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Con nuevos ojos

Beatriz CASAL


 

 

- No insistas niña, ya te dije que voy a quedarme como estoy. Dios quiso que pasara el resto de mi vida sin mirar y así será.

- Pero viejo, si todo el mundo está pasando por esa operación llamada “milagro”. Fíjate que hasta le han puesto un nombre religioso. Me han dicho que los médicos cubanos son muy buenos y cariñosos, que tratan a los ancianos con mucho amor y además, que duele muy poquito lo que tienen que hacerte.

- Pero mira que eres caprichosa mujer, no oyes que no, que no quiero saber de eso. Tampoco voy a salir del pueblo, aquí me voy a morir y que sea como Dios quiere.

- Es que tengo que darle una respuesta a la doctora Rosalía, ya ha venido varias veces y me da pena con ella. Se preocupa tanto por nosotros y tú sin querer aprovechar esta suerte. El nuevo gobierno nos da la bendición de atención medica a los campesinos y además, nos benefician con esa “operación milagros”.

Facundo se quedó en silencio cuando oyó mencionar la palabra “gobierno”. Se levantó de la silla y caminó con dificultades hasta el cuarto, cerrando la cortina tras él. No quería que fuese a decir el nombre del presidente y tener que mandarla a callar. La mujer quedó parada en la habitación que servía de cocina y comedor, y moviendo la cabeza con preocupación volvió a sus quehaceres.

Facundo Izquierdo, estaba viviendo con su hija en aquel monte, a muchos kilómetros de la Ciudad. Cuando fracasó la operación y desertó del ejército, fue a esconderse a aquel rincón del país. Con los años se había quedado casi ciego, como producto de su padecimiento de cataratas. Cuando llegó al pueblo y su hija lo vio, quedó muy sorprendida del cambio que había dado su padre; hacía muchísimos años que no sabía de él, desde que se marchó de la casa dejándolas solas a ella y a su madre. Luego Julia, la madre, murió, y ella se quedó sola, envejeciendo sin hijos y sin marido.

El viejo, como le decía su madre a Facundo, no dio muchas explicaciones cundo llegó de repente, y ella, Francisca, era igualita que su madre, una mujer muy noble y sacrificada. Por eso aceptó a su padre de vuelta y lo cuidaba con esmero en aquella casa pobre en la que se había criado con infinidad de trabajos. Ella había tenido que trabajar cocinándoles a algunos trabajadores del campo, los cuales le pagaban poco, pero le permitía sobrevivir.

Ya hacía dos meses que habían comenzado por aquella zona las pesquisas, para conocer las personas con dolencias en la vista. La médica cubana que laboraba hacía catorce meses en el territorio les había visitado varias veces, pues Francisca le comentó del padecimiento de su padre. Cuando Facundo se enteró de que su hija le había dicho a la doctora que podía ponerlo en la lista para la operación, formó una discusión tremenda y desde ese entonces, cada vez que tocaban esa cuestión se enfrascaban en un tremendo debate. Y siempre las cosas terminaban igual, Facundo para el cuarto y Francisca a sus quehaceres, sin lograr nada.

El anciano recostado en su camastro con los ojos abiertos y fijos, no lograba divisar ni las maderas, ni las tejas que cubrían el techo de aquella humilde y deteriorada vivienda. Sus ojos estaban abiertos pero no a la existencia que le rodeaba, sino al pasado. Un pasado que lo atormentaba hacía muchos años y que no lograba eliminar de su conciencia, de su pensamiento. Imágenes que pasaban unas tras otras por su cerebro y que casi no lo dejaban dormir, ni descansar, ni vivir.

Muchas veces resonaban en sus oídos aquellos gritos, aquellas órdenes: para acá traen al hombre apresado, luego se lo llevarán lejos. Hay que hacerlo desaparecer. Eran voces que venían de la jefatura y que él las estaba oyendo. Él era uno de de los soldados “del golpe de estado”. Él era uno más de los que estaban en contra de cualquier gobierno popular. Sus jefes le habían dicho que aquello sería comunismo y él debía luchar contra aquellos que no creían en Dios. Le habían dicho que el comunismo era algo monstruoso, por su carácter antirreligioso.

También sabía de qué hombre se trataba: hablaban del comandante, del Presidente. Desde las altas esferas militares había descendido la noticia hasta ellos, los que serían responsables de la custodia del hombre. Así se le decía, era mejor que mencionar su nombre. Aquella madrugada no durmió, se sentía nervioso, pero también orgulloso de estar dentro del grupo de los escogidos, para tan honrosa misión. A las 4 de la mañana llegaron con la carga, se bajaron unos cuantos militares de una furgoneta, custodiando al apresado y enseguida lo metieron bien adentro de aquellas paredes carcelarias.

Lo que más recordaba Facundo, y que no lo dejaba dormir apenas, fue aquella mirada. Si, porque el hombre había pasado a su lado y a pesar de que lo custodiaban por delante, por detrás y por los lados, en aquel preciso momento giró su cabeza hacia la derecha y lo miró. Aquella mirada “del hombre” fue a parar directamente a sus ojos. Sí, en aquel momento Facundo veía bien, la catarata todavía no había hecho estragos en sus pupilas. Por eso pudo observar que “el comandante” tenía una mirada relajada y firme.

Nunca había podido verlo en persona hasta ese momento y siempre que lo observaba en la televisión, lo hacía imbuido de todos los calificativos nefastos que le inculcaban sus superiores. Pero aquella mirada no parecía ser de un hombre como el que le habían descrito: incrédulo y guerrerista. Aquel hombre tenía una mirada serena, una mirada pacífica. Una mirada penetrante, firme, clara.

Por mucho tiempo, luego de aquel encuentro y de la deserción, había pensado que su progresiva ceguera había sido un castigo del cielo, por haber pensado mal de otro cristiano. El padre Ramón lo había dicho en la misa, que los malos pensamientos pueden causar un castigo del cielo. Por eso no podía presentarse a aquella famosa operación “milagros”. En primer lugar, tenía miedo, temía que lo reconocieran, a pesar del tiempo que había transcurrido y de la estratagema que usó para escapar del ejército. Y por otra parte, tenía vergüenza de alcanzar los beneficios de un gobierno, que había despreciado, de un presidente al que había ayudado a apresar y al que le había deseado la muerte. No, él no podía permitir que supieran su verdad.

Pasaron algunos días y aquella tarde, Facundo estaba sentado en la banqueta que siempre ponía en el portón de la entrada, Siempre iba hasta allí a esa hora porque ya nadie pasaba, ya nadie venía a visitar a su hija. Tan ensimismado estaba en sus pensamientos mirando sin ver, sus manos arrugadas y huesudas, que no sintió cuando la mujer alta, delgada y de piel oscura, llegó a su lado. Casi saltó de la banqueta cuando divisó apenas su bata blanca y el bolso en su brazo.

Sabía que era ella, la doctora cubana; había oído su voz desde el cuarto, un día en que hablaba con su hija, cuando intentaba que ésta lo convenciera para realizarle el primer diagnóstico y llenar sus papeles para enviarlo a la Ciudad. Pero no había tiempo de nada, no tenía forma de huir y tampoco podía hacerle un desaire. La joven lo saludó afable y él le respondió sin mirarle a la cara. Ella no perdió tiempo y le dijo sin titubear.

- Facundo, qué bueno que lo veo, estoy por aquí de casualidad, vine a ver una parida en el caserío y mire qué suerte poder encontrarlo...

Él no respondió, pero sabía que venía el momento de la propuesta.

- Pues sí, Facundo, espero que su hija le haya hablado de la posibilidad que tiene de volver a ver todo este Valle tan hermoso –ella sabía que él conocía el asunto, pero tenía que entrar en el tema de alguna forma-.

- Pues sí, ya Francisca me comentó el asuntico ese –dijo con voz ronca–, pero fíjese bien joven, yo no quiero que me vuelvan a hablar de operación, ni de ir a la Ciudad, porque resulta que no quiero, y a mí me parece que se debe respetar la decisión de la gente, ¿o no?

- Está usted claro Facundo, no le vamos a obligar a nada –le dijo doctora con respeto–; es que teníamos la idea de que comprendería lo importante que sería curarse y luego aprender a leer y escribir con la Campaña “yo sí puedo”.

Facundo se levantó de un salto y muy indignado le dijo a la doctora:

- Óigame bien lo que le voy a decir, yo sé leer y escribir, yo no soy un ignorante, así que no se equivoque –y con torpeza, recogió su banqueta y partió rumbo a la casa, dejando a la doctora intrigada-.

Rosalía vio venir el transporte de la Misión Médica y se disponía a marcharse, cuando de entre unos arbustos salió un hombre que la detuvo.

- Doctora, espere un momento, debo decirle algo.

Rosalía le pidió al chofer que la esperara un momento y se acercó al hombre, mirándolo con atención. Por su expresión parecía que tenía algo importante que decirle.

- Sabe usted quién es ese hombre –le dijo el desconocido señalando a Facundo, que ya había entrado en su casa y cerrado la puerta detrás de él.

- Pues sí, es Facundo Izquierdo, el padre de Francisca, viven en esa casa –le dijo Rosalía, sabiendo que no era eso lo que preguntaba el individuo-.

- Doctora, yo sé por qué ese hombre no quiere recibir los beneficios de nuestro gobierno –la miró y bajando la voz le dijo: – Ese hombre fue uno de nuestros enemigos. Ese fue un militar traidor al presidente. Él piensa que nadie en esta zona lo sabe, pero yo sí lo conozco bien.

- ¿Usted quiere decir que Facundo es desertor del ejército y por eso no quiere ser operado, para no verse descubierto?

- Sí, pero además, ese hombre fue uno de los del golpe de Estado. Ese hombre es un traidor y un día, cuando Dios me de valor, con mis propias manos lo ejecutaré.

- Por favor, yo le ruego que se mantenga tranquilo, yo informaré de este caso y estoy segura que se hará lo que sea preciso. Pero no tome la ley por sus manos, no debe hacerlo, ¿me comprende?

- Si supiera, sólo el temor a Dios me ha detenido, pero ahora confío en usted, sé que habrá justicia

Era viernes y la doctora Rosalía estaba en la Dirección, frente al Jefe de la Brigada Médica, debía dar el parte de los casos que habían sido captados para ser operados. El Dr. Julio Quevedo leyó la lista, enseguida le señaló por qué Facundo Izquierdo no estaba entre los que se enviarían, si se había indicado su turno hacía un mes. La doctora Rosalía le abordó el asunto.

- De ese caso quería hablarte Julio. Resulta que durante todo este tiempo no hubo forma de convencer a ese anciano de que tenía la posibilidad de curarse. Ni su hija Francisca, ni yo habíamos podido convencerlo. Y ayer conocí las razones para esa negativa.

Rosalía le contó a Julio la historia y ambos deciden comunicar la situación a la Dirección de Salud y ésta a su vez, envía un comunicado al gobierno. La noticia llega al despacho del presidente y el propio jefe de despacho le informa al comandante el caso Facundo. El presidente se queda muy serio y pensativo cuando escucha el relato completo. No hace comentario y le ordena dejar el informe encima del buró de su despacho.

El yip miliar se detiene en la carretera, son apenas tres hombres, caminan por la entrada que los dirige a la casa de Facundo Izquierdo. Francisca mira por la ventana y ve venir aquel grupo de hombres y se asusta un poco, pero cuando llegan a la puerta se da cuenta que todos tienen trajes militares. Enseguida los invita a pasar y les busca acomodo en su humilde sala, les brinda un poco de agua. El más alto de todos le dice: Francisca, nos han dicho que aquí vive también tu padre, Facundo Izquierdo, hemos venido con una encomienda, pero necesitamos verlo, ¿el se encuentra?

Facundo no espera a que su hija lo busque, se siente descubierto y caminando con mucha torpeza, sale del cuarto. El sabe que son de la guardia militar del presidente y les dice: “aquí estoy”. Francisca se quedó mirando a su padre sin comprender nada. Los hombres miran a Facundo y le dicen:

- Puede recoger algunas cosas y también tu Francisca, quizás quieras acompañar a tu padre, debemos llevarlo a la Ciudad.

Recorrieron la distancia en silencio. Facundo no cambió ni una sola palabra con su hija y ésta no se atrevió a preguntar nada. Llegaron a una casa en la Ciudad y allí bajaron a la familia Izquierdo. La casa era muy espaciosa y tenía varias habitaciones que aparentemente las habían convertido en salas, con varias camas, en algunas se encontraban acostadas algunas personas y había enfermeras y médicos por todas partes. A Facundo y Francisca los llevaron a una habitación, donde había dos camas cómodas; tenía un baño limpio y les dijeron que podían bañarse y cambiarse de ropa.

Facundo se extrañó que no le hubiesen esposado, ni llevado directamente a la cárcel, pero no hizo comentarios. Francisca miró a su padre interrogándolo, pero éste no decía nada, estaba seguro que ésa era una estrategia para hacerlo hablar, un método para que él confesara. A las cuatro de la tarde, tocaron a la puerta y Francisca abrió. Facundo estaba sentado en un sillón con la cabeza pegada al pecho. Los médicos lo llevaron junto con otros pacientes hacia el quirófano.

Tres horas después Facundo estaba tomándose una taza de caldo sentado en la cama. Un grupo de médicos entraron en la habitación y le preguntaron al anciano cómo se sentía. Facundo los miró y comenzó a decir con voz entrecortada:

- Yo no merezco lo que hacen por mí, porque…

- Tranquilo Facundo -le dijo el médico– sabemos todo lo que va a decir pero queremos trasmitirle un mensaje de parte del Presidente. Él sabe que usted fue engañado. Y que además, los beneficios que esta revolución brinda, son también para usted.

El anciano volvió a recordar aquellos ojos, que años atrás, lo miraron con serenidad y firmeza. Y dos lágrimas rodaban por sus mejillas.

 

Beatriz Casal

Cuba

 


 



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