Crisis de apostolado y pastoral en la Iglesia: reflexiones sobre la decisión de Leonardo Boff


Jon Sobrino

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«Tengo la sensación de haber llegado ante un muro. No puedo avanzar ni un paso más». De esta forma anunciaba Leonardo Boff, a finales de junio, que abandonaba el sacerdocio y la orden franciscana, aunque reiteraba que permanecía en la Iglesia, que cons ervaba al espíritu franciscano y que seguirá trabajando como teólogo católico -ecueménicamente abierto- y defendiendo a los pobres.

Las reacciones a esa decisión han sido variadas, como era de suponer. Algunos no han podido ocultar su secreta alegría («ya lo decíamos...»), y al cardenal Sodano se le escapó que no había por qué sorprenderse, pues también Cristo tuvo un Judas. Otros se lamentan de que la decisión pueda ahora quitar fuerza a la palabra de Leonardo y que, por ello, mejor habría sido aguantar. Otros, aunque tristes, por una parte, se alegran de su gesto profético, por otra, pues a la larga esa honradez, dramáticamente m antenida, humanizada a la Iglesia y al mundo más que una dócil obediencia rutinaria. Otros, en fin, con ocasiones de esta difícil situación personal, han aprovechado para agradecer a Leonardo su larga vida de vigor y ternura, de creatividad y servicio a l os pobres. En conjunto, pensamos que, al menos en público, se ha expresado más el apoyo a Leonardo que la condena, quizá porque la derecha teme que se repitan las turbulentas reacciones de cuando le impusieron -y aceptó- el año de silencio.

Pero, más allá de estas reacciones, hay que analizar qué significa y qué muestra esta decisión de Leonardo Boff. Y, en nuestra opinión, lo más importante que muestra son varias crisis de la Iglesia actual; en otras palabras, ha hecho inocultables algun os graves problemas de nuestra iglesia.

  • 1. En primer lugar, muestra el auge de autoritarismo en el interior de la Iglesia. Ni Leonardo, ni los teólogos de la liberación, ni obispos como don Pedro Casaldáliga cuestionan la autoridad en la Iglesia, ni por razones teológicas ni por razo nes sociológicas; pero lo que está ocurriendo ahora es otra cosa. El centralismo vaticano -con su equivalencia en el del CELAM para América Latina- ha generado coacción, parálisis, miedo... El verticalismo jerárquico y clerical sigue manteniendo dependien tes a los de abajo -nada digamos de la situación de la mujer en la Iglesia- y, lo que es peor, con una conciencia de que la salvación de la persona, de la Iglesia y del mundo depende de lo que está arriba, como si la salvación no la cosechasen los mortale s pacientemente, con la fe, la esperanza y la caridad de cada día y con la misericordia, la justicia, la verdad, la entrega y el martirio de tantos y tantos cristianos en momentos importantes.

    Y ese autoritarismo se muestra también, y de manera específica, en el mundo de la teología. ¿Qué ha escrito Leonardo que, aun remotamente, pudiera considerarse seriamente como atentorio a la verdad de la fe? Lo que sí ha escrito son análisis críticos s obre lo institucional de la Iglesia, y eso es lo que parece imperdonable. Aunque no vayan contra los dogmas, aunque la historia y la experiencia cotidiana confirmen que son verdad, hay cosas que no se pueden decir ni publicar. En ese sentido, su libro Iglesia, carisma y poder no auspiciaba nada bueno para él. El libro tiene cosas duras, ciertamente; cosas que incluso pueden ser discutidas. Pero ¿por qué no hacerlo con paz, fraternidad y libertad? ¿Es que Leonardo, el franciscano, el tierno y vigoro so, es intratable, inaccesible al diálogo, obcecado e incapaz de cambiar de opinión si le muestran que en algo serio se ha equivocado?

    Es triste, pero es experiencia acumulada en el mundo de los teólogos que se puede hablar sobre el misterio de Dios con mayor libertad que sobre el de Cristo. Si se habla sobre la Iglesia, disminuye más la libertad real. Y si se aborda con libertad, sin ceridad, responsabilidad y honradez la organización y el poder eclesiásticos, los problemas aumentan. Parece haber algo de intocable en ese poder, de modo que -aunque, según la jerarquía de verdades del Vaticano II, la de los carismas que establecen Pablo y el sentido común, vendría en muy último lugar entre las realidades cristianas- es puesto en primer plano.

    En nuestra opinión, es importante y decisivo que en la Iglesia haya verdad y que se mantenga la verdad de la fe, por supuesto. Es razonable, por lo tanto, que se vele por ella también institucionalmente. Pero eso no tiene por qué ser la única instancia decisiva y dar la sensación de que sólo las curias tienen que decidir sobre ella. ¿Por qué no fiarse de que la comunidad de los fieles -sobre todo la de los fieles de verdad, los pobres, los mártires- y su sentido de la fe y la comunidad de los teólogos- latinoamericanos, africanos, asiáticos, europeos- pueden ir corrigiéndose mutuamente? ¿Por qué no fiarse un poco de que el Espíritu de Dios va proporcionando lo bueno y evitando lo malo a lo largo de la historia, según, de Gamaliel en el sanedrín: «si es ta obra es de los hombres, perecerá; pero si es de Dios, no podrán impedir que prospere»? ¿Por qué no pensar la fe desde la continua manifestación de Dios, que nos introduce cada vez en más verdad (fe creativa, por lo tanto), y no pensarla sólo ni sustanc ialmente bajo el modelo del depósito? ¿No es, acaso, mejor modelo el de los talentos que hay que poner a producir que el del banco en que se deposita algo valioso, sí, pero escondido, cerrado e inaccesible? ¿Por qué, sobre todo, quitar la alegría de pensa r la fe para servir mejor, abiertos a la corrección, por supuesto, pero a la corrección fraterna, horizontal, y no a la imposición vertical?

  • 2. En la Iglesia existe también crisis de fraternidad. Pocas han sido las reacciones públicas de la institución eclesial, pero ha habido algunas significativas. El mismo día en que Leonardo hacía pública su decisión, estaba en España el cardena l Angelo Sodano, quien, a la pregunta de los periodistas, contestó, como ya hemos dicho, que no había por qué extrañarse, pues también Judas traicionó a Cristo. Las primeras reacciones a estas palabras del cardenal fueron de incredulidad -«imposible», «tí pica manipulación, invención, tergiversación de periodistas»-; pero a la mañana siguiente aparecieron en grandes titulares en la prensa española. Precipitadas palabras del cardenal, podrá decirse (y, en efecto, trató de rectificarlas en la primera ocasión que tuvo, aunque sin mucho éxito). Pero, precipitadas o no, son objetivamente «intolerables», «faltas de calidad y de caridad», comentaron dos teólogos en Madrid.

    Es intolerable comparar la decisión de Leonardo con la de Judas. Judas ha pasado a la historia como el más vil de los seres humanos: vendió a Jesús por dinero y para que lo matasen. ¿Ha hecho Leonardo algo que remotamente se le pueda comparar? Durante años ha trabajado hasta el agotamiento -y no por dinero-, ha dado lo mejor de sí y ha sido atacado, perseguido y aun amenazado de muerte por los poderes de este mundo. Y todo ellos por defender y mantener las esperanzas de los pobres, para sacar la cara a Dios y a la Iglesia y para hacer que Cristo siga vivo, no para que se le dé muerte. Que haya cometido errores en una cosa -él mismo suele firmar algunos de sus escritos como theologus et peccator-, pero llamarle Judas es intolerable.

    Y esto es más que una triste anécdota. El cardenal López Trujillo -quien en Puebla defendía, irónicamente, el ideal de comunión y participación- no ha facilitado ni la comunión ni la participación, no ya de los laicos y sacerdotes, pero ni siquiera la de los obispos. Y -pintoresca, pero muy triste anécdota- el cardenal arzobispo de Santo Domingo, López Rodríguez, dijo hace poco en un encuentro las siguientes palabras sobre los sacerdotes progresistas: «Son hombres frustrados, amargados y llenos de tara s... Que se vayan lo antes posible. Y yo creo, es mi opinión personal, que una vez que los casemos y den con una mujer que los maltrate bien, se van a amansar».

    Tristes anécdotas, casos aislados que no deben generalizarse, limitaciones humanas que no deben airearse para no escandalizar a los sencillos... podrá decirse. Pero recordemos que el cardenal Sodano es el actual secretario de Estado y primer presidente de la próxima asamblea de Santo Domingo, y que el cardenal López Rodríguez es el actual presidente del CELAM y segundo presidente de la mencionada asamblea. El problema es, más hondo. Llamar «Judas» a Leonardo es, tristemente, un termómetro de cómo está la fraternidad en la Iglesia institucional. Y no sólo la fraternidad, sino la dignidad de los bautizados, pues se está llamando «Judas», no a un hereje o un apóstata, sino a alguien que se declara miembro de la Iglesia; se denigra, por lo tanto, a un laic o bautizado, como si ser laico no fuese gran cosa. Y para amansar a sacerdotes revoltosos se menciona a la mujer, como si su cometido connatural fuese el de maltratar a los varones y no el de llevarlos hacia Dios y animarlos al servicio a lo s pobres.

  • 3. Existe también en la Iglesia lo que podemos llamar una crisis de gozo y de agradecimiento. No llorar con quien llora es cosa triste, pero peor es no gozar con quien goza. En América Latina ha habido y hay innumerables tragedias que producen llanto, pero ha habido y hay personas y acontecimientos que producen gozo. La gente, los pobres sobre todo, saben llorar y saben reír de alegría. Gozan -por poner ejemplos sólo de salvadoreños cristianos y mártires- cuando se encuentran con párrocos como Rutilio Grande, que decide visitarlos de casa en casa, pedirles su participación en la pastoral, devolverles dignidad, defenderlos denunciando a sus opresores, acompañándolos hasta el final... Gozan cuando se encuentran con religiosas norteamericanas, esc ondidas -y ahora enterradas- en Chalantenango y La Libertad, que los sirven y aman con sencillez y constancia. Gozan cuando se encuentran con un intelectual como Ignacio Ellacuría o con un líder popular como Polín o con un catequista como Jesús -«el hombr e del Evangelio»- o con una defensa de los derechos humanos como Marianela o con un obispo como Monseñor Romero...

    Esta capacidad de gozo es muy importante en la Iglesia. Lo es, porque la retrotrae al gozo de los humanos; y lo es, porque su misión es proclamar una buena noticia que produce -o debe producir- gozo. El gozo, además, genera agradecimiento, y es proverb ial que los pobres agradecen a los mártires citados y a todos aquellos que viven para ellos y con ellos.

    Pero este gozo y agradecimiento, tan primariamente humano y cristiano, no suele estar muy presente en las instancias institucionales eclesiásticas. ¿Han agradecido, como se debe, a Rutilio y a Romero -entre los muertos- o a don Pedro Casaldáliga y a Gu stavo Gutiérrez -entre los vivos-? Dicho sin ironía, ¿han agradecido -aun cuando, por hipótesis, tengan también que corregirle- los desvelos, los trabajos, la fortaleza que ha mostrado Leonardo? ¿Le han agradecido que Dios esté ahora un poco más cerca de las víctimas de este mundo y de los llamados «izquierdistas»; que dubitantes y agnósticos, revolucionarios y ateos respeten al menos o incluso se acerquen a la Iglesia?

    Es comprensible que en la Iglesia haya instancias que velen por costumbres y doctrinas, y que, por lo tanto, deban ejercer la crítica y la corrección cuando fuese necesario. Pero ¿es humano y evangélico un ambiente que parte de la sospecha y no de la f raternidad; que sólo cristica -aunque esto sea necesario- y no agradece los desvelos de teólogos u obispos; que parece expresarse casi siempre adustamente, sin la alegría del evangelio y de los pobres?

  • 4. Los problemas mencionados se refieren más a la realidad intraeclesial, pero quisiéramos añadir otro problema que, en el fondo, es más importante: el caso de Leonardo muestra que la Iglesia tiene una crisis de apostolado y de pastoral. Aun ac eptando las limitaciones, incluso las equivocaciones de Leonardo, una cosa es indiscutible: a sacerdotes y teólogos como él -y no a otros- han escuchado y agradecido dos grupos de personas: las víctimas de este mundo y los «izquierdistas», intelectuales y revolucionarios. Y recordar esto nos parece sumamente importante.

    Desde siempre, la Iglesia ha dirigido su atención pastoral a las clases medias e incluso -y a veces de manera escandalosa- a las clases altas, objetivamente opresoras. También desde siempre ha tenido una pastoral para las mayorías (para los pobres, por lo tanto), pastoral normalmente paternalista. Desde Medellín, sorprendente y gozosamente, la Iglesia empezó a tomar seriamente en cuenta a los pobres en cuanto empobrecidos, en cuanto víctimas, y se dirigió a ellos pastoralmente desde esta perspectiva. E sa opción pastoral liberadora por las víctimas, no simplemente por los pobres, es difícil de mantener, y en no pocos casos se ha iniciado una especie de marcha atrás.

    Por decirlo de forma breve y simbólica: más facilidades o menos dificultades tienen, de hecho, las comunidades carismáticas que las comunidades de base; más frecuente es volver a la pastoral sacramentalista que a la de acompañamiento.

    Pues bien, en esta difícil opción por los pobres o, dicho en palabras más fuertes, en la pastoral para las víctimas, Leonardo, aunque no ha sido pionero ni el único, por supuesto, sí ha sido -y esperemos que siga siéndolo- muy importante. Por su especí fico talento teológico, sabe desarrollar muy bien los diferentes temas para los pobres y desde ellos. Al no apoyar, sino dificultar, su actividad, la Iglesia se está privando de una importante fuerza para mantener y acrecentar su pastoral hacia las víctim as, e indirectamente las está debilitando.

    Pero más notorio es lo segundo: la Iglesia no parece tener ni estar pensando en tener -creativamente, no de pura palabra- una pastoral para la izquierda, ni parece preocuparse de ello eficazmente. Y eso es grave. Se podrá pensar que el ateísmo está to davía muy lejano de nosotros, aunque en sus documentos más recientes la Iglesia está muy preocupada por el auge de la cultura secularizada. Se podrá pensar que el izquierdismo revolucionario, o no tiene redención, o se dirá, con un sentimiento de alivio, que ya ha pasado, aunque en sus documentos la Iglesia también ha hablado de las «revoluciones de la desesperación», que podrán repetirse si la situación vuelve a hacerse desesperada.

    La pregunta permanece entonces: ¿qué pastoral real y eficaz tiene hoy la iglesia institucional, latinoamericana y mundial, para la izquierda? Creemos que muy poca, si alguna. ¿Quién, entonces, les habla de Dios y de Jesús a esos izquierdistas, y quién tiene credibilidad para ser escuchado por ellos? ¿Quién hace que, al menos, no se basfleme el nombre de Dios y de su Cristo -tragedia contra la que nos advierte repetidamente la Escritura- por lo que hacemos o no hacemos nosotros, los creyentes?

    La verdad es que no hay muchos que piensan en este tipo de pastoral. Muy bien lo hicieron Monseñor Romero, como pastor; Ignacio Ellacuría, como teólogo e intelectual comprometido; la hermana Silvia, como religiosa que acompañó a su pueblo hasta el fin al, aun en medio de los bombardeos. Pero de estos cristianos no hay muchos, y a nivel institucional menos todavía. Se espera que la «izquierda» venga a nosotros, a la Iglesia, pero no se ve que la Iglesia tome seriamente la decisión de ir a ellos, con mad urez para minimizar los riesgos, sí, pero también con la audacia de afrontarlos y con la doble convicción de que el evangelio también para ellos, los de la izquierda, y quizá mejor que para otros, va a ser luz, ánimo, fuerza y buena noticia, y que ellos p ueden ser para nosotros también evangelio. Y recordemos que ese «ir al otro» -no simplemente esperar a que los otros vengan- es siempre el acto fundamental de la Iglesia, como en la asamblea de Jerusalén, cuando decidió «ir a los gentiles»; en el Vaticano II, cuando decidió «ir al mundo»; y en Medellín, cuando decidió «ir a los pobres». «Ir a la izquierda» es, pues, una acción esencialmente eclesial y muy necesaria.

    ¿Y qué dirá esta «izquierda», que no entiende de sutileza eclesiales, cuando ve que la institución tiende a silenciar a Monseñor Romero, a acosar a teólogos de la liberación y comunidades de base, y ha hostigado a Leonardo de tal manera que éste, exist encialmente, se ha visto forzado a abandonar el sacerdocio, símbolo sociológicamente primario de la Iglesia?

  • 5.Por último, la Iglesia está adentrándose en una crisis de credibilidad,siendo ésta tan importante en un mundo que, por diversas razones, va abandonando la Iglesia.

    Todos los sabemos, pero hay que repetirlo: desde el comienzo de la era moderna la Iglesia ganó batallas, pero ha perdido muchas guerras por haber perdido la credibilidad en lo que pensó ser sus victorias. Hace ya años, persiguió a Galileo, eliminó a Sa vonarola y a Servet; más recientemente, atacó a Marx a Freud, defendió la monarquía contra las revoluciones democráticas, y a la democracia contra las revoluciones sociales... Al nivel teológico y, en este siglo, persiguió a los modernistas y evolucionist as, a la nouvelle théologie, a prácticamente todos los teólogos que, después, hicieron posible el Vaticano II -sobre toda la nueva eclesiología-: Rahner y Chenu, de Lubac y Congar... A todos estos personajes y movimientos la Iglesia siempre se opus o en un primer momento y, al parecer, con éxito, en el sentido de que los pudo condenar; pero el costo ha sido grande: perdió credibilidad.

    Este recordatorio no es un llamado ni al anacronismo ni al masoquismo, pero sí es un llamado a la lucidez. Las batallas ganadas por la Iglesia fueron muy provisionales, y la declaración de victoria muy precipitada. Años, lustros o siglos más tarde, la batalla ganada se convirtió en guerra perdida, y la victoria de los enemigos de entonces tuvo que ser aceptada como buena, incluso, para la Iglesia, desde una visión cristiana. También hoy la Iglesia parece querer ganar batallas: contra la teología de la liberación, contra la clara y decidida opción por las víctimas, contra la generación de obispos simbolizados por don Helder Camara, contra la creatividad de las bases, contra el clamor de los laicos y de las mujeres dentro de la iglesia... No sabemos si g anará o no estas batallas, pero nos parece importante recordar dos cosas.

    La primera es que, quizá por primera vez en su historia, la Iglesia de América Latina -en Medellín- no sólo no condenó a quienes estaban moviendo la historia, ni sólo fue a remolque de ella, sino que se convirtió en una poderosa fuerza para que las may orías pobres del continente avancen en la dirección de la justicia y de la vida, del reino de Dios. Sería triste, muy triste, que la Iglesia volviese atrás perdiese el carro de la historia y privase a los seres humanos de su fuerza humanizadora.

    La segunda es emprender del pasado, no estar al menos tan seguros de que por ganar una batalla se ha ganado la guerra. En ese sentido, es bien importante la reflexión que aparece en uno de los documentos preparatorios para Santo Domingo. Se recuerda en él que el rechazo de la ilustración a la religión está ligado a experiencias escandalosas. «El cristianismo como factor de división de la sociedad intolerable y excluyente».

    El «caso Boff», por su naturaleza, no ayuda a que la Iglesia asegure su credibilidad ni ante las víctimas de la historia ni ante lo que hemos llamado «la izquierda», siendo así que la Iglesia necesita esa credibilidad. La necesita por la naturaleza mis ma del asunto, ya que credibilidad es aquello que se genera cuando se da una verdadera proclamación y realización del evangelio como buena noticia a los pobres; pero la necesita también para poder simplemente ser escuchada, no sea que -como ha ocurrido en Europa en las últimas generaciones- el ciudadano normal y corriente, y nada digamos obreros e intelectuales, se desentiendan cada vez más de ella.

    En nuestra percepción, esto es lo peor que puede ocurrir con casos como el de Leonardo Boff, y por ello -no sólo por el sufrimiento de un amigo- es comprensible la tristeza que causa todo el asunto. Por ello también hemos hablado con honradez y liberta d de los serios problemas que ofrece en la actualidad la Iglesia institucional. Desde esta perspectiva de preocupación, de interés y de cariño hacia la Iglesia hay que comprender las reflexiones que hemos hecho. No se trata, en absoluto, de atacar a perso nas -que pueden estar muy bien intencionadas, como reconoce caballerosamente el mismo Leonardo-, sino de abordar serios problemas estructurales.

    Indudablemente, al hablar de Leonardo Boff, podríamos haber hablado de muchas otras cosas positivas. Aunque menos agradable, lo que hemos dicho nos parece más urgente. Y, por lo que toca al hermano Leonardo, sólo nos queda desearle -franciscanamente- p az y bien.

    De la revista «Sal Terrae», Santander, 950, (Octubre 1992) 749-757


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