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1 REYES 17,7-16

Blanca Estela SILVA


 

 

En el territorio donde actualmente se encuentra situada Angola, uno de los recursos milenarios que ha permitido y permite a la mayoría de las mujeres bantús resistir el hambre y asegurar mínimamente la vida de la familia, es la agricultura.

Han sido siempre ellas las que han hecho producir los campos durante los tiempos de las lluvias, y en las tierras húmedas a las orillas de los ríos. Allí, las madres jóvenes, las viudas y las abuelas pueden llenar sus cestos de frutas y de comida para saciar el hambre de la familia, y no sólo eso: también pueden reservar la mejor parte del fruto de su trabajo, que queda consagrado como támbula (ofrenda), que los domingos es ofrecida y donada a la Iglesia o para el sustento de los enfermos y necesitados de la comunidad.

Fue en este contexto de lucha por la vida donde nació y creció una mujer anónima que apenas tuvo tiempo de soñar y disfrutar de su juventud, cuando su tribu ya la entregó en casamiento con la misión de ser madre.

La guerra desencadenada en Angola, antes y después de la Independencia (1975-2002) la dejó viuda y se vio forzada a abandonar su tierra de origen, sus campos labrados, lo poco que tenía para sobrevivir, y emigró: primero, a los campos de refugiados en la periferia de Luanda, capital de Angola, después a los Musseques (favelas) donde en aquel inmenso laberinto de callejuelas y construcciones provisionales encontró un lugar donde construir su cabaña para cobijar en ella la única riqueza que la vida le dejó: sus hijitos.

No enloqueció, por ellos; por ellos se armó de valor y fue a probar suerte en los mercados paralelos de Luanda, a vender lo que le caía en mano, lo que la Providencia le daba. En medio de la violencia y del sufrimiento de la vida, muchas veces no consiguió el pan de cada día para sus hijos... pero fueron ellos, otra vez, los que, al volver a casa, sin nada en el cesto, hicieron surgir dentro de ella una creatividad sin igual, divina: en un ritual lleno de fe, conseguía como podía alguna leña, encendía el fuego, llenaba de agua una panela y la colocaba sobre la lumbre, y mientras el agua hervía, ella, con mucho cariño, invitaba a sus hijos a esperar... hasta que el sueño vencía uno a uno a sus pequeños y quedaban dormidos con la imagen de ella preparando la comida, revolviendo y cuidando la panela como si estuviese llena de alimento. Así, al día siguiente, volvía a la lucha hasta conseguir alguna cosa para comer, y cuando lo conseguía, acostumbraba a repetir con una confianza también divina: «Dios es Padre, no padrastro».

Una cosa que no dejó nunca de practicar fue la támbula. Poco o mucho, los domingos, siempre llevaba algo para los cestos de las ofrendas.

Esta mamá anónima, esta «Madre Coraje», ya no está con nosotros, pero está su hijo, Pablo, que ha contado la Historia Viva, y que hoy trabaja en favor de los Derechos Humanos en Angola, y tiene sueños de un mundo nuevo y afirma que aquella panela sostuvo su vida y su esperanza hasta los días de hoy.

Ni la mesa de aquella cabaña quedó sin Pan, ni el cesto de la Iglesia quedó sin la támbula, conforme prometió el Señor, a los que creen que Él es Padre y no padrastro.

 

Blanca Estela Silva

ANGOLA

 


 



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