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El marco teológico de la vida religiosa. Ampliando los horizontes tradicionales

Diarmuid O'MURCHU


La teología no es nunca un saber terminado, acabado sino que es siempre un proceso en marcha, provisional por su perspectiva histórica parcial y por su limitación propia en cuanto conocimiento de Dios... El Reino de Dios sirve como un referente básico para la interpretación de la diversidad y fidelidad con que Dios actúa en la historia. (Rebecca S. Chopp)

«Teología» es un concepto cristiano definido por san Anselmo como la fe que busca entenderse y por Paul Tillich como la preocupación última sobre el fundamento y el sentido de nuestro ser. La teología ha sido durante largo tiempo una ciencia deductiva que empezaba tratando de la realidad de Dios tal y como se describía en las escrituras y como se expresa en la tradición cristiana a lo largo de sus dos mil años de historia. Para la principal corriente de la teología la revelación formal de Dios a la humanidad termina con el Nuevo Testamento (o, de una forma más precisa, con la muerte del último apóstol). A partir de entonces su significado es expresado bajo la guía autorizada de la Iglesia como la guardiana oficial de la ortodoxia cristiana. En este sentido, la teología cristiana es casi totalmente una creación de la Iglesia institucionalizada.

Durante la mayor parte de la era cristiana la Biblia se ha entendido literalmente, tal y como se leía. Sólo a partir del siglo XIX se puso de moda la exégesis de la Biblia, y la libertad para interpretarla. Con ello la apariencia y función de la teología comenzó a cambiar, de una ciencia que ofrecía respuestas definitivas a otra que formulaba y estudiaba las últimas preguntas.

Actualmente co-existen dos grandes líneas. La primera, y con mucho la que más predomina, se puede datar aproximadamente entre 1563 (clausura del Concilio de Trento) y 1963 (inicio del Concilio Vaticano II). La era post-tridentina se caracterizó por una Iglesia que trataba desesperadamente de mantener la posición de superioridad que tenía en la Alta Edad Media y se colocaba a sí misma como enemiga de todos los movimientos a los que ella consideraba como enemigos del mensaje cristiano. Desde esta posición arrogante y defensiva, añadió un nuevo significado a la frase: «Fuera de la Iglesia no hay salvación». Se podría decir que durante toda esa época la única teología existente era la eclesiología.

En la segunda época, de 1960 hacia adelante, es cuando la investigación teológica empieza a ir más allá de las fronteras de lo que se había convertido en un sistema eclesiástico cerrado. Una vez más la teología comenzó a mirar al mundo más allá de la Iglesia (el mejor ejemplo de ello es la promulgación de la Gaudium et Spes por el Vaticano II). De hecho, la teología empezó a distanciarse de una tradición de mil novecientos años y, en lugar de tomar el Evangelio y la tradición revelada como su punto de partida, los teólogos partieron de la experiencia vivida por el pueblo, especialmente los pobres y marginados, y usaron esa experiencia básica como la piedra angular para su reflexión teológica (por ejemplo, la teología de la liberación y la teología feminista).

Comprometidos con la nueva cosmología

La mayor diferencia entre esas dos líneas teológicas no está en la teología misma sino en la cosmología. La visión de Trento fue fundamentalmente una denuncia del mundo, en la que la creación se juzga como una realidad deficiente, finita, transitoria, inclinada al pecado y que no debe ser tomada en serio; la vida verdadera no está aquí sino más allá. El cielo es el lugar de la perfección y existe fuera y más allá de esta creación. En el mejor de los casos la creación se entendía como una etapa necesaria por la que las personas humanas deberían pasar en su camino hacia la eternidad. Acompañando a esta cosmología hay una antropología (o más precisamente un antropomorfismo) que en unión con la ciencia clásica considera que en este estado de su evolución la inteligencia humana es invencible: la mente humana es capaz de comprender y expresar las últimas verdades, teológicas o científicas, y a la vez el conocimiento humano se convierte en dogma cuasi-divino. Los seres humanos empiezan a jugar a ser como Dios; una acusación que lanzamos directamente a la comunidad científica, mientras que cerramos los ojos ante el hecho de que ese comportamiento se produce también y con igual virulencia en la comunidad teológica.

Hacia la mitad del siglo XX una nueva cosmología comenzó a desarrollarse y todavía está elaborando una nueva visión que aun no ha transformado totalmente el conjunto de la conciencia de la humanidad. En la nueva cosmología la energía creativa viene de dentro más que de fuera. Dios no crea como si fuera un agente externo, el deus ex machina de la ciencia clásica, sino a través de una colaboración divina-humana en co-creatividad. Los seres humanos tienen ahora una nueva comprensión de sí mismos (antropología) no como dueños de la creación sino como co-creadores, esforzándose por cooperar con el Dios de la creación.

La creación es fundamentalmente buena en la medida en que desarrolla su compleja trayectoria creadora de vida. Nada es exterior al proceso co-creativo de la evolución. Es todo lo que tenemos y lo único que tenemos. De ello hacemos nuestro cielo o nuestro infierno dependiendo de cómo aprendemos a vivir en relación interdependiente con su prodigioso conjunto de formas de vida. En este nuevo ambiente global la tarea de la teología es comprometerse con la experiencia vivida tanto de las personas como del planeta y articular la historia divino-humana siempre desplegándose a nuestro alrededor. La tarea de los teólogos hoy es la de escuchar a la revelación siempre nueva que se produce en el proceso co-creador divino-humano.

La tarea de la Iglesia en este nuevo contexto teológico es la de ser la comunidad que celebra lo que el Espíritu creativo está haciendo en medio de nosotros. Tal y como se presenta en la noción cristiana de sacramento, las dos tareas eclesiales más importantes son la nutrición y la curación; con la misma Iglesia como el signo sacramental por excelencia tal como se describe en Lumen Gentium (n. 1).

Uno de los mayores problemas a los que se tiene que enfrentar la vida religiosa es la corrupción de su teología. Según Tomás de Aquino, el objetivo de la vida consagrada es la consecución de la caridad perfecta; una descripción que aún merece seria atención y consideración. La tradición post-tridentina asumió esa idea y la descristianizó eficazmente. La consecución de la caridad perfecta se sustituyó por la de la perfección. Se eliminó la caridad. Las proezas heroicas de tipo ascético se convirtieron en el nuevo criterio de santidad y salvación. Este desarrollo desencaminado y la teología que lo siguió -si es que puede ser llamada teología- aún provee el contexto espiritual en el que se mueve la vida consagrada. Incluso el Concilio Vaticano II no pudo renovar la teología de la vida religiosa como lo hizo en otros aspectos de la vida cristiana (católica) de hoy.

Reestructurar su marco teológico es todavía uno de los mayores desafíos al que se enfrentan los religiosos y religiosas de hoy. En el contexto de la nueva cosmología, ya no podemos escapar del mundo ni abandonarlo. El mismo mundo nos llama y nos invita a involucrarnos en él y entre nosotros por caminos que todavía están inexplorados. Sin una sólida base teológica, nuestra visión y misión como religiosas quedará casi totalmente incompleta.

En la tarea de reestructuración debemos empezar allí donde la teología contemporánea nos anima a hacerlo: en nuestra experiencia vivida. En el contexto actual esa experiencia está muy polarizada por dos realidades: por una parte, la muerte y decadencia del modelo post-tridentino que todavía tiene un gran seguimiento, y, por otra, los muchos intentos habidos desde el Concilio Vaticano II de renovar y reformar la vida religiosa/monástica. Más que enredarse en esas ideologías tan polarizadas y separadoras (que entiendo que son actualmente un elemento básico de la experiencia vivida), me parece mejor moverme hacia capas más profundas de la experiencia de la vida consagrada tal y como se vive universalmente sobre todo en las otras grandes religiones y ahondar en los ricos recursos de los tiempos prehistóricos. Me centro especialmente en la dimensión profética liminar, en la que se sustenta la vida consagrada, como básicamente contra-cultural.

Como se ha dicho en capítulos anteriores la liminaridad se centra en los valores y en su mediación a través de las relaciones capaces de dar vida. El hecho de centrarse en las relaciones nos abre un nuevo horizonte teológico tan relevante para la Iglesia y para el mundo como para la misma vida religiosa. Me refiero a lo que el Evangelio llama el Reino de Dios al que a menudo se le denomina hoy en el mundo intelectual el Nuevo Reino de Dios.

Reino e Iglesia

En la historia de la teología cristiana surgió una especial preocupación por la persona de Jesús desde el primer momento. Ya en el tercer y cuarto siglo el debate sobre la naturaleza de Jesús, especialmente su divinidad -que fue la primera preocupación de los concilios de Nicea y Calcedonia- dio a la teología cristiana una orientación característica. La persona de Jesús se convirtió en el punto de referencia para la oración, la moralidad, la observancia religiosa y el discurso teológico hasta tal punto que se dejó de tener en cuenta la misión de Jesús. En los siguientes siglos se produjeron algunos intentos de compensar este desequilibrio. El menos satisfactorio fue el desarrollo post-tridentino que pretendía atribuir no sólo primaria sino también exclusivamente la misión de Jesús a la Iglesia (de ahí provino el resucitar el dicho que había sido usado inicialmente por Cipriano y Orígenes: «Fuera de la Iglesia no hay salvación»). La teología contemporánea, especialmente desde la década de los sesenta, se esfuerza por recuperar el equilibrio y en el proceso ha debido de enfrentarse a profundas cuestiones acerca de su propia función y relevancia para el mundo de hoy (ver el trabajo pionero de Fuellenbach 1995).

En los Evangelios no podemos separar la persona de la misión de Jesús. Una sólo es comprensible en la otra. Todo aquello que Jesús es y representa se entrelaza con la visión de la nueva realidad que está amaneciendo en nuestro mundo: una nueva presencia de Dios en el pueblo que declara abolidos los antiguos modos de relacionarse con la realidad -especialmente a través de la jerarquía típica del patriarcado que gobernaba y determinaba totalmente la vida- dando lugar a un nuevo estilo de relaciones marcadas por la justicia, el amor, la paz y la liberación. Los Evangelios llaman a esta nueva forma de estar en el mundo «el Reino de Dios» o con un término más inclusivo el «Nuevo Reino de Dios», cuyo uso propongo para el resto del capítulo.

Muchos cristianos se sienten inquietos cuando se enteran de que Jesús no estaba especialmente interesado por una iglesia. En los cuatro Evangelios sólo aparecen tres alusiones a la iglesia y todas en el Evangelio de Mateo y los exégetas están lejos de ponerse de acuerdo en lo que esos textos significan. Por otra parte hay más de ciento veinte referencias al Nuevo Reino de Dios del que podemos decir que casi con toda seguridad fue la primera preocupación e interés de Jesús.

El énfasis comienza a cambiar cuando vamos a los Hechos de los Apóstoles y a los escritos paulinos. Pero durante la mayor parte de la época cristiana primitiva se mantuvo la idea de que la misión de la Iglesia era la de ser sierva y mensajera del Nuevo Reino de Dios. Debía haber sido en la comunidad de los creyentes donde la preocupación por el Nuevo Reino debería haberse mantenido más clara y vigorosamente. Pero al cabo de poco tiempo, la Iglesia como las otras instituciones seculares, se comenzó a preocupar de su propia supervivencia y crecimiento. Por ello, perdió de vista lo que era su misión y objetivo más importante: ser el agente primario del despliegue del Nuevo Reino de Dios. Este desarrollo aberrante se ha agudizado de una manera especial en nuestros días. Reconducir a la Iglesia a su misión fundamental es uno de los más importantes retos proféticos que tiene la vida religiosa de hoy.

Las referencias al Nuevo Reino en los Evangelios son muy diversas y complejas. No se nos ofrece nunca una definición de lo que es el Nuevo Reino y las diversas descripciones que encontramos usan la estructura narrativa de las parábolas o el formato simbólico de los milagros. Lo que es claro es que el Nuevo Reino trasciende las costumbres y valores de todos los demás «reinos» que dominaban la cultura de aquel tiempo, siendo el más importante entre ellos el que estaba dominando por la figura del rey o del emperador. Solamente en una ocasión en los evangelios sinópticos permite Jesús que le llamen «rey» -en su último viaje a Jerusalén-; aquí, el simbolismo de su comportamiento habla más fuerte que en cualquier otra parte del Nuevo Testamento. Si fuera rey, Jesús debería cabalgar en el animal real de la dominación y la guerra, en un caballo; en su lugar, cabalga un asno, el animal capaz de llevar carga tan querido por el pueblo ordinario. De este modo, el poder real es puesto cabeza abajo; abierta y provocativamente se declara que es totalmente ajeno al proceso cristiano.

En consecuencia, el Nuevo Reino se caracteriza por una radical igualdad e inclusividad. La tierra misma queda incluida en esa nueva visión (Mt 5, 5). Igualmente, el Nuevo Reino asume proporciones globales -no hay nada en los Evangelios que sugiera que es sólo para los cristianos, más bien lo contrario-. Se abre a horizontes que incluyen a todos los pueblos y culturas dentro de un marco temporal que se extiende hacia un futuro abierto (que la Iglesia interpretará más tarde como la vida del más allá pero los Evangelios nunca identifican el Nuevo Reino con esa idea). El Nuevo Reino se encarna de una manera especial en la vida y el ministerio de Jesús: pero todos están invitados a participar en el trabajo de la viña (cf. Mt 20, 1-16), en el co-creador despliegue del tiempo nuevo que quizá en ningún lugar se proclama de una forma más concisa que en las palabra tan a menudo citadas del Apocalipsis 21, 5: «Mirad que hago nuevas todas las cosas».

En orden a facilitar una más creativa comprensión de esta verdad central de nuestra fe cristiana, propongo una definición que espero que no reduzca nuestra visión sino que sea lo suficientemente abierta e inclusiva como para hacer justicia a su significado esencial. El Nuevo Reino se podría describir como un nuevo orden mundial, marcado por unas relaciones correctas de justicia, amor, paz y liberación. En el corazón de esta visión está la idea de relaciones correctas. Los antiguos modos patriarcales de relacionarse, que todavía dominan en nuestro mundo, se declaran irrelevantes e inapropiados para el cristiano comprometido. Y el marco donde esas relaciones se deben desarrollar no es sólo entre personas sino que incluye todos los elementos de la creación, también el planeta tierra, el cosmos y la fuente divina de todo lo que existe (cualquiera que sea el nombre con que se le llame).

El lector habrá observado el uso frecuente de la palabra nuevo. Hay algo radicalmente nuevo en la realidad de Jesús. Un exégeta (Sheehan 1986) considera que esa novedad consiste en la abolición de todas las religiones de forma que podamos redescubrir nuestra relación con Dios en el mismo proceso de la creación. En la tradición popular de la Iglesia e incluso en todos los grandes sistemas religiosos, la salvaguarda y preservación de lo antiguo tiene precedencia sobre el desarrollo y la promoción de lo nuevo. Obviamente Jesús apreciaba su patrimonio cultural y sus tradiciones pero los Evangelios ofrecen sin ninguna ambigüedad una invitación a superar las tradiciones y paradigmas del pasado sin tener en cuenta lo sagradas o santas que se hayan hecho con el paso del tiempo. Como cristianos somos llamados a ser un pueblo siempre nuevo, lleno de vida y sintonizado con las siempre nuevas inspiraciones del Espíritu. Aquí se encuentra un reto profético único para nosotros los religiosos y religiosas.

Durante toda la etapa posterior a la Reforma el marco fundamental del referencia para la vida religiosa fue la Iglesia como institución. En aquel contexto se esperaba que los religiosos y religiosas fuesen servidores leales y obedientes. Su misión era la de ser especialistas en el camino de la perfección ofreciendo un modelo de santidad que toda la Iglesia pudiese emular, un modelo que garantizase la salvación eterna en el mundo futuro. En esta cultura eclesiástica y en la cosmología asociada a ella, el Nuevo Reino de Dios estaba casi totalmente olvidado y como casi todos los demás, los religiosos y religiosas terminan por convertirse en funcionarios de una institución que ha perdido su norte.

Esa cerrada y desorientada institución comenzó a desintegrarse (como consecuencia de su malestar interno más que de un ataque externo) en la década de los cincuenta. En los primeros sesenta el Papa Juan XXIII intentó reorientarla convocando el Concilio Vaticano II. La esperanza explícita del Concilio era la de promover un proceso de reforma, a ser posible sin provocar demasiado quebranto. Pero la decadencia interna tenía un origen tan profundo y extendido que sólo aquellos que tenían un profundo sentido de la historia pudieron entender lo que comenzaba a suceder y lo que ha seguido sucediendo en décadas ulteriores.

Desde 1960 hemos sido testigos de la desintegración de un poderoso imperio eclesiástico que se había desviado muy seriamente de la visión del Nuevo Reino de Dios; un monolito que quizá tenga que colapsar totalmente (a lo largo de los próximos siglos) antes de que una Iglesia al servicio del Nuevo Reino se levante de entre los rescoldos casi apagados de la antigua. Y aquí puede haber otro inmenso desafío para nosotros los religiosos y religiosas: )podemos asumir la inevitabilidad y necesidad de nuestra muerte, vivirla de un modo auténticamente pascual e integrarla como condición para la resurrección de la esperanza? De ese modo podríamos ofrecer a la Iglesia (y a todas las demás instituciones patriarcales que están experimentando el declive y la desintegración actualmente) un modelo que, trascendiendo la negación, ayude a morir libremente a su pasado y a abrirse al nuevo futuro resultado de la creatividad del Espíritu.

Si los religiosos y religiosas estamos llamados a recuperar esa misión profética liminar, que pertenece mucho más integralmente al Nuevo Reino que a la Iglesia, entonces es a la vez deseable y necesario que se produzca un proceso de separación de la Iglesia institucional. Este es uno de los más dolorosos y dislocantes aspectos de la reestructuración que estamos intentando estudiar en este libro. Puede ser saludable que recordemos aquellos momentos de la sagrada historia de nuestras órdenes y congregaciones en los que algunos fundadores y muchas fundadoras tuvieron que enfrentarse a la Iglesia jerárquica, a menudo hasta llegar al conflicto abierto en orden a hacer posible sus sueños creativos y proféticos. Tampoco debemos olvidar los eminentes trabajos apostólicos de muchos religiosos y religiosas a menudo moviéndose lejos y más allá de las fronteras oficiales definidas por la Iglesia. No estoy apoyando el conflicto por sí mismo. Mi opinión es que los religiosos y religiosas no podemos renunciar al contexto teológico que se ha expuesto en este capítulo: que nuestra primera fidelidad es con el Nuevo Reino y no con la Iglesia institucional; y que no debemos reducir nuestro compromiso con aquél para mantenernos leales a la segunda.

Cada uno de los aspectos de la reestructuración que se estudia en este libro nos vuelve a conectar con las más profundas, antiguas y auténticas tradiciones, que incluyen nuestra genuina especificidad como movimiento liminar profético. Si queremos ser fieles a nuestra misión y al pueblo de Dios al que hemos sido enviados (del cual apenas una pequeña proporción pertenece a la Iglesia), entonces no tenemos más opción que enfrentarnos a las dolorosas y difíciles decisiones que se nos plantean actualmente.

Los religiosos y religiosas de hoy estamos llamados a ser «agentes del Reino». Eso significa que debemos confrontar, contestar e incluso denunciar aquellos sistemas e instituciones que trabajan en contra de los valores del Nuevo Reino. Muchos de nuestros hermanos y hermanas en América Central y del Sur han entregado sus vidas al servicio de esa misión. Por otra parte los religiosos y religiosas que viven en el mundo occidental tienden a pactar con los sistemas que oprimen a los pueblos del hemisferio sur. Nuestro estilo de vida y los valores que vivimos emulan los de la cultura dominante y sólo unos pocos de nosotros desafiamos abiertamente y denunciamos las estructuras opresivas de pecado que nos rodean. Un gran número de religiosos y religiosas colabora todavía con el sistema occidental de educación que inculca de modo claro los valores competitivos del capitalismo que están en claro desacuerdo con los valores del Nuevo Reino.

Como «agentes del Reino» nos quedamos muy cortos en responder a la llamada a hacer frente, denunciar y protestar contra aquellos sistemas y estructuras que socavan los valores del Evangelio. Tristemente, somos incluso más incoherentes cuando se trata de poner nombre a esos valores y celebrar su presencia en muchos movimientos actuales que provienen del Espíritu, especialmente cuando esos movimientos se hallan fuera de las iglesias y religiones establecidas. Me refiero especialmente a la conciencia ecológica y feminista con su sentido concomitante de esperanza y vitalidad y también con los numerosos, pequeños y a veces desconocidos esfuerzos para crear un mundo más justo y humano.

Dada nuestra cercana relación con la Iglesia jerárquica de la era post-tridentina, los religiosos y religiosas dedicamos mucha de nuestra energía y recursos a cumplir íntegramente el derecho canónico. Cuando nos vemos enfrentados a la llamada urgente de nuestros días, solemos dudar y mirar por encima de nuestros hombros para ver si lo que pensamos en nuestros corazones que debemos hacer, sería aceptado por el obispo, el párroco o los guardianes patriarcales de los servicios sanitarios o educativos en los que estamos integrados. Hemos perdido casi totalmente la atrevida y subversiva visión de los profetas, antiguos y modernos. Hemos traicionado casi totalmente nuestra vocación liminar de ser catalizadores de las nuevas posibilidades que deberían expresar y articular de una forma nueva los valores profundos a los que el pueblo aspira.

Esos valores son los mismos que encontramos en el Nuevo Reino de Dios tal y como los encarna y proclama Jesús. Esforzarse por hacer realidad esa visión es coherente con nuestra vocación liminar y con nuestra llamada profética. Vale la pena poner de relieve que, cada vez que Jesús encuentra oposición y se ve desafiado a causa de lo provocativo de su ministerio (especialmente en los momentos que lo expresa a través de las parábolas o de los milagros), justifica y defiende sus acciones invocando el mensaje profético del Antiguo Testamento. La vida y mensaje de Jesús tienen claramente su raíz en la tradición profética. Nuestras vidas y mensaje deberían tener también esa misma raíz si es que tenemos alguna esperanza de contactar de una forma significativa con el mundo de nuestros días.

Como ya se ha indicado, la creación y formación de unas relaciones justas es el corazón del Nuevo Reino de Dios. No se refiere sólo a relaciones entre personas sino a la genuina capacidad para relacionarse que parece ser la esencia fundamental de la naturaleza por una parte y de la naturaleza divina por otra. La física de las partículas y los desarrollos actualmente en marcha de la teoría cuántica ilustran de forma coherente y convincente que las relaciones son mucho más importantes para entender la estructura subatómica del universo que la ampliamente estudiada teoría sobre los bloques aislados. Da la impresión de que la vida no consiste en realidades aisladas que formarían todas las cosas sino de tipos de energía que se entrelazan y entretejen en el proceso perpetuo de la co-creación.

En el otro extremo, existe una larga tradición que percibe a Dios no como una persona individual aislada sino como una comunidad de tres en relación, lo que en la tradición cristiana llamamos la Trinidad. Encontramos versiones de esa idea trinitaria en la naturaleza divina en prácticamente todas las grandes religiones. Lo que es más significativo, encontramos una idea parecida sobre la naturaleza divina en la prehistórica adoración de la diosa hacia el 40.000 a.C. A mi modo de ver, lo que encontramos aquí no es un profundo dogma religioso sino una verdad arquetípica que la humanidad ha sentido en sus corazones durante milenios, una profunda sabiduría interior que informa a la imaginación creativa sobre la naturaleza de Dios, primero y ante todo, como capacidad para la relación. En otras palabras, las doctrinas trinitarias son esfuerzos humanos para poner nombre a la esencia de Dios y lo más cerca que podemos esperar llegar, lo que es probablemente una intuición muy profunda y auténtica, es a pensar que Dios es, por encima de cualquier otra cosa, un poder para la relación.

La capacidad para relacionarse parece, por tanto, que es la esencia primordial del cosmos tal y como se pone de manifiesto a través de la ciencia contemporánea (nivel micro) y también la naturaleza fundamental de Dios (nivel macro). Es también el componente básico del Nuevo Reino de Dios y hay buenas razones para pensar que es también la aspiración fundamental de toda religión y espiritualidad. Muy correctamente, Zappone (1991) define la espiritualidad como el componente relacional de la experiencia vivida; y el discernimiento de esa experiencia es lo que a menudo lleva a la búsqueda de una auténtica comunidad. La Iglesia cristiana propone la creación y el desarrollo de la comunidad como su fundamental razón de ser como lo hacen también todas las religiones más importante de muy diversas maneras.

La comunidad como centro

La vida monástica y religiosa se esfuerza hoy por recuperar la comunidad como su valor clave. A un nivel consciente, es un intento de encontrar un ambiente de mayor apoyo y donde el discernimiento sea más fácil. Pero a la luz de lo dicho anteriormente podemos ver que hay elementos inconscientes que tienen un impacto enormemente rico y complejo. No es de extrañar que la comunidad pueda ser un tema tan atractivo y, sin embargo, tan discutido para muchos religiosos y religiosas de hoy (cf. Fiand 1992).

Por consiguiente, nuestra praxis teológica se centra en la creación de estructuras comunitarias donde podamos explorar, concretar y mediar esos valores que ponen en sintonía nuestras vidas con el «centro» de la creación. Este centro es la capacidad para relacionarse entendida tanto microscópica como macroscópicamente. De esta manera la antiguas barreras dualistas entre lo divino y lo humano se desintegran y comenzamos a entrar en contacto con la vida en su vitalidad y unidad esenciales. Por eso para los religiosos la comunidad es mucho más que un modo concreto de vivir. Es, primero y ante todo, un hecho teológico porque hemos sido atrapados por el Nuevo Reino de Dios y somos enviados a realizar y promover esa profunda cualidad de la interrelación a través de la cual nos convertimos en presencia liminar para toda la humanidad. Estudiaremos las implicaciones pastorales de este reto en el capítulo sexto.

Al principio de este capítulo señalamos cómo la cosmología renovada que manejamos exige una forma totalmente nueva de hacer teología no de nuevo contra el mundo entendido como antagonista sino en dialogo con nuestro mundo, esforzándonos por estar siempre atentos y receptivos a las revelaciones divinas. La teología se enfrenta hoy con un cambio enorme que tiene implicaciones para la vida religiosa tanto como para todas las demás áreas de la vida.

Ya no se puede formular una teología de la vida consagrada en torno exclusivamente a la búsqueda de la perfección en contra de un mundo imperfecto. Tampoco es apropiado construir esa teología sobre la idea de la vida religiosa como un signo escatológico (Lumen Gentium 44). Eso mantendría nuestra mirada en el cumplimiento que se daría en el mundo futuro, apartando seriamente nuestra atención del único mundo que creemos que es el lugar de la co-creatividad de Dios, pasada, presente y futura. La vida religiosa no se refiere a unos valores que pertenezcan a una vida que esté más allá de ésta. Su vocación, más bien, es responder al desafío y esforzarse por vivir de una forma abierta, creativa y responsable en el aquí y ahora de nuestro contexto planetario y cósmico. No estamos llamados a ser un signo sobrenatural que señale más allá de este presente orden imperfecto hacia la plenitud de la vida futura. Nuestra misión es la de situarnos en el corazón de la creación que creemos que es el único mundo (del que la vida después de ésta es sólo una dimensión) ofreciendo un testimonio liminar de los valores que perduran y que apuntan hacia esa plenitud de vida que anhelamos en nuestros corazones.

De acuerdo con el documento vaticano de 1981, Religiosos y Desarrollo Humano (n. 24), los religiosos y religiosas estamos llamados a convertirnos en signos de comunión para el mundo. La llamada a comprometernos con esos valores profundos que constituye el centro de nuestro testimonio liminar es solamente posible en un contexto comunitario. Sólo en comunión con aquellos que tienen la misma vocación, tanto en el marco de una orden o congregación concretas como en otro tipo de relaciones interpersonales, podemos apropiarnos e interiorizar la llamada a vivir en la relación trinitaria. En ese contexto es como gradualmente nos daremos cuenta de que el Dios trinitario no lo encontraremos en otro mundo sino en el Nuevo Reino que está en el corazón de este mundo, proclamado e inaugurado (desde el punto de vista cristiano) en la vida y misión de Jesús.

 

Tomado, con los debidos permisos, de su libro
Rehacer la vida Religiosa. Una mirada abierta al futuro, Publicaciones Claretianas, Madrid 2001;

original: Reframing Religious Life. An Expanded Vision for the Future, St. Paulus, United Kingdom, 1998




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