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Fabela rosa

Ender Israel RODRÍGUEZ MOLINA


 

 

Las gotas de lluvia se estremecían dementes contra el suelo, salpicando todo de gris. Al caer, la tierra parecía tragarlas violentamente. El zinc, doblaba como plastilina ante la arremetida de los abigarrados cielos. Los ranchitos de la región sur, amontonados uno tras otro aparecían como desordenados rompecabezas de un alocado mapa, sin nombre y dirección. Y es que los nombres y apellidos no se hacían necesarios. La época de invierno empezaba y se lanzaba escapando de la furia del verano saliente, entre llanuras incendiarias de emoción. Los rostros de la gente, eran lo suficientemente reconocidos como para presentarse formalmente. El alma no necesita carnet porque se expresa como la catarsis diaria de la vida, sin pedir permiso. El suburbio del fondo y cada vereda, poseía el extracto de habitantes de su propio microuniverso social. A la derecha siempre había una entrada al túnel, las personalidades más variadas frente a frente. Por un lado, el atorrante vecino Damas, la Señora Carreño y los Restrepo quienes resolvían los conflictos con sus rostros de revolver, eran los más respetados en la vecindad. Otros habitantes ausentes entraban y salían sin notar demasiado la silueta de una golpeada comunidad de pobres. Ya no sólo era el conflicto de la Exxon, Creool Macc Enrterteim C.O., ni la nueva vía de ferrocarriles que trasportarían carbón extrayendo las mieles de la tierra parturienta. Los estudios resaltaban también la existencia de minerales necesarios al desarrollo del progreso “del Norte” y los nuevos dinosaurios del pueblo. Viejos rezanderos locales retaban unas familias contra otras, pagados y amenazados, serían como los “mercaderes de sobras” a la hora del botín. Sin ellos, los negociadores, pequeños cara pálidas del dinosaurio mayor, no habría buenos verdes ni mercado negro. La muerte seguía rondando el lugar y los curiosos creyentes Babalaos hablaban de un especie de juicio de los espíritus. ¡Yemayá, Yemaya! cantaban mientras la sierra de las empresas arrasaban el caucho tan penosamente. El cielo se tornaba más azulado pero, como de un azul negrusco cargado de proyectiles radioactivos. El rezo estaba en trance, los religiosos entregados celosamente a la misión esperaban su inmisericorde juicio terrenal.

¡Rutilio el grande, recuerdo tanto a Rutilio! decía en voz alta un joven barbudo, mientras leía el periódico de las facturas en vida cobradas por Paracos liberados.

Un color rosa se mezclaba lentamente al umbral del atardecer, como cuando un suave destello de sangre se hace presente en las carnes de dolor que acompañan estos siglos pasajeros plagados de gentes y futuros. Refugiados escapando de la guerra, ladrones y mafiosos subversivos convivían cercanos en la gran plaza del hormiguero moderno.

El tío Bush no era el único tema de preocupación en las aldeas floreadas y hermosas de la sur comunidad plural donde pescadores colombianos del pacífico, niños con marimbas centrales y rubios quemados de Santiago, esperaban con pasión al nuevo día. No sólo dragones de metal con forma de dólar lanzaban llamaradas y perseguían personajes clandestinos en los barrios locales.

Se habrían reproducido lentamente nuevos fantasmas enemigos del mutualismo de la aldea sur. Allende, separados nuestros pueblos sirvieron de carnada a la nueva llegada imperial de otra cultura. Y es que unos hombres rojizos con ropas de fibras y mujeres color tierra, recordaban el bazar de la memoria indiana, los caribes negociando y persiguiendo a otros pueblos hermanos. Aztecas con forma también de imperio, aunque más humano en muchas caras, imperio al fin. La llegada de los hombres caballo fue en el mejor momento para ellos, decía un abuelo Mapuche, habitante ahora de las nuevas pampas.

En la rocola de un famoso bar de la región sonaban vallenatos, la fiesta diaria era parte de la alegría constante de la gente. Las personas preñadas de feliz satisfacción convivían y escondían entre piernas el dolor del parto y la dura realidad a cuestas, con su gracia del día a día.

El invierno fue pasando, siempre pasa, deja niños sin hogar pero pasa, aunque también deja buen abono en las riberas para la gran siembra. Las cosas en la aldea sur parecían como sacadas de un gran espejo misterioso. Los guaraníes se miraban entre sí, algunos inmigrantes amigos pensaban y otros venezolanos sin su oro negro acostumbrado, sin su excremento del diablo, intentaban verse al interior de sí mismos. Ya no sólo eran los dinosaurios ajenos, la Exxon, Erntereim, y otras lenguas C.O. del gran lagarto rubio, ahora descubrían que existía en sus entrañas reflejos de imperios y de sus propios demonios internos reviviendo diariamente. La desunión de la cotidiana vida, nada poética en el común, ya no era un secreto, el rencor entre hermanos seguía recobrando vida. Empezaban los aldeanos a pensar en lo contrario, en ser uno de uno, en buscar destruir las fronteras de sí mismos para enfrentar las lengüetas del macabro reinado imperial de siempre. De no enfrentarse a sí mismos, poco se haría en el círculo sin salida del laberinto local ante la espada extranjera, pensaron.

Descubriéndolo fueron como renaciendo diariamente, como volviendo a asomarse a su lejana placenta, algo así como hacerse niños por vez segunda. Con las manos en el bolsillo un infante del futuro se miraba y miraba alrededor, iba a la gran asamblea a reencontrarse entre iguales.

El verano se hacía presente tan lentamente y ese sol tan vivo, le hablaba a los dioses y huracanes sobre verdades, sobre futuros y presentes descubiertos en las nuevas conciencias. El parto ya no era de dolor. Nuevas sangres de hermosura reforzaban a los aldeanos para enfrentar nuevos yacarés míticos blancuzcos, nuevos rostros del mismo viejo imperio de incógnitas y lujuria. Ese día no dejó de brillar, el sol se alejó dulcemente, limpiando las heridas de la favela de todos y su acostumbrado color rosa.

 

Ender Israel Rodríguez

San Cristóbal, Venezuela

 


 



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