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¿CÓMO NO SE CONSUMEN?

Éxodo 3, 1-6

Eloísa BRACERAS


 

 

Moisés miraba la zarza arder sin consumirse. Miraba sin entender. La zarza, aquello que menos vale, aquello que habita el desierto, desterrado de cualquier señal de vida. Una zarza ardiendo en el desierto vale muy poco; por no poder, no puede ni extender su fuego por el bosque, porque no existe bosque. No puede calentar a alguien, porque no hay nadie. No puede dar luz, porque no existe sombra. Una zarza en el desierto es el despojo de algo que fue vida, pero que ya está muerto y no sirve para nada. Una zarza ardiendo todavía sirve para menos. Moisés miraba sin entender y probablemente sin querer implicarse mucho: ¿quién creó ese fuego? ¿Cómo nació? ¿Por qué ese palo seco parecía no acabar nunca?

Moisés sólo recibió una respuesta, respuesta que no respondía a sus preguntas: “Yo soy el que Soy”. ¿De qué sirve la respuesta a una pregunta no hecha? Moisés estaba en el desierto, y en la más absoluta soledad encontraba el fuego, un fuego inexplicable salido de ninguna parte que no consumía nada. ¿De qué sirve una teofanía en esas circunstancias tan absurdas?

Además, Moisés estaba en el desierto huyendo de algo. Él había visto la explotación y el sufrimiento injusto, el abuso de poder y la invalidez de la inocencia, y no comprendiendo fue más allá de lo permitido: viendo se indignó, e indignado mató como venganza, mató para no tener que ver de nuevo. Y huyó. Al final… hasta el protegido del faraón tiene que pasar por la justicia. ¿Y ahora, en aquel desierto de rebaño errante, tenía que tropezarse con el absurdo? ¿Un lugar sagrado en medio de la nada? ¿Y va a tener que quitarse las sandalias? Pero…¿qué tiene que ver con él todo eso? Y lo peor estaba por venir. La pregunta primera, cargada de ingenuidad, aquélla que surgió ante el descubrimiento de la realidad hebrea deshumana… ésa sí, iba a tener respuesta: “Yo también vi el sufrimiento de mi pueblo”.

Moisés había ido demasiado lejos. Hizo lo que no podía haber hecho. La primera osadía fue sobrevivir, cuando tantos niños de los hebreos habían muerto por la absurda culpa de nacer. No sólo fue salvado por la audacia de una madre desesperada, sino protegido por la ternura de una egipcia mujer, profundamente mujer y visceral, profundamente madre. Moisés fue criado en una cuna que no le correspondía: de la cuna de agua a la cuna de lino. ¿Milagro de Dios, coincidencia humana… por acaso no son lo mismo? Además, Moisés no fue nada prudente: ¿de dónde le vino la idea de conservar un corazón caliente? ¿Fue la sangre de la raza oprimida que mantuvo en movimiento el sentir de indignación? En cualquier caso… estaba en un aprieto. Y ahora, ¿una zarza, por sagrada que fuese, tenía que venir a complicar su vida todavía más?

Hay quien nació en cuna de oro, o por lo menor le fue dada con más o menos esfuerzo. Muchos niños nacen a orillas del Mediterráneo. Costumbres, idioma, historia, cultura europea… pero en la sangre una sola raza, esa raza de pelo negro, sangre caliente, temperamento primario, corazón desobediente y pasado común con aquella piel de gran parte del mundo. Tienen todo para ser privilegiados: un techo, una familia, una seguridad, una moneda. Colegio privado, seguro médico, una habitación todita para él. Crece como rico. Nadie podrá explicarse más tarde de dónde le viene tanta solidaridad. Un buen día aquel niño que fue decide embarcar en la aventura de la justicia. Cientos de ONGs pululan por Europa a la busca de la dignidad que otros perdieron. Viendo la injusticia y opresión de sus hermanos se vieron arrojadas al desierto, un desierto poblado de preguntas: ¿por qué? ¿qué se puede hacer? ¡Qué enorme imprudencia querer defender los derechos de los sin-derechos! Nadie comprende cómo el hijo del Norte puede preguntar determinadas cosas. En cambio, cada vez son más lo que dejan de lado burlas, preconceptos y peligros y son llevados al desierto por el propio corazón.

Allí llegarán nuevas preguntas. Allí verán la zarza ardiendo, que no vale, que no se consume, ante la cual hay que quitarse las sandalias y semi-cerrar los ojos para no cegar. En el desierto, el corazón se abre de par en par al contacto con la propia realidad, y las preguntas empiezan a bullir como nunca: ¿por qué yo sí y mi hermano no? Quien tiene la gracia de conocer el desierto verá la zarza arder. Es el rostro de tantos otros, que habitan suelo sagrado y ardiendo no se consumen. Son los rostros de la televisión, de los periódicos, de la Internet, de la boca de metro, de la Plaza de Cataluña, del viaducto de Getafe.

Quien tiene la gracia-valor de adentrarse todavía más en el desierto verá las zarzas más de cerca: niños, mujeres, jóvenes como hormiguitas en las cajitas de cerillas de una favela de Río, que un día después de otro van viviendo y van haciendo la vida pensando que un día, tal vez, quién sabe, van a salir de aquello. Son zarzas que arden sin consumirse. No valen para nada, son la teofanía. Son tierra sagrada. Es la mujer, madre de familia con un solo cuarto, con tres niños y el marido borracho a partir de las tres de la tarde; no huye porque no tiene valor y no sabría para dónde hacerlo, pero espera soñadora el día en que todo va a cambiar… y un día todo cambia, “con la gracia de Dios” y su trabajo incansable en lo que nadie quiere. Quien se adentra en el desierto y ve esa hoguera nunca más olvidará quitarse las sandalias y reverenciar ese rostro y el rostro de Aquél que “es el que Es”.

Es una visión que le impele. No da respuesta a sus preguntas: ¿quién creó ese fuego? ¿cómo nació? ¿Por qué ese palo seco parece no acabar nunca?. “Yo soy el que Soy” será la respuesta a una pregunta no hecha. ¿Cómo es posible, en ese hormiguero humano de Río, que cada minúsculo ser humano conserve la esperanza?: “Yo soy el que Soy”. Basta el nombre de Dios para que todas las preguntas reciban respuesta. Dios es la razón de la esperanza incombustible. Ese pueblo cree en Dios, tiene Dios, es Dios en él y él en Dios.

Después llegarán las otras respuestas también: “Yo también vi el sufrimiento de mi pueblo”, y el europeíto se verá empujado al movimiento, a caminar hasta el faraón… Sólo un Moisés en la Historia de Israel… ¡Qué pocos Moisés en nuestra Historia! Son pocos, pero son visibles. Es la globalización de la solidaridad.

 

Eloísa Braceras

Belo Horizonte - BRASIL

 


 



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