Servicios Koinonía    Koinonia    Vd esta aquí: Koinonía> Páginas neobíblicas > 134
 

 

La batalla de David y Goliat

1 Samuel 17

Nibar FIDENCIO ALVARADO


 

 

Hombres, mujeres, jóvenes y niños bajaban desde todos los puntos de la Comarca: Cerros, cordilleras, llanuras, selvas y montañas. Desde, Mironó, Besigó, Ñurum, Nidrim, Cerro Viejo, Alto Caballero, Kankintú…, toponimia del pueblo en lucha. Vienen algunas mujeres con bebés a sus espaldas, acunados en las chácaras que ellas mismas les habían confeccionado. “Los niños deben aprender, desde pequeños, a luchar por su dignidad y su tierra” es la consigna. Caminaban sin pensar en los días que iban a demorar para llegar a su destino. Lo importante era cumplir con el deber de defender su tierra; su tierra pedregosa y poco productiva, la única que el gobierno le había dado, conquista de muchas horas de caminatas, cierre de calles, cansancios y hasta muertos. Era necesario defender ríos, montañas, animales y lugares sagrados.

En sus pequeñas mochilas llevaban chicha de maíz, guineos asados y algunas frutas que servirían de provisión para el camino y para compartir con aquellos que no van a tener nada que comer. Era otra jornada de lucha por la dignidad y defensa de la Madre Tierra, puesto que el gobierno y sus esbirros de la Asamblea querían imponer la explotación de cerros mineros y desbastar tierras para las hidroeléctricas; situación que afectaría sus ríos, montañas y los pocos bosques que quedaban. Mientras caminaban, dialogaban y recordaban las masacres de Changuinola, los atropellos a los teribes recordaban la lucha del pueblo guna en la revolución dule. Algunos gnäbes venían de montañas muy remotas; habían caminado tres, cuatro, hasta cinco horas, para llegar hasta un puesto de salud, en el mejor de los casos.

Jerónimo y Mauricio, dos jóvenes gnäbes que trabajaban en los cafetales de los grandes burgueses, estaban cansados de tanta explotación para ganar sueldos miserables, puesto que trabajaban hasta más de doce horas. La empresa no les pagaba ni el seguro social. Por eso habían decidido unirse a la lucha de su pueblo. En efecto, habían dejado sus casas para cumplir una misión importante: apoyar a su pueblo. Jerónimo Rodríguez había dejado a su esposa embarazada con sus dos niños: “Ustedes cuiden a su mamá mientras yo esté ausente”, les dijo al despedirse. “Papá, te estaremos esperando”, fue lo último que escuchó al perderse entre los matorrales. Jamás pensó que en ese momento estaba despidiéndose para no ver más a sus seres queridos. Mauricio, por su parte, vivía con su mamá, ya viejita. Le dijo, antes de irse, que al regresar terminaría el pequeño bohío que le estaba construyendo, porque donde vivían el techo goteaba mucho y la temporada de aguaceros se aproximaba. Él era el único sostén de la casa. Su papá había muerto envenenado cuando trabajaba en las bananeras. La viejita presagiaba que algo malo iba a ocurrir, por eso, en su silencio, invocó a Mama Tata y Mama Chi para que protegieran a su hijo. Los dos jóvenes nunca pensaron que caminaban hacia su pasión y muerte, que en aquella carretera dejarían su cuota de sangre por el pueblo y sus descendientes, como lo hicieron otros mártires de Abia Yala: Urracá, Victoriano Lorenzo, Igwasalibler, Tupac Amaru, Lautaro, Quintín Lame, Víctor Jara, Álvaro Ulcué, Che Guevara, Arlen Siu y tantos y tantas mujeres y hombres que amaron la vida y que dieron su sangre como ofrenda para la liberación de la Patria Grande, Abia Yala.

Sonó el caracol. Una mujer de pequeña estatura, indicaba que había llegado el momento de acampar. La tarde estaba cayendo, el sol de verano se perdía en el horizonte detrás de los cerros pelados de la Comarca. Las aves con sus silbidos buscaban los mejores lugares para pernoctar. La naturaleza se preparaba a esperar la noche. La jefa del grupo ordenó: “Tenemos que encender el fuego para hacer una olla común, para que todos y todas coman”. Con las pocas provisiones que tenían en sus mochilas, -guineos, maíz y algunos tubérculos-, compartieron el plato. Luego, bebieron juntos la chicha de maíz. A continuación, se sentaron cerca de un gran árbol, testigo de los sueños de un pueblo con muchos años de historias de marginación, de atropellos y olvido. Era el momento de animarse, de hablar de sus luchas, de las esperanzas, sobre todo, de recargar las energías para la siguiente jornada. Antes del diálogo, bailaron su danza al compás de las maracas, simularon el juego de la balsería entre risas y gritos; por un momento se habían olvidado de todo: de la lucha por la tierra, de la pobreza en que viven, del cansancio y de la larga jornada que aún les espera.

Sonó por segunda vez el caracol, el diálogo iba a comenzar: “¡Amorogo!” (“¡Hermanos y hermanas!” en su lengua nativa): La jefa comenzó: “Pidamos a Mama Tata y Mama Chi que nos acompañe siempre, que no nos abandone, que el valor y la valentía que le dieron a Urracá y a Victoriano también nos la dé. Nuestro sacrificio no será en vano, nuestros hijos y nuestros hermanos los ríos, montañas y animales nos lo agradecerán. No podemos permitir que una vez más el gobierno se burle de nosotros. Por eso, debemos mantenernos unidos como un solo cuerpo, pues ésa es la única arma que tenemos. Nuestros antepasados, que amaron la vida, están con nosotros. Ellos nos legaron estas tierras y nosotros tenemos la obligación de luchar por ellas, en nombre de las generaciones que vendrán. El gobierno prepotente y genocida no entiende eso. Lo único que entiende es que su máquina registradora va a ser afectada pero, nosotros con nuestra fuerza y decisión llegaremos hasta las últimas consecuencias. ¡Que se nos respete, basta de engaños y de burlas! El Gran Señor y la Gran Señora están con nosotros”. Ellos nos darán valor y combatividad y nos liberarán. ¡Que viva Urracá!”. La experiencia les habían enseñado a no temer al poder del enemigo; era mejor morir a vivir esclavos en su propia tierra.

Caminaron dos días más, hasta que el 5 de febrero llegaron a la carretera, que era el punto del encuentro. Inmediatamente, la jefa, -que era la jefa de todos y de todas-, coordinó sus acciones con otros grupos y ordenó cerrar la calle panamericana. El paro había comenzado; hombres y mujeres buscaron piedras, palos, troncos de árboles, llantas viejas y todo tipo de desperdicios, echaron a la calle y los prendieron.

En las ciudades muchos estaban confundidos por lo que estaba pasando. No sabían porque los gnäbes estaban cerrando las calles. Los periódicos titularon: “Los indios han cerrado la calle panamericana”. “Los indios tienen prendida la panamericana”. “Los indígenas no dejan pasar camiones llenos de alimentos”. “Los indios se creen dueños de Panamá”, etc… Los antimotines se habían apostado en una ciudad cercana, esperando la orden de ataque, con escopetas de perdigones y balas, dispuestos a masacrar. Al tercer día del cierre, los antimotines recibieron la orden de ataque. Sin respeto a mujeres y niños comenzaron a disparar balas y perdigones. Los gnäbes ripostaban con piedras y palos en su defensa. La historia se repetía. La batalla con los esbirros de gobierno era desigual. El Gran Jefe Blanco, desde sus oficinas, dirigía con toda su tecnología a sus secuaces, mientras ordenaba cortar todas las comunicaciones para que nadie supiera lo que estaba pasando. Los gnäbes se defendían con lo que encontraban. Sólo la naturaleza fue su aliada en el campo de batalla. Rápidamente, empezaron a caer heridos. Muchos fueron arrestados, entre ellos mujeres, jóvenes y hasta niños que estaban acompañando a sus padres. Todos fueron golpeados inmisericordemente. Entre los arrestados estaban Jerónimo y Mauricio quienes al resistir recibieron disparos a quema ropa, quedaron desfiguraros totalmente. Algunos hombres que fueron llevados a los cuarteles se desaparecieron sin que se sepa hasta el día de hoy dónde están. Las mujeres arrestadas fueron violadas por los policías. La carretera donde cayeron los jóvenes quedó manchadas de sangre como ejemplo de valentía para las generaciones venideras. Las organizaciones solidarias denunciaron a través de manifestaciones el atropello que habían sufrido el pueblo gnäbe. Fue una acción importante para doblegar al Goliat moderno. Muchos comprendieron la lucha gnäbe y estuvieron de acuerdo con la causa. Fue un gran ejemplo de amor a la vida y a la Madre Tierra. El pueblo más miserable de Panamá había dado una lección de valor a la sociedad panameña.

Una vez más, los pobres de la tierra sembraron sus vidas para el florecimiento de un mundo nuevo: un mundo donde todos sean hermanos, donde todos tengan vida en abundancia, sin distingo de grupo étnico y en armonía con la naturaleza, donde haya respeto mutuo. Este mundo nuevo quedó abonado con la sangre de los gnäbes. Con el sacrificio del pueblo quedó plasmado que el mundo nuevo nace y es posible.

 

Níbar Fidencio Alvarado

Usdub, PANAMÁ

 


 



  Portal Koinonia | Bíblico | Páginas Neobíblicas | El Evangelio de cada día | Calendario litúrgico | Pag. de Cerezo
RELaT | LOGOS | Biblioteca | Información | Martirologio Latinoamericano | Página de Mons. Romero | Posters | Galería
Página de Casaldáliga | La columna de Boff | Agenda Latinoamericana | Cuentos cortos latinoamericanos