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Macuilí

Cynthia Esther ALARCÓN MÚGICA
Primer premio ex-aequo 2016


 

 

Soy de un barrio conocido, donde asaltan y arrebatan lo propio; no sólo cosas que el dinero puede comprar, sino también lo que no se puede ver: la inocencia, las ideas, el amor. De pequeña me crié entre animales de corral, mi abuela era mi madre, mi madre no lo era. Mis recuerdos se han reconstruido de a poco y de eso hoy vengo a hablarles.

El matrimonio de mis padres fue feliz por poco tiempo; el desencanto de la falta de empleo en el campo llevó a mi padre a un alcoholismo feroz que lo convertía en todo lo que sobrio no era; la violencia se apoderaba de él y se materializaba en golpes a mi madre, quien fue perdiendo la paciencia y la fe y optó por marcharse lejos de casa con mi hermano en brazos y conmigo tomada de la mano.

Cuando tu familia se fractura y eres pequeño sueles buscar dónde va tu pieza en el rompecabezas sin forma aparente; mamá entró en una fuerte depresión que la hizo buscar consuelo en sustancias alterantes y brazos esporádicos, descuidando de este modo a sus hijos; nosotros, fuimos adoptados por nuestra abuela, mujer de gran corazón y escasos recursos.

Ese instante en que el hambre llega y no hay forma de calmarla ni alguien que resuelva esa carencia, tu niñez o adolescencia se ve quebrantada y obligada a tornarse lo más adulta posible; buscas, buscas sin parar alguna salida y muchas veces ésta no es la mejor; fue así que empecé a incursionar en la delincuencia juvenil; buscaba aceptación, amigos, comida, y más que diversión olvidarme un poco de mi soledad y pobreza. Naturalmente las drogas eran parte del juego: consumirlas, venderlas, necesitarlas; eran un bálsamo a mis heridas y mi destrucción silenciosa; en ese ambiente de vicios e ignorancia, estados alterados te hacen perder la noción del tiempo y el espacio, el amor desdibujado por no hallarlo en los encuentros sexuales involuntarios que terminaron por arrancarme la inocencia de mis pocos años; la idea del suicidio albergaba mi mente cuando el efecto de éstas terminaba, la ansiedad y el preguntarme por qué habiendo tantos niños con familias y un hogar en que vivir, a mí me había tocado sufrir de esta manera.

En medio de esa crisis, ocurrió lo esperado, una de tantas noches de soledad quise acabar con el dolor amarrando un mecate a una de las vigas del techo de mi cuarto. Me subí a una cubeta y dando un suspiro di un salto al aire; pero el uso que mi abuela hizo del mecate en esas mañanas soleadas no ayudó en nada y éste se rompió al poco tiempo. Caí al suelo, sin aire y un dolor en el cuello que me duró semanas. Al siguiente día la conocí.

Yo vagaba entre las callejuelas y ella salió de la tienda de la esquina con una botella de agua en las manos. Nuestras miradas se cruzaron, debo decir que tenía unos ojos protectores que en mi vida había visto. Me preguntó mi nombre y me invitó a que la acompañara. Llegamos al lugar donde entiendo ella daría una charla a un grupo de jóvenes.

Ella habló del valor de la vida y de la persona, habló del amor; sus palabras eran como espadas que atravesaban mis heridas; sentí un impulso, un deseo de salir de aquel sitio; era obvio que mi experiencia no era como la de esos muchachos que seguramente tenían padres, comida caliente, ropa limpia y que sin duda iban a la escuela; me sentí fuera de lugar y ellos me veían raro, no obstante y sin saber por qué, permanecí ahí; cuando todo terminó traté de salir rápido pero ella me alcanzó; nos detuvimos bajo la sombra de un macuilí cuyas flores eran desprendidas por el silente vendaval de marzo.

–¿Cómo estás? –Me dijo sonriente.

–Bien, pero ya debo irme –respondí seria.

–Tú tienes algo y lo vamos a descubrir –comentó suspicaz.

–No sé de qué me habla, hasta luego.

Traté de caminar rápido sin contar los pasos que me alejaban de ella.

–¡Magdalena! –me gritó de repente– se te ha caído esto.

En sus manos sostenía un trozo de papel que yo sabía no era mío.

–Anda, ven y tómalo.

Entonces me acerqué temerosa, molesta y acalorada, ¿qué clase de juego era ése? Al parecer se trataba de una hoja doblada.

–Se cayó de tu bolsa del pantalón cuando empezaste a caminar apresurada –me explicó calmada.

Entonces la desdoblé y leí en voz baja: “si mi padre y mi madre me abandonan, el Señor me acogerá” –pero ¿qué es esto?, esta hoja no es mía. –Mis ojos la buscaron sin éxito para explicarle.

“Yo creo que sí es de ti”, pareció musitar el macuilí.

Entonces lo entendí. En la vida hay toda clase de personas. Mensajeros y hacedores de obras buenas de los que se vale Dios para amar y sanar a sus criaturas. Luego de aquel día decidí levantarme, trabajé en una fonda y retomé la secundaria; entré a un grupo de ayuda psicológica y espiritual, donde había personas con problemas como los míos o aún peores; antes de que mi abuela muriera, pude terminar incluso la prepa; luego, con mi buen promedio logré conseguir una beca universitaria en modalidad abierta: Licenciatura en Trabajo Social; cuatro años después, estoy aquí con ustedes.

Decidí contar mi historia y cambiar la vida de jóvenes como ustedes con vivencias y heridas similares a la mía: abandonados, atrapados en las drogas, hambrientos de pan y amor; abusados sexualmente; nuestros rostros son distintos, pero las batallas son las mismas. Jamás volví a ver a esa mujer que tocó mi vida con aquella hoja de papel, pero hoy gracias a ella estamos aquí. Bienvenidos sean todos ustedes, chicos, a su Casa del Joven “Macuilí”. Tengamos ánimo, porque nuestra verdadera batalla comienza aquí.

 

Cynthia Esther Alarcón Múgica

Xalapa, Veracruz, México

 


 



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