoralidad, tanto
para la sobre vivencia como para el posible triunfo, porque hay que
entablar la lucha con armas similares. Por eso el macho no solamente
no se avergüenza de su inmoralidad «fatal» —conectada con el «fatalismo»—
sino que incluso se gloría de ella entre compañeros y enemigos, aunque
religiosamente le provoca una honda preocupación, como observaremos
posteriormente.
Dentro de dicho mundo-social, el macho tiene que ser siempre duro,
fuerte y violento, sagaz y astuto, factores que, oportunamente utilizados,
son los que lo configuran como «poderoso». Es un mundo que se desarrolla
con una propia escala de «valores». Es un mundo extraño a la afectividad
y al sentimiento, al perdón y a la misericordia, al diálogo y a la
verdad. Tres son los símbolos del macho: su genitalidad viril, su
machete y su lengua, unas veces sagaz y otras violenta.
Es el sector cultural del mundo en el que tienden a valorarse las
supersticiones —indicadores externos para poder proceder—, la suerte,
la magia 85 y el mesianismo.
En dicho ambiente es en el que surgen y se consolidan, casi con un
fatalismo absoluto, las estructuras sociales generadoras de injusticia,
confundiendo la posible revolución con un cambio de personas —los
vencedores— en los centros de control de dichas estructuras. El crecimiento
de la persona se interpreta como crecimiento en el poder machista,
y no como crecimiento en la capacidad y disponibilidad de servicio,
dado que el servicio tiene una connotación prevalentemente negativa
de servidumbre, bien de oprimido —servicio impuesto y explotado—,
bien de colaboracionismo de los denominados sectores herodianos.
Frente a este espacio social, en el que trágicamente se debate el
oprimido con una larga experiencia histórica, surge el espacio del
hogar, espacio casi divino, piadoso, honesto, dinámicamente generado
por la maternidad de «nuestra madre», la que, sin ser la «reina» —ya
que en un ambiente machista el varón reclama incluso, y al menos,
en el hogar el papel de rey—, es reconocida como el verdadero centro
vital y como la responsable de la conservación del hogar.
En el hogar es donde se desarrolla el verdadero mundo afectivo, fundamentalmente
en las relaciones madre-hijo. Es en él donde se encuentra el ambiente
humano del perdón, de la comprensión y de la misericordia, porque
la madre es la que comprende que en un mundo machista los varones
—el esposo y los hijos— «tienen que ser así» y «son así» fatalmente,
y ella es la que tiene que acoger a la hija cuando ha sido víctima
del mundo machista en el que se vive. Es el mundo fundado en la honestidad
y en la fidelidad de la madre, de tal manera que el valor mil veces
perdonado por su esposa nunca perdonaría la infidelidad de la esposa
porque no es lo mismo la infidelidad cuando se trata de varones o
de mujeres: pertenecen a dos mundos diferentes.
Por eso el hogar es también el mundo de la piedad, donde Dios se
manifiesta a través de la madre, que queda constituida en auténtica
sacerdotisa en el mundo del machismo.
Entre estos dos espacios culturalmente se abre un verdadero abismo.
El varón-machista orgullosamente afirma que él no entiende de las
cosas del hogar, porque eso corresponde a la madre, y se vanagloria
de la madre que tiene en su hogar. Pero simultáneamente establece
la ignorancia de la madre sobre el mundo en el que tienen que vivir
los varones. Lo único que exige el varón es que la madre comprenda
y acepte que ese «otro mundo» tiene que ser así, y que no puede ser
de otra manera. Por eso le pide que no opine y no se introduzca en
él, y procura que sus hijas o sus hermanas queden replegadas en el
hogar bajo la protección materna, dada la conciencia que tiene de
que la mujer en la vida social no tiene ningún papel que desempeñar,
al mismo tiempo que quede constituida en objeto de agresión del machismo.
Sin embargo, no obstante el abismo existente entre los dos mundos,
se mantienen ciertas conexiones privilegiadas y compensatorias. Así,
la madre representa el perdón para el «macho»; es el lugar
donde se purifica de su consciente inmoralidad, aunque sabiendo que,
por las exigencias del mundo en el que vive, fatalmente no puede cambiar.
Se trata del perdón de la «comprensión» sin exigencias de conversión.
Igualmente la madre es refugio, auxilio y ayuda. Es el lugar
seguro de refugio para el perseguido, el derrotado y el herido. Incluso,
se advierte que cuando el varón se hace viejo, la esposa adquiere
una configuración maternal para el propio esposo. Es también auxilio
y ayuda con las oraciones, y con los apoyos que puede prestar de tipo
material cuando el varón tiene que abandonar la casa para volver a
«su mundo». La madre es la que nunca abandona.
También la maternidad cumple otras dos funciones. Es la única capaz
de provocar el reencuentro en el hogar de los hermanos enfrentados
y divididos en la vida, aunque sean reencuentros transitorios con
ocasión de celebraciones y duelos, o cuando tienen que arrastrar problemas
graves que afectan a la totalidad de la familia. Y la madre siempre
queda asociada, aunque manteniendo su específico papel, a las luchas
de sus hijos. Esto lo comprende todo el mundo y lo respeta, porque
es lo que tiene que hacer la madre.
Desde esta perspectiva, creo que podemos afirmar que la gran función
de la madre es mantener y desarrollar la dimensión humana de los que
no pueden renunciar a vivir en un mundo inhumano y duro.
Proyecciones en la mariología popular
Esta cosmovisión y maternidad culturales, de la «cultura de los oprimidos»,
queda proyectada evidentemente en la teología mariana popular de nuestros
pueblos, explicando muchos fenómenos y hechos.
Apunto a continuación algunas notas de dicha mariología popular.
En primer lugar, sin negar la dimensión estrictamente fiducial, es
una mariología básicamente afectiva y sentimental. Desarrolla la dimensión
afectiva tan importante en el campo religioso, principalmente para
fijar las dimensiones de identidad, pertenencia e incorporación. Por
ese motivo es una mariología que desarrolla el sentido de pertenencia
a la Iglesia y a la Iglesia Católica, ya que María se encuentra en
el hogar de la Iglesia. Hay una conciencia popular que no se puede
ser hijo de María sin ser hijo de la Iglesia y, consiguientemente,
que es en la Iglesia en la que se encuentra la salvación-maternal
que necesitan nuestros pueblos.
El perdón y la salvación «eterna» es un tema fuertemente ligado con
la Maternidad de la Virgen en la mariología popular, siguiendo la
línea establecida por el «Santa María». Pero, cuando se profundiza
la observación, es fácil de advertir una discriminación en el perdón.
Con relación a los pecados de la mujer, especialmente en el campo
de la sexualidad y de la infidelidad, es un perdón que exige un reconocimiento
del pecado y una «conversión» con el propósito de asemejarse a la
Madre. Pero, en el caso de los varones, el problema parece distinto.
El perdón es impartido en un clima de «comprensión», en el que se
exige confesión del pecado pero no la conversión, dado que los «varones
son así», «la vida es así» y el cambio es fatalmente imposible. De
ahí la importancia que se da al perdón en el momento de la muerte,
cuando ya no va a ser posible pecar posteriormente, y asegurando de
esa manera la salvación. Me ha resultado muy significativa una oración
a la Virgen del Carmen, en la que se termina diciendo: «Muestra en
mí las maravillas de tu preciosísimo Hijo para que me perdone y traiga
a mi alma hacia la verdadera penitencia cuando de este mundo salga».86
Podríamos afirmar que se trata de una marginación de la Maternidad
de la Virgen del ser y de la vida social de los varones, un mundo
en el que misteriosamente pierden su influjo las madres.
Pero queda muy marcada la maternidad de la Virgen como refugio, auxilio
y ayuda ante cualquier necesidad, desembocando en muchas ocasiones
hasta en el milagro, acontecimiento que siempre es esperado. Para
desencadenar esta dimensión de la Maternidad de María, cuando no surge
espontáneamente de la misma Virgen, tienen una gran importancia las
oraciones, los rezos, las promesas y, con expresión típicamente colombiana,
las «reliquias». «Se da este nombre en Colombia, sobre todo a los
escapularios, medallas, estampas, cintas tocadas a las imágenes sagradas
u objetos que han sido bendecidos por los sacerdotes. Entre las diversas
clases de escapularios, aquel que el pueblo porta con más frecuencia
es el del Carmen. Se lleva como signo de devoción y como cierto seguro
de salvación. En este sentido no faltan quienes los usen como algo
mágico, lo cual viene a ser supersticioso, pues se tiene la firme
certeza de que por haberlo llevado durante la vida, obtendrá ipso
facto el morir en gracia de Dios, ser librado de las penas del
infierno, ser sacado del Purgatorio el sábado siguiente a la muerte
y acceder a la salvación eterna». Y añade el autor: «El problema del
uso supersticioso del escapulario está sobre todo en el hecho de que,
a menudo, el llevarlo va acompañado de una vida licenciosa y a veces
criminal». 87
El pueblo espera de la maternidad de María el ser auxiliado y ayudado
en cualquiera de sus necesidades, mostrando en la mayoría de las ocasiones,
por la modestia de sus peticiones, la pobreza y la opresión a la que
se encuentra sometido. No falta la petición de apoyo para temas totalmente
intranscendentes o incluso para afirmar su propio machismo.88
Y Pero, dentro de las deformaciones que a esta dimensión puede imprimir
un no concientizado machismo, sobresale la cualidad auxiliadora de
la maternidad, que quizá pueda justificar la rápida propagación entre
el pueblo de la devoción salesiana a María Auxiliadora.
La capacidad unitiva de la maternidad es también resaltante en la
mariología popular latinoamericana. En efecto, en las grandes celebraciones
festivas de la Virgen, y en sus duelos, el pueblo reconoce que todos
los hijos tienen entrada en el santuario y en la festividad, por encima
de las diferencias políticas y sociales en las que puedan encontrarse
incluso mortalmente comprometidos. La madre los reúne a todos. Y al
mismo tiempo María adquiere la simbolización de toda la colectividad,
sea de un minúsculo pueblecito sea de una gran nación. María, en esos
momentos, los reúne y los simboliza superando todo tipo de diferencias.
Esta virtualidad de reunión y simbolización de los hijos existente
en la maternidad de María percibida por el pueblo, unida a su misericordia
y su fuerza auxiliadora, explica la fe de nuestros pueblos en la presencia
de la Virgen en los momentos de catástrofes colectivas y en los de
liberación, como ocurrió en el difícil y heroico período de la independencia
política de las nacionalidades del continente.
Limitaciones de la mariología popular
A mi juicio, junto a las dimensiones positivas de la mariología subyacente
en la piedad popular de nuestro pueblo, aparecen otras dimensiones
limitativas e incluso negativas con relación al dato relevado de María.
Son limitaciones teológicas que influyen operativamente en la debilidad
del desarrollo de la vida cristiana y en el proceso de evangelización
de nuestra cultura, y que incluso pueden ser manipuladas, inconsciente
o conscientemente, en contra del mismo pueblo.
El primer problema que plantea la mariología popular es con relación
a los problemas en los que vive la mujer dentro de una cultura machista.
En efecto, en la mariología popular la Virgen queda situada y exaltada
como «Nuestra Madre», constituyéndose como la Mujer-Ideal y como el
ideal de mujer, pero quedando fijada en el binomio cultural, ya antes
indicado, «Mi Madre - Macho».
Dentro de este binomio, el machismo actúa como un prisma que origina
dos imágenes de lo femenino. La primera imagen es la de «Mi madre»,
en la que se concentra todo el valor de lo femenino; y la segunda
la de «la mujer», que es la ausencia de valor y que incluso se constituye
en objeto del atropello del macho.
La mariología popular subraya e idealiza enérgicamente la primera
imagen, haciendo que la mujer continúe siendo valorada exclusivamente
por la fecundidad realizada en hogar matrofilial. Aunque también colabora,
dada la virginidad de María, a una valoración de la mujer virgen consagrada,
a la que cariñosamente se la denomina como «hermanita».
Con esta imagen de María se exalta el valor de la fecundidad y las
virtudes hogareñas, entre las que se apunta la paciencia que la mujer
tiene que tener con relación al varón y a los sufrimientos que trae
la vida consigo por los problemas de los hijos, incluso cuando son
buenos, y por el modo de comportamiento de la sociedad.
Igualmente dicha mariología ilumina la relación hijo-madre, reforzando
las obligaciones y el respeto del hijo con su madre, de tal manera
que los pecados filiales adquieren una importancia especial en el
pueblo, exigiendo la «conversión» para el perdón subsiguiente.
Sin embargo, esta mariología no extiende su foco de luz sobre la
mujer en cuanto tal y sobre el varón en cuanto que no es hijo, quedando
abandonados a su suerte cultural dentro de la cultura machista. Por
ese motivo, no profundiza en la dimensión de la personalidad femenina,
ni en su responsabilidad social, ni en las plurifuncionalidades positivas
que la mujer puede desarrollar en la sociedad de una forma similar
a la del varón. El valor de la mujer queda limitado al sector sexual-hogareño
de madre o virgen.
Esta limitación de la mariología ha sido fuertemente manipulada en
su beneficio por la sociedad machista en contra de la mujer, incluso
sintiéndose confirmada por corrientes y documentos eclesiales poco
críticos de la situación cultural de la mujer. Así a la mujer se la
exalta cuando sistemáticamente se repliega de la sociedad al hogar
para constituirse sólo en madre, y se la reduce a una pieza de posible
utilización secundaria en el engranaje de la sociedad.89
De esta forma, la mariología popular limita la energía evangelizadora
de María sobre la mujer,90
reduciéndola en su capacidad de recobrar el original binomio varón-mujer,
y reteniendo a la mujer en su cautiverio de la oprimida de los oprimidos
en un universo tradicionalista y machista.
El segundo problema que plantea la mariología popular es el de la
capacidad de influencia de la piedad mariana en la transformación
y progresiva humanización de la sociedad y del varón, dado el fenómeno
constatado en América Latina de una fe que no logra equilibrarse en
sus expresiones de piedad y de vida, de tal forma que de una manera
simplificada, se ha denunciado el divorcio entre la fe y la vida.
No podemos olvidar que la mariología popular está establecida sobre
el presupuesto de la distinción radical entre el hogar y la sociedad,
distinción sustentada por una fuerte concepción maniquea.
Existe, sin duda, una distinción objetiva entre el hogar y la sociedad,
de tal manera que el hogar no puede constituir-se en «modelo» de la
compleja sociedad moderna, como ingenua y románticamente se indica
en algunas corrientes principalmente eclesiales. Pero también es objetivo
que tanto la sociedad como el hogar se han de desarrollar en exigencias
de humanización y de relaciones humanas, aspecto que desconoce, entre
otras, la cultura machista.
El presupuesto machista es que la mujer y la madre no tienen lugar
en la sociedad, ni ellas conocen su juego, sino que sólo les queda
el aceptarlo y el «comprender» que los varones y la sociedad tienen
que ser así y no pueden ser de otra manera. Esto lógicamente repercute
en la mariología popular.
A la Virgen se le reconocen ciertas compensaciones. Reúne a los hijos
divididos en la sociedad en ciertos momentos, momentos en los que
la sociedad deja de ser sociedad para transformarse toda ella en hogar,
el hogar de María la Madre. Pero, después de esos momentos privilegiados,
la sociedad continúa siendo sólo sociedad, en la que el varón tiene
que actuar olvidando o poniendo entre paréntesis su dimensión de hijo.
También es función de la Virgen y de la madre ayudar a los hijos y
auxiliarlos en las dificultades que encuentran en la lucha cotidiana
de una sociedad inhumana. Tiene que ayudarlos porque son sus hijos,
pero aceptando que están actuando y seguirán actuando como machos,
conforme a las leyes del machismo. Sólo se acepta una función más
específicamente social de la madre en los momentos de catástrofe o
de luchas liberadoras colectivas, como en la Independencia, cuando
la sociedad, olvidada de sus divisiones internas, experimenta unas
exigencias de solidaridad similares a las hogareñas.
Algunas veces he pensado si esta experiencia mariológica popular
no está interviniendo en la elaboración de una eclesiología popular,
en parte correcta y en parte incorrecta, dado que la Iglesia es el
hogar de María. En efecto, el pueblo exige una Iglesia que es de todos
los hijos y, consiguientemente, que ha de dar acogida a todos por
encima de sus diferencias. Visualiza con toda claridad la dimensión
de misericordia que le corresponde a la Iglesia con relación a los
pecadores, los pobres, los abandonados. Pero tiende a rechazar la
intervención pastoral en los problemas económicos, sociales y políticos
que, con expresiones populares, «ni le corresponden» «ni entiende
de ellos».
De alguna manera, la Iglesia, lo mismo que María, queda relegada
a ser hogar religioso y piadoso, aunque simultáneamente se la pretende
manipular por los distintos sectores de la sociedad, intentando que
la Madre justifique sus posiciones, sin intervenir críticamente en
ellas, dado el prestigio y el peso que supondría entre los hermanos
divididos el poder afirmar que la Madre está en favor de una de las
facciones. De esta manera nos encontramos ante las clásicas manipulaciones,
de las que somos testigos en nuestros días, y que por Puebla se han
denominado como falsas relecturas del Evangelio, unas veces realizadas
por el marxismo, otras por la seguridad nacional, y también por las
denominadas democracias formales. 91
Se trata, por tanto, de una mariología en la que la Virgen, Nuestra
Madre, queda culturalmente limitada, ajena a los problemas de la sociedad
—a excepción de ayudas «misericordiosas», que hagan un poco menos
dura la situación fatal de sus hijos—; sin poder conseguir la valoración
de la mujer en cuanto mujer y en su dimensión social; sin intervención
directa en la marcha de la sociedad inhumana y machista. Y esa ausencia
de María en la sociedad prácticamente se hace coincidente con la expulsión
de la fe cristiana en el dinamismo de la sociedad. Es la confirmación,
desde otro punto de vista, de la constatación hecha por Puebla: «La
religiosidad popular, si bien sella la cultura de América Latina,
no se ha expresado suficientemente en la organización de nuestras
sociedades y estados. Por ello deja un espacio para lo que S. S. Juan
Pablo II ha vuelto a denominar 'estructuras de pecado'. Así la brecha
entre ricos y pobres, la situación de amenaza que viven los más débiles,
las injusticias, las postergaciones y sometimientos indignos que sufren,
contradicen radicalmente los valores de dignidad personal y de hermandad
solidaria. Valores éstos que el pueblo latinoamericano lleva en su
corazón como imperativos recibidos del Evangelio».92
En este aspecto, la semilla de la palabra de Dios sembrada en la fe
del pueblo queda ahogada por los imperativos de una cultura, en la
que se origina una deficiente teología mariana.
En síntesis: reconociendo los aciertos y valores positivos de la
mariología popular latinoamericana, anteriormente señalados, creo
que simultáneamente está marcada por ciertas limitaciones y riesgos
que han de ser señalados, en la medida que afectan al mismo dato revelado
de María, y, en la medida que lo afectan, tienden a disminuir, en
una economía ordinaria, la energía soteriológica de la revelación
del Padre en Jesucristo.
Entre dichas limitaciones hago sobresalir las siguientes. Es una
mariología que limita la comprensión de la personalidad humana de
María, zonificándola en la maternidad y en el hogar, lo que dificulta
la función soteriológica del Evangelio a través de María sobre la
mujer latinoamericana, a la que hemos definido como «la más oprimida
entre los oprimidos».
Segunda limitación: la mariología popular queda establecida sobre
una relación entre la madre y el varón, en la que el varón queda proyectado
en dos imágenes bien diferentes:
la del hijo y la del macho. La relación de maternidad termina directamente
sobre el varón-hijo, mientras que el macho-cultural tiene una conciencia
oscura de que su machismo no tiene origen en la madre y concientiza
que en ningún momento como macho puede estar «debajo de la pollera».
Desde esta perspectiva, la mariología popular bloquea normalmente
la intervención de la Virgen en el mundo del machismo. Eso implica
una reducción también soteriológica hacia el momento de la muerte
y la salvación escatológica celeste, ya que la vida de los varones
no va a cambiar.
Esta doble limitación de la mariología dificulta el restablecimiento
del binomio original y salvífico, en el proyecto de Dios, varón-mujer.
La tercera limitación viene dada por el no intervencionismo de la
mujer e incluso de la madre, en el mundo de lo económico, social y
político —a no ser en el plano subsidiario de la «misericordia»—,
lo que tiende a limitar la intervención de la mujer y de la madre
María en dicho campo. En el fondo es una amputación de lo social en
la mariología, que se tiende a compensar con una hipertrofia de lo
hogareño y de lo eclesial interpretado bajo el modelo de lo hogareño
y maternal.
Estas limitaciones en la mariología popular originan riesgos muy
peligrosos, y que han de tenerse en cuenta.
El primer riesgo es el de determinadas alienaciones padecidas por
la mujer, por el varón o por la sociedad, originadas por el contexto
cultural al que pertenecen, pero que pueden ser fijadas, racionalizadas
y mantenidas por deformaciones mariológicas no concientizadas, más
aún idealizadas por haber sido proyectadas sobre «Nuestra Madre»,
María, que por hipótesis es el modelo de la mujer.
El segundo riesgo es el de la manipulación de dicha mariología por
sectores interesados, manipulación orientada a mantener un determinado
«status quo», o a cambiar dicho «status quo» sin un auténtico proceso
de conversión humana y evangélica.
Así lo encontramos en determinadas corrientes que, a base de exaltar
a la Virgen Madre del Hogar de Nazaret, intentan replegar sistemáticamente
a la mujer al solo mundo del hogar, adornada de todas las limitadas
y limitadoras virtudes hogareñas.
Pero también aparece la manipulación de una limitación cultural mariológica
cuando, recordando el cántico del Magníficat y los milagros de la
Virgen de la Independencia, se pretende incorporar a la mujer a la
transformación social, pero dentro de un esquema machista, en el que
la mujer aparece como redimida porque se la puede fotografiar con
una metralleta o con un machete entre sus manos, es decir, adornada
con el adorno tradicional del macho.
¿Mariolatría?
Uno de los problemas que suelen agitarse con más frecuencia con relación
a la mariología popular y práctica del catolicismo y, especialmente,
del catolicismo latinoamericano, es el de la denominada «mariolatría».
¿Hasta qué punto, se preguntan muchos, no aparece la Virgen para el
pueblo superior a Jesucristo e incluso como divinizada como una diosa
femenina aliado de Dios?
En efecto, es fácil que se origine esta pregunta, observando determinadas
prácticas y tipos de comportamiento. Así, en muchos sitios, el pueblo
para ciertas cosas termina diciendo: «Si Dios lo quiere y la Virgen».
En las necesidades parece que el recurso natural y espontáneo es directamente
a la Virgen. Al pueblo le gusta encontrar en el lugar más céntrico
de sus retablos a la imagen de la Virgen. E incluso se advierte en
muchos lugares la atención preferencial a la Virgen sobre el Sagrario
o el Tabernáculo.
Sin duda que pueden ponerse muchos ejemplos desconcertantes y que
apoyarían la acusación. Más aún, no se puede negar que en determinadas
zonas y lugares puede darse una ignorancia religiosa en la que se
origine el fenómeno de la mariolatría.
Pero, desde mi punto de vista, todo indica que la cultura popular
latinoamericana actúa en la mariología como un factor positivamente
«antilátrico», delimitando con exactitud teológica el puesto que le
corresponde a la María Pascual.
Establecido que la maternidad cultural latinoamericana es el lugar
privilegiado en el que queda incorporado el dato revelado de María,
originándose de esta manera nuestra mariología popular, es oportuno
seguir configurando la imagen de dicha maternidad.
Aunque la maternidad, «mi madre-nuestra madre», ocupa el centro del
hogar y de alguna manera es el foco de toda la familia, sin embargo
no se trata de una maternidad aislada y con absoluta independencia.
La madre siempre es entendida con relación al esposo-padre y a Dios.
Con relación al esposo-padre hay una conciencia familiar de que cuando
éste se hace presente, él es «el rey», estableciendo un marcado desnivel
con la madre. En un refrán popular se afirma que «en mi casa sólo
canta el gallo». Es interesante que la esposa-madre con relación al
varón-padre-esposo, en la cultura popular guaraní es designada como
«che servijhá», «mi sierva» o «mi esclava». Independientemente de
las marcadas características machistas que contiene esta expresión
y que tanto dolor lleva en la práctica, sin embargo, es interesante
el advertir que estamos ante la maternidad de una Sierva con relación
al padre-esposo, aunque sea Señora de sus hijos. Las resonancias bíblicas
son impresionantes, dado que María, la Madre, ante Dios se define
a sí misma como «la esclava del Señor», sintiéndose llamada por su
hijo, como Mujer o Señora.
Segundo punto. La maternidad en el mundo latinoamericano tiene también
establecida una relación especial con Dios. La madre es piadosa y
uno de los grandes índices de esta piedad es que ella es la que reza
a Dios por sus hijos, cumpliendo un papel de mediadora e intercesora,
aunque se trata de una intercesión privilegiada por tratarse de la
oración y de la intercesión de la madre. Y el pueblo que cree en María
Madre le reza para que ella interceda ante Dios, teniendo una seguridad
tal en dicha intercesión que no duda que será oída por Él.
Teniendo en cuenta estos dos factores, la experiencia de la fe en
María, vivida en la experiencia de la maternidad cultural latinoamericana,
tiende a expresarse con una absoluta corrección teológica, y es desde
este horizonte desde el que hay que interpretar ciertas manifestaciones
piadosas que, en otro ambiente y desde otra perspectiva, serían ciertamente
«latréuticas», pero que en nuestro contexto no marcan más que
una hiperdulía similar a la que se ofrece a la propia madre.
Otro sería el tema de la forma de encarar la teología popular latinoamericana
con relación a Dios y a Cristo Salvador, tema que en este momento
no nos concierne. Pero un dato es cierto. Si la imagen de Dios puede
resultar en muchos momentos lejana y dura, la imagen de la Virgen
nuestra Madre se constituye en providencial hierofanía, mostrando
a través de su rostro de madre el rostro materno de Dios con la acertada
expresión propuesta por Leonardo Boff.93
Dios aparece como Madre Salvadora para el pueblo latinoamericano en
la hierofanía del rostro de su Madre que es también nuestra Madre,
ya que El es el que escucha el rezo de la Madre en favor de sus hijos.
8
DE LA MADRE DE LOS OPRIMIDOS
A LA MADRE DE LA LIBERACIÓN
Hasta este momento he intentado diseñar la teología popular mariana
subyacente en las expresiones de la piedad mariana de América Latina.
Es una teología que, aunque de alguna manera es sentida por todos
los sectores sociales, sin embargo es vivida preferentemente por los
pobres y sencillos, como ha indicado Puebla,~ de tal manera que la
podríamos denominar la «mariología de los pobres y de los oprimidos».
Se trata, como indiqué al principio de este trabajo, de una teología
precientífica, espontánea y no formulada en proposiciones científicas,
sino en el complejo lenguaje simbólico de la vida sellada por la fe.
Es una teología, como toda teología, con sus grandezas, con sus posibilidades,
con sus limitaciones y con sus errores. Sin duda que los pobres son
un lugar privilegiado en el que Dios se manifiesta. Pero víctimas
de las estructuras, también en muchas ocasiones se encuentran oprimidos
internamente por las limitaciones y errores de su propio universo
cultural. Y es en ese universo en el que se encuentra por la fe la
presencia de María, con todas sus posibilidades, pero simultáneamente
cautiva en una mariología que asume las limitaciones de la cultura
de los oprimidos.
Por ese motivo, si el análisis de la mariología popular latinoamericana
nos permite comprender a María como la Madre de los Pobres y Oprimidos
—incluyendo también bajo esta denominación la totalidad de América
Latina—, también la podríamos llamar simultáneamente como Madre Cautiva
o en el Cautiverio, ya que muchas de las virtualidades evangélicas
y evangelizadoras de María tienden a ser desconocidas o bloqueadas
por el propio contexto cultural, en el que María queda aprisionada
por una mariología al mismo tiempo valiosa y deficiente.
Esta liberación de María del cautiverio, al que se encuentra sometida
por las deficiencias de una mariología y de una cultura —liberación
de María, que simultáneamente es liberación de sus hijos—, ha de realizarse
con la energía y la fuerza del mismo dato revelado, capaz siempre
de evangelizar a la misma mariología y a la cultura que lo ha recibido,
concientizando salvíficamente al sujeto de dicha mariología y de dicha
cultura, el pueblo latinoamericano, de las limitaciones y contradicciones
opresivas de su propia cultura y de su propia teología.
Nueva historia y nuevo momento mariológico en América Latina
Pero el momento actual de América Latina es un momento providencial
y de gracia, para iniciar también un nuevo momento de la mariología
popular, ya que todo el continente se ha situado en una radical perspectiva
soteriológica bajo el signo de la liberación?95
No es ésta la ocasión para desarrollar todo lo que significa este
nuevo hito en la historia de América Latina, además de que ha sido
tema ya tratado por muchos. Sólo me referiré a aquellos puntos que
pueden tener una incidencia especial en la elaboración de la nueva
mariología y que pueden ser útiles en el compromiso de una nueva evangelización
ante las perspectivas de V Centenario del nacimiento de América Latina
y de la civilización del amor del año 2.000, según la esperanza proclamada
por Juan Pablo II.
La Iglesia, y la fe de la Iglesia, consciente de encontrarse en un
continente que, con todos sus pecados y deficiencias, es casi globalmente
Iglesia, ha asumido como propio este despertar humano del hombre,
del pueblo y de toda América Latina que se expresa en un grito y una
esperanza de liberación. Pero como Madre Evangelizadora, lo asume
responsablemente, procurando que tanto el término del proyecto, como
el camino que lleva hasta él y los propios hombres que han de realizarlo
se encuentren profundamente cualificados de Evangelio, consciente
de que en el Evangelio se encuentran la autenticidad y la energía
originales de una verdadera y plena liberación.
Asumido el proyecto por la Iglesia, la fe ilumina y fortalece el
significado de su objetivo, de su proceso y de su punto de arranque.
El objetivo de dicho proyecto, desde la perspectiva de la fe, se
puede nombrar como «liberación evangélica o evangelizada», lo que
implica que al término del proceso no quede traicionada la causa de
los pobres.96
Este objetivo, formulado por la Iglesia, incluye tres aspectos complementarios:
el estructural, el cultural y el religioso.
El primero supone la desaparición de estructuras generadoras de injusticia,
que han de quedar sustituidas por otras estructuras generadoras de
justicia.
El segundo implica «la renovación y transformación evangélica de
nuestra cultura. Es decir, la penetración por el Evangelio de los
valores y criterios que la inspiran, la conversión de los hombres
que viven según esos valores y el cambio que, para ser más plenamente
humanas, requieren las estructuras en que aquellos viven y se expresan».97
Este punto de la «renovación cultural» es fundamental, dado que las
estructuras se concretan en el contexto de una cultura determinada,
a cuyo servicio se encuentran, siendo al mismo tiempo manejadas por
hombres que pertenecen a la misma cultura.
Por último, el tercer aspecto a conseguir en el horizonte de la «liberación
evangélica y evangelizada» es el religioso, que en nuestro caso es
el paso de una fe débil a una fe fuerte, y de una religiosidad popular
ambigua a una religiosidad popular profundamente evangelizada. En
efecto, no podemos olvidar que es desde la fe, y desde la fe en Jesucristo,
en la pureza del dato revelado, donde se descubren toda la profundidad
y exigencia de la dignidad de la persona humana y su dimensión trascendente
con respecto a Dios. Es la fe, como posibilidad escatológica del hombre,
la que denuncia al placer, a la riqueza y al poder cuando pretenden
transformarse en «ídolos».
Es también la fe la que, desde las dimensiones de la esperanza y
la caridad descubre, valora y significa el sacrificio, la pobreza
activa y el servicio en la realización del hombre y de la comunidad
humana. Y, por último, es la fe la que, con un sentido de profundo
realismo, concientiza al hombre de la tentación y de la situación
de pecado, de las que continuamente ha de ser salvado por el Dios
que nos salva, abriéndonos a la trascendencia del Cristo glorioso.
Ahora bien, al término de este objetivo ha de llegarse a través de
un proceso, proceso de «liberación», que ha de ser asumido primaria
y principalmente con toda responsabilidad por el propio pueblo latinoamericano.
La Iglesia, desde su perspectiva de fe en el Evangelio, postula un
dinamismo en el que se conjuguen complementariamente una «liberación
humana y evangelizada» y una «evangelización liberadora».
El postulado de la dinámica de una «liberación humana y evangelizada»
supone que no debe darse una discontinuidad entre el objetivo y el
proceso mismo, rechazando los postulados maquiavélicos de que el «fin
justifica los medios» y de que el «mal ha de ser vencido por el mal»,
lo que en el fondo implica dos preguntas, no siempre suficientemente
contestadas: ¿Cuál es el fin? ¿Qué significa vencer el mal? De las
respuestas a estas dos preguntas dependen los ideales de los comprometidos
en el proceso de la liberación y la metodología empleada por ellos.
La «liberación humana y evangelizada» implica un rechazo de la violencia
—interpretada como el uso de cualquier medio inhumano e inmoral y,
en la medida de lo posible, antievangélico, en cuanto que el Evangelio
llega más allá de las meras exigencias éticas—, y del «machismo»,
conforme al diseño cultural anteriormente presentado. Así la mujer
queda también incorporada al proceso, asumiendo toda su responsabilidad
y capacidad social, pero sin ceder a la manipulación de ser enmascarada
como un macho, sino estableciendo el equilibrado binomio varón-mujer.
La «liberación humana y evangelizada» exige sujetos activos liberadores
en proceso de conversión cultural y humana, conscientes del valor
del «ser más» y del poder que se fundamenta sobre la fortaleza de
la verdad, de la justicia, de la misericordia y del amor, incluso,
en la medida de lo posible, con capacidad «martirial» como la de Mons.
Oscar Romero o la de Ghandi.
La «liberación humana y evangelizada» es aquella que, para alcanzar
sus objetivos, pone su confianza en la libertad interna mantenida
en medio de la opresión, en el nivel de humanidad alcanzado por los
hombres comprometidos, en el esfuerzo de superación y de progreso
en la capacitación con espíritu de servicio. La «liberación humana
y evangelizada» es la que, situada en el palenque de la lucha, no
cede a la tentación de transformar a sus hombres en bestias o en machos,
sino en promoverlos como más hombres y más humanos, consciente de
la superioridad del hombre humanizado sobre el hombre bestializado.98
Junto a los diferentes movimientos seculares de «liberación», en
la Iglesia se articula originalmente un proceso de «Evangelización
liberadora», cuyo objetivo más específico es promover el paso de una
fe débil a una fe fuerte, y de una religiosidad popular ambigua a
una religiosidad popular profundamente evangelizada, lo que implica
simultáneamente la evangelización de la cultura y de las culturas
latinoamericanas, tomando como punto de partida la persona y teniendo
siempre presentes las relaciones de las personas entre sí y con Dios.
99
Pero este proceso de «Evangelización liberadora», al mismo tiempo
que mantiene como su función más específica el servicio a la fe en
Jesucristo y en su Iglesia 100
y al crecimiento y maduración de la misma fe (Rom. 1, 17), tiene otras
funciones que desarrollar desde la especificidad de la misma fe y
del dato revelado. Entre ellas sobresalen: la confirmación evangélica
y teológica de la legitimidad de «las exigencias de la promoción humana
y de una liberación auténtica» 101;
la concientización de la dinámica de pecado en la que se encuentran
situadas las estructuras y la cultura, y la clarificación continua
del objetivo al que se pretende llegar en el horizonte de las exigencias
del Reino de Dios; la evangelización de los mismos procesos de liberación,
dado que «la verdad del hombre exige que este combate se lleve a cabo
por medios conformes a la dignidad de la persona humana»102;
la promoción de la responsabilidad de «cristianos con vocación de
santidad, sólidos en su fe, seguros en la doctrina propuesta por el
Magisterio auténtico, firmes y activos en la Iglesia, cimentados en
una densa vida espiritual.., perseverantes en el testimonio y acción
evangélica, coherentes y valientes en sus compromisos temporales,
constantes promotores de paz y justicia contra violencia u opresión,
agudos en el discernimiento crítico de las situaciones e ideologías
a la luz de las enseñanzas sociales de la Iglesia, confiados en la
esperanza en el Señor» 103
El punto de arranque en este proceso, como condición de posibilidad
del mismo proceso, desde la responsabilidad específica de la Iglesia,
es el testimonio de una Iglesia en América Latina más evangelizada
y más evangelizadora, como apuntaba Pablo VI en la Evangelii Nuntiandi.104
Puebla ha propuesto con claridad la Iglesia que se ha de modelar dentro
de las exigencias de nuestra actual situación:
«La Iglesia evangeliza, en primer lugar, mediante el testimonio global
de su vida. Así, en fidelidad a su condición de sacramento, trata
de ser más y más el signo transparente o modelo vivo de la
comunión de amor en Cristo que anuncia y se esfuerza por realizar.
La pedagogía de la Encarnación nos enseña que los hombres necesitan
modelos preclaros que los guíen. América Latina también necesita tales
modelos».105 A
continuación establece el tipo de modelo: «Cada comunidad eclesial
debería esforzarse por constituir para el continente un ejemplo de
modo de convivencia donde logren aunarse la libertad y la solidaridad.
Donde la autoridad se ejerza con el espíritu del Buen Pastor. Donde
se viva una actitud diferente frente a la riqueza. Donde se ensayen
formas de organización y estructuras de participación, capaces de
abrir camino hacia un tipo más humano de sociedad. Y, sobre todo,
donde inequívocamente se manifieste que, sin una radical comunión
con Dios en Jesucristo, cualquier otra forma de comunión puramente
humana, resulta a la postre incapaz de sustentarse y termina fatalmente
volviéndose contra el mismo hombre».106
E inmediatamente añade el documento que la Iglesia «debería ser la
escuela donde se eduquen hombres capaces de hacer historia, para impulsar
eficazmente con Cristo la historia de nuestros pueblos hacia el Reino».107
Este último tema lo desarrollará especialmente en los números 278
y 279.
Esta renovación profunda de la Iglesia, coherente con la situación
actual de América Latina, exige también en su interior una «conversión»
de su teología, de la teología y de la cultura populares en ella vividas,
y, de un modo particular, de la mariología tanto científica como popular,
siguiendo las orientaciones dadas por Pablo VI en la Marialis Cultus:
«Quisiéramos notar —escribe el Papa—, que las dificultades a las que
hemos aludido están en estrecha conexión con algunas connotaciones
de la imagen popular y literaria de María, no con su imagen evangélica
ni con los datos doctrinales determinados en el lento y serio trabajo
de hacer explícita la palabra revelada; al contrario, se debe considerar
normal que las generaciones cristianas que se han ido sucediendo en
marcos socio-culturales diversos, al contemplar la figura y la misión
de María —como Mujer nueva y perfecta Cristiana que resume en sí misma
las situaciones más características de la vida femenina porque es
Virgen, Esposa, Madre—, hayan considerado a la Madre de Jesús como
'modelo eximio' de la condición femenina y ejemplar 'limpidísimo'
de vida evangélica, y hayan plasmado estos sentimientos según las
categorías y los modos propios de su época. La Iglesia, cuando considera
la larga historia de la piedad mariana, se alegra comprobando la continuidad
del hecho cultural, pero no se vincula a los esquemas representativos
de las varias épocas culturales ni a las particulares concepciones
antropológicas subyacentes, y comprende cómo algunas expresiones del
culto, perfectamente válidas en sí mismas, son menos aptas para los
hombres pertenecientes a épocas y civilizaciones distintas».108
Incluso el mismo Pablo VI hace una advertencia de extraordinaria
trascendencia para nuestro caso: «Ante todo, la Virgen María ha sido
propuesta siempre por la Iglesia a la imitación de los fieles no precisamente
por el tipo de vida que Ella llevó y, tanto menos, por el ambiente
sociocultural en que se desarrollé, hoy día superado casi en todas
partes, sino porque en sus condiciones concretas de vida Ella se adhirió
total y responsablemente a la voluntad de Dios; porque acogió la palabra
y la puso en práctica; porque su acción estuvo animada por la caridad
y por el espíritu de servicio; porque, es decir, fue la primera y
la más perfecta discípula de Cristo: lo cual tiene valor universal
y permanente».109
La situación opresión-liberación como nuevo lugar hermenéutico
Teniendo en cuenta las claras orientaciones de Pablo VI en la Marialis
Cultus, y la nueva situación de conciencia que se ha despertado
en América Latina, podemos afirmar con Leonardo Boff que esta nueva
situación, determinada por el binomio opresión-liberación, se constituye
en un lugar hermenéutico del dato revelado «María»,110
pudiendo originar un nuevo momento de la mariología tanto científica
como popular de América Latina: la mariología de María «Nuestra Madre
Liberadora».
Este lugar hermenéutico puede ser vivido a dos niveles diferentes:
a un nivel espontáneo, irreflejo y vivencial por el pueblo; y a un
nivel también científico y reflejo por el teólogo. Según mi punto
de vista, la nueva mariología latinoamericana se ha de realizar tanto
por el pueblo como por el teólogo desde el mismo lugar hermenéutico,
pero con una estrecha colaboración entre ambos.
En efecto, el pueblo en la medida en que, manteniendo su fe, concientice
su nueva situación de «opresión-liberación», espontáneamente tenderá
al descubrimiento de la Virgen como «Nuestra Madre Liberadora», asociándola
a su proyecto de liberación, como ya se hizo en el período de la Independencia,
cuando a la Virgen incluso se la nombré, en repetidas ocasiones, con
los títulos militares de «Generala» o de «Mariscala». Es evidente
que se trataba de una época en la que la liberación y el triunfo se
simbolizaban militarmente en el poder de las armas y, desde esta perspectiva,
la figura de María quedaba primariamente vinculada con los ejércitos.
Pero no podemos olvidarnos que nuestra cultura popular está fundamentalmente
marcada por el triángulo anteriormente propuesto, «opresión-machismo-experiencia
campesina», con todos los desequilibrios y contradicciones culturales
que se originan, principalmente por el factor del machismo, y que
peligrosamente han incidido en la propia mariología popular tradicional
de nuestros pueblos. Estos mismos factores, no suficientemente criticados
y renunciados, podrían seguir incidiendo peligrosamente en la génesis
de la nueva mariología.
De ahí surge la importancia del trabajo del teólogo científico en
su esfuerzo mariológico, teniendo en cuenta las «opresiones culturales»
de las que ha de salvarse la mariología, y de las que también María
evangelizadoramente quiere liberar a sus hijos. Así la teología científica
vuelve a recobrar su función de «ciencia orgánica» en relación a la
misión de la Iglesia, y, más en concreto, de la misión específica
de la Iglesia en el hoy y en el futuro de América Latina, en el que
han de encontrarse comprometidos todos los cristianos.
Maria, Nuestra Madre de la Liberación
Pienso que la nueva mariología, popular y científica, que ha de elaborarse
en América Latina, simultáneamente ha de marcar la continuidad y la
discontinuidad con la del pasado.
Ha de marcar la continuidad, porque detrás de la mariología se encuentra
la realidad de la misma María que el Señor, de una manera providencial,
ha querido incorporar a la Historia de la Salvación, y es la única
María en la que creen nuestros pueblos. Pero además, porque continúa
siendo plenamente válida en nuestra cultura latinoamericana la intuición
primigenia de María como «Nuestra Madre», dato, por otra parte, coincidente
con el texto bíblico: «Esa es tu madre» (Jn. 19, 27).
Pero se ha de establecer simultáneamente una discontinuidad, ya que
vamos a encontrarnos con una María Evangelizadora que nos conduce
a la liberación de muchos aspectos anteriormente olvidados, e incluso
liberadora de determinadas formas de entender la liberación, formas
que conllevan internamente la corrupción del mismo pueblo o que lo
sujetan a nuevas cadenas de opresión.
Brevemente quiero apuntar algunos de estos aspectos, que todos se
relacionan estructuralmente entre sí: María como Liberadora de la
Mujer; María, liberadora del fatalismo y del inmanentismo social;
María, liberadora de las cadenas del machismo; María, liberadora de
la división de los hermanos por el misterio de su Maternidad Universal.
María, mujer antes que madre
La «maternidad-cultural» de la cultura popular, si salva de alguna
manera a la mujer en la medida que se constituye en «nuestra madre»,
sin embargo socialmente no logra salvarla en cuanto es sólo mujer,
de tal forma que, en el contexto machista, aparece como la más oprimida
de los oprimidos, e incluso la oprimida de los mismos oprimidos. Y
ahí es donde ha de comenzar la liberación de María, que como Madre
también ha hecho la opción preferencial por los más pobres entre los
pobres de sus hijos, que en este caso es la mujer.
Para ello es importante el concientizar que bíblica e históricamente
María, antes que madre, fue mujer, y que fue precisamente su ser mujer
la condición de posibilidad para realizar en la historia de la salvación
la misión más importante que haya sido encomendada por Dios a ninguna
criatura puramente humana.
Para un pueblo y un continente en situación de opresión es fácil
concientizar que María, antes de ser madre, era una mujer de un pueblo,
Israel, colonizado y ocupado militarmente por el Imperio Romano.111
Además pertenecía a la modesta clase artesanal de los que vivían en
la Galilea y en un olvidado pueblo denominado Nazaret. Y «aunque la
mujer nunca haya gozado de gran libertad en épocas anteriores, su
situación es todavía peor en tiempos de Jesucristo. El judaísmo de
entonces está más fuertemente marcado por la creciente importancia
de los sacerdotes, rabinos y doctores de la ley, con el consecuente
desprecio de las mujeres, reforzado por motivos religiosos. Se las
excluía prácticamente de la vida religiosa del pueblo. Estaban dispensadas
de varios preceptos, una vez que se las encuadraba en la despreciable
trilogía:
mujeres, esclavos y niños. No contaban para nada en la sinagoga y
en el templo, y participaban de los oficios desde un lugar separado,
sin permiso para hablar. No tenían derecho a testimoniar en los tribunales
ni a la instrucción. El rabino Eliezer Ben Hyrcano enseñaba que 'aquel
que instruía su hija en la ley era un tonto'. Tampoco contaban en
la cena pascual. Filón de Alejandría afirmaba que los esenios no se
casaban porque el nivel espiritual de las mujeres era demasiado bajo».112
Sin embargo, María, siendo mujer en esos condicionamientos sociales,
era una mujer simultáneamente religiosa y consciente de la situación
real en la que se encontraba su pueblo, como se manifestará en el
cántico del Magníficat.
Viviendo en esa situación contradictoria, se siente salvada por Dios:
«Proclama mi alma la grandeza del Señor, se alegra mi espíritu en
Dios mi Salvador, porque se ha fijado en la humillación de su esclava»
(Lc. 1, 46-48), donde la palabra «humillación» tiene una incalculable
densidad de referencias históricas y sociales.
La salvación de María, por el contexto, es evidente que está ligada
a la misión histórica que Dios le ha encomendado a María, y que tiene
su expresión en la maternidad mesiánica Pero se trata de una maternidad
que transciende el hogar, inaugurando la época escatológica de la
historia.
Más aún, con ocasión de una alabanza popular a la madre de Jesús,
él mismo transciende el tema afirmando que lo importante es escuchar
la palabra de Dios y ponerla por obra (Lc. 8, 21), independientemente
del sexo al que pertenezca, como posteriormente afirmará el mismo
Pablo en Gálatas, que es considerada como la carta magna de la fe
cristiana (Gal. 3, 28). Queda transcendida, de esta manera, la mera
sexualidad de la mujer, para descubrirla como persona con responsabilidades
y posibilidades equivalentes al varón con relación a Dios, a la sociedad
y a la historia. Así queda restituido por la fe, frente a los prejuicios
sociales y culturales, el equilibrado binomio varón-mujer del día
de la creación, cuando Dios hizo al «hombre», es decir, varón-mujer,
a su imagen y semejanza, constituidos ambos con la misma dignidad
humana.
María ha de aparecer como el símbolo que nos brinda la fe de la liberación
de la mujer, oprimida en el contexto de un pecaminoso universo machista,
restituyéndole su dignidad y su dimensión específicamente social,
tanto en la comunidad religiosa como en la profana.
María, la mujer de la historia, frente al fatalismo
Otra característica de María, desde el lugar hermenéutico en el que
América Latina se encuentra situada, es constituirse en demoledora
del fatalismo típico de las culturas cíclicas campesinas, sometidas
inevitablemente a los condicionamientos ecológicos y atmosféricos
en los que viven. El mundo campesino, sensibilizado «fatalmente» por
esta experiencia, tiende a proyectar el fatalismo cósmico sobre la
sociedad y la historia, atribuyendo las situaciones en las que se
encuentra o bien a un voluntarismo divino o bien a un poder maléfico
superior a las posibilidades del hombre.
María, la mujer de la fe y la mujer pobre de Israel, muestra, en
el cántico del Magníficat, una interpretación simultáneamente histórica
y religiosa de la situación de la sociedad en la que vive el hombre,
despertando una esperanza de liberación y rechazando toda concepción
fatalista.
La experiencia de María es la experiencia de Israel, el Israel de
Egipto, el Israel del exilio, el Israel sometido al Imperio Romano.
La causa de la situación la encuentra María en el pecado, es decir,
en la libertad corrompida y opresora de algunos hombres, a los que
gráficamente describe con la trilogía soberbios-poderosos-ricos, trilogía
de fuerte resonancia bíblica. Se trata de hombres que, olvidados de
Dios, se han constituido a sí mismos como dioses en medio del pueblo,
confiados en el poder de la violencia-homicida y del dinero, que tienen
entre sus manos, y que son los ídolos a los que adoran y en los que
tienen depositada su confianza. Dichos hombres son los que generan
y mantienen a su alrededor un pueblo de hombres humillados y hambrientos.
La tentación de los humillados y hambrientos es la desesperanza fatalista.
Pero María, desde su propia experiencia y desde la experiencia de
la historia de su pueblo, cree que el pensamiento de Dios es diferente.113
Los humillados y hambrientos, pero «humildes y pobres», saben que
frente a la libertad corrompida de los poderosos se encuentra la libertad
salvífica de Dios, de quien pueden afirmar que El es «mi Salvador».
Es una decisión salvífica de Dios que primero se concreta en el nacimiento
de la esperanza en el corazón de los pobres —esperanza que se fundamenta
en la confianza en el Señor—, y que se despliega históricamente, unas
veces con la postura decidida de Moisés —un hijo del propio pueblo
humillado—, y otras veces con el inesperado ataque realizado por Ciro
—un extranjero, extraño al pueblo—, en contra de Nabucodonosor, que
redundó en la salvación y liberación del pueblo de Dios.
María se abre con una clara conciencia de que la sociedad se construye
y se cambia históricamente por el juego de la libertad de los hombres;
son los hombres, y no otros poderes extraños, los que hacen la historia,
porque el hombre es el protagonista de la historia. Pero al mismo
tiempo, cree que la extraordinaria fortaleza y poder, con los que
se suele mostrar la libertad corrompida por el pecado, internamente
son débiles y se apoyan sobre pies de barro. La verdadera fortaleza
se encuentra en el Dios Salvador que se manifiesta al oprimido, que
es el Dios del Amor, el Dios de la Verdad, el Dios de la Justicia,
el Dios de la Misericordia. Esas son las armas que aceptadas y articuladas
en la libertad activa de los pobres, históricamente hacen caer a los
opresores y abren la posibilidad de construir una nueva sociedad constituida
y dirigida por «humildes y pobres». Es la sociedad de la María Liberadora.
La María Cristológica frente al machismo
Cuando la conciencia fatalista del mundo de los pobres se rompe y
desaparece, transformándose por la fe en una conciencia histórica
y abierta por la esperanza de la liberación, corre el riesgo, dentro
de una cultura dominada por el machismo y por el pecado —pecado de
la opresión introyectado en el oprimido—, de pretender alcanzar la
liberación por el tradicional sistema machista y con los mismos medios
en los que apoya su poder el pecado activamente opresor y generador
de todo tipo de injusticias.
La María de la Evangelización Liberadora no debe quedar de nuevo
cautiva dentro de una mariología popular en la que se hacen presentes
viejas, tradicionales y deficientes categorías históricas y culturales.
Consecuente con su propia misión, la María de la Liberación, ha de
mostrar un nuevo camino a sus hijos diciendo: «Haced lo que El os
diga» (Jn. 2, 5).
Esta palabra de María me parece de enorme importancia en nuestro
lugar hermenéutico latinoamericano.
Es una palabra que desvía la atención del «poder milagroso» de Nuestra
Madre, para centrarla en la misión trascendental e histórica que Dios
ha encomendado a la Mujer-María. La importancia y la grandeza de María
se encuentran en haber aceptado y puesto por obra la misión recibida
por Dios, misión que trasciende al hogar y se pone al servicio de
la historia de la salvación. En esta palabra vuelve a aparecer implícitamente
que la validez en la historia no consiste en ser varón o mujer, sino
en ser capaz de asumir la misión dada por Dios.
Al mismo tiempo, es una palabra que saca al hombre del mero pasivismo
esperanzado en el milagro, forzándolo a que asuma su propia misión
y responsabilidad, consciente de que Dios lo ha hecho protagonista
de la historia.
Pero lo más importante de todo es advertir que la misión de María
es centrar la atención de todos sus hijos en Cristo: «Haced lo que
El os diga». Se trata de una mariología evangelizadoramente cristológica,
tan necesaria en América Latina. La misión de María, desde su dimensión
humana, es similar a la del Padre-Dios, ya que «tanto amó Dios (Padre)
al mundo que dio a su Hijo único, para que tenga vida eterna y no
perezca ninguno de los que creen en El. Porque Dios no mandó su Hijo
al mundo para juzgar al mundo, sino para que el mundo por El se salve»
(Jn. 3, 16-18).
La clave de María Liberadora está en mostrar a Cristo como el Hombre
Nuevo para la construcción de un Mundo Nuevo, como el Modelo, como
el Camino, como el único Salvador y Liberador, al que hay que oír,
por encima de cualquier otra voz, para conseguir que en un mundo que
se ha quedado sin vino —símbolo de la sangre y, consiguientemente,
de la vida, y desde la fe, de la Vida de Dios—, pueda volver a tener
la alegría y ci vino, porque «el vino alegra el corazón del hombre»
(Ps. 103, 15).
La orientación cristológica de la mariología liberadora propone al
Varón-Jesús como nuevo modelo y punto de arranque de la verdadera
liberación, Varón que críticamente pretende liberar a la cultura latinoamericana
del opresor machismo, inaugurando un modo nuevo de liberación y un
nuevo estilo de liberadores: «Haced lo que El os diga».
El antimachismo de Cristo tiene dos aspectos bien marcados. El primero
está relacionado con su concepción de la mujer, y con el modo de relacionarse
con ella y de incorporarla activa y plenamente a su misión. Como ha
escrito Vila Moreira, «en el contexto ideológico de su época, Cristo
puede ser considerado un 'feminista', no por haber predicado explícitamente
la liberación de la mujer, sino sobre todo por haber roto con tabúes
vigentes, por haber sostenido la igualdad entre los dos sexos y haber
tratado a la mujer como persona, a pesar de los condicionamientos
sociales y religiosos» 114
El segundo aspecto del antimachismo de Cristo es mucho más radical
y afecta intrínsecamente al proceso mismo de la liberación. En efecto,
como ya indicamos anteriormente, el machismo se origina en un universo
cultural dualista y maniqueo. Es en el sector de la sociedad dominado
por el mal donde se produce el «valor» macho, como única posibilidad
de enfrentar dicha realidad, asumiendo también, como únicos constitutivos
del «valor-macho», la fuerza violenta y la sagacidad-mentirosa.
Frente a esta realidad, Jesús aparece como un varón distinto y nuevo
en su misión salvífica y liberadora. En primer lugar, se despoja conscientemente
del «machete», el clásico adorno del macho. Así le dice a Pilato:
«Si mi reino fuese de este mundo —es decir, de esta cultura violenta
y pecaminosa—, mis soldados habrían luchado para que no cayese en
manos de los judíos» (Jn. 18, 36). Y no tiene soldados, es decir,
violencia y poder del homicidio, por convencimiento, como se lo expresa
a Pedro cuando le ordena guardar su machete: «Vuelve el machete a
su sitio, que el que a hierro mata, a hierro muere. ¿Piensas que no
puedo acudir a mi Padre? El pondría a mi lado ahora mismo más de doce
legiones de ángeles» (Mt. 26, 52-53). Y no se trataba de frases simbólicas,
ya que históricamente había renunciado a un caudillaje armado cuando
las masas entusiasmadas quisieron proclamarlo como su rey (Jn. 6,
15).
Aunque recomienda la prudencia (Mt. 10, 17), sin embargo, de ninguna
manera y en ninguna circunstancia admite la mentira o el engaño, porque
El es «la Verdad» (Jn. 14, 6), y tiene por misión «ser testigo de
la verdad, para eso nací y vine al mundo» (Jn. 18, 37). Y no tiene
miedo a decir y a exigir: «Lo que os digo de noche, decidlo en pleno
día, y lo que escucháis al oído, pregonadlo desde la azotea» (Mt.
10, 27).
La confianza soteriológica de Jesús está depositada en la fuerza
de la verdad, de la justicia y del profundo y trascendente humanismo
de la misión que el Padre le ha encomendado para la salvación del
mundo. Por eso es el hombre libre, plenamente libre para realizar
su misión: libre frente a los tabúes, los prejuicios e incluso frente
a las leyes deshumanizadas de la época; libre para denunciar los abusos,
la hipocresía y la corrupción; libre, desde su profunda comunión con
Dios, para creer prácticamente en el valor y en la fuerza del hombre
cuando se hace profundamente humano; libre para afirmar que nunca
se tiene tanto poder como cuando se ama al enemigo (Mt. 5, 43-48),
incluso con gestos bien determinados (Mt. 5, 38-42), pero denunciando
simultáneamente su opresión y actuando al margen de sus leyes injustas
cuando éstas quieren imponer en su conducta una deshumanización; libre
para congregar a otros hombres que quieran participar de su misma
misión y de su mismo estilo de vida.
Cierto que Jesús plantea una lucha por la liberación integral del
mundo. Pero su originalidad está en que, para conseguir este objetivo,
fiado en la fe en Dios y en el hombre —imagen y semejanza de Dios—,
rechaza la lucha del hombre-macho contra el hombre-macho, para transformarla
en el enfrentamiento entre el hombre-humano y el hombre-macho, sabiendo
que el sólo plantear la lucha en estos términos ya es la primera victoria
y la victoria —«Tened confianza, porque yo he vencido al mundo»
(Jn. 16, 33)—, teniendo la esperanza, con la acertada expresión de
Mesters, de que al final el opresor será destruido, y lo que quedará
de él será el hermano, el compañero, el amigo.115
Esta evangelización de Jesús para conseguir un proceso de «liberación
humana», frente a un mundo de opresión deshumanizada y machista, es
escandalosa para un universo machista, al ver que en un hogar en el
que no se tiene vino y hace falta el vino, se propone como solución
llenar los recipientes con agua. En un universo machista la solución
y el camino del «agua», parece una solución de locos, de inconscientes,
incluso suicida. En efecto, es el suicidio o la anulación del machismo.
Pero María, la Madre, dice con absoluta confianza: «Haced lo que El
os diga», segura de que se producirá el milagro ante los incrédulos
ojos de los hombres compenetrados con el machismo. No podemos olvidar
que «en Caná de Galilea comenzó Jesús sus señales, manifestó su gloria,
y sus discípulos creyeron más en El» (Jn. 2, 11).
El machismo, cuando se enfrenta ante la problemática de la vida,
no obstante su confianza en la fuerza bruta y en la mentira, sobre
todo en situaciones límites, suele desarrollarse dentro de la dialéctica
del fatalismo y del mesianismo. La María Liberadora se enfrenta también
con esta dialéctica mítica y ahistórica, enseñando la marcha de la
historia de salvación y de liberación como un proceso, simultáneamente
doloroso y de maduración. Así se muestra en el desarrollo teológico
del Evangelio de San Juan. Entre el acontecimiento, «primer signo»,
de Caná de Galilea y la presencia del Resucitado ante María Magdalena,
aparece el cuadro de la Madre junto a la cruz de Jesús (Jn. 19, 25).
Ante el mismo hecho hay dos claves diferentes de interpretación.
En la clave del machismo se trata del hombre vergonzosamente derrotado,
e ingenuamente vencido, porque no ha sabido plantear la lucha en el
mismo terreno y con las mismas armas del enemigo. Para el machismo,
la muerte de Cristo será un dato de que con su método no se puede
luchar en «este mundo», y como símbolo se reduciría a ser signo de
esperanza celestial y de perdón de los pecados para los que tienen
que padecer la derrota, después de haber estado compenetrados con
el estilo de vida de los que habitan en el mundo de los machos.
Desde la clave de María, la significación del hecho es totalmente
distinta. Para ella, lo mismo que para el evangelista Juan, toma toda
verdad y plenitud la leyenda escrita sobre el «ajusticiado»: «Jesús
Nazareno, el Rey de los Judíos» (Jn. 19, 19). La fuerza bruta y las
mentirosas intrigas políticas pueden asesinar a un hombre, con la
cobertura incluso de haberlo «ajusticiado». Pero no pueden matar la
fuerza de la verdad, de la justicia y del amor de un hombre que sólo
quiso luchar con esos instrumentos, sin posibilidades de ser confundido
con una bestia. Por eso, a la luz de María, el derrotado aparece como
un Mártir que prueba al mundo «que hay culpa, inocencia y sentencia:
primero, culpa porque no creen en mí; luego, inocencia, y la prueba
es que me voy con el Padre (...); por último, sentencia, porque el
jefe del orden presente ha salido condenado» (Jn. 16, 8-11). Más aún
el proceso de salvación y de liberación iniciado por Jesús no ha terminado
como un fracaso con la muerte de Jesús. El hecho lo ha comprobado
María en la misma cima del Calvario junto al cadalso del asesinado.
Nace una nueva generación de Cristos, cuando Jesús antes de morir
le dice a su Madre señalando a Juan: «Mujer, ése es tu hijo» (Jn.
19, 26). Al mismo tiempo comienza a resquebrajarse el sólido mundo
de la fuerza y de las traiciones: El capitán del pelotón de ejecución
confiesa que «realmente, este hombre era inocente» (Le. 23, 47); el
traidor reconoce que «he pecado, entregando a la muerte un inocente»
(Mt. 27, 4); el juez acomodaticio repetirá incansablemente que no
encuentra ningún cargo contra El (Jn. 18, 39/19, 4-6); el malhechor
de oficio encuentra una nueva posibilidad de vivir: «Acuérdate de
mí cuando estés en tu reino» (Le. 23, 42); e incluso los irreconciliables
enemigos tienen que reconocer cuál es el ídolo al que adoran, siendo
conscientes que es también el origen de su propia opresión: «No tenemos
más rey que al César» (Jn. 19, 15), y después de haberlo visto muerto,
todavía tienen miedo a la fuerza de la verdad del muerto, por lo que
intentan vencerla inútilmente con las únicas armas que saben manejar,
un piquete de soldados ante el sepulcro (Mt. 27, 65-66), dinero y
mentiras (Mt. 28, 11-15). La Resurrección y el movimiento de salvación
y de liberación, que purifican al hombre de pecado desde lo más profundo
de su ser, se han iniciado en el mismo Calvario, y Jesús, con realismo
histórico, le dice a sus seguidores: «En el mundo tendréis apreturas.
Pero, ánimo, que yo he vencido al mundo» (Jn. 16, 33). Jesús ha descubierto
que el mundo pecador y machista puede matar, puede asesinar, pero
no puede derrotar a los «hijos de Dios». Aquí radica la alegría del
cristiano cuando confiesa que Cristo ha resucitado, y si Cristo ha
resucitado, también nosotros resucitaremos (1 Cor. 15, 12-34), si
cumplimos la palabra de María:. «Haced lo que El os diga».
Liberación y Maternidad Universal
El nuevo lugar hermenéutico latinoamericano —el binomio vivencial
opresión-liberación— desde el que, vivida la fe, da origen a la mariología
de la liberación, dentro de sus profundas posibilidades para una mejor
comprensión del Dios que nos salva, sin embargo corre fácilmente por
tres riesgos que, a mi juicio, han de ser salvados por la misma María
de la Liberación, en la medida que despliegue el sentido de su misión
y vocación histórica y trascendente: la realización de su Maternidad
Universal y trascendente.
No podemos olvidar que la liberación «designa, en primer lugar, una
preocupación privilegiada, generadora, de compromiso por la justicia,
proyectada sobre los pobres y las víctimas de la opresión».116
Más exactamente, liberación es el grito, el movimiento y la esperanza
de los mismos pobres y oprimidos que pretenden ser respetados en su
dignidad humana y que aspiran a la justicia dentro de la sociedad.
Por ese motivo, el objetivo visible e inmediato de la liberación es
la construcción de una sociedad justa en la que, desapareciendo las
estructuras generadoras de injusticia, surjan estructuras nuevas promotoras
de justicia y orientadas a respetar activamente la dignidad humana
de toda la sociedad.
En un reciente documento de la Iglesia se nos afirmará que esta aspiración
de liberación «que se expresa con fuerza, sobre todo en los pueblos
que conocen el peso de la miseria y en el seno de los estratos desheredados»
es uno de los principales signos de los tiempos; «traduce la percepción
auténtica, aunque oscura, de la dignidad del hombre, creado a la imagen
y semejanza de Dios, ultrajada y despreciada por múltiples opresiones
culturales, políticas, raciales, sociales y económicas, que a menudo
se acumulan»; y nace del mismo Evangelio al descubrir a los hombres
su dignidad de hijos de Dios, y al sembrar la exigencia y la voluntad
positiva de una vida fraterna, justa y pacífica, en la que cada uno
encontrará el respeto y las condiciones de su desarrollo espiritual
y material. Más aún, se nos dirá en dicho documento, que la levadura
evangélica es uno de los factores que han contribuido al despertar
de la conciencia de los oprimidos, y a promover que el hombre no quiera
ya sufrir pasivamente el aplastamiento de la miseria ni la violación
intolerable de su dignidad natural.117
Este es el lugar hermenéutico del pueblo para una comprensión nueva
y original de su fe en Cristo Salvador y en la Virgen su Madre. Es
un lugar trágicamente humano, noble, cargado de urgencias, promovido
no sólo por el dolor, sino también por la levadura evangélica y. que
se presenta con las características de uno de los principales signos
de los tiempos. Esto da un conjunto de garantías para una nueva lectura
de María como Madre Liberadora.
Pero como toda realidad humana y, mucho más, cuando dicha realidad
adquiere las características de tragedia, corre, entre otros, tres
riesgos desde el punto de vista de la fe.
El primero, es una valoración restrictiva y «neocatarista» con relación
a los que se denominan los plenamente comprometidos con el proceso
de liberación, marginando a los débiles y a los inútiles para la dinámica
activa del proceso. Segundo riesgo, es el de concentrar de tal manera
la atención en el cambio de la sociedad que se olvide e incluso se
desespere del posible cambio de las personas. Y el tercero, es bloquearse
obsesivamente en la problemática social y cultural olvidando o desvalorando
la dimensión trascendente del hombre y de la historia. La caída en
estos riesgos deformaría el sentido mismo de la liberación y lentamente
la transformaría en otro tipo de opresión.
Estos riesgos pueden ser evitados por nuestro pueblo en la medida
que descubra en María Liberadora, compartiendo su proyecto, la universalidad
de su Maternidad. Una Maternidad Universal vivida dolorosamente en
pleno conflicto, cuan-do sus hijos se enfrentan como oprimidos y opresores.
Y una Maternidad Universal, feliz y en plenitud al término del proceso,
pudiendo afirmar lo mismo que Jesús: «que ninguno se perdió, excepto
el que tenía que perderse para que se cumpliera la Escritura» (Jn.
17, 12).
El primer riesgo apuntado es el del «neocatarismo» de los comprometidos,
que puede degenerar en dictadura, en olvido, desprecio e incluso rechazo
de los pobres ',' oprimidos «no concientizados».
En este aspecto me ha impresionado una anécdota contada por Mesters.
El hecho ocurrió en Ceará en 1979. «Estábamos en un encuentro bíblico
para agricultores. Al final del tercer día, ellos organizaron una
reunión para debatir el problema del sufrimiento. Uno de ellos dijo
así: 'Yo acepto cargar la cruz, pero sólo aquella que trae la liberación
para el pueblo'. Doña Dalva respondió: 'Señor Raimundo, estoy de acuerdo.
Pero, ¿cuál es la cruz que me trae la liberación para el pueblo? En
la casa tengo un niño. Tuvo parálisis. Ahora está hecho un bobo. No
camina ni habla. ¡Yo soy la que le cuido todo el tiempo! ¿Qué hago
con este sufrimiento? ¿Trae liberación para el pueblo? ¿Hay lugar
para mí en su comunidad? Y para mi niño, ¿hay lugar?' Raimundo no
supo responder. (...) Dalva arrojó su sufrimiento en la cara de Raimundo
y derrumbó las ideas que tan bien arregladas él tenía en su cabeza».118
La pregunta de Doña Dalva, la madre de un niño bobo, es de un dramatismo
y de una profundidad que nos fuerza a una reflexión más a fondo de
la comprensión de la realidad. En efecto, el peligro de los «comprometidos»
es creer que los importantes son ellos, cuando lo verdaderamente importante,
lo radicalmente importante es el sufrimiento del pueblo oprimido,
como aparece con claridad en el libro del Éxodo: «He visto la aflicción
de mi pueblo en Egipto y he oído los clamores que le arrancara su
opresión, y conozco sus angustias. Y he bajado para librarle de las
manos de los egipcios (...). El clamor de los hijos de Israel ha llegado
hasta mí, y he visto la opresión que sobre ellos hacen pesar los egipcios.
Ve, pues; yo te envío al Faraón para que saques a mi pueblo, a los
hijos de Israel, de Egipto» (Ex. 3, 7-10). No son primariamente los
comprometidos, en cuanto comprometidos, el pueblo de Dios, sino el
pueblo sufriente y oprimido. Por eso Doña Dalva y su hijo bobo son
miembros de la comunidad que delante de Dios dama por su liberación.
El comprometido, como Moisés, tiene importancia en la medida en la
que, habiendo escuchado la palabra de Dios, pone su vida al servicio
de los oprimidos. No son los oprimidos los que tienen que pertenecer
a la comunidad del comprometido, sino el comprometido el que tiene
que integrarse a la comunidad de los oprimidos.
Es más, la función que ha de realizar tiene que desarrollarla sin
manipular a los oprimidos —transformándolos en propaganda de su proyecto—;
con un ejercicio continuo de la misericordia en sus necesidades cotidianas
e inmediatas; sin imponerles con su liderazgo una nueva opresión,
un nuevo despotismo sobre el que ya están padeciendo todos los días.
La función del comprometido es abrir al pueblo a una nueva esperanza,
sin transformarlo deshumanizadamente en pieza útil para «su» proyecto.
«Los fuertes» sienten esta misma tentación frente a los «no concientizados»,
frente a los débiles, frente a los cobardes como Pedro. No quieren
aceptar los efectos de la opresión en los oprimidos, que muchas veces
se concreta en debilidad y en cobardía.
Sin embargo, la María Liberadora ha de aparecer ante todo como la
Madre de los Oprimidos, como claramente lo muestra en el Calvario,
y en el Cenáculo en la espera de Pentecostés (Act. 1, 12-14), sin
oponer resistencias a que Pedro, el cobarde en la noche de la Pasión,
tome el liderazgo de las propuestas. La Madre Liberadora nunca rompe
la unidad entre los oprimidos, como tienden a hacerlo ciertas actitudes
de comprometidos en nombre de una limitada «solidaridad», sino que
la refuerza. Y la refuerza valorando a todo oprimido, sea cual sea
su situación y su capacidad, y desarrollando simultáneamente con sus
hijos oprimidos la misión histórica de la liberación y la de la misericordia
en sus necesidades cotidianas. María enseña a conjugar simultáneamente
la asistencia misericordiosa y la promoción liberadora, sin encontrar
conflicto entre ambas vertientes. Por eso Ella es la gran evangelizadora
y pedagoga de los «comprometidos» en la difícil y arriesgada misión
que tienen que cumplir a ejemplo de Jesucristo.
El segundo riesgo del lugar hermenéutico es el de concentrar de tal
manera la atención en la transformación de la sociedad que el movimiento
de liberación se olvide e incluso, de alguna manera, desespere maniqueamente
de la conversión de los opresores.
En la piedad mariana y popular latinoamericana, el desarrollo de
la dimensión en María como Liberadora no puede oscurecer su cualidad
de «refugio de los pecadores», que era la única esperanza dentro de
una cultura machista, como anteriormente expusimos. El horizonte de
la liberación establecido por María, sin disminuir la importancia
de la transformación social, no queda bloqueado en esta transformación
sino que cristianamente se prolonga hasta la conversión de los responsables
y herodianos de dicha sociedad opresora.
Esta ampliación del horizonte puede parecer distractiva y utópica,
apoyándose en las palabras del mismo Jesús: «¡Con qué dificultad entran
los que tienen mucho en el Reino de Dios! Porque es más fácil que
entre un camello por el ojo de una aguja a que entre un rico en el
Reino de Dios» (Lc. 18, 24-25). Aunque inmediatamente añade: «Lo que
el hombre no puede, lo puede Dios» (Lc. 18, 27).
María es testigo de un acontecimiento preclaro en la primitiva Iglesia:
el perseguidor Saulo, que estuvo de acuerdo con el apedreamiento de
Esteban, y que buscaba recursos para encarcelar a los cristianos,
se transformó en Pablo, el punto de arranque para la difícil incorporación
a Cristo del mundo de los gentiles. Ella era Madre de Saulo y de Pablo.
Pero para que esto sea posible es necesario convertir también de
su desesperanza al temeroso y «experimentado» Ananías, y darle valor
para que, arriesgando su vida, salga de su encierro, entre con audacia
en la casa de Saulo y sea capaz de decirle: «Hermano Saulo, el Señor
me ha enviado, Jesús, el que se apareció cuando venías por el camino,
para que recobres la vista y te llenes de Espíritu Santo» (Act. 9.
17). Sólo desde esta perspectiva el proceso de liberación mantiene
y potencia la fuerza de la lucha por la justicia, sin dejarse corromper
por la tentación del odio y de la condenación desesperanzada del opresor.
Es más, es entonces cuando la justicia alcanza su más profundo significado
y vigor bíblicos, porque la justicia evangélica de Dios es causativa,
es la que logra transformar y convertir a los injustos en justos.
Es de esta manera como los liberadores pueden quedar liberados de
la tentación del hermano de la parábola; «Mira: a mí, en tantos años
como te sirvo sin desobedecer nunca una orden tuya, jamás me has dado
un cabrito para comérmelo con mis amigos; y cuando ha venido ese hijo
tuyo que se ha comido tus bienes con malas mujeres, matas para él
el ternero cebado» (Lc. 15, 29). Los liberadores han de llenarse de
los mismos sentimientos del Padre, de la Madre María: «Porque este
hermano tuyo se había muerto y ha vuelto a vivir, se había
perdido y se le ha encontrado» (Lc. 15, 32). Es otra manera de expresar
la actitud de gran Liberador, Cristo: «Padre, perdónalos porque no
saben lo que hacen» (Lc. 23, 28-46).
El tercer riesgo del lugar hermenéutico es la caída en la mera inmanencia,
olvidando en las graves preocupaciones de cada día, la dimensión trascendente
de la historia y del hombre.
También la María Liberadora se ha de enfrentar liberadoramente frente
a este riesgo del lugar hermenéutico, dado que Ella es también la
«Llena de Gracia», «Nuestra Señora de los Dolores» y la «Madre del
Cielo».
Como la «Llena de Gracia» pretende liberar al oprimido en su esfuerzo
de liberación del pelagianismo machista. Ella lo canta explícitamente:
«Pues mirad, desde ahora me felicitarán todas las generaciones porque
el Poderoso ha hecho tanto por mí; El es santo y su misericordia llega
a sus fieles de generación en generación» (Lc. 1, 48-50). La energía
de la maternidad liberadora de María no es obra de hombres es el milagro
de la misericordia de Dios, es la presencia del mismo Dios Salvador
en las entrañas de María. Porque Dios es Salvación y Liberación, la
potencial maternidad de María se ha transformado en maternidad real
y salvadora para toda la humanidad, dado que ella no era más que «la
esclava humillada (Lc. 1, 48). Es la lección de María: el nacimiento
de la aspiración a una liberación integral en el hombre oprimido,
no nace sólo de su ser de hombre ni de su ser o no-ser de oprimido;
es también gracia de Dios y presencia de Dios despertando nueva vida
en un seno estéril despreciado por los poderosos y, a veces, por los
propios oprimidos. Más aún, los oscuros latidos de una liberación,
que se sienten en ese agonizante seno de mundo oprimido, se siguen
produciendo porque en el no-ser del oprimido están presentes la imagen
y la semejanza de Dios, y no hay opresión que pueda hacer desaparecer
del hombre más humillado y aplastado esa «imagen y semejanza» con
la que Dios lo ha sellado, y que se abre en lo que Medellín y Puebla
han expresado como el clamor de los pobres.
La María Liberadora no puede renunciar en América Latina a su título
de «Nuestra Señora de los Dolores». Con este título la María Liberadora
salva otra dimensión de la trascendencia, especialmente para los que,
comprometidos en el proceso de la liberación, tienen que pasar su
vida por circunstancias similares a las de Jesús y María. María en
el Calvario, lo mismo que Jesús, es oprimida pero Señora. El Señorío,
la Libertad Suprema tienen que ser reconocidos por los hombres, pero
ni los dan los hombres, ni son capaces de quitarlos, aunque puedan
aplastarlos. Sólo el hombre puede hacerse esclavo a sí mismo. Nadie
puede quitarle a un hombre su capacidad de amar y de perdonar al que
lo aplasta, su capacidad de mantenerse fiel a su fe, a su misión y
a su compromiso. Es la experiencia de la Liberadora en el Calvario.
Cuando los hombres son capaces de vivir su vida de esta manera en
medio de la opresión, aparecen de tal manera identificados con Jesús,
que de ellos también puede decirse que vivieron «para liberar a todos
los que por miedo a la muerte pasaban la vida entera como esclavos»
(Hbr. 2, 15). La degradación de la tortura puede ser transcendida
y vencida por el Señorío del Martirio.
Pero, sobre todo, la María de la Liberación es y siempre será para
la fe del pueblo latinoamericano la «Madre del Cielo». Es decir, María
es también la realidad personal trashistórica, pero viva, que está
en el Cristo Glorioso intercediendo por nosotros. Es la realidad de
una maternidad universal que espera reunir a todos sus hijos en la
morada de Dios, cuando «Dios en persona estará con ellos y será su
Dios. El enjugará las lágrimas de sus ojos, ya no habrá muerte ni
luto, ni llanto ni dolor, pues lo de antes ha pasado» (Ap. 21, 3-4).
Este es el horizonte definitivo y último, irrenunciable para el creyente.
Esta dimensión trascendente y gloriosa de la Maternidad Universal
de María es la que libera a la historia, tanto global como personal,
de su intrínseca debilidad agónica condenada a la muerte —sea que
dicho hecho se aceptara con desesperación o con estoicismo—, vigorizándola
desde dentro con una profunda fuerza sacramental que la abre a la
trascendencia definitiva de Cristo en Dios. Es la que permite al creyente
y al grupo humano que se ha esforzado por el mejoramiento de la historia,
pero que, no obstante dicho esfuerzo de liberación, siempre tiene
que abandonarla imperfecta, inacabada y amenazada de nueva destrucción,
poder decir con confianza: «Padre, en tus manos encomiendo mi espíritu»
(Lc. 23, 46) y «Protege Tú mismo a los que me has confiado» (Jn. 17,
11). Y es esta fe y este horizonte los que dan el coraje, desde la
caridad, de luchar con el enemigo opresor para convertirlo en el hermano
y amigo, en el hijo de Dios, con el que se espera vivir en comunión
de resurrección, cuando desaparezcan definitivamente las tinieblas
de nuestra historia. Ella es la que permite continuar siempre en el
esfuerzo y en la lucha sin entreguismos ni derrotismos, a ejemplo
de Jesucristo.
La superación de estos tres riesgos del lugar hermenéutico, que posibilita
la María de la Liberación establece el sentido profundo y cristiano
de la liberación. No se trata sólo de un proceso puramente mecánico
en el que se desechan viejas piezas para cambiarlas por otras, y en
el que se reajustan mecanismos de un reloj que se ha vuelto loco.
Es un proceso humano, movido por Dios, generativo y vital, en el que
se busca que la globalidad de la sociedad —tanto desde el punto de
vista estructural, como cultural— marcada por la orientación homicida
del pecado (1 Jn. 3, 7-12) se purifique y transforme en una sociedad
fiel al Espíritu de Dios que es vivo y vivificante (1 Cor. 15, 45).
Es un proceso de «conversión» de todos los hombres oprimidos y opresores
—«porque ninguno es inocente, ni uno solo» (Rom. 3, 10), y «si afirmamos
no tener pecado, nosotros mismos nos extraviamos y, además, no llevamos
dentro la verdad» (1 Jn. 1, 8)—, pero que ha de realizarse mediante
parto doloroso. porque cuando «una mujer va a dar a luz siente angustia
porque ha llegado su hora; pero, en cuanto da a luz al niño, ni se
acuerda del apuro, por la alegría de que un hombre haya venido al
mundo» (Jn. 16, 21). El doloroso parto de María, la mujer oprimida
junto a la Cruz, dio a luz un Cristo resucitado y una Iglesia en marcha,
en la que, como un símbolo del mundo nuevo, surgía la primera comunidad
cristiana descrita, no obstante sus defectos, con entusiasmo en las
Actas de los Apóstoles (Act. 4, 42-47). Es el primer capítulo de la
historia de la liberación cristiana, que se constituye en norma de
referencia obligada para cualquier otra situación.
Conclusiones
Llego al final de mi trabajo, en el que me proponía como objetivo
una primera aproximación a la mariología popular subyacente bajo el
catolicismo popular de nuestro pueblo latinoamericano, con el deseo
de poder someter dicha mariología a una crítica estrictamente teológica,
que pueda ayudar al nuevo proceso de evangelización y liberación del
continente ante el V Centenario del nacimiento de América Latina.
Brevemente expongo las conclusiones a las que he llegado a través
de mi estudio.
1. Subyacente al catolicismo popular de nuestro pueblo latinoamericano
hay que afirmar la existencia de una auténtica teología popular.
2. El fenómeno es común a toda «religiosidad popular», y en nuestro
caso se confirma después de haber seguido el método propuesto para
proceder a su investigación y determinación.
3. En la historia de la mariología popular latinoamericana se pueden
distinguir tres etapas diferentes: La Mariología de la Conquistadora
que llega con los barcos de los españoles; La Mariología de «Nuestra
Madre de los Oprimidos», que providencialmente se inaugura en Guadalupe;
la Mariología de «Nuestra Madre de la Liberación», que comienza a
perfilarse durante estos años.
Entre la Mariología de «Nuestra Madre de los Oprimidos» y la de «Nuestra
Madre de la Liberación», puede considerarse un capítulo importante
y que iniciaría una transición, la de «Nuestra Madre Libertadora»,
característica de los años de la independencia política del continente
y del nacimiento de las nacionalidades.
4. En todas estas mariologías aparece como una constante la fe en
la María de la revelación, aunque expresada en mariologías más o menos
deficientes, según los casos.
5. La Mariología de la Conquistadora, de fuertes resonancias para
los propios conquistadores, sin embargo es una mariología agresiva
para el mundo amerindio, negativa para iniciar un proceso de evangelización.
6. Sorprendentemente, con el acontecimiento de Guadalupe, la Mariología
de la Conquistadora queda superada, originándose una nueva mariología
popular, principalmente a nivel del mundo amerindio, que progresivamente
va a totalizar a América Latina, y que podemos titular como la Mariología
de Nuestra Madre de los Oprimidos.
A partir del acontecimiento de Guadalupe se abre en constelación
una serie de fenómenos similares, aunque muy diferentes en sus formas
de presentarse, como es el caso de Copacabana y el de Caacupé.
7. El núcleo de comprensión y sistematización de esta teología popular
creo que hay que situarlo en el binomio profundamente afectivo «Nuestra
Madre-Hijos», en el interior de un triángulo cultural determinado
por la trilogía «opresión-machismo-experiencia campesina (con marcado
sello fatalista)».
Dichos condicionamientos culturales e históricos, en los que se elabora
esta mariología, facilitan la incorporación completa de María, y culturalmente
tienden a rechazar una «mariolatría» en sentido estricto.
Pero simultáneamente tienden a reducir la funcionalidad de María
a «Refugio de los Pecadores» y «Consuelo de los Afligidos», sin lograr
romper la antivaloración de la mujer, el machismo y el fatalismo subyacente
en la cultura. Más aún, se trata de una mariología que se presta a
ser manipulada por diferentes sectores.
8. Dentro de dicha estructura mariológica, forzada por acontecimientos
históricos, surge la María Libertadora, sobre cuya fe se fundan las
nuevas nacionalidades, pero manteniendo a María cautiva en el interior
de las limitaciones de la tradicional mariología popular.
9. La nueva situación del pueblo y del continente, determinada por
la tensión opresión-liberación, se constituye en lugar hermenéutico
para una comprensión más profunda de la María revelada por la fe,
abriendo las posibilidades de la Mariología de la Liberación.
10. Dicho lugar hermenéutico, por no ser ahistórico, está sujeto
a tres riesgos fundamentales que condicionarían de no ser atendidos,
a la María de la Liberación a un nuevo cautiverio mariológico. Pero
felizmente nos encontramos muy a los comienzos del fenómeno, de tal
manera que la María Liberadora que nace de dicho lugar hermenéutico
puede fácilmente iluminar liberadoramente los mismos riesgos inherentes
a este lugar.
11. La teología de la María Liberadora no sólo se proyecta en la
dinámica de la transformación de unas estructuras, sino, al mismo
tiempo, a la liberación de las deficiencias de la cultura popular
tradicional, promoviendo desde la fe un proceso de conversión total.
12. La Mariología de la Liberación ayuda a profundizar en la misma
realidad de la liberación, recuperando desde la fe la profundidad
y la trascendencia del término y del fenómeno perteneciente a la Historia
de la Salvación.
13. La Mariología de la Liberación, con todas sus posibilidades y
virtualidades, no se elabora con una discontinuidad con el pasado,
sino asumiendo los datos tradicionales de la teología popular en una
nueva perspectiva, pero siempre quedando centralizada la novedad del
sistema sobre el núcleo «Nuestra Madre».
Quiero terminar estas conclusiones afirmando mi convencimiento de
que la nueva mariología popular latinoamericana tiende a desarrollarse
en su originalidad, autoctonía y audacia asumiendo en el nuevo contexto
la primitiva mariología de la Virgen de Guadalupe. Es una mariología
que se abre enérgicamente hacia el futuro, apoyada siempre sobre sus
más legítimas raíces. Para los pobres y los oprimidos, para todas
las naciones y para el continente, siguen resonando las palabras de
la Guadalupana: «Deseo vivamente que se me erija aquí una casa, para
en ella mostrar y dar todo mi amor, compasión, auxilio y defensa,
pues yo soy vuestra piadosa madre, a ti, a todos vosotros juntos,
los moradores de esta tierra y a los demás amadores míos que me invoquen
y en mí confíen; oír allí sus lamentos, y remediar todas sus miserias,
penas y dolores». Y cuando el pueblo se angustia y duda, vuelve a
decirle la Virgen: «Oye y ten entendido, hijo mío el más pequeño,
que es nada lo que te asusta y aflige; no se turbe tu corazón; no
temas esa enfermedad, ni otra alguna enfermedad y angustia ¿No estoy
yo aquí que soy tu Madre? ¿No estás bajo mi sombra? ¿No soy tu salud?
¿No estás por ventura en mi regazo? ¿Qué más has menester?».
Presencia Teológica, Sal Terrae, Santander
1988
1.__ VARGAS UGARTE, Rubén, Historia del culto
de María en Ibero América y de sus imágenes y santuarios más celebrados,
T. 1. Madrid 1956, p. XX. En el mismo autor es interesante ver la
abundante toponimia mariana existente en América Latina, pp. 81 ss.
¶
2.__PUEBLA n. 446. En adelante citaré a Puebla con
la sigla P. ¶
3.__AAS LXXI, p. 228. ¶
4.__ P. n. 1147. ¶
5,__ P. nn. 447 y 444. ¶
6 .__P. nn. 89 y 88. ¶
7 .__P. n. 303. ¶
8 .__Normalmente el término «Teología» se reserva
para la denorninada Teología Científica. Creo que, sin embargo, es
legítimo aplicarlo también a lo que otros denominarían como «cultura
teológica popular», teniendo en cuenta que la cultura, incluso popular,
es por su misma naturaleza también sistemática, significativa y fundada,
aunque lo sea de una forma precientífica, espontánea e irrefleja.
por lo que no se le puede denominar científica. ¶
9.__ ORONZO, Giordano, Religiosidad popular en
la Alta Edad Media, Madrid 1983; CARO BAROJA, Julio, Las /ormas
complejas de la vida religiosa. Religión, sociedad y carácter en la
España de los siglos XVI y XVII, Madrid 1978.
10.__ KLOPPENBURG, Boaventura, «Los-afro-brasileños
y la umbanda», y ALMEIDA CINTRA, Raimundo, «Cultos afro-brasileños».
en AA. VV., Los grupos Afroamcricanos. Aproxiniaciones y
pastoral. Bogota 1980, pp. 178-212. Véase también SUSNIK, Branislava.
El rol de los indígenas en la formación y en la vivencia del Paraguay.
Asunción 1982, pp. 181-196.
11.__ GARCILASO, Comentarios Reales, 2.°
P., L. I. Cap. XXV, citado por VARGAS UGARTE, O. c., pp. 55-56. ¶
12.__ RUIZ DE MONTOYA, Antonio, Conquista espiritual
hecha por los religiosos de la Compañía de Jesús en las Provincias
de Paraguay, Uruguay y Tape, Bilbao 1892, p. 110. ¶
13.__ NIMUENDAJU-UNKEL, Curt, Los mitos de la
creación y de destrucción del mundo como fundamentos de la religión
de Los apa pokuva-guarani, Lima 1978. pp. 155 y 179. ¶
14.__ MONTECINO AGUIRRE, Sonia, «Mulher mapuche
e cristianismo: Re1aboraçao religiosa e resisténcia étnica», en AA.
VV.. A mulher pobre na história da Igreja latinoamericana,
Sao Paulo 1984, pp. 186-199. Se trata de un estudio muy sugerente
dentro de la línea apuntada. ¶
15.__ VARGAS UGARTE, O. c., p. 10. ¶
16.__ BERNAL DIAZ DEL CASTILLO, Historia de
los sucesos de la Conquista de la Nueva España, Cp. XXIV, citado
por VARGAS UGARTE, Oc., pp. 11-12. ¶
17.__ VARGAS UGARTE, O. e., pp. 43 y 15. ¶
18.__ RUIZ DE MONTOYA, Antonio, Conquista espiritual
hecha por los religiosos de la Compañía de Jesús en las Provincias
de Paraguay, Uruguay y Tape, Bilbao 1892, Cap. 58; VARGAS UGARTE,
O. c., pp. 50-51. ¶
19.__ Así denomina muy significativamente Antonio
Ruiz de Montoya la empresa jesuítica de las reducciones, teniendo
en cuenta que el libro estaba escrito para el Rey de España, mostrando
el malestar existente por el comportamiento de los españoles, pero
sin cuestionar la conquista misma, dado que expresamente dirá el autor
que los jesuitas pretendían hacer de los indígenas cristianos y súbditos
de Su Majestad el Rey. Sobre el concepto de «conquista» y su contenido
específico en América, véase SUSNIK, Branislava, El rol de los
indígenas en la formación y vivencia del Paraguay, Asunción 1982,
pp. 61-68. ¶
20.__ Las citas están tomadas de VARGAS UGARTE,
O. c., pp. 3-9. ¶
21.__ RUIZ DE MONTOYA, Antonio, Conquista espiritual
hecha por los religiosos de la Compañía de Jesús..., Bilbao 1892,
p. 14. ¶
22.__ RUIZ DE MONTOYA, Antonio, O. e., pp. 14 y
29. ¶
23.__ Bonaer., Doc. VI, p. 31. ¶
24.__ BERNAL DIAZ DEL CASTILLO, Historia de
los sucesos de la Conquista de la Nueva España, Cap. XCIV, citado
por VARGAS UGARTE, O. c., p. 13. ¶
25.__ En VARGAS UGARTE, O. c., p. 14, está la cita
de la «Crónica Miscelánea de Jalino», escrita por Fr. Antonio de Tello.
¶
26.__ VARGAS UGARTE, ~. c., pp. 18-27. ¶
27.__ STEHLE, E., Testigos de la fe en América
Latina, Estella 1982, p. 17. ¶
28.__ CARO BAROJA, Julio, Las formas complejas
de la vida religiosa. Religión, sociedad y carácter de la España de
los siglos XVI y XVII, Madrid 1978, pp. 415-444. ¶
29.__ BEOZZO, José Oscar, «A mulher indigena e
a Igreja na situaçao escravista do Brasil colonial», en AA. VV., A
mulher pobre na história da Igreja latino-americana, Sao Paulo
1984, pp. 70-93. ¶
30.__ MOREIRA DA SILVA, Vilma, «La mujer en la
teología. Reflexión bíblico-teológica» en AA. VV., Mujer latinoamericana.
Iglesia y teología, México 1981, pp. 155-156. BOFF, Leonardo,
El rostro materno de Dios, Madrid 1981, pp. 35-46. ¶
31.__ BERNAL DIAZ DEL CASTILLO, Historia de los
sucesos de la Conquista de la Nueva España, Cap. XXXVI, citado por
VARGAS UGARTE, O. c., p. 13. ¶
32.__ BERNAL DIAZ DEL CASTILLO, Historia de
los sucesos de la Conquista de la Nueva España, Cap. XCIV, citado
por VARGAS UGARTE, O. c., p. 13. ¶
33.__ MUÑOZ BATISTA, Jorge, «Octavio Paz: Nuestras
raíces culturales», en AA. VV., Iglesia y cultura latinoamericana,
Bogotá 1984, pp. 27-46. ¶
34.__ MELIÁ, Bartomeu, «O Guaraní reduzido», en
AA. VV., Das reduçoes latinoamericanas as lutas indigenas actuais,
Sao Paulo 1982, pp. 228-24 1. Véase también DUSSEL, Enrique, «La historia
de la Iglesia en América Latina», PUEBLA 18 (1982) 165-192.
¶
35.__ BLANCO, José María, Historia documentada
de la vida y gloriosa muerte de los Padres Roque González de Santa
Cruz, Alonso Rodríguez y Juan del Castillo, de la Compañía de Jesús
del Caaró e Ijuhí, Buenos Aires 1929, pp. 525-526. ¶
36.__ LOZANO, Pedro, Relación de la vida y virtudes
del Ven. Mártir P. Julián de Lizardi, de la Compañía de Jesús de la
Provincia del Paraguay, Madrid 1862. Véase también MELIA, Bartomeu,
«Roque González en la cultura indígena», en AA. VV., Roque González
de Santa Cruz, Colonia y Reducciones del Paraguay de 1600, Asunción
1975, pp. 105-129. ¶
37.__ ELIZONDO, Virgilio, «María e os pobres: um
modelo de ecumenismo evangelizador», en AA. VV., A mulher pobre
na história da Igreja latino-americana, Sao Paulo 1984, p. 22.
¶
38.__ VARGAS UGARTE, O. c., p. 164. ¶
39.__ P. n. 446. ¶
40.__ Antonio Valeriano (1520-1605) era un indígena
de raza tepaneca pura. Fue alumno del Colegio de Santa Cruz, donde
existían colegiales expertos en tres lenguas, latina, española e indiana.
De él dice Fray Bernardino de Sahagún, que «el general y más sabio
fue Antonio Valeriano, vecino de Atzopotzalco» (Historia General
de Nueva España, T. 1., Prólogo, p. 5, publicada en 1569). Valeriano
tenía once años cuando fueron las apariciones, y veintiocho a la muerte
de Juan Diego. ¶
41.__ SILLER, Clodomiro L., «Anotaciones y comentarios
al Nican Mopohua» y «El método de la evangelización en el Nican Mopohua»,
en ESTUDIOS INDIGENAS VIII, 2 (1981) 217-274 y 275-309. Véase
también HOORNAERT, Eduardo, «La evangelización según la tradición
guadalupana», en AA. VV., María en la Pastoral Popular, Bogotó
1976, pp. 89-110. HOORNAERT, Eduardo, Guadalupe. Evangelización
y dominación, Lima 1975. ¶
42.__ CARILLO, Salvador, El mensaje teológico
de Guadalupe, México 1982. Véase también LAYAFE, J., Quetzalcóatl
y Guadalupe, México 1983, pp. 293-407. ¶
43.__ Texto citado por MIRANDA, Francisco, en «Presupuestos
históricos de la religiosidad popular en México», en AA. VV., Iglesia
y religiosidad popular en América Latina, Bogotá 1977, pp. 163-165.
¶
44.__ Para el significado de estos términos véase
en SILLER, Gbdomiro, «Anotaciones y comentarios al Nican Mopohua»,
ESTUDIOS 1NDIGENAS VIII, 2 (1981) 242. ¶
45.__ SILLER, Clodomiro, Idem, p. 232. Los indígenas
llamaban a la Virgen Tonatzin, que en el panteón azteca correspondía
a la Madre de los dioses. La aplicación de este nombre a la Virgen
creó tendencias muy divergentes entre los misioneros. Sobre este tema
véase LAFAYE, J., Quetzalcóatl y Guadalupe. La formación de la
conciencia nacional en México, México 1983, pp. 295-303, 312-318.
¶
46.__ SILLER, Clodomiro, Idem, p. 227.
¶
47.__ SILLER, Clodomiro, Idem, p. 257. La
cita que hace es de Fray Bernardino de Sahagún. ¶
48.__ SILLER, Clodomiro, Idem, p. 224. Para
la interpretación de Octavio Paz al acontecimiento guadalupano, véase
MUÑOZ BATISTA, Jorge, «Octavio Paz: Nuestras raíces culturales», en
AA. VV., Iglesia y cultura latinoamericana, Bogotá 1985, pp.
58-62. VAZQUEZ, Guillermo, «El Popol-Vuh y el Génesis. Estudio comparativo»,
MYSTERIUM, 100-101 (1971) 3-26. ¶
49.__ VARGAS UGARTE, O. e., p. 56. ¶
50.__ CALANCHA, Antonio de la, y TORRES, Bernardo,
Crónicas agustinianas del Perú, Madrid 1972, p. 115. ¶
51.__ MONAST, Jacques, L'univers religieux des
Aymaras de Bouvie, Ottawa 1965, pp. 51-54. ¶
52.__ DUSSEL, E. y ESANDI, María Mercedes, El
catolicismo popular en Argentina, Buenos Aires 1970, pp. 99-118.
¶
53.__ SANCHEZ ARJONA, Rodrigo, La religiosidad
popular católica de Perú, Lima 1981, p.¶ 117. ¶
54.__ MARZAL. Manuel, «La cristalización del sistema
religioso andino», en AA. VV., Iglesia y religiosidad popular en
América Latina, Bogotá 1977, pp. 142-146; también MARZAL, M.,
El sincretismo iberoamericano, Lima 1985, pp. 22-30, 114-129.
¶
55.__ MONAST, Jacques, L'univers religieux des
Aymaras de Bouvie, Ottawa 1965, p. 52. ¶
56.__ ELIADE, Mircea, Tratado de historia de
las religiones, T. II, Madrid 1974, pp. 11-35 y 109-141. ¶
57.__ DUSSEL, E. y ESANDI, María Mercedes, El
catolicismo popular en Argentina. Histórico, Buenos Aires 1970,
pp. 100-101. ¶
58.__ Todos los datos están tomados de VARGAS UGARTE,
O. c., pp. 102-115. ¶
59.__ AA. VV., Mujer latinoamericana. Iglesia
y Teología, México 1981 y AA. VV., A mulher pobre na história
da Igreja latino-americana, Sao Paulo 1981. ¶
60.__ WEBER, Max, Wirtschaft und Gesselschajt,
Tübingen 1922. pp. 267-296. ¶
61.__ Textos citados por ELIADE, Mircea, Tratado
de historia de las religiones, 1. II, Madrid 1974, p. 83. ¶
62.__ Idem, p. 29. ¶
63.__ Idem, p. 18. ¶
64.__ MONAST, Jacques, L'universt religieux
des Aymaras de Bolivie, Ottawa, 1965, p. 52. ¶
65.__ CARO BAROJA, Julio, Las Formas complejas
de la vida religiosa, Madrid 1978, p. 353. ¶
66.__ VARGAS UGARTE, O. c., pp. 116-160. ¶
67.__ VARGAS UGARTE, O. c., p. 123. ¶
68.__ JORDA, Miguel, «La sabiduría de un pueblo»,
Santiago de Chile 1975, pp. 173-174. ¶
69.__ ORTIZ, Diego, «Cancionero religioso popular»,
en AA. VV., La religiosidad popular paraguaya. Aproximación a los
valores del pueblo, Asunción 1981, p. 121. ¶
70.__ DOMINGUEZ, Ramiro, «Creencias populares en
el contexto de la religiosidad paraguaya», en AA. VV., La religiosidad
popular paraguaya. Aproximación a los valores del pueblo, Asunción
1981, pp. 12-13. ¶
71.__ LLANO RUIZ, Alonso, Orientación de la
religiosidad popular en Colombia, Medellín 1981, p. 107. ¶
72.__ MAIZ, Fidel, La Virgen de los Milagros,
Asunción 1892. SCARELCA, Antonio, La Virgen de los Milagros de
Caacupé, Buenos Aires 1933. GUILLEN ROA, Miguel Ángel, La Virgen
de Caacupé. Su historia y su leyenda, Asunción 1966. ¶
73.__ PRESAS, Juan Antonio, Luján, la ciudad
mariana del país. Buenos Aires 1982; y Nuestra señora de Luján
(1630-1730), Buenos Aires 1980. ¶
74.__ En ocasiones el origen de las imágenes queda
envuelto en leyenda. Sobre el valor de estas leyendas véase ALLIENDE,
Joaquín, «María es una Iglesia popular y misionera», en AA. VV., María
en la pastoral popular, Bogotá 1976, pp. 62-64. ¶
75.__ ALLIENDE, O. c., p. 75. ¶
76.__ VARGAS UGARTE, O. c., p. 236. ¶
77.__ .__P. n. 434. ¶
78.__ P. n. 452. ¶
79.__ P. n. 461. ¶
80.__ P. n. 450. ¶
81.__ P. n. 457. ¶
82.__ P. n. 456. ¶
83.__ P. n. 3. ¶
84.__ LEWIS, Oscar, Los hijos de Sánchez, autobiografía
de una familia mexicana, México 1964.
85.__ Sobre este tema me encontré en Colombia con
un curioso librito popular, cargado ambiguamente de oraciones y fórmulas
mágicas, sin paginación, sin autor, publicado en Barcelona sin fecha,
con el título de «El verdadero Opalsky el Mago». En su introducción
se lee: «Contenido en secretos: Para hacerse amar. Para descubrir
tesoros ocultos. Para que no falte dinero en el bolsillo. Para pescar
en abundancia. Para averiguar cosas ocultas y lejanas. Para conseguir
fácilmente mujeres. Para todos los peligros. Para ganar en las peleas.
Para ganar en el juego. Modo de embrujar y desembrujar». Un libro
típico del mundo machista. ¶
86.__ Oración tomada del librito El verdadero
Opalsky el Mago. ¶
87.__ LLANO RUIZ, Alonso, Orientación de la
religiosidad popular en Colombia, Medellín 1981, p. 113. ¶
88.__ Durante mucho tiempo me preocupó el tema
de la petición a los santos para conseguir cosas, que desde nuestra
perspectiva son francamente inmorales. Creo que encontré la solución:
Dentro de una cultura existe siempre un ideal de hombre —en la nuestra
la del «macho»—, para el que ha sido educado el niño y que constituye
el verdadero «valor» en el interior de dicha cultura. Consiguientemente,
la petición está hecha desde esta perspectiva, y el «cielo» tiene
que ayudar a conseguir el «ideal humano», ideal en el que se encuentra
la «salvación» del sujeto. ¶
89.__ BIDEGAIN DE URAN, Ana María, «Sexualidade,
vida religiosa e situaçao da mulher na America Latina», en AA. VV.,
A mulher pobre ha historia da Igreja latino-americana, São Paulo 1984,
pp. 53-69; y CASTRO DE EDWARS, Pepita y EDWARDS, Manuel, «Hacia una
nueva sexualidad liberadora», en AA. VV., Mujer latinoamericana. Iglesia
y teología, México 1981, pp. 59-72. ¶
90.__ MOREIRA DA SILVA, Vilma, «La mujer en la
teología. Reflexión bíblico-teológica», en AA. VV., La mujer latinoamericana,
México 1981, pp. 151-153. ¶
91.__ P. nn. 535-561. ¶
92.__ P. n. 452. ¶
93.__ BOFE, Leonardo, El rostro materno de Dios,
Madrid 1981. ¶
94.__ P. n. 447.
95.__ P. nn. 480-506. ¶
96.__ Sagrada Congregación para la Doctrina de
la Fe, «Instrucción sobre algunos aspectos de la Teología de la Liberación»,
Roma 1984, Introducción y Cap. IX n. 10. ¶
97.__ P. n. 395. ¶
98.__ ALVAREZ BOLADO, Alfonso, «Mundialidad de
las relaciones y Teología de la Liberación», SAL TERRAE 2 (1985)
83-98. ¶
99.__ PABLO VI, Evangelii Nuntiandi, n.
20. ¶
100.__ PABLO VI, Ev. Nunt. nn. 27-29. ¶
101.__ «Instrucción sobre Teología de la Liberación»,
Cap. XI, n. 5. ¶
102 «Instrucción sobre Teología de la Liberación»,
Cap. Xl, n. 7. ¶
103.__ JUAN PABLO II, «Alocución a los laicos»,
AAS LXXI, p 216. ¶
104.__ PABLO VI, Ev. Nunt. n. 13. ¶
105.__ P. a. 272. ¶
106.__ P. n. 273. ¶
107.__ P. n. 274. ¶
108.__ PABLO VI, Marialis Cultus, Roma
1974, nn. 36 y 34. ¶
109.__ PABLO VI, Marialis Cultus, n. 35.
¶
110.__ BOFF, Leonardo, El rostro materno de
Dios, Madrid 1981, pp. 221-223. ¶
111.__ THEISSEN, Gerd, Sociología del movimiento
de Jesús, Santander 1979, pp. 63-65. ¶
112.__ MOREIRA DA SILVA, Vilma, «La mujer en la
teología», en AA. VV. Mujer latinoamericana, México 1981, p.
150. AUBERT, J. M., La mujer. Antifeminismo y cristianismo, Barcelona,
pp. 16-21. MARUCCI, C., «La donna e i ministeri nella Biblia e nella
Tradizione», RASSEGNA DI TEOLOGIA 3 (1976) 279-280. ¶
113.__ MESTERS, Carlos, La misión del pueblo
que sufre, Bogota 1983, pp. 102-103. ¶
114.__ MOREIRA VILMA, art. citado, p. 151. BOFF,
Leonardo, El rostro materno de Dios, Madrid 1981, pp. 82-84.
¶
115.__ MESTERS, Carlos, La misión del pueblo
que sufre, Bogotá 1983, p. 102. ¶
116.__ «Instrucción sobre Teología de la Liberación».
Cap. III, n. 3. ¶
117.__ Idem, Cap. I, nn. 1-4. ¶
118.__ MESTERS, Carlos, La misión del pueblo
que sufre, Bogotá 1983, pp. 71-72.¶
{referencia}
|