¿Quién eres, profetisa,
que pocos te recuerdan?
Mis palabras explican
Aquella que es eterna,
prometió bendiciones
y avisó de condenas.
Soy una mujer más
y hoy soy la mensajera.
 
¿Por qué a tus labios vienen
palabras que retruenan?
Porque Ella habló confiando
en que una las dijera;
no un sacerdote altivo
sino una firme jueza;
profetisa valiente
y no un triste profeta.
 
¿Cómo das esperanza
si la amenaza es cierta?
Porque el dragón ya tiene
hundida su cabeza
en el polvo de Adán
por el talón de Eva.
La Palabra inicial
es Aliento y promesa.
 
¿Qué dices al rey justo
que a tu saber apela?
La victoria es segura
mas no como la anhela;
si no hay parto no hay vida,
que sea hembra y no tema;
no vive una semilla
si en tierra no se ausenta.
 
¿Por qué afirmas que hay vida
en la frialdad de la piedra?
La Vida en mí provoca
ciclos de sangre nueva;
huelo su nardo oculto
tras lágrimas de pena;
reconozco su fuego
que arde más que la guerra.
 
¿Qué no vimos, Palabra,
que te dimos por muerta?
Me imaginaron varón,
no me escucharon plena;
no me vieron dar vida
en las carnes abiertas
de tantas profetisas
que traen la Buena Nueva.

Estamos habituados a reconocer en personas y personajes masculinos del Antiguo Testamento figuras de Cristo: Adán, Moisés, David, Jeremías, Jonás, por recordar algunos. Mucho menos acostumbrados estamos a identificar mujeres del Primer Testamento como anticipaciones proféticas de Jesús; tal vez de María, madre de Jesús, o de la Iglesia; pero no de la Palabra hecha carne.

La relectura que presento intenta agudizar la mirada exegética en esa orientación poco usual; y en este caso, proponiendo a la última voz profética de la Historia Deuteronomista: la profetisa Julda.

Para recordarnos que la Trinidad nos ha hecho a mujeres y varones a su imagen y semejanza; y que en la humanidad completa debemos buscar su rostro revelado.

Hugo Pisana

Buenos Aires, Argentina