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Sobre el poder

2004-01-30


  Las discusiones sobre el poder son interminables. El poder coincide con el ser, pero ambos son indefinibles, porque necesitamos primero ser y poder, para poder después definir el ser y el poder. No obstante este límite intríseco, después de treinta años de estudio y meditación que culminaron en mi libro prohibido Iglesia: carisma y poder, veo tres puntos axiales.

1. El poder no es una cosa sino una relación. Poder no es en primer lugar el Estado ni la policía ni el sistema económico. Es una relación entre las personas y las cosas. Todos somos portadores de poder en la medida en que todos nos encontramos envueltos en relaciones, que se influencian mutuamente. Poder es entonces sinónimo de participación. Como tal, se encuentra difuso en el cuerpo social y en las instituciones. La sociedad, entendida como el conjunto de las relaciones, es la portadora originaria del poder. Éste no está sobre ella ni fuera de ella, está siempre dentro de la sociedad, y existe en razón de ella.

2. El poder es una instancia de dirección. En la sociedad hay muchos poderes, que se articulan, se oponen o hacen alianzas entre sí. Es el juego de los intereses y de los poderes. Para asegurar una unidad mínima de la sociedad de cara a propósitos comunes, se necesita una instancia de coordinación y de dirección. El poder difuso se concretiza aquí en un foco determinado llamado gobierno o grupo directivo. Cada grupo, a medida que se institucionaliza y adquiere cohesión interna, necesita un polo de animación y coordinación. El poder adquiere así visibilidad. No deja de ser una relación, pero es una relación formalizada y estabilizada. El poder viene siempre de abajo y existe en función de la sociedad y no por sí mismo. El nivel de cristalización del poder es directamente proporcional a la complejidad de la sociedad. Cuanto más simple sea ésta, menos polo de poder necesita. Cuanto más compleja y contradictoria sea, como una central sindical o una nación, más fuerte se vuelve el centro de poder.

3. El poder histórico está habitado por un demonio. Aunque haya surgido como función de coordinación de la sociedad, el poder posee un irrefrenable dinamismo de expansión y de autoaseguración. El poder quiere siempre más poder. De lo contrario, pierde poder hasta dejar de ser poder. Debido a esta lógica, el poder tiende a aliarse a otros poderes o a absorberlos. Se distancia así de su fuente, la sociedad, superponiéndose a ella. Hobbes, teórico del poder del Estado, constató en su famoso Leviatán: “Como tendencia general de todos los hombres, destaco un perpetuo e impaciente deseo de poder y de más poder, que solamente cesa con la muerte. Y esto no se debe al mayor placer que se espera sino al hecho de que el poder no puede garantizarse sino buscando aún más poder.”

Recordemos que Adler rompió con Freud por considerar el poder, y no el placer, la pulsión central de la psiqué.

¿Por qué el poder es rehén de un demonio insaciable? Las respuestas conocidas me parecen insuficientes. Tal vez la pregunta remita a un discurso que hable de la decadencia de la vida humana, de la quiebra de la solidaridad básica entre todos, del olvido de la naturaleza creada y, por eso, limitada en su poder. El discurso de la teología es el que puede -quién sabe- arrojar alguna luz sobre este campo dramático -cargado de tanta prepotencia, sangre y muertes- que es el poder como dominación.

Como el poder es ante todo una práctica, es importante analizarla con detalle. Próximamente lo veremos.

 

Leonardo Boff




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