OTRA DEMOCRACIA:
CON IGUALDAD DE GÉNERO
Maria CecÃlia DOMEZI
El paradigma dominante de la modernidad estableció que ser persona es
ser ciudadano, con garantÃa de dignidad y libertad individual. No se
admite ya la dominación del señor sobre el siervo. Los derechos civiles,
polÃticos y sociales se fundamentan en la dignidad y en la libertad de
cada individuo.
Pero ese individuo es abstracto, y sólo aparece en la forma masculina.
No tiene emociones, deseos o afectos, porque esas experiencias y
sentimientos quedan excluidos de los espacios económico, jurÃdico,
cientÃfico, administrativo. Se trata del individuo domesticado, encuadrado
en la movilidad y en la competitividad del mercado capitalista mundial. En
las reglas de compra y venta, la libertad humana, entendida como autonomÃa
individual, equivale a no tener deudas con nadie. De ahà que ese individuo
tampoco tenga obligación con nadie. Puede disfrutar de su derecho a ser
«sà mismo», fuera de la participación social, polÃtica y pública,
preocupado solamente por su cuerpo, siguiendo sus preferencias y
posibilidades de consumo. Es cierto de que, como miembro de una nación,
será invitado al altruismo e incluso al sacrificio de sà mismo. Pero la
libertad individual de los ciudadanos de la nación puede no pasar de ser
una máscara que esconde graves injusticias y vergonzosas desigualdades en
las relaciones sociales. Y una democracia de individuos abstractos será
siempre una democracia sólo para segmentos privilegiados de las
sociedades.
Una emancipación verdadera no es posible con individualismo y exclusión
de los otros o de las otras. La persona humana individual, madura en la
medida en que se afirma como sujeto histórico. Con la conciencia de las
diferencias individuales, toma actitudes en favor de las relaciones
humanas y sociales justas e igualitarias.
Riobaldo, personaje creado por Guimarães Rosa dice:
A veces pienso: serÃa el caso de que se reuniesen personas de fe y
posición, en algún lugar apropiado, en medio de los generales, para
dedicarse sólo a altos rezos, fortÃsimos, alabando a Dios y pidiendo el
perdón para el mundo. Todos venÃan compareciendo, allà se levantaba una
enorme Iglesia, no habÃa ya crÃmenes, ni ambición, y todo sufrimiento se
sumergÃa en Dios, enseguida, hasta que a cada uno le llegara la muerte.
Razoné eso con mi compadre Quelemém, y él dudó con la cabeza:
-«Riobaldo, la cosecha es común, pero limpiar el terreno, lo hace cada
uno...», me respondió consciente.
En América Latina, las inmensas mayorÃas de personas excluidas de los
bienes y de los beneficios indispensables para vivir con dignidad y
libertad, tienen, en su cultura popular, inimaginables contribuciones para
una democracia alternativa. El «limpiar cada uno su terreno», el proceso
de emancipación del individuo, se hace al mismo tiempo con conciencia
crÃtica, con religión, con comunidad y con responsabilidad hacia el mundo.
Cuando la adhesión religiosa es consciente y libre y lleva al compromiso
en prácticas solidarias y transformadoras, la devoción tradicional
continúa ofreciendo su núcleo de sentido para la vida, como un alimento
vital.
Una especial contribución de la cultura popular latinoamericana, con
sus múltiples expresiones regionales, es la de recrear y resignificar
imágenes y conceptos impuestos por el patriarcalismo. Los colonizadores
«cristianos» impusieron un dios patriarcal, distante y amenazador,
partidario de los privilegiados. Y las mayorÃas colonizadas, empobrecidas
y sometidas, a través de creativos recursos culturales, y de sincretismos,
ambivalencias e hibridismos, desarrollaron una especial capacidad de
resistir, a través de la religión, a los patrones rÃgidos de las
desigualdades establecidas.
En el imaginario popular, el referencial de una antigua diosa, tanto
más poderosa cuanto más próxima a las personas sufrientes e injusticiadas,
posibilita constantes resignificaciones de la cultura y de la religión, y
alimenta la actuación en la historia. Sea invocando a Pacha Mama, Iemanjá
o a la Virgen MarÃa, es, cada vez más, una divina misericordia la que
desmonta el sexismo prepotente y afirma una relación de amor con Dios. En
las representaciones de Nuestra Señora, morenita, india o negra, se
expresa la gran Madre de la Compasión, Ãntimamente próxima y protectora, a
cuyo poder las personas excluidas tienen pleno acceso.
En las tradiciones de la cultura popular latinoamericana hay también
formas alternativas de relación solidaria. Son otras relaciones de
reciprocidad, en redes de familias, de vecindad y de religión. La práctica
de los trabajos comunitarios, las fiestas, los lazos de compadrazgo, la
relación con la familia de los santos... todo está atravesado por una
ética de obligación de unos para con otros. Cada persona se siente deudora
de las demás. En el cristianismo liberador, ese sentimiento alimenta
vitalmente la solidaridad real e histórica que se va ampliando en redes
cada vez más amplias y articuladas. La apropiación de la Biblia a través
de un método de lectura e interpretación que es popular, comunitario y
libertador, ha favorecido un efectivo ejercicio de democracia desde abajo.
Todo este legado favorece superación de las dominaciones sexistas,
raciales, culturales y de las dominaciones de toda especie.
La tradicional práctica de la reciprocidad tiene relación
complementaria con la moderna noción de democracia. Lo que antiguamente
era una alianza entre grupos, ahora se vuelve una cadena múltiple de
interdependencias, que actúa en la esfera de las polÃticas públicas. Las
colaboraciones circulan, las relaciones se amplÃan cada vez más y las
redes de relaciones instauran la gran comunidad solidaria. Eso puede
favorecer, de un modo especial, la justicia y la igualdad en las
relaciones entre las personas de sexos diferentes. El moderno concepto de
género es una categorÃa de conocimiento que analiza las relaciones
sociales entre los sexos. Una categorÃa importante para la reivindicación
de derechos iguales. Pero la igualdad de derechos y de libertad tiene que
hacerse efectiva dentro de una polÃtica de las identidades, que tenga en
cuenta las particularidades de las culturas. También la heterogeneidad,
las diferencias, los espacios fragmentados y no bien definidos.
El patriarcalismo ya ha superado milenios, ha entrado invicto en la
democracia moderna, e impera en el siglo XXI. Continúan en vigor «papeles»
atribuidos a las mujeres, sometidas a una sobrecarga de trabajo y a una
disminución de beneficios en comparación con los hombres. Es completamente
absurdo el hecho de que se mantenga todavÃa hoy una comprensión de las
mujeres como de naturaleza inferior a los hombres, como aquellas que
necesitan ser dirigidas por ellos y que sólo resultan valorables en la
medida en que los sirven. Es hipócritamente infundada la clasificación de
lo masculino como lo activo, lo pensante o dirigente, y de lo femenino
como lo pasivo, pasional, impuro y peligroso, permanentemente necesitado
de control. Es pecaminoso excluir a las mujeres del ejercicio de las
funciones sagradas religiosas.
Para mantenerse, la dominación masculina sobre las mujeres busca
continuamente justificaciones filosóficas, teológicas, o hasta alega un
supuesto determinismo biológico. Sin embargo, las desigualdades fueron
establecidas dentro de las relaciones sociales por la imposición de un
segmento de la humanidad. Se impuso la convención de que los hombres
blancos, especialmente los situados en el hemisferio norte, detentadores
del poder económico y polÃtico, son más «individuos» y más ciudadanos que
el resto de la Humanidad. Y, en este inmenso resto, mayor es la
discriminación y la exclusión cuanto más las personas se aproximan al polo
inferiorizado: las mujeres pobres, negras, indÃgenas, mestizas; personas
con definiciones sexuales diferentes; personas de culturas diferentes;
personas ancianas, niños y jóvenes, asà como personas con necesidades
especiales, consideradas improductivas según las reglas del mercado.
Ya no es posible denunciar el imperialismo y la dominación de clase sin
luchar, a la vez, por la justicia en las relaciones entre las personas
individuales reales. Las relaciones injustas no se dan solamente cuando un
bloque entero se impone a otro, sino también en el tejido fino de las
sociedades, en lo cotidiano del ambiente familiar, en el vecindario, en
las Iglesias, en los sindicatos, en los organismos de poder, en el medio
cientÃfico, en los movimientos populares, en los medios de comunicación,
en las escuelas.
Afortunadamente, la práctica de una democracia alternativa, que incluye
la justicia en las relaciones de género, ya se aparece en las bases
populares. Fue lo que presencié dentro de una familia brasileña en un
asentamiento del Movimiento de Trabajadores Sin Tierra. Asà como el
trabajo de la agricultura, también las tareas domésticas eran allÃ
asumidas tanto por las mujeres como por los hombres. Y los niños, siempre
bien observadores, cuando veÃan que algún hombre se descuidaba y dejaba
sucios los platos y los vasos para que los lavaran las mujeres, ponÃan sus
manos en la cintura y reclamaban: «¿Y dónde está la equidad de género?».
En las comunidades eclesiales de base ha crecido una comprensión de la
Virgen MarÃa como compañera de camino que objetiva el Reino de Dios. La
convicción de que su canto profético exalta la opción partidaria de Dios
por los pobres, según el testimonio de los evangelios, inspira la lucha
por la justicia también en las relaciones de género.
El empeño por la superación de las desigualdades entre los sexos, desde
los microespacios hasta los bloques imperialistas, no puede separarse de
la lucha contra el hambre y contra todas las injusticias. Es preciso
afirmar y hacer valer los derechos de las mujeres, de todas las personas,
grupos y comunidades, con la riqueza de sus diferencias étnicas,
culturales, sexuales, individuales. No habrá democracia sin una garantÃa
de igualdad de derechos y de vida digna para todas las personas –ellos y
ellas- sobre la faz de la tierra.
Maria CecÃlia DOMEZI
São Paulo, Brasil
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