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AUTOR: Dausá, Alejandro
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AGENDA LATINOAMERICANA AÑO: 2012
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Como quien pasa por el fuegoTestimonioAlejandro DausáEl 17 de septiembre de 2004 fui al cementerio de San Vicente, en la ciudad de Córdoba. Me acompañaban Joan y Daniel. Con voz entrecortada, él leyó el pasaje del profeta Ezequiel que relata la singular visión de los huesos secos. Estábamos sobre el lugar donde habÃa sido identificada a mediados de los años 80 la primera fosa común. Luego recorrimos otras dos, abiertas por aquellos dÃas. Sobre una de ellas, y para que no fuera descubierta, las autoridades militares construyeron el crematorio de esa necrópolis en 1978. Los especialistas del Equipo Argentino de AntropologÃa Forense calculan que hay restos de más de doscientas personas. Muchos esqueletos están completos, varios con restos de ropas. Todos fueron arrojados allà en diferentes meses del año 1976. Pocos han sido identificados. Tuve una inefable sensación de cercanÃa afectuosa con esos seres sin nombre. Imaginé sus rostros, sus sueños, sus amores, sus luchas, sus tormentos, su dolor y estupor antes de la muerte. Como expresa el P. Quito Mariani en su libro autobiográfico, «les pedà perdón por no haber muerto con ellos». En agosto de 1976 fui secuestrado con otros estudiantes de teologÃa entre los que se encontraba Daniel. La orden era asesinarnos. Joan nos salvó alertando a amigos y escapando de la pinza que se cerraba sobre ella en Argentina. Desde el exterior realizó incontables gestiones para garantizar nuestras vidas. A pesar de que el caso aparece en varios libros, nunca habÃa sido denunciado formalmente. Los tres nos encontramos para hacerlo, junto a otros testigos. Volvimos a vernos luego de más de veintiocho años, en una semana intensa de recuerdos, abrazos de amigos, testimonios judiciales, piezas todas de un complejo rompecabezas que aún hoy debemos seguir completando. Cerramos un capÃtulo en aquel cementerio solitario, y a manera de pacto con los que no sobrevivieron. En el año 2009 retorné a Córdoba con mi hija. Entré con ella en dos de los centros clandestinos de detención que hoy son espacios para la memoria. Como buena parte del tiempo de secuestro estuve allà con los ojos vendados, intenté reconstruir los fragmentos de imágenes que conservo. En el antiguo D-2 observé con detalle el pequeño pasillo denominado tranvÃa, donde compartà varios dÃas con otros secuestrados. En el campo de concentración La Perla volvà a experimentar el particular silencio y los ecos del patio de entrada (los lugares se cargan con la suma de experiencias humanas extremas -tuve una sensación espeluznante durante una visita que realicé al campo de Büchenwald en 1994, la misma calma siniestra del paisaje, la misma quietud ominosa-). En La Perla habÃa sido interrogado por un equipo de militares que se especializaba en la iglesia católica. Lo hacÃan desde una teologÃa ultramontana que sospechaba de todo y de todos, arrogándose la posesión de la verdad y un poder divino sobre vidas y muertes. El mayor tiempo de detención lo pasé en régimen de confinamiento solitario e incomunicación, en un pabellón de presos polÃticos de otra cárcel. Privado absolutamente de todo contacto y de la posibilidad de tener cualquier objeto, mis tesoros se reducÃan a cuatro: un pequeño vaso de plástico que me permitÃan llenar dos veces al dÃa con agua para beber, una lata oxidada que utilizaba como excusado, un clavo que ocultaba convenientemente en la pared, y un rosario rústico que habÃa confeccionado con un trocito de madera. Me servÃa para rezar y caminar de una esquina a otra de la celda durante horas interminables, a fin de agotarme y poder paliar el frÃo y conciliar el sueño, esquivando la zozobra de las noches, en las que se producÃan la mayor parte de las requisas y traslados. No tuve militancia partidista. Mi delito consistÃa en el compromiso sociopastoral con poblaciones de barrios marginados, de acuerdo a las propuestas del Evangelio y los lineamientos del Vaticano II y MedellÃn. Uno de mis interrogadores fue explÃcito: yo no debÃa acercarme a sectores empobrecidos, ya que ese tipo de acompañamiento los empoderaba y, como consecuencia, se tornaban peligrosos. Argentina fue el único paÃs sometido a la doctrina de la Seguridad Nacional que contó con el enérgico aval de un poderoso sector del clero y la jerarquÃa católica, ocupado en proveer argumentos filosófico-teológicos para justificar el proyecto de represión, genocidio, robo de niños y tortura. Esa labor comenzó en realidad en la posguerra, con la asesorÃa técnica de la misión militar francesa y el respaldo ideológico de entidades como Cité Catholique, con experiencia en el sometimiento de los pueblos argelino e indochino. Numerosos autores se ocuparon de desentrañar este tenebroso tema, destacándose la amplia y documentada investigación de Horacio Verbitsky y los trabajos del sociólogo jesuita Gustavo Morello. Se trata de capÃtulos horrorosos de la historia nacional, que se intentó soslayar por incapacidad o franca complicidad de diferentes gobiernos democráticos posteriores a la etapa dictatorial inaugurada en 1976. Sólo hace pocos años se han reabierto causas y procesos judiciales, por lo que muchos verdugos ya murieron en absoluta impunidad y en libertad. Un solo capellán militar ha sido condenado a prisión. Luego de la cárcel sufrà el exilio. Después de un par de años tomé la decisión de retornar, como deber ético con la inmensa porción del pueblo argentino masacrado que no contaba con el respaldo confortador de una congregación religiosa. Redacté y firmé una carta con copias para amigos; una especie de testamento/despedida en el cual indicaba que cualquier percance que me ocurriera serÃa responsabilidad directa de la junta militar y su aparato de represión, lo cual deberÃan hacer público. Planifiqué un regreso demorado con escalas en México, Panamá y Brasil. Por una parte sentÃa el imperativo de reencontrarme en profundidad con América Latina, sus gentes, sus aromas, sus colores, sus culturas. Por otra, un simple cálculo de probabilidades indicaba que podÃa ser mi último viaje. Completé el trienio de estudios teológicos que me faltaban hasta la ordenación como sacerdote. A pesar de la hospitalidad de los hermanos de congregación, abrigué por mucho tiempo la sensación de ser parte de dos experiencias de las cuales nadie deseaba hablar: la de las opciones de vida y trabajo pastoral, y la del secuestro y cárcel. PercibÃa una incomodidad manifiesta cuando intentaba explicar o describir algo de todo aquello, o bien la invitación más o menos cordial a cambiar de tema. Como consecuencia, me autocensuré durante años. A ello se le sumó el sentimiento de culpa por estar vivo, cuando miles no habÃan logrado escapar. El que es conocido como «Caso de la Comunidad de la Salette» en el ámbito religioso («Caso Weeks» y «Caso Fraile» para las fuerzas represivas) constituye, a mi juicio, una refutación fáctica de dos argumentos que continúan siendo esgrimidos por algunos sectores aún luego de treinta y cinco años. En primer lugar, desmiente absolutamente que el golpe de marzo de 1976 haya sido efectuado con el fin de combatir a las organizaciones armadas de izquierda. Por el contrario, revela que la represión sistemática y vasta estuvo planificada y dirigida a quebrar posibles ámbitos crÃticos, aún en sectores sociales ideológicamente distantes, con el objetivo de imponer un proyecto que requerÃa la desmovilización y el amedrentamiento generalizados como condición para garantizar el saqueo de la economÃa nacional. Nuestro grupo estaba condenado a muerte antes de cualquier investigación; se trataba simplemente del escarmiento ejemplificador seleccionado contra un sector de los religiosos en la región de Córdoba, y sólo la suma de circunstancias fortuitas revirtió nuestro destino. En segundo término, contradice y al mismo tiempo desenmascara la falaz estrategia difundida, alentada y sostenida por un sector importante del episcopado católico, que insistÃa en la importancia de no difundir ni reclamar públicamente por los casos de secuestro, torturas o desapariciones. Cuando las denuncias eran realizadas en el exterior del paÃs se las acusaba además por antipatriotismo. Lo grave del asunto es que en los años de plomo la Conferencia Episcopal Argentina era con alta probabilidad la única instancia que hubiera podido poner freno a la represión. No sólo no lo hizo, sino que desanimó de muchas maneras a los que lo intentaron. Como expresé, incluso algunas de sus figuras más poderosas e influyentes en el ámbito castrense avalaron el genocidio con presupuestos filosóficos y teológicos. Durante al menos quince años no transcurrió dÃa sin que yo recordara de diversas maneras los sucesos del secuestro y la detención. Padecà amenazas veladas y trabas en trámites legales relacionados con mis documentos de identidad. Por lo demás, quedaron instalados algunos hábitos y manÃas personales relacionados con determinadas situaciones, sonidos, lugares. Haber «pasado por el fuego», de acuerdo al sugerente sÃmil literario paulino, abrió para mà la oportunidad de conocer ciertas dimensiones lóbregas de nuestra realidad latinoamericana, pero también para arraigar mi voluntad de seguir «echando la suerte con los pobres de la tierra». Alejandro Dausá Argentina-Bolivia
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