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Mi papá y Perón

María Rosa PFEIFFER


 

 

 

Pasé toda mi infancia y adolescencia en un pequeño pueblo del interior, en la Pampa Húmeda, en Argentina. Mi casa quedaba a tres cuadras de la plaza y a una del campo.

Miré por televisión la llegada de Perón. Mi papá decía que todo era una gran mentira, que cuando se abrieran las compuertas del avión, no iba a aparecer. La pantalla mostraba el avión haciendo las maniobras para aterrizar. En blanco y negro. Yo miraba un poco el televisor y otro poco los ojos de mi papá achinándose para ver mejor y su mandíbula masticando nerviosa un palillo de dientes, enviándolo de un lado a otro de la boca. Fueron eternos los minutos del aterrizaje. Recuerdo el zumbido intenso de las turbinas y algunos operarios corriendo sacudidos por el aire fuerte. Aunque no sé si era el recuerdo de esa vez o el de la imagen de alguna película. Después de un tiempo largo, en el que no se sabía si la cámara había quedado detenida en una foto, se abrió la puerta. Él se asomó. Levantó los brazos, en el típico gesto de saludo que yo había visto en viejos periódicos. Y mi papá dijo entonces que no era él, que no podía ser. Que era un doble. Que Perón no se animaría a volver. Que tendría miedo, después de haberse ido con los lingotes de oro de la Argentina. No sé por qué siempre lo imaginé yéndose en una canoa, con todo el oro que decía mi papá, en forma de panes de jabón blanco para la ropa. La canoa llena, y Perón remando, remando a toda velocidad, con miedo a hundirse por el peso.

Cursaba el primer año del secundario, y mi profesora de matemática, que siempre nos recalcaba que era “Matemática”, no “Matemáticas”, se llamaba Elda y destinaba más de la mitad de su clase a aleccionarnos políticamente. Yo sabía por ella que el regreso de Perón era auténtico, porque la Juventud Peronista y los Montoneros le habían pedido especialmente que volviera para salvar el país. Pero no se lo podía decir a mi papá, porque se hubiera puesto mucho más furioso todavía.

La señorita Elda nos contó de la masacre de Trelew, y nos hablaba de los ideales por los que peleaba la guerrilla. Nos decía también que Jesús había sido el primer revolucionario de la historia. Ese año le tocó organizar uno de los actos, creo que el del 9 de julio, y cantamos con el coro el tema del “Che” y yo toqué con la guitarra la canción de Piero “Ay país”.

Mi papá me había dado algunos chirlos cuando era chica. Un día no quería ir al colegio y me corrió con una alpargata alrededor de la casa. Otra vez., me crucé a lo de mis vecinos sin avisar y me buscó con un talerito. No me pegó, me amenazó nomás, y yo atravesé la calle de tierra dejando un reguero de pis.

Pero nunca me había dado una cachetada. El día del acto, volví a casa y me puse a hablar de lo bueno que había sido Perón, y de que me iría con la guerrilla, a pelear por los pobres, a defender la justicia, y que cuando me hiciera guerrillera mataría a todos los malos, que si hubiera un hermano mío en las filas contrarias, yo lo mataría igual, por pensar diferente, aunque era hija única, y no sabía lo que significaba tener un hermano. Pero que los ideales eran más importantes que las personas. Y esa vez sí, mi papá me dejó la mano marcada en la cara. Nunca antes como ese día vi sus ojos llenos de odio. Los tenía abiertos, muy abiertos, pero a la vez muy chiquitos, y brillantes, como de fuego.

Después del día del acto el rector, al que los chicos de los últimos cursos apodaban “Tumba”, llamó a algunos alumnos de primero, segundo y tercer año, que era donde daba clases la Señorita Elda, y nos preguntó por las clases de Matemáticas. “Matemática”, subrayé yo, y frunció el ceño.

Con Meli, una compañera con la que competíamos por las mejores notas, le dijimos que habíamos aprendido mucho. Nos hizo mostrarle las carpetas. Y era verdad, porque Elda se las ingeniaba para cumplir con sus dos misiones docentes: la Matemática y la Guerrilla. Al menos Meli y yo amábamos las ecuaciones tanto como imaginarnos con un fusil en las montañas de Tucumán luchando por un mundo más justo. Otros compañeros tenían sus carpetas incompletas, un desastre. Pero por malos alumnos. Y eso la hundió a la Señorita Elda. Creo que primero la suspendieron. No sé si podían echarla así como así. Después, tuvimos que aguantar varias charlas sobre Moral, Ética, Valores. Nos hicieron ver que la Señorita Elda había manipulado nuestro joven idealismo, que se había aprovechado de nuestra pureza de corazón. Meli y yo fuimos las encargadas de convencer a nuestros compañeros de que lo que había hecho era ponernos en peligro con su adoctrinamiento. Meli se resistió un poco más, pero finalmente la convencieron. Nos consideraban las líderes del grupo. Y yo sentía que era una traidora. Nadie volvió a preguntar por la Señorita Elda. El único consuelo de esos días fue que la profesora de Literatura, Susana Thalmann me prestó “Cien años de soledad”. Me refugié en la lectura como la única posibilidad de escapar de una realidad que no me gustaba. Susana era amiga de Elda. Entonces había como una especie de complicidad, un saber de las dos que la seguíamos queriendo a Elda aunque no pudiéramos hablar de ella.

En tercer año nos llegó un rumor de que ella y el marido estaban presos. “¿Vieron?” nos dijo con una sonrisa maliciosa la profesora de matemática de Cuarto y Quinto, que se había quedado con las horas de todos los cursos. Pero nadie dijo ni preguntó nada. La profesora carraspeó y se puso a escribir un teorema en el pizarrón, que ese día ni nunca, nadie aprendió.

Para esa misma época censuraron el programa de Tato Bores, que era el preferido de mi papá. Yo lo miraba con él, aunque un poco me aburría porque no podía seguir el ritmo de su discurso, tan acelerado. Muchas cosas no entendía. Pero mi papá se reía, aunque era una risa con un poco de dolor, sacudía la cabeza con cierta pesadumbre y decía: “Éste tendría que ser presidente”.

Después llegó el tiempo de decidir qué seguir estudiando. “A Rosario no vas. A Buenos Aires, menos”, dijo mi papá. “Pero yo quiero estudiar Teatro o Sicología”. “Hay muchas carreras en Santa Fe. Elegí algo de lo que hay. Queda cerca. Podés venir todos los fines de semana. Además, no está tan revuelto. Santa Fe o nada.” Y su voz sonó como de metal. Pasaban por televisión una publicidad que mostraba chicos en un bar con un libro de Marx. Una voz en off decía : “¿Sabe usted con quién está su hijo, qué está haciendo ahora?” Y eso producía terror en los padres.

“Algo habrá hecho” dijo mi tío cuando contaron que Ana Fouga que vivía en Rosario, sobrina de una vecina nuestra, había desaparecido.

Debía ser terrible para mi papá pensar en la posibilidad de que yo desapareciera. Lo entiendo ahora que tengo mis propias hijas, y que sigo teniendo la esperanza de un mundo mejor.

El mismo año en que empecé la carrera de Bellas Artes fue el golpe. Sé que mi papá y mi mamá se dormían rezando, a pesar de que él se decía ateo. Muchas de las cosas que ocurrían en Santa Fe ellos ni se enteraban, porque los diarios, las radios no hablaban. Pero yo pasé por delante de una casa llena de agujeros de bala. Y supe de gente que era llevada y torturada. Y que desaparecía. Aunque nadie tan próximo como para que pudiera registrar su rostro. Cuando uno no puede ponerle la cara a alguien, a un nombre, se siente lejos, no hay verdadera compasión.

Una noche me llevaron a una seccional por averiguación de antecedentes. Me pidieron el documento a la salida de la Escuela de Arte, y vieron que tenía el mismo apellido que uno de los cabecillas montoneros.

Me entintaron los dedos, me vaciaron la mochila, y me pasaron de uno a otro preguntándome por el paradero de mi hermano.

“No tengo hermanos”, repetía yo una y cien veces.

Tuve miedo, mucho miedo. Pero no lloré. Esa noche pensé que quizá no hubiera sido tan valiente para entrar en la Guerrilla. Tuve mucha vergüenza de mí. Me acordé de la Señorita Elda y de su lucha. Sentí que ella era una heroína y yo una muñeca hueca. En algún momento de esa larga noche tuve el deseo de que descubrieran que “el Piojo”, tal era el apodo con que buscaban a mi supuesto hermano, fuera realmente mi hermano. Y me lo imaginé rescatándome, llevándome con él a una trinchera. Entonces yo le decía: “Voy a pelear con vos”. Y nos abrazábamos, contentos de habernos encontrado.

Pero a la madrugada me soltaron. El Piojo no era mi hermano. Ni siquiera un pariente cercano.

No tenía hermanos, ni era guerrillera.

Era una tonta hija única estudiante de Bellas Artes, olvidada de sus sueños, que hacía teatro vocacional a escondidas de los padres, que leía Hesse y Marechal y Cortázar, con avidez desesperada. Con tanta avidez como a los doce deglutía fotonovelas y Corín Tellado, hasta que la mano salvadora de la profesora de literatura me tendió el libro de García Márquez.

Hace tanto tiempo.

Mi padre murió. Mis abuelos. Mis tíos. Meli, que se había recibido de abogada y se casó con un profesional, y que ahora tendría mi edad.

Ellos son mis desaparecidos. No los capturaron, no los torturaron. No pelearon por el país. No murieron por sus ideales.

Ellos son los rostros de mi dolor. Y sólo desde ellos puedo entender y sentir el dolor de los otros, de los sin rostro, de los inmolados. De los que pelearon por los sueños que fueron míos hace tanto tiempo.

 

María rosa Pfeiffer

Santa Fé, Argentina

 


 



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