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Infinita o Soy la que Fui

David Alexir LEDESMA FEREGRINO


 

 

Quizás no exista forma de sentirse más harta, más al borde de la muerte. Desde que salió del pueblo, buscando encontrar un mundo distinto, todas las tardes han sido de llanto. Tampoco es que haya esperado nunca que la cosa fuera fácil, pero esperaba por lo menos no ser tratada como un monstruo. Una vez quiso ser poeta. Vivía enamorada de Girondo y navegaba perdida entre los pasillos de La Tregua. —Ama tu ritmo y ritma tus acciones— le había dicho Darío la mañana en que decidió ponerse ese vestido y enfrentarse con la vida. Ahora no quedaba más que el sueño primigenio. Jessica lo perdió todo en esa apuesta donde se jugó techo y comida por la libertad de ser la que su corazón dictaba.

Esa tarde, como casi siempre, un cliente la había tratado como basura. Jessica se preguntaba por qué se había escapado el sol y por qué Dios, esa experiencia de amor supremo, parecía ahora tan distante. Su dolor no encontró refugio en ningún camino o algún templo. A la suerte le gustaba acorralarla hasta extirparle los motivos. —Estoy sola. Fracasé— se repetía deseando estrellar el tarro de cerveza contra su frente. Jessica se conocía de memoria los márgenes, había habitado en ellos desde siempre. Estaba familiarizada con los estragos del machismo y con las tragedias de esta guerra que no cesa. De cualquier modo las palabras no dejaban de quemar y mucho menos cuando se transformaban en rocas. Sabía defenderse de los puños y escapar cuando ya no quedaba de otra, pero nunca había entendido cómo es que era más despreciada que la maldad misma sólo por haber nacido en un cuerpo de hombre que no le pertenecía. —Quizás es porque me lo robé— se justificaba en broma. —Se lo quité a ese chico al que le tocó llegar en cuerpo de mujer—.

Estaba Jessica absorta en los lamentos de su mente cuando la interrumpió la voz demandante de un opresor que pretendía ocuparle como objeto. Jessica le rechazó, aunque con tono sumiso y lastimero. —Ahorita estoy descansando, pero si quieres me buscas luego en la rotonda—. Los clientes de Jessy, como todos los hombres del pueblo, no sabían obtener un no por respuesta. En su trabajo no era libre ni estaba absuelta del temor y la miseria. El hombre insistió un par de veces antes de perder la cordura. Pronto Jessica se supo atrapada por el puño lacerante del hombre que demandaba poseerle, como si se tratase de un objeto utilizable. —Eres propiedad pública— defendería en otra ocasión Doña Martina, justificando la violencia.

—¡No soy de nadie más que mía!— Reclamó la Jessy levantándose y recuperando el brazo que casi había perdido. —No te hagas la mustia; si ésta es tu vida y bien que te encanta— interrumpió una voz desde la esquina de aquel bar. La escena había sobrepasado la magnitud de los primeros dos cuerpos. Jessica empezó a sentirse culpable. La voz gritona no estaba del todo equivocada; una vez había pensado que sus andares no eran tan miserables. Fue cuando la contrató el Toñito, el chavo que le gustaba desde su llegada al pueblo. Así que no supo qué contestar y transformó el tono desafiante en la simple y sincera súplica de antes. —Por favor, de verdad que ahorita me siento bien cansada—. Como respuesta se acercó el dueño del lugar y demandó a Jessy obediencia en un susurro. Ni tiempo hubo de formular contraargumentos porque pronto estuvo rodeada por todos los hombres del bar que se habían levantado para hacerla cumplir con el mandato social. Como una manada de lobos, se acercaban en círculo atormentando a su presa.

Del último rincón del bar surgió la voz de un hombre que Jessica no había percibido. Permanecía sentado y en paz frente a su copa de vino casi intacta. —¿Les gustaría que trataran así a uno de sus hijos?— cuestionó a los hombres con un tono firme pero que guiaba hacia la calma. —¿Cuántos de sus padres no habrían vivido como Jessy si hubieran tenido más valor? ¿Cuántos de ustedes no quisieran ser un poco más como ella, aunque sea en la libertad con que sus pasos ignoran las imposiciones de las ropas?— Los hombres callaron la agresión de súbito. Uno de ellos protestó y le pidió al hombre de barba y lentes oscuros que no les interrumpiera. —¡Tú no te metas, extranjero!—. Pero los demás ignoraron la exclamación y permanecieron en silencio.

—¿Cuántos de ustedes se han embriagado para demostrar que son hombres? ¿Quiénes aquí saben cocinar? Si les faltara una mujer perecerían en unos días o terminarían viviendo de pasta y alcohol—. Jessica dejó ir el gesto de susto que la complicaba y lo cambió por uno de esperanza. —¿Cuántos han forzado a sus esposas a quererles? ¡Miren en lo que el machismo los ha convertido! En unos cobardes, en unos dependientes, en unos violadores. ¿Es eso lo que quieren de sus almas? Cambien el camino y conocerán el perdón—. El hombre se levantó de golpe y tomó su gorra de béisbol. «Jesús» decían las letras color oro bordadas en el frente de la cachucha. Se acercó sereno a los hombres, que se encontraban en silencio, y sacó a Jessica del círculo de violencia en el que se encontraba inmersa. Los hombres la dejaron ir sin decir más.

Salieron del bar con calma y sin pronunciar palabra. Ya estando afuera, Jessica rompió en llanto. Abrazó con fuerza a Jesús mientras su lágrimas se fundían con su sonrisa. —Te lo agradezco tanto. No encontraré jamás la forma de expresarlo— se deshacía en sollozos la Jessy, hincándose ante los pantalones vaqueros de Jesús. —Adora la creación. Ámala incluso cuando menos creas que lo merece y así estaremos a mano—. Jessy prometió a Jesús que amaría a la naturaleza, con sus animales, sus plantas, sus personas y sus sentimientos irracionales. Jesús dio a Jessy una palmada en la espalda y pegó media vuelta.

Jesús estaba apunto de mancharse en su troca color rojo. Jessy pensó en abrazarlo y dejarlo partir, pero un grito interno y moribundo le pidió entregarle su última plegaria de esperanza. Lo tomó por el brazo y dibujó con su cuerpo una ligera reverencia. —Me has ayudado ya bastante y no es mi intención abusar de tu empatía. Sé perfectamente quién eres, te reconocí desde que hablaste y quisiera molestarte con una última plegaria—. Jesús regresó hacia Jessica y le dijo con la tranquilidad propia de aquél que ya lo ha visto y superado todo: —No tienes que disculparte por pedirle al universo que tome en cuenta tus opiniones. Siéntete libre de decirme, querida, qué otra cosa te perturba—.

Jessica tomó aire, mucho y hondamente, para sacar la oración de siempre. Tantos años repitiendo el mismo deseo frente a las fuentes, los pasteles y cometas. Pero esta vez era distinto, la escucharía alguien que tenía la resolución de su demanda bajo su jurisdicción. —No quiero tener que pasar nunca más por este infierno, que me juzguen por quien no soy y que me llamen como no quiero—. Jessica contó a Jesús la historia de sus maltratos. Le contó quién quería ser y cómo se había sentido siempre atrapada. No sabía bien qué esperaba; quizás un milagro o una solución más rápida que el maquillaje y la faja de la mañana. Terminando la plegaria Jesús la miró comprensivo y esbozó una sonrisa ligera. Aunque no fue un cambio radical, Jessica obtuvo como respuesta una oración que convertiría desde entonces en su eje rector, en su camino de paz y en su chaleco salvavidas: —Un cuerpo no te constituye—.

Era cierto, Jessica había sido siempre una mujer. Jesús cerró la puerta de la camioneta y quitó el freno de mano. —Una cosa más— le dijo a través de la ventana, antes de partir. —Únete con tus hermanas, protéjanse—. Jessica lo miró con incredulidad. —Pero yo no tengo hermanas— protestó. —Las encontrarás—. Jesús prendió la troca y se perdió entre el polvo del desierto.

 

David Alexir Ledesma Feregrino

México, D.F.

 


 



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