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El otro lo es todo

2004-11-26


  Occidente siempre ha tenido una dificultad para acoger al otro. Su estrategia predominante ha sido negarlo, ya sea mediante la incorporación, el sometimiento o la pura y simple destrucción. El carácter imperial de Occidente se funda en su presunción de ser el mejor en todo, la punta más avanzada del espíritu en el mundo, como escribió Hegel.

Pero en Occidente encontramos también otra vertiente que lo cura de esta arrogancia: la tradición judeocristiana. En esta tradición el otro es todo porque a través de él se da el amor y en él se esconde Dios, que también se hizo otro. En dicha tradición se dice: «Haz justicia al huérfano y a la viuda... Amad también al extranjero pues fuisteis extranjeros en Egipto» Todos estos son el otro, el otro más otro, por oprimido.

Incluso para quien no tiene fe, esta tradición posee una relevante función humanizadora, pues establece con el otro una relación constructiva e inclusiva. En el fondo, todo pasa por el otro, pues sin el diálogo con el tú no nace el verdadero yo, ni surge el nosotros que crea el espacio de la convivencia y de la comunión. La exclusión del otro está en la base del terror moderno, ya sea económico o político-militar.

La relación con el otro suscita la responsabilidad. Es la eterna pregunta de Caín, el asesino de Abel: «¿Acaso soy yo el responsable de mi hermano?» Sí, situados ante el otro, ante su rostro y sus manos suplicantes, no podemos evadirnos: tenemos que responder. Eso es lo que significa la palabra responsabilidad, dar una respuesta al otro.

El otro hace surgir en nosotros la ética. Nos obliga a una actitud de acogida o de rechazo. La ética es la filosofía primera, al decir de Emmanuel Lévinas.

La mayoría de las filosofías de Occidente se centran en la identidad, dejando poco espacio para la alteridad. Por eso la ética está siempre de más. Esta carencia tomó una forma trágica, por ejemplo en el filósofo Martin Heidegger, en quien se notó un lastimoso vacío de la dimensión ética. Para él, el ser humano es el «pastor del ser», no el «guardián de su hermano». Habiéndose adherido al nazismo cuando era rector de la universidad de Friburgo, y confrontado más tarde al hecho, sólo supo decir: «antes vestí camisa marrón [la de los nazis], pero fue un error». ¿Sólo un error?

Para todos los que hemos aprendido tanto de su pensamiento genial, tal frase suena desprovista de sentimiento de responsabilidad y, por eso, de densidad ética. Lo que hubo, en realidad, fue más que un error; fue falta de ética, principalmente al tolerar que profesores judíos -o sospechosos de serlo- fuesen destituidos de sus cátedras, y por haber hecho poco o nada para salvar a su maestro y orientador Edmund Husserl.

El mundo no está formado solamente por personas que yerran y se equivocan. Lamentablemente, también está formado por personas culpables y anti-éticas, que no saben dar al otro una respuesta responsable. Por eso hay tragedias en la historia.

Este legado occidental de la tradición judeocristiana, centrada en el otro, nos ofrece una de las bases para la convivencia posible y necesaria en el mundo globalizado. La base debe ser ética más que política. Una coalición de valores que se funde en la hospitalidad y en la acogida incondicional del otro en cuanto otro, en el respeto a su cultura y la disposición a hacer una alianza duradera con él. O hacemos esto o perderemos las razones para vivir juntos en la misma Casa Común. Y, en ese caso, sí podríamos ir fatalmente al encuentro de lo peor.

 

Leonardo Boff




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